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31 mayo, 2018

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Catedral de Barcelona (fotografía de LJ)
En un mayo donde el calor no ha estado presente y con más carácter de otoño que de primavera, podemos seguir disfrutando de la cultura en todas sus vertientes. Nos habéis acompañado con más de 16000 visitas y continuáis siguiéndonos a través de nuestras redes: Blogger, con 179, en Twitter con 611 o en nuestra página de Facebook, con 175.

Para acompañar a este mes os hemos invitado tanto a la literatura como al cine. Así habéis podido disfrutar de Laura tanto en su versión literaria como cinematográfica. Hemos cruzado el mundo para traeros la animación japonesa de Your name. O hemos traído tanto la novedad de una serie como ha sido la segunda temporada de Por trece razones como hemos reivindicado clásicos ya fuera Las zapatillas rojas o el teatro de García Lorca con La zapatera prodigiosa.

Y así encaramos el inicio del verano, en el que se avecina un mes de junio que no os podéis perder, pero sobre todo julio y agosto donde seguiremos ofreciendo mucha cultura. Os invitamos a continuar leyéndonos.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Seguimos recomendando canales de Youtube que consideramos interesantes, en este caso sobre pintores de la mano del artista Antonio García Villarán, que ha acuñado el término hamparte que os invitamos a descubrir. En este caso, os dejamos con un vídeo sobre Picasso.



"El secreto de las películas es que son una ilusión"
                  - George Lucas (1944)



Clásicos Inolvidables (CL): La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca

30 mayo, 2018

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Debido a la forma en que entendemos el arte desde el Romanticismo, siempre estamos en busca de la originalidad, de la innovación, de la ruptura frente a lo anterior a fin de captar la atención con novedades. Sin embargo, como ha demostrado la historia, ningún artista adquiere relevancia si no ha aprendido de sus predecesores. En efecto, para innovar debemos conocer de donde venimos, aprender a comprenderlo y a intentar superarlo. Precisamente, las obras más conocidas y estimadas de Federico García Lorca (1898-1936) no son aquellas que supusieron su etapa más vanguardista, como El público (escrita hacia 1930 pero publicada en 1976) o Así que pasen cinco años (1931), sino las que aunaron la tradición del argumento con cambios e innovaciones teatrales, como la célebre La casa de Bernarda Alba (1945).

El autor granadino se percató de que el camino a seguir era ese tras el fracaso de su primera obra El maleficio de la mariposa (1920), pero en lugar de ensimismarse en su propio universo, lo abrió al público. Mariana Pineda (1927) y sus farsas o teatros de guiñoles o cachiporra serían los primeros pasos hacia una renovación teatral atenuada en su vanguardia, pero evidentemente innovadora. En esta época situamos La zapatera prodigiosa, escrita en 1926 y estrenada y publicada en 1930.

En su argumento encontramos algunas de las preocupaciones y tópicos de las obras lorquianas, como la insatisfacción vital, la rebeldía o la crítica a ciertas costumbres sociales, así como a una protagonista fuerte aunque trágica a la par. No obstante, también podemos notar que se trata de una obra dentro de un proceso de maduración, atada a ciertos tradicionalismos y que aunque el autor tratara de evitarlo con sus acotaciones, puede caer fácilmente en la caricatura de los personajes. La historia nos sitúa en la vida de un matrimonio mal avenido: él es un viejo zapatero que decidió casarse para no quedarse solo, pero lo hizo con una joven, a la que llaman la zapatera, que no le da más que quebraderos de cabeza y regañinas. Cansado de la situación, decide marcharse, dejando a la zapatera en una situación de desamparo frente a sus vecinos. Conforme el tiempo avanza, su carácter empeora y empieza a añorar al zapatero, comprendiendo que realmente lo quería.


Representación de La zapatera prodigiosa por El Repertorio Nacional
Este tipo de tramas no eran originales de García Lorca, sino que estaba recurriendo a un tópico bastante folclórico que otros autores ya habían visitado antaño: el de la boda entre un viejo, en este caso de cincuenta y tantos años, con una joven, de dieciocho. No obstante, la novedad se presenta en la libertad que obtiene la zapatera cuando se marcha su marido. En ese momento, se determina la auténtica naturaleza de esta mujer, que opta por seguir adelante sin caer en los vicios de los que se le acusaba o que tanto predicaba ella misma. Bien podría ser la zapatera una moderna Penélope aguardando a su particular Ulises, aunque antes se hubiera mostrado violenta y grosera con su marido. 

Curiosamente, otros personajes se ven habilitados para acosarla en cuanto queda sola, algo de lo que ella se zafa y rehuye, aunque a veces no pueda evitarlo. Detrás de un argumento de final feliz y con personajes cómicos, encontramos un drama no falto de crítica por la situación de la mujer. Es más, pese a su indisposición para con los hombres, sus convecinas no dudarán en acusarla de ser la causante de los males del pueblo, como la lucha a muerte entre los jóvenes por su amor, aún cuando esa disputa surgió entre esos personajes sin influencia, ni querencia, de la zapatera.

De esta forma, tenemos una estructura bastante evidente: dos actos precedidos por un prólogo. Cabe destacar del prólogo la aparición del personaje del Autor, que se dirige al público como lo hicieran en el Siglo de Oro. Ahora bien, en lugar de emplear el tópico habitual en estos casos, el captatio benevolentiae a fin de pedir el favor del auditorio, lo que sobre todo hace es reclamar la atención del público, al que incluso le retira cualquier apelativo. Por su parte, cada acto incluye instrucciones sobre el escenario, que siempre será la casa de la zapatera aunque con pequeños cambios, dado que en el segundo acto aparece reconvertido en taberna. Debemos tener en cuenta que entre ambos transcurre un tiempo indeterminado marcado por la ausencia del zapatero, que retornará disfrazado para descubrir qué ha sido de su hogar y de su mujer.

Títeres de cachiporra
Ambos protagonistas están salvados por García Lorca, que es comprensivo tanto con el zapatero, al que nos retrata como un bonachón incapaz de ocupar el rol de marido dominante y, por tanto, de cumplir con las rígidas e hipócritas normas sociales, y con la zapatera, que defiende sus ilusiones con fuerza indómita y desgarrada, pero que se abrirá al espectador en el segundo acto, mostrándonos tanto su valentía como su fragilidad, lo cual potencia el carácter del personaje. Precisamente, hay un espejo entre la realidad y el deseo de la zapatera en los dos actos: en el primero muestra con violencia su desprecio a su marido y a una situación, el matrimonio, a la que se ha visto obligada por las circunstancias, mientras que en el segundo anhela a su marido fugado mientras rechaza las posibilidades de su libertad recién adquirida y que tanto había añorado en el primer acto. En todo caso, será un personaje en constante conflicto, y aunque el final nos acerque al equilibrio, no nos cabe duda de que, siendo realistas, la insatisfacción siempre estará presente en su vida.

Sin duda, la zapatera es un personaje fuerte, capaz de defenderse a sí misma y a su honor sin necesidad de ningún apoyo. El hecho de que convierta la zapatería en una taberna demuestra su madurez y su emprendimiento y propone un modelo de mujer distinta al habitual en las obras de la época. En este sentido, aunque el carácter de este personaje sea bastante desagradable en el primer acto, después se desvela su perfil prodigioso, aquel que le daba título a la obra y que nos ponía en predisposición positiva hacia la zapatera. Ella es capaz de luchar contra las convenciones sociales y contra su realidad, de ahí la maravilla de su comportamiento que bascula entre la violencia dentro de un matrimonio insatisfactorio y el rechazo a los acosadores y a la sociedad que la rodea en el segundo acto. Por contra, el zapatero, ante los problemas e incapaz de enfrentarse a la situación, decide huir. Y si bien no hay adulterio, siempre pende la sombra de la sospecha, lo que le obligaría a una situación indeseada: el asesinato de su esposa, como sucedía en Los cuernos de don Friolera (1921), de Valle-Inclán (1866-1936).


Títere de Federico García Lorca
Por último, debemos mencionar al resto de personajes, que apenas son figuras a las que despreciar por el retrato que de ellos hace García Lorca: son símbolos de la represión social y de la más baja caladura moral. Ahí tenemos a las vecinas, representadas por colores, al Alcalde adúltero y a los mozos que tratan de conquistar a la zapatera. Todos ellos ayudan a componer el lado más popular de la obra con las riñas entre los vecinos o el ambiente tabernario de la casa de la zapatera en el segundo arco junto a la reunión del populacho en torno al espectáculo del titiritero, que nos da una muestra de metaliteratura en la que la protagonista se ve reflejada. Aparte hemos dejado al Niño, que conforma el universo infantil propio de García Lorca y que encierra cierto factor autobiográfico. El Niño es el personaje que es capaz de ver la realidad y de ver más allá de las simples apariencias: será el único que se siga acercando con su zalamería a la zapatera y el primero en reconocer tras su disfraz al zapatero. Por último, no debemos olvidar el factor poético que encierran siempre las obras teatrales del autor granadino, que se encuentran aquí recogidas sobre todo en el teatrillo que monta el zapatero y en las conversaciones entre Zapatera y Niño.

En conclusión, La zapatera prodigiosa puede considerarse una obra menor, pero muy representativa del teatro de su autor. Una perfecta unión entre la tradición y la innovación, que ya anunciaba los temas habituales de García Lorca de forma escueta a la par que firme. No obstante, quizás desde nuestros ojos actuales sea una de sus obras más desfasadas en comparación a la fuerza dramática y argumental de obras tan contundentes como La casa de Bernarda Alba o tan atractivas y pasionales como Bodas de sangre (1933).


¡A ponerse series! (XXXII): Por trece razones (segunda temporada)

28 mayo, 2018

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Lee nuestra reseña de la primera temporada aquí.

Se va a celebrar un juicio en una indeterminada pero característica población norteamericana, con objeto de clarificar las circunstancias y complicidades que llevaron al suicidio de la joven estudiante Hannah Baker (Katherine Langford). A lo largo de este proceso, los implicados en dicho trance, de una forma directa o indirecta, testificarán ante sí mismos, en primer lugar, y rendirán cuentas a sus conciencias más que a las leyes, aunque la motivación principal de la mayoría de los compañeros de Hannah es que se haga justicia, en tanto que para otros lo es acallar sus acciones sin asomo de escrúpulo.


Tal es la premisa de la segunda temporada de Por trece razones (Thirteen Reasons Why, Season Two, Netflix-Paramount Television, 2018): el hecho de que a todos nos gustaría poder cambiar algunas cosas acaecidas en nuestro pasado (no solo en similares circunstancias).

Las voces en off que se intercalan sobre algunas de las imágenes resultan prescindibles la mayoría de las veces (el exceso verbal perjudica lo que las imágenes pueden referir por sí solas), pero responden a las reflexiones y sentimientos más esquivos y profundos de todos estos jóvenes en continua lucha y formación, y es, pese a todo, un recurso honesto.

Además, en esta segunda temporada los hijos demuestran, por norma general, tener más valentía que los progenitores, aunque también son portadores de un mayor número de secretos. De alguna manera, llueve sobre mojado, pero el afán primordial de la trama es tratar de esclarecer, y hasta reinterpretar, lo sucedido en la etapa precedente. Caso de las comprometedoras fotos de Tyler Down (Devin Druid), que mostraban un momento de intimidad entre Hannah y Courtney Crimsen (Michele Selene), para luego volverse en su contra.

Casi todo posee una doble lectura en esta continuación de las vidas de los protagonistas. El líder ético de todos ellos sigue siendo Clay Jensen (Dylan Minette), lo que no quiere decir que no se muestre vulnerable a los ojos del espectador. De hecho, el luminoso Clay atraviesa un previsible mal momento, resultando más respondón y cabreado; pero se lo perdonamos porque entendemos por lo que está pasando; máxime cuando al pobre no paran de cruzarle la cara.


Mientras todo esto acontece, el Instituto Liberty se inhibe como institución. Lo que hace que los alumnos citados se muestren cada vez más aislados y desprotegidos, sobre todo Clay. Así, los chicos se encierran más aún en sí mismos, con la efímera apoyatura de algunas amistades nada sólidas (Tyler, Chloe [Anne Winters], Scott Reed [Brandon Butler], etc.), y la desconfianza hacia las autoridades y los docentes (al menos, hasta los últimos momentos de la temporada, respecto a la policía). Al punto de que cuando alguno de estos muchachos recibe un brutal anónimo, no lo pone en conocimiento de los padres o los tutores.

En suma, un clima que se enraíza en el instituto y se traslada a los hogares. El joven Cyrus (Bryce Cass) asegura que en el Liberty se prohíben determinados libros y solo se aplaude a quien le da bien a la pelota.

Pero como ya hemos advertido, todo tiene una contrapartida (o doble lectura) en esta segunda temporada. Por ejemplo, para el errabundo Justin Foley (un estupendo Brandon Flynn), que pasará de conocer el infierno de la marginalidad a vislumbrar cierta claridad -aunque las sombras lo sigan atenazando-, en la figura de Clay y su familia. Lo mismo sucede con la bipolaridad de Skye Miller (Sosie Bacon) y con el inestable Toni Padilla (Christian Navarro), que por suerte encuentra el apoyo estabilizador que necesita en su compañero de boxeo Caleb (R. J. Brown).

La situación tampoco será fácil para Alex Standall (Miles Heizer), que se recupera de un intento de suicidio que, afortunadamente, se malogró, de la mano de su compañero de pupitre Zach Dempsey (Ross Butler). Pese a que el menosprecio de Alex hacia la profesión de su padre, un policía (Mark Pellegrino), resulta ridícula, su trabajosa rehabilitación será muy positiva y avivará el entendimiento entre padre e hijo. A su vez, la rabia contenida de Tyler y el relativo ostracismo de Ryan Shaver (Tommy Dorfman), quedan pendientes de resolución.

Todos estos personajes se afianzan en la trama con una mayor sutileza e introspección. Son una mezcla de fortaleza y debilidad, identitaria de la adolescencia, que anestesia el dolor o se enfrenta a él. Conforman un recorrido vital que se ha de clarificar para poder seguir viviendo, perdonando después de haber reconocido las culpas; las propias, principalmente.


En cuanto a los adultos, algunos padres se muestran comprensivos, en tanto que otros son abiertamente aterradores. Como lo es la idea de un equipo-masa, en un instituto que se ha convertido en cárcel de lo políticamente correcto, y en refugio de consignas para mirar hacia otros lados. Lo que, por cierto, también vertebra la segunda temporada de American Crime (ABC, 2016), donde un estado de paranoia aturulla a padres y docentes, y cuya principal víctima no física suele ser el lenguaje (la lengua siempre en primera línea de los envites totalitarios e ideológicos). Verdaderamente es para hacérselo mirar a estas alturas del siglo XXI. En el caso que nos ocupa, la protección del bestialismo y la sumisión en el sagrado seno de algunos equipos deportivos es evidenciada sin ambages. Para quienes forman parte de dicho grupo, ello obedece a la necesidad de verse protegido, de superar el miedo a no encajar y sentirse rechazado; a la lógica necesidad de aceptación, o de encubrimiento personal en un colectivo. Miedo a no gustar, en definitiva. Lo que, a su vez, conlleva descubrir el auténtico valor de la amistad, y no de las “amistades”. En el caso del líder anti-ético Bryce Walker (Justin Prentice), todo arranca de la ausencia de una educación efectiva por parte de los padres (lo que igualmente intuimos en su acólito Montgomery [Timothy Granaderos]).

Un calvario que se hace extensivo a la figura del orientador del centro, Kevin Porter (Derek Luke), que también ha de purgar sus faltas (sus involuntarias carencias), en lo que van a ser sus últimos días en el instituto (III). Hasta la madre de Clay, abogada de profesión (Amy Hargreaves), tomará una saludable determinación, en respuesta a los acontecimientos y a las necesidades de su familia (XIII). De este modo, la onda expansiva de esta bomba de relojería puesta en marcha desde hace meses, alcanza a los adultos. Lo que incluye, por razones obvias, a la esforzada madre de Hannah, Olivia Baker (Kate Walsh).


Pero tal vez la mayor indefensión sea la que padece Jessica Davis (Alisha Boe), de la que trata de humanizarse -digámoslo así- su personaje, respecto a lo sucedido anteriormente. Más que insensible, Jessica se haya insensibilizada, aunque por momentos la domine la hostilidad (su reencuentro con Justin es terrible). Un proceso paralelo, salvando las distancias, al de Zach, dominado por la fidelidad a su equipo de beisbol, y a la figura protectora que constituyó Bryce durante su infancia, en el que es uno de los mejores momentos, en retrospectiva, de esta segunda temporada (episodio XII).

Otros, empero, parecen abocados a no alcanzar el statu quo, como le sucede a Marcus Cole (Steven Silver), dividido entre la opresiva lealtad a sus padres y el esclarecimiento de la verdad.

Estos personajes orbitan alrededor del maltratador Bryce, puntal del instituto y de la sociedad, merced a la posición oligárquica de sus padres (Brenda Strong y Jake Weber).

El proceso judicial articula toda la segunda temporada. Hannah solo se personifica visualmente como la voz de la conciencia de Clay, cuando no como una verdadera obsesión, según avanza la resolución, y el peso de las responsabilidades que afectan a los protagonistas se acrecienta, de forma muy particular en Clay. Ciertamente, es hermosa la relación post-mortem que se establece entre Clay y Hannah, sostenida por la excelente interpretación de Katherine Langford (1996). Me parece a mí, sin embargo, que la escena donde ambos tratan de besarse de nuevo (X) debía haberse materializado, siquiera en la imaginación de Clay, porque esta imagen y su sensación de realidad son privilegio de los recuerdos; con bastante frecuencia, muy físicos y sensoriales.

Este vínculo es el vértice del loable intento, por parte del resto de protagonistas, de ponerse en la piel de los demás, y tratar de empatizar más los unos con los otros. De forma que el grupo de amigos se afianza, hasta desembocar en esa otra bonita imagen del abrazo general a Clay, en un nuevo baile de instituto, cuando vuelve a sonar la canción que el muchacho bailaba con Hannah (XIII).


En este sentido, estos trece capítulos responden al deseo de darle una mayor complejidad al personaje de Hannah, sin dañar su figura ni disculparla por lo que hizo. Por ello, su relato no se ve apenas alterado en lo fundamental, en cuanto al curso de los acontecimientos se refiere. No obstante, y como era de prever, ya cerrada esta línea argumental, en el último episodio se abren nuevas derivadas que constituyen la antesala de una futura temporada. Así sucede con la deriva de Tyler (abortada in extremis por el infatigable Clay), la penosa adicción de Justin, junto a la reaparición, en furtivo plano, del camello (Matthew Alan) que acompaña a su madre (María Dizzia), o la relación entre Brice y Chloe… Viejas heridas se cierran en tanto que otras se niegan a hacerlo (estaremos atentos si acompañan las ganas y la ocasión, para ver en qué queda la cosa).

En definitiva, se matizan las trece razones que llevaron a Hannah al suicidio, o bien se confirman. Otras se difuminan y desvelan (como el adulterio del padre de Hannah, Brian d’Arcy James). En cualquier caso, es tiempo de perdonar, aunque Clay sabe que para poder pasar una página es necesario haberla leído antes, hasta la última letra. Es una historia complicada, admite el padre de Hannah (VIII), cuando las cintas de casete que dejó su hija se hacen públicas. Por su parte, aclara Clay que una fotografía nunca cuenta toda la historia (…), posee tantos secretos como la gente. A lo que añade Kevin Porter que no todos los chicos que vienen dolidos te cuentan por qué.


No en vano, una cosa es conocer una agresión y otra poder demostrarla ante un tribunal, donde interfieren otro tipo de intereses, administrativos, de (des)orden familiar y obediencia; de sometimiento, en definitiva. A lo que se suma un caldo de culpabilidades e indefensión que toma forma a través de la digitalizada rumorología. Esto es, con jóvenes que son unos enfermos de los móviles y otros dispositivos. Todo un conjunto de pasmarotes, en tanto que los tutores ni asoman ni se les espera. Así, Jessica, Tyler y Clay se ven abocados a sendas terapias de grupo, mientras Justin atraviesa su Rubicón particular, hasta que otro ofendido y humillado contraataca. Respecto a Jessica, que su doloroso despertar ha de sostener el final de esta segunda temporada es algo que está, en el mejor sentido, cantado.

A pesar de que el argumento abusa a veces de tanto secretismo y medias insinuaciones, lo que puede resultar cansino y artificioso para el espectador (algunos vericuetos adolescentes o dramas de instituto parecen algo forzados), de lo que no cabe duda es que se trata de un tema lo suficientemente serio como para ser abordado en una serie, y condensado en unos personajes determinados, una vez más, en torno a la novela de Jay Asher (1975), y su adaptador, junto con otros guionistas, Brian Yorkey (1970). Otras inconsistencias, por el contrario, están resueltas con cierta gracia, como el (pasajero) ataque de celos de Clay hacia Justin, que ha sido felizmente acogido por sus padres (VII).

Pienso que la presente prolongación se debe en buena medida al debate (salido de cauce) suscitado por la temporada anterior. Pero esto no es un demérito. Por todos aquellos que siguen sufriendo acoso escolar, Por trece razones desarrolla sus premisas originarias y arroja nueva luz sobre un problema que, algunas veces, los propios seres humanos nos empecinamos en oscurecer aún más.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Próximamente: A Very English Scandal




Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica

25 mayo, 2018

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La trama de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, E.N.I.-P.D.S., 1948) es sencilla, pero sus implicaciones y el contexto en que se desarrolla complejos. Antonio Ricci (Lamberto Maggiorani) ha conseguido un puesto de trabajo como fijador de carteles, en la Roma de posguerra. Sin embargo, para poder llevar a cabo esta labor, se hace imprescindible el disponer de su bicicleta. Cuando le es robada, emprende un desesperado recorrido con objeto de recuperarla, en compañía de su hijo Bruno (Enzo Staiola).

Puede decirse que la bicicleta es para Antonio su modo de ganarse la vida además de un medio de transporte. En suma, una extensión de sí mismo. Antes de hacerse con ella, por primera vez, ha debido desempeñarla, con gran sacrificio para la familia; en concreto, de su esposa María (Lianella Carell), un personaje que, de forma significativa (aparte los avatares del proceso de montaje), acaba desapareciendo del argumento, que acontece en un solo día. De hecho, parece que se va difuminando al tiempo que lo hace la propia imagen de la bicicleta, convertida ya en el símbolo de sus esperanzas puestas en un vago futuro.

Si proseguimos con esta analogía, resultan abrumadoras las imágenes de todo un mercado de bicicletas -de ilusiones-, sobre el que cae un no menos simbólico chaparrón, y que confiere de mayor sentido al título original de la película, el plural Ladrones de bicicletas.

El caso es que, dispongan o no de tales vehículos, muchas de las personas retratadas parecen ir continuamente apresuradas, o un su defecto, vegetar. Como le sucede a Antonio, cuyo tiempo vital se ha detenido, una vez que le ha sido arrebatada su bicicleta.

Un contraste que se escenifica tanto en la urbe romana como en sus materiales y metafóricos arrabales; en concreto, en una barriada lindante con un descampado, donde incluso es necesario agenciarse -como las bicicletas- el agua, a base de transportar varios cubos a los destartalados departamentos. Como refería, el realizador y productor Vittorio de Sica (1901-1974) constata este drama a tiempo (casi) real, comprimiendo el periodo de acción de manera efectiva.


En uno de los mencionados edificios, ya en plena ciudad, vive una adivina (Ida Bracci Dorati), mezcla de confesora, santera y filósofa de la vida. A las preguntas que le formulan, contesta con acertijos propios de una ancestral pitonisa, siendo igual de importante el matiz por el cual cobra sus servicios de una forma directa (los sanadores más honestos no lo hacen, aunque sí admitan presentes a modo de agradecimiento). Esta característica dibuja perfectamente al personaje y a las gentes que acuden avisitarlo. Para Antonio, el encuentro con la adivina certificará la diferencia entre tener una ilusión y no tenerla. La disparidad es grande y, en puridad, define el espíritu del neorrealismo.

De este modo, el cine se convierte en el espejo más fiel posible de una realidad misérrima, que atañe no solo a lo material, sino también a lo espiritual (esto es, a la condición del ser humano, en lo bueno y en lo malo). Un procedimiento que retrata la soledad de las personas en el conjunto de una gran metrópoli y que, por lo tanto, no reduce su alcance a la negra imagen de una sociedad determinada, en este caso, la italiana inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

Al mismo tiempo, hay que hacer notar que De Sica no sacrifica la puesta en escena o la técnica cinematográfica (del montaje o la planificación), por el hecho de que su historia acontezca y se filme a pie de calle, tomando la urbe como decorado principal, o a causa de que los protagonistas sean interpretados por actores “no profesionales”.


Es por eso que los figurantes resultan ser la propia gente que deambula por la ciudad. Ellos representan, dentro del relato, la indiferencia del colectivo, se pertenezca a la clase social que se pertenezca. Forman el cansino fluir de una amalgama, pues la película retrata un drama individualizado, pero con implicaciones y repercusiones grupales. Un estado de ánimo que parece partir de la multitud, y que se focaliza en la impartición de doctrina y consignas a lo largo de una reunión sindical, o durante el premioso ensayo de un número de variedades. Más aún, el director, con la anuencia de sus guionistas, no escatima la torcedura e intimidación de los vecinos y “buenas gentes” que acaban por proteger al ladrón, Rafael Catelli (Alfredo en el original; Vittorio Antonucci), en un corporativismo chulesco y populachero, siempre sujeto a diatribas prefabricadas; lo que incluye a la madre del rapaz (Emma Druetti).

Pese a que Antonio recibe la particularizada ayuda de algunos conocidos, como el basurero Baiocco (Gino Saltamerenda), queda al arbitrio funcionarial y ético de sus semejantes. En este sentido, el realizador sabe dosificar el suspense que se crea tras la pista de la bicicleta.Finalmente, Antonio culmina el aciago día, perdido literalmente entre una masa que, en lugar de arroparlo, lo extraña. Algo de lo que, en mi opinión, no lo libra ni la incómoda -en ese momento- presencia de su hijo, que ya ha experimentado la voluble impartición de esperanza y caridad. Una brutal toma de conciencia que, como antes hacía notar, se puede hacer extensible a otros espacios y épocas.

Pese a todo, Ladrón de bicicletas es más una película moral que de tesis; todo un logro que la distingue de otras producciones más cercadas por la ideología política y el oportunismo coyuntural.


Auténtico cine de la incomunicación, Ladrón de bicicletas fue escrita por Vittorio de Sica, Cesare Zavattini (1902-1989) y Suso Cecchi D’Amico (1914-2010), entre otros colaboradores, tomando como referencia el relato largo Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, 1946; Plaza, 1958; Sajalín, 2009), del novelista, poeta, grabador y pintor Luigi Bartolini (1892-1963). Una emotiva música de Alessandro Cicognini (1906-1995) y la fotografía de Carlo Montuori (1885-1968), completan esta visión trágica y nublada de la naturaleza humana, más allá de la fecha de realización de la película. En ella resulta fácil detectar el germen de posteriores realizaciones como Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956), El pisito (Marco Ferreri, 1959), o Plácido (Luis Gª. Berlanga, 1961), con esa dama de la misericordia (Elena Altieri) que asoma con indolencia su precipitada dádiva.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Overwatch, disparos con carisma

20 mayo, 2018

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El videojuego no ha logrado erigir una idiosincrasia propia debido a la diversidad de obras que se engloban bajo ese nombre. Podemos encontrar multitud de debates que pendulan entre considerarlo un arte o un mero entretenimiento. Tan solo podemos tener la certeza de que su objetivo inicial era acabar con el aburrimiento, es decir, jugar, de ahí su nombre, pero son tantas las propuestas que han ido surgiendo desde aquellos videojuegos primigenios, que es normal considerar hoy que una de estas obras puede emocionarnos, inquietarnos o incluso plantear una reflexión sobre nuestra sociedad. En este sentido, no hay discusión o no debería sobre su capacidad para ser arte, aunque como sucede con otras artes, no todas las obras que pertenecen a este campo lo son, o no todas lo son de la misma forma para toda su audiencia. Sucede lo mismo con cualquier arte.


En los últimos años se ha especulado bastante sobre este asunto, aunque curiosamente ha coincidido también con una época en la que el videojuego se está consolidando como un gran entretenimiento no sólo activo, sino también pasivo. Esto se debe a la cantidad de público que consume vídeos de otras personas jugando, pero también con el surgimiento y la consolidación de los llamados e-sports. Hasta ahora la mayoría de videojuegos que hemos comentado destacaban por tener una historia que contar, sin embargo, cada vez se apuesta más por un retorno al arcade, al añorado mundo de las máquinas recreativas en el que tan solo se procuraba sacar la máxima puntuación, sin detenerse a valorar qué estábamos haciendo con un soldado en mitad de una guerra o con un caballero medieval enfrentándose a esqueletos y fantasmas varios.

Destacan ahora los juegos de disparos, llamados shooter, con títulos  como el clásico Counter Strike, tan básico como plantear un juego de policías contra ladrones, pero que ya cuenta con una legión de seguidores y jugadores profesionales que sorprenden con su destreza con el ratón y el teclado; o el popularísimo Call ot Duty, que entrega tras entrega anual deja siempre un modo campaña en solitario como excusa para un nuevo multijugador en el que disparar a otros. En este terreno, parecía complicado innovar demasiado con nuevas licencias. Aún así, hay casos recientes que han dado un giro y cierto aire fresco al género, como Splatoon, de Nintendo, o el videojuego que hoy comentamos, Overwatch, que seguía la estela de otro clásico, Team Fortress 2 (1999), aunque logrando una personalidad propia.


La compañía detrás de Overwatch es una empresa solvente y con prestigio en el mundo de los videojuegos: Blizzard. Desde que surgió en los años noventa, esta empresa, que mantiene su independencia a pesar de pertenecer a Activision, ha conseguido consolidar sus licencias como marcas reconocibles: Warcraft, que se inició como un juego de estrategia de fantasía medieval con bastante éxito y al que supieron dar un giro de tuerca convirtiéndolo en un MMORPG, es decir, juego de rol multijugador en línea, al que llamaron World of WarcraftDiablo, cuya segunda entrega fue una de las joyas del rol a principios de siglo; y Starcraft, otra saga de juegos de estrategia de ciencia ficción con gran seguimiento en el apartado competitivo. Todos ellos han conseguido hacerse hueco siempre en el mundo competitivo, pero sin perder contenido alguno: las historias contenidas en Warcraft, Diablo o Starcraft, aunque pudieran comenzar siendo simples o estando muy atadas al género, consiguieron crear personajes carismáticos y tramas en ocasiones intrincadas y con giros argumentales interesantes, como el que observamos en la historia del príncipe Arthas en Warcraft III: Reign of Chaos (2002).

En otras palabras, Blizzard se ha especializado y ha destacado siempre por crear obras con un sistema de juego atractivo y adictivo, que permitía a su vez el juego competitivo y cooperativo, envuelto además en una historia trabajada. No obstante, se trata también de una compañía centrípeta, es decir, centrada en sus licencias, como demuestra que continúe trabajando o creando secuelas, por muy diferentes que puedan ser, de sus tres marcas principales, sin apenas haber producido obras fuera de estas marcas. Incluso otro de sus éxitos, Hearthstone, un juego de cartas al estilo e Magic, se sitúa dentro del universo Warcraft. Por ello, sorprendió la llegada de Overwatch en 2016, que suponía no solo una innovación en el género, sino también dentro de la compañía, que se adentraba a un estilo alejado del rol al que estaban acostumbrados.


El juego se ambienta en una Tierra marcada por un desarrollo tecnológico muy superior, en el que la creación de los ómnicos, robots inteligentes que llegaron a desarrollar emociones, provocó tensiones sociales que derivaron en una guerra. Para proteger al mundo, surgió un grupo llamado Overwatch, compuesto por héroes de guerra y especialistas de diversas áreas. Sin embargo, tras haber solventado la situación, tuvieron que disolverse por las críticas que estaban recibiendo así como por cuestiones que aún no han sido desveladas. Años más tarde, el mundo vuelve a estar en peligro por una inminente guerra provocada por las conspiraciones del grupo Talon. Ha llegado la hora de reagrupar a Overwatch y salvar al mundo de nuevo. Un punto de partida bastante interesante, que inicia la aventura in media res, con dos generaciones establecidas de personajes y un horizonte de posibilidades que explorar.... aunque toda esta historia no esté presente dentro del juego.

Debemos tener en cuenta que Overwatch nace y sigue expandiéndose como un juego puramente multijugador. A diferencia de otros shooter como el ya mencionado Call of Duty, han preferido sacar un único juego que permita el acceso a los servidores sin desarrollar un modo campaña o historia. Lo más parecido son algunos eventos especiales en modo arcade que han ido implementando en el juego en fechas señaladas. Por lo tanto, lo apuestan todo por la jugabilidad y el entretenimiento multijugador, lo que les obliga a que se trate de un sistema divertido, diferente y adictivo. Algo que logra de diferentes formas.


En primer lugar, a diferencia de otros juegos de disparos, en esta ocasión es el personaje elegido por nosotros el que determina nuestro papel dentro de la partida. Es decir, mientras que en otras ocasiones tan solo escogíamos armas y el resto de jugadores podían disponer de las mismas, en Overwatch escogemos a un personaje particular con características propias y personales. En el modo de juego normal, que consiste habitualmente en el enfrentamiento entre dos grupos ya sea por tomar un territorio o por lograr llevar un objeto al final de un recorrido (o impedirlo, si eres el equipo contrario), esto es determinante, porque en el mismo grupo no puede haber dos personajes iguales, y debemos conseguir colaborar con los demás compañeros para lograr un equipo equilibrado, atendiendo a las funciones que desempeña cada personaje. 

Sin duda, es una de las diferencias más relevantes de este videojuego con respecto a otros similares, pero además ha logrado darle entidad, personalidad y carisma a cada uno de los personajes. Este hecho provoca que cada jugador se sienta más vinculado a los personajes con los que mejor se desempeña y los sienta más cercanos. A su vez, Blizzard se ve obligada a mantener la vigilancia sobre el juego para lograr que cada personaje esté equilibrado y no haya ninguno cuya presencia determine la partida, algo que no es sencillo y que ha provocado continuos cambios en los datos de los personajes a fin de buscar una experiencia amena y sin ninguna frustración innecesaria. A lo que debemos sumar el hecho de que se hayan seguido integrando personajes nuevos que otorgan aún más variedad.


Para ser adictivo, el juego establece normas sencillas y fáciles de seguir para cualquier jugador, contando además con un sistema de juego intuitivo y que se adapta a cada personaje con los mismos elementos, aunque con resultados distintos. Es decir, todos se manejan con los mismos controles, pero cada uno con un efecto distinto. Por poner un ejemplo, todos los personajes tienen un ataque básico, un mínimo de dos habilidades especiales, alguna posible habilidad pasiva y un ataque especial que solo se puede usar cada cierto tiempo, cuando se carga un marcador central. Estas funciones generales se adaptan a los personajes, así tenemos a, por ejemplo, Soldado 76, personaje de ataque, cuyo ataque normal es disparar con un rifle, sus habilidades especiales se dividen entre disparar tres cohetes simultáneos, poner un sistema temporal de curación en área o correr más rápido, mientras que su ataque especial consiste en detectar a los enemigos que tenga delante para dispararles automáticamente, sin tener que apuntar; mientras que un personaje como Mercy, que es de apoyo, cuenta con dos armas: un bastón de sanación o potenciador de ataque para otros personajes y una pistola, como habilidades especiales puede desplazarse de forma rápida junto a otro compañero que requiera sanación y resucitar a un compañero caído, como habilidad pasiva desciende de forma lenta al caer desde una gran altura y como ataque especial adquiere la habilidad de volar aumentando tanto su ataque como su capacidad de sanación o potenciadora. Como se puede comprobar, dos personajes muy diferentes, pero que se usan con los mismos controles y bajo la misma lógica.

Sin duda alguna, todo ello está enfocado a la competitividad y al juego por el juego, el entretenimiento propio de las máquinas recreativas. Con la diferencia de que ahora contamos con la oportunidad de jugar con todo el mundo, y que el mundo competitivo puede llegar casi a profesionalizarse. Ahora bien, podríamos hablar y referirnos a problemas de equilibrios con los personajes, de factores determinantes para partidas competitivas o de otras cuestiones, sin embargo, no es aquello en lo que solemos centrarnos, ni en lo que somos expertos. La realidad es que Overwatch es, claramente, un buen juego, pero podría ser más. Tiene ante sí la posibilidad de tener un alma más profunda que, por ejemplo, Team Fortress 2, cuyos personajes se corresponden tan solo con perfiles. La propia compañía se ha encargado de promover a través de una narrativa dispersa en diferentes medios y casi ajena al juego. Por ejemplo, elementos sueltos en los mapas competitivos y en algunos eventos han narrado circunstancias concretas, vídeos promocionales, cortometrajes sobre algunos personajes y cómics con pequeñas aventuras sobre otros. El problema principal es que no pasa de eso. 


Este problema no es único en Overwatch, aunque explica bastante de las circunstancias por las que hay un gran sector de la población incapaz de ver el arte en los videojuegos. Básicamente, porque el objetivo para el que se crea un videojuego determina en gran medida el tipo de obra que nos encontramos. Y Blizzard quiso divertirnos, explorar el shooter con el carisma de unos personajes trabajados, con Overwatch. En un futuro, podrán profundizar, pero como sucedía con Warcraft, existe la sensación de que en la compañía hay cierto talento desaprovechado para crear series o películas atractivas de ficción, como bien demuestran los cortometrajes o las antiguas cinemáticas del videojuego estratégico. Sin embargo, mientras que en sus otras licencias, la historia forma parte intrínseca del juego, aquí no importa tanto, ni es el centro de interés. 

En definitiva, Overwatch cumple su objetivo: entretiene, es divertido, tiene un gran carisma y engancha. Cuenta con una constante renovación, te invita a descubrir tus propias habilidades y tu perfil como jugador e incluso ampliar la experiencia con medios ajenos al propio juego. Sin embargo, se aleja de otras obras que hemos analizado en el blog, más enfocadas en la narrativa y, por tanto, en la capacidad para transmitirnos algo. En Overwatch la experiencia es el propio juego, con su diversión y su frustración personales e intrínsecas al jugador, por lo que no hay mensaje, ni emoción, que transmitir ni interpretar en sí misma. Por poner un ejemplo, los jugadores recordarán a un personaje por lo fácil que era usarlo, por lo difícil que resultaba hacerle frente o por lo peculiar de sus características, pero nunca por su historia o su vida. Por lo tanto, y como tantos otros videojuegos, tan solo calará como experiencia, pero no por haber marcado ningún punto de inflexión. Al menos, hasta ahora.




Para el sábado noche (LXX): Las zapatillas rojas, de Michael Powell y Emeric Pressburger

18 mayo, 2018

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Con puntualidad británica se abren las puertas de un venerable teatro, ubicado en pleno barrio de Covent Garden, en Londres, penetrando una riada de estudiantes, entusiastas de la música y la danza. Entre ellos se encuentra el joven autor Julian Craster (Marius Goring). La composición de ballet a la que van a asistir armoniza el ímpetu de la tradición con la tormenta del lenguaje contemporáneo. Además, en uno de los palcos del recinto se posiciona el empresario teatral Boris Lermontov (Anton Walbrook), que apenas se deja ver junto al compositor Andrew Palmer (Austin Trevor).

Con desagrado descubre Craster que su música, aún no editada, ha sido plagiada por el maestro Palmer (es decir, que Craster sufre un agudo ataque de intertextualidad). Pero al menos el incidente servirá para ponerlo en contacto con Boris Lermontov. Paralelamente, al empresario le es presentada en sociedad una aspirante a bailarina, Vicky Page (Moira Shearer), que resultará ser una exquisita artista en potencia.

El caso es que, tras caer en las redes del típico profesor que se aprovecha del trabajo de sus alumnos, Julius Craster entra a formar parte de la nómina del ballet Lermontov, como segundo director de orquesta, al tiempo que lo hace Vicky Page como bailarina de figuración; ambos, sin concesiones de ningún tipo: únicamente debido a sus facultades y esfuerzo.

Junto al ámbito de la danza, tales son los protagonistas principales del clásico moderno Las zapatillas rojas (The Red Shoes, The Archers / General Film, 1948), un melodrama romántico y alegórico, basado en uno de los cuentos de Hans Christian Andersen (1805-1875), adaptado por los propios realizadores, Michael Powell (1905-1990) y Emeric Pressburger (1902-1988), con la participación en el guion de Keith Winter (1906-1983), la fotografía en technicolor de Jack Cardiff (1914-2009), y la música de Brian Easddale (1909-1995), ejecutada por el gran director Sir Thomas Beecham (1879-1961; a quien muchos recordamos por su excelente interpretación de las Sinfonías londinenses de Joseph Haydn [1732-1809]). La música es, por lo tanto, un personaje más, desarrollado por los actores-bailarines, bajo la batuta de la Royal Philharmonic Orchestra.

Michael Powell y Emeric Pressburger
Que el dúo de realizadores Michael Powell y Emeric Pressburger alcanzara su lugar en la historia del cine no fue tarea de un día, dejando aparte el reconocimiento del público. Pero afortunadamente, desde hace algún tiempo, la pareja de creadores ya goza de la reputación crítica que merece, pese al olvido a que fue sometida buena parte su filmografía (como en tantas ocasiones, me temo que debido al desconocimiento de la misma por quienes se atrevían a calificarla).

De hecho, al hablar de su cine, se suele hacer referencia al personaje enfrentado a su entorno, o a la búsqueda de la identidad. En el ejemplo que nos ocupa, esto puede ser aplicable a la bailarina Vicky Page y al joven compositor Julius Craster, pero en modo alguno al representante teatral Boris Lermontov que, si acaso, persigue la reafirmación de su personalidad y el realce de su logrado estatus. Por algo, hasta puede resultar divertido el releer los arabescos que los críticos del compromiso (es decir, ideologizados) coreografiaban a la hora de hacer balance de algunas filmografías, o acometer el particular análisis de muchos de los autores clásicos del cinematógrafo, de raigambre abiertamente liberal (fueran católicos o no), caso de John Ford (1894-1973), William Wellman (1896-1975), Raoul Walsh (1887-1980), Sam Peckimpah (1925-1984), etc. No se trata de hacer una lista, digamos que los no bendecidos por la política de autor. Así salían los textos que salían.

Respecto a Powell y Pressburger, queda claro que no puede entenderse su obra sin atender a ese talante independiente y doblemente individualizado, en común sintonía, que se expone tanto en su producción como en su vida profesional. En concreto, para Las zapatillas rojas, fue el productor J. Arthur Rank (1888-1972) quien les brindó el material tras comprar los derechos de adaptación a su colega Alexander Korda (1893-1956).


Lo cierto es que desde Aristóteles (384-322 A.C.) y el barroco hasta nuestros días, pasando por la constatación de Oscar Wilde (1854-1900) de que la vida debía imitar al arte, más que viceversa, se ha venido proponiendo una atormentada relación entre las creaciones y el vivir, como mimética representación de la naturaleza del ser humano y del entorno que lo acoge. Algo que, por otra parte, ha procurado diversidad de estilos literarios. Al punto de que Las zapatillas rojas trasciende su condición de melodrama romántico a secas, para incorporar otros elementos mistéricos de sumo interés. Lo que aleja la película de toda convencionalidad, sin dejar por ello de desgajarse del género musical al que pertenece.

Es por ello que, junto a la representación de un arte que trata de imitar a la vida de modo creativo, o al menos, de participar del aspecto más bello y armónico de la existencia, se añade el planteamiento escénico de una vida poseedora de razones que la razón ignora (por parafrasear al gran Pascal [1623-1662]).

Powell y Pressburger ejemplifican esta idea a través del montaje de Reginald Mills (1912-1990), cuando las zapatillas con las que danza Vicky Page se le ahorman en plena ejecución del baile. Poco después, Craster y Lermontov se aparecen a la protagonista, transfigurados en un mismo personaje, el vendedor de calzado que interpreta Sacha Ljubov (Leonide Massine). Así como una navaja se trasmuta en otro material, impidiendo a Vicky (dentro y fuera de la función escénica), liberarse de la maldición de las zapatillas, a las que ha vendido su alma de artista, y que le hacen danzar hasta caer exhausta.

El número musical aporta otros elementos aterradores en forma de seres demoniacos y perversos, que aparecen y desaparecen, mientras el propio escenario sufre una transformación. Para Vicky Page, seguramente, por efecto de lo que ella siente en su fuero interno, con la ayuda de la música. Un aspecto fantástico en el que, como advierte Lermontov al hacer referencia al relato original, las zapatillas rojas, convertidas en un símbolo tanto de ese aspecto fantástico como de la consagración de toda una vida al arte, se caracterizan porque no se cansan nunca. Lo cual es cierto incluso en el cuento original, pese a que este acaba más positivamente para la protagonista (una buena edición la podemos encontrar en la recopilación de los cuentos completos de Andersen, publicados por Cátedra, colección Avrea [2005], bajo el título Los zapatos rojos [De røde sko, 1845]).


Esta vertiente fantástica confirma, además de la importancia del montaje, el empleo dinámico de la cámara por parte del binomio de directores. Significativo es, igualmente, el plano-contraplano del primer (des)encuentro entre Vicky y Lermontov (como en tantas ocasiones se alude por medio de esta planificación; quiero decir, más allá de la operatividad más rutinaria). De hecho, la danza no es solo una religión para el empresario teatral; también parece operar como sustituto del acto sexual. Por ejemplo, cuando cede e invita a Vicky a presentarse a un primer ensayo, para acabar por desentenderse de ella (si bien, solo aparentemente). En realidad, el amor físico queda fuera de Boris Lermontov, que prefiere no perder detalle de lo que sucede desde la penumbra más discreta. No en vano, cualquier noticia de noviazgo es hostil a esta visión calculadora y absorbente. Su concepción o imperativo vital, como él lo define, se centra exclusivamente en la danza, por lo que el artista y empresario es implacable, aunque también pueda resultar encantador (más que comprensivo), sin salir de dicho ámbito. Así sucede cuando se dirige a las bailarinas que han sido descartadas del espectáculo (pese a que las nombra como si se tratara de las seleccionadas, un recurso posteriormente empleado, por cierto, en A Chorus Line [Richard Attenborough, 1985]). De igual modo que se maneja con corrección ante Craster cuando le ofrece trabajo.

No por casualidad, Lermontov desaparece tras el anuncio del compromiso de su primera figura, Irina Boronskaja (Ludmilla Tcherina). Para el personaje, tal compromiso significa la muerte de la artista. Una entrega, colijo, exigible hasta que al abnegado bailarín le llega la temprana edad del retiro. Ya no me interesa la Boronskaja, declara Lermontov, añadiendo que hay cosas que no se pueden compaginar. Más aún, con respecto al físico de la que hasta ahora ha sido puntal de su compañía, insiste en que no sé nada de sus encantos ni me importan. Él tan solo desea envejecer junto al ballet.


Como antes anticipaba, Lermontov ha declarado que para mí, el ballet es una religión. Pero tal reemplazo, como sucede con otras sustituciones mundanas, puede conducir a paralelas obsesiones e intolerancias que, en el caso del empresario, se concretan en su incapacidad para poder aceptar que, fuera del arte de la danza, al que hay que entregarse en cuerpo y alma, pueden convivir otros intereses amatorios. Lo ilustra la escena en la que Vicky se viste de gala para acudir a lo que ella cree es una invitación a cenar con Lermontov.

Desde el momento en que surge un nuevo romance entre Vicky y Craster, Lermontov ya no es capaz de mirar con los mismos ojos (que suele ocultar tras unas gafas oscuras). ¿Tiene razón al decir que el corazón y la mente de Vicky no estaban en el escenario debido al embeleso, o es su irreductible orgullo el que lo ciega casi literalmente? Incluso el dilema se bifurca cuando la relación entre los jóvenes sorprende a Vicky, imponiéndole la renuncia de su carrera (al menos, en lo que a la compañía de Lermontov se refiere). La más fabulosa bailarina que ha conocido el mundo, como el empresario asegura, se ve en la (a todas luces injusta) tesitura de tener que elegir entre vivir como bailarina o vivir como mujer amada. ¿Ha de renunciar al amor de pareja, tal y como Lermontov pretende?

En este punto, el egoísmo de Craster también se ha trasmutado en abrumador. Al no tener derecho a plantear tal escisión, el músico está dando la razón al empresario. Muy lejos queda aquel momento en el que el incipiente Craster le decía a Vicky mi música le dará fuerza. La elección entre el ser por la danza o por vía de una relación afectuosa y física, no es diatriba de Vicky, sino una condición impuesta por los demás. En cualquier caso, ambos son amores (carnal y artístico) que no tienen por qué exigir una renuncia espiritual a cambio.

Pero inclusive subyace algo más aterrador, a mi parecer, que denota la modernidad de la película, y es el fantasma del olvido (en la actualidad, aún más despiadado y veloz). Cuesta un enorme esfuerzo el hacerse un hueco, que una vez transitado, con mayor o menor fortuna, se acaba esfumando poco menos que en el vacío. Cada vez más, se recuerda únicamente aquello que está de actualidad, y vuelta a empezar. Hasta el amor de Vicky Page y Julius Craster posee una exigencia (impuesta por el músico) que anula la libre expresión del individuo (Vicky Page).

Otros buenos instantes de la realización los encontramos en la escena en que una tonada llega hasta Julius Craster, escuchada al azar a través de la noche, facilitándole la inspiración. El personaje se levanta del lecho para poder apresarla en el piano. Asimismo, resulta elocuente la elipsis durante el reencuentro casual de Lermontov con Irina.

En Las zapatillas rojas, el arte se aproxima a la vida (incluyendo el misterio de la vida), de una forma alegórica y simbólica, pero accesible, al margen de la banalidad que suponen las decisiones más cotidianas. Es decir, que dicho arte queda a merced del destino cinematográfico; expuesto a su impronta y devenir, gracias al gran talento de Michael Powell y Emeric Pressburger.

En definitiva, se tiene necesidad de la danza para hallar una armonía entre uno mismo y los demás. Un proceso que descansa sobre dos aspectos esenciales: saber lo que se hace y por qué se hace. Algo de lo que queda disociada nuestra protagonista, a causa de las presiones externas. Será por eso que, en Las zapatillas rojas, se hace necesario que el vocabulario de la danza incluya lo mágico prodigioso.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (XLIX): Robinson Crusoe en Marte, de Byron Haskin

11 mayo, 2018

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Tal vez sea cierto eso de que no es bueno que el hombre esté solo, pero a veces no hay más remedio. El coronel Dan McReady (Adam West), y su compañero, el comandante y piloto Christopher Draper (Paul Mantee), tienen por destino el Santo Grial de nuestro sistema solar, el planeta Marte, en Robinson Crusoe en Marte (Robinson Crusoe on Mars, Paramount, 1964). No obstante, aunque los dos logran alcanzar su superficie, solo uno de ellos se convertirá en el nuevo y legendario colonizador del planeta, como el propio título nos indica.

Dan y Christopher disponen de todas las comodidades posibles a bordo de su cohete; entre otras cosas, ¡comida por un tubo! Sin embargo, esta condición va a sufrir un giro drástico cuando algo sale mal en la aproximación al planeta: al tratar de esquivar un meteorito, cambiando de rumbo para evitar la colisión, los tripulantes se quedan sin combustible. Ambos se ven en la necesidad de abandonar la cápsula, aunque por separado, y no al mismo tiempo, con lo que cada uno se precipita en un lugar distinto del planeta. Un Marte que presenta un aspecto sulfuroso y recalentado, diríamos que cercano a una fase previa a su desertización actual, con unas traicioneras y errabundas llamaradas que, significativamente, parecen tener vida propia. Estas son el producto de un fogoso y combustible pedernal.

El entorno marciano también cuenta con una atmósfera portadora de oxigeno; trabajosamente respirable, pero a la que se puede uno habituar, y que explica los misteriosos sonidos que produce el aire. Algo que, a su vez, da ocasión a unos vistosos efectos, muy parecidos a las auroras boreales. En cualquier caso, no importa lo toscos y voluminosos que sean los mecanismos con los que cuenta nuestro protagonista, ya que sobresale en la película el deseo de crear una confortable apariencia de verosimilitud.

Una radiación asequible completa este marco ficticio, pero con afán realista, en el que es posible la supervivencia. Cual náufrago clásico y pertinaz, Christopher Draper (Cristóbal por nombre y Robinson por epíteto), hará frente a las dificultades, tal y como fueron imaginadas en el guion de Ib Melchior (1917-2015) y John C. Higgins (1908-1995), siempre con la novela Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719) en mente.


No solo habrá de enfrentarse Christopher a los problemas de adaptabilidad, sino además a unos meteoros algo díscolos, y a la amenaza de unas naves extraterrestres que actúan como cancerberos de la galaxia. Un acierto es que no se determina la procedencia de dichas naves, o la naturaleza de sus ocupantes. En todos los sentidos, la película sabe mantener el suspense; incluso respecto al paradero del compañero espacial de Draper, en un primer momento. En tanto lo averigua, el avezado explorador busca refugio en una acogedora gruta, donde puede proveerse de cobijo y alimento. La realización del experimentado Byron Haskin (1899-1984) procura unos expresivos planos generales, que muestran a Christopher llegando hasta la cápsula de su amigo Dan, después de haber atravesado y escalado parte de la orografía desértica.

Progresivamente habituado al oxigeno marciano, el protagonista se reencuentra con la mascota de la misión, un primate al que llaman Mona. Poco después. Christopher averigua que el responsable de la liberación del oxígeno es el calor, en lo que es otro efecto maravilloso que permite la plena habitabilidad de la cueva.


Pero Christopher no solo ha de racionar la comida, también el tiempo destinado a dormir (aunque se supone que respetando los necesarios periodos de sueño, que como sabemos, son esenciales para la subsistencia). Al menos, así será hasta que el humanoide Viernes (Victor Lundin) entra en escena y le proporciona otro remedio. La localización del agua es asimismo ingeniosa. Se logra por el sencillo método de dar algo de sal a Mona, para que revele el escondrijo del líquido subterráneo; exactamente igual que los bosquimanos hacían en la inolvidable Los animales son gente maravillosa (Beautiful People, Jaime Uys, 1974).

Viernes es un esclavo evadido de los extraterrestres. Junto a su nuevo amigo, acomete el descubrimiento de unas ruinas, en una de las escenas más sugerentes de la película. Poco antes, el propio Christopher ha hallado los restos de un fósil; testimonio polvoriento de otro fugitivo o de un antiguo habitante del planeta.

Por otra parte, no puedo resistirme a señalar el hecho de que cuando Christopher trata de enseñarle a Viernes el idioma inglés, el otro le contesta en su propia lengua. Hasta que ambos se ponen de acuerdo (quiero pensar que echando mano de la más simple y sincrética forma para poder entenderse).

Ingeniosa y colorista, Robinson Crusoe en Marte nos muestra al primer marciano en el planeta durante largo tiempo. O tal vez al único que ha tenido. De hecho, no es solo Daniel Defoe (1660-1731) quien alienta el relato, este es igualmente orbitado por Ray Bradbury (1920-2012), con su apreciación final de los habitantes de Marte en Crónicas marcianas (The Martian Chronicles, 1950).


Unos imaginativos y evocadores paisajes dan vida al planeta (la filmación tuvo lugar en el socorrido desierto californiano), y son puestos en valor por la realización del mencionado Byron Haskin, y la fotografía del no menos versátil Winton C. Hoch (1905-1979). La música también juega un papel importante en la película, porque dibuja de forma admirable el ambiente y el proceso psicológico que acompañan a Christopher Draper a lo largo de su aventura. No en vano, se trata de una espléndida partitura a cargo de Nathan Van Cleave (1910-1970), que en todo momento sabe transmitir la soledad y el descubrimiento de este nuevo mundo, de manera afectuosa y emocionalmente descriptiva (una buena edición la hallamos en FSM: Silver Age Classic, 2011). En definitiva, Robinson Crusoe en Marte es una de esas películas estupendas que permiten el desarrollo de la fantasía, único asidero civilizado del hombre contemporáneo.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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