Clásicos Inolvidables (LXXV): El árbol de la ciencia, de Pío Baroja

13 octubre, 2015

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El paso del tiempo y esa irremediable necesidad humana de catalogar, unida a la eficacia pedagógica de cierta terminología, acaban por reducir a listados y conjuntos de características a los grandes personajes de nuestra historia. El término generación, tan en boga a principios del siglo XX, se fue diluyendo con los años, y aunque en la actualidad sea siempre tan discutido, se mantiene en las aulas como un recurso para agrupar a una serie de autores que tienen en común, grosso modo, una serie de rasgos a veces excesivamente amplios.

Pío Baroja (1872-1956) llegó a renegar de la existencia de la Generación del 98, a la que perteneció de pleno derecho al formar parte del Grupo de los Tres, junto a Maeztu y Azorín, y siendo considerado como uno de los más eminentes representantes del espíritu hipercrítico de estos autores que observaron una España decadente, en el polo opuesto del esplendor que tuvo como imperio siglos atrás. Precisamente, 1898 fue el año que España perdió sus últimas colonias con la guerra hispano-estadounidense, finalizando así el que un día fue el imperio donde nunca se ponía el sol.

La visión del mundo por parte de Baroja es escéptica y muestra su falta de fe en la capacidad del ser humano para el cambio. Una forma de pensar que plasmó en su obra a través de un pesimismo reflexivo e individual, como observamos en El árbol de la ciencia (1911), de sus obras más conocidas, que además parte de datos autobiográficos, con numerosos personajes que funcionan como trasuntos de personas reales que conoció el autor. Incluso el protagonista, Andrés Hurtado, se asemeja a Pío, incluyendo sus estudios y profesión como médico, así como su forma de pensar, incluyendo además la cercanía con el pensamiento filosófico de Arthur Schopenhauer, de vital importancia para comprender la parte central de la novela.


La acción de la cultura europea en España era realmente restringida, y localizada a cuestiones técnicas, los periódicos daban una idea incompleta de todo, la tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella y al contrario, por una especie de mala fe internacional. Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o hablaban de ellas en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí grandes hombres que producían la envidia de otros países: Castelar, Cánovas, Echegaray… España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español era lo mejor. Esa tendencia natural, a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilificación de las ideas. Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras […] (pág. 39)

Aunque publicado en 1911, la acción narrativa nos sitúa entre 1887 y 1898, donde seremos testigos de las vivencias de Andrés Hurtado, comenzando por sus estudios universitarios en Medicina y su experiencia en las clases hasta su labor como médico de provincias. A través de sus ojos, en una narración en tercera persona parcial, seremos cómplices de los pensamientos del protagonista en su encuentro con la sociedad española a la que pertenece y la que, en cierta forma, reniega. Un paseo por su familia, su círculo de amistades universitarias, sus profesores, los vecinos de Madrid, sus sensaciones en el campo valenciano, el pueblo de Alcolea donde trabajará y todas sus reflexiones filosóficas y sociales.

Una narración lineal que se estructura de forma equilibrada y simétrica, con tres partes iniciales, "La vida de un estudiante en Madrid", "Las carnarias" y "Tristezas y dolores", y tres partes finales, "La experiencia en el pueblo", "La experiencia en Madrid" y "La experiencia del hijo", incluyendo un intermedio, la cuarta parte, "Inquisiciones", que consiste en una conversación entre el tío Iturrioz y Andrés Hurtado. Esta parte central consiste en un diálogo filosófico similar a la técnica que ya emplearon los filósofos clásicos en las que dos posturas distintas (en este caso, la filosofía inglesa práctica del tío Iturrioz frente a la filosofía alemana metafísica de Andrés, cercano al mencionado Schopenhauer) se enfrentan y tratan de convencerse mutuamente sobre dos posturas distintas de ver el mundo y la vida. Una conversación con apenas acotaciones que se diferencia radicalmente del resto de la novela.

Arthur Schopenhauer
Algunos pedantes le decían que Schopenhauer había pasado de moda, como si la labor de un hombre de inteligencia extraordinaria fuera como la forma de un sombrero de copa. (pág. 70)

El resto de la obra permite a Baroja elaborar un rico panorama de su época y de su visión de la misma, partiendo incluso de sus experiencias vitales. Seremos así testigos de la evolución de un esperanzado Andrés que comienza la Universidad hacia lo que pronto será un desilusionado médico, que no solo no encuentra un lugar en la medicina donde asentarse, dado que no está en el país adecuado para sus interés en la fisiología, ni está interesado en la práctica de su profesión, sino que aborrece con el paso del tiempo todo aquello que le rodea. 

No en vano acaba haciéndose amigo de dos compañeros que, en principio, no eran de su agrado, y de los que no siempre aprobará su actitud. 

Precisamente, el reencuentro en lo que podríamos considerar la segunda parte de la novela tras el capítulo de "Inquisiciones" supone la decepción al volver a encontrarse con sus amigos y también al saber de sus otros condiscípulos, la mayoría alejados del mundo de la medicina. Incluso encontraremos de nuevo la crítica a las pocas oportunidades que ofrece España con un personaje que triunfará en poco tiempo gracias a sus experimentos en el extranjero, habiendo sido rechazado constantemente en su país natal.

El repaso al resto de la sociedad se sitúa desde las consideradas cotas altas de la cultura, con los profesores universitarios, hasta los estados sociales más bajos, con los vecinos de los barrios empobrecidos, incluyendo además una crítica dura a la trata de personas, en este caso las prostitutas, pero también hacia quienes aceptan su condición de pobres. Así nos lo mostrará con la conversación con una mujer planchadora, que dedica todo su tiempo a trabajar para lograr salir adelante:

Algunas veces Andrés trató de convencer a la planchadora de que el dinero de la gente rica procedía del trabajo y del sudor de pobres miserables que labraban el campo, en las dehesas y en los cortijos. Andrés afirmaba que tal estado de injusticia podía cambiar; pero esto para la señora Venancia era una fantasía.
-Así hemos encontrado el mundo y así lo dejaremos –decía la vieja […] (pág. 118)

Fuente de Cibeles en 1898
La familia del protagonista también será esencial en las tres primeras partes de la novela, quedando además retratada en pocas líneas, esencialmente las buenas o malas relaciones con Andrés. Destacamos aquí el hecho de que Hurtado rechaza prácticamente todo lo que le rodea, lo que al final le hará ser víctima de su forma de pensar. En esta primera mitad observaremos precisamente cómo surge el enfrentamiento entre sus deseos personales, acertados por sus conocimientos, y las decisiones que se oponen a su criterio, conduciendo precisamente a la primera tragedia de la novela. La segunda, de mayor gravedad y hacia el final de la novela, será también una decisión contraria a los auténticos deseos del protagonista, aunque en este caso su aceptación del destino final sea fruto del amor.

En los momentos en que Andrés actúa como desea, causa el rechazo del resto de personajes. Así lo veremos esencialmente en la segunda mitad, durante su trabajo en Alcolea o cuando logra alcanzar el cénit de su existencia, alcanzando su ataraxia deseada, un paraíso ausente del resto del mundo. Si nos detenemos aquí a observar precisamente los sucesos en Alcolea observaremos la descripción del hastío hacia los sucesos cotidianos de la España profunda. Andrés se muestra crítico con la vida ahogada de los pueblos, pero también con sus actitudes machistas, con el embrutecimiento de sus ciudadanos y con un sistema político pactado y cuyo objetivo era enriquecer a los partidos, ya fuera de forma sutil o descarada.

Alcolea se nos representa como un sepulcro, una especie de infierno donde está presente el calor asfixiante, cuya descripción nocturna tiene toques románticos que nos recuerdan a las Leyendas bécquerianas, pero también nos remite a los posteriores grandes pueblos literarios de Hispanoamérica, especialmente la Comala de Pedro Páramo (1955), obra de Juan Rulfo. A la vez, esta visión sepulcral se corresponderá a un presagio ya presente en "Inquisiciones", relativo al final trágico de la novela. Baroja advierte así del futuro negro que observa para su protagonista, pero quizás también para la España de la que es testigo y que no se diferencia tanto de lo que hoy vivimos.

Hundimiento del acorazado Maine, inicio de la guerra hispano-estadounidense en 1898
A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y para la civilización, era un patriota exaltado y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja, nada. (pág. 237)

Hay también espacio en la novela para la pérdida de las colonias, aceptadas como una realidad lógica para Andrés, pero que le sirve también para criticar la falsedad e hipocresía de una prensa excesivamente optimista y tergiversadora de la realidad, a la par que observa sorprendido el poco efecto que tal derrota causa entre los españoles. Esto sirve también de distinción entre la España real y la España oficial. Tenemos que mencionar también la muerte del bohemio Rafael Villasús, quien acaba ciego y loco, que resulta un trasunto del fallecimiento de Alejandro Sawa (1862-1909), auténtico bohemio, amigo de varios de los escritores de la generación del 98, que también fue hecho literatura como Max Estrella, el protagonista de Luces de bohemia (1924), de Valle-Inclán.

Encontramos también un cierto tipo de antisemitismo que en la actualidad resultará algo grotesco, pero que no tiene relación directa con una cuestión de razas, sino, más bien, con forma de pensar y actuar, podríamos decir judeocristiana, que será despreciada por Baroja, más afín a un espíritu más centroeuropeísta y agnóstico. A pesar de ello, es relevante el título de la obra, El árbol de la ciencia, que se desprende de una de las historias bíblicas más conocidas: la expulsión del Edén de Adán y Eva por consumir del fruto prohibido del mencionado árbol.

Se hará mención expresa del mismo en la parte de "Inquisiciones", pero podemos advertir el carácter simbólico que hay en el final de la novela: cuando Andrés ha alcanzado la ataraxia, su particular "paraíso", aislado felizmente de la sociedad junto a su esposa, será ella quien tenga el deseo de tener un hijo, contraria a los deseos de Hurtado, y lo que conlleve su desastre final. Precisamente, el relato bíblico hace hincapié en el sufrimiento del parto una vez expulsados del paraíso. La crítica final a la actitud excesivamente científica e higiénica de Andrés pondrá de manifiesto la contradicción entre la vida natural, más cercana al paraíso bíblico, y la vida científica, la que supuso la expulsión del mismo.

Adán y Eva en el Paraíso, de Rubens
Salió la luna; la enorme ciudad, con sus fachadas blancas, dormía en el silencio; en los balcones centrales encima del portón, pintado de azul, brillaban los geranios; las rejas, con sus cruces, daban una impresión de romanticismo y de misterio, de tapadas y escapatorias de convento; por encima de alguna tapia, brillante de blancura como un témpano de nieve, caía una guirnalda de hiedra negra, y todo este pueblo, grande, desierto, silencioso, bañado por la suave claridad de la luna, parecía un inmenso sepulcro. (pág. 191)

En El árbol de la ciencia encontramos una escritura concisa, que no desarrolla en exceso ni se detiene en descripciones fútiles. No hay así una elaboración retórica en su narrativa ni una preferencia por el detallismo, al contrario, resulta sobrio, guardando bien el equilibrio con la descripción, que resulta más impresionista que minuciosa, y la narración. Destacan también los diálogos, que resultan naturales y, en este caso concreto, reúne algunas sentencias que se relacionan directamente con el pesimismo de Baroja.

En conclusión, una obra sobria, concisa, pero también filosófica y crítica, que reúne varias de las características que tantas veces se han mencionado en torno a la Generación del 98, pero que revelan en verdad la buena labor literaria de un autor como Pío Baroja, admirado narrador no solo en España, sino también fuera de nuestras fronteras, como muestran John Dos Passos o Ernest Hemingway. El árbol de la ciencia nos transporta a la desdichada vida de Andrés en una España lejana en cien años, pero cuya realidad y crítica nos puede resultar más cercana de lo que pensábamos.




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