El autocine (CXX): Terminator, de James Cameron

14 abril, 2024

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Ya queda menos. Tan solo cinco años hasta alcanzar 2029, la época en que se sitúa la acción futurista de Terminator (The Terminator, Hemdale-ORION, 1984). El resto de la narración acontecía en la época de la exitosa producción. Pero curiosamente, no existen tantas diferencias entre ambos marcos temporales.

Esta es, creo yo, una de las características más perdurables de la innovadora y adrenalítica película dirigida por James Cameron (1954), que amalgamaba de forma cohesionada una clásica película de monstruos con los temas de la modernidad más pesimista, que empero, comenzaron a sentar sus bases ya en los radiactivos años cincuenta.

Pero antes de abordar la narrativa, podemos decir que, a un nivel visual, a ambos espacios temporales los enlaza la oscuridad de la noche. Noches desapacibles y, en cierto sentido, siniestras, lo que además queda potenciado por el ajustado presupuesto de la película. Ajustado, pero magníficamente aprovechado (hoy, con grandes sumas, no se consigue tanto). Callejones, más que avenidas principales, escuálidos tugurios de neón, cuartuchos insalubres, descampados, moteles de carretera, parkings solitarios, la vaguada de un recóndito puente. Hasta la imagen callejera de un indigente buscando en la basura (en vías mojadas y viradas de azul, como marcan los cánones). Todo este escenario, me parece a mí, nos enlaza con el porvenir.

Respecto al argumento, Terminator se centra en unos personajes cuyo destino les sobrepasa. El ejemplo principal es Sarah Connor (Linda Hamilton), empleada en una hamburguesería. Pronto se da cuenta de que en las noticas han aparecido dos víctimas de ataques indiscriminados que comparten su nombre. Y de que le sigue los pasos un individuo sospechoso, Kyle Reese (Michael Biehn). Tal vez ella sea la siguiente. En paralelo, surge la investigación policial, llevada a cabo por el oficial Vukovich (Lance Henriksen) y el teniente Traxler (Paul Winfield, al que muchos recordamos por la excelente Perro blanco [White Dog, Samuel Fuller, 1981]). Pero la amenaza en la sombra la porta el Terminador o contraparte de Reese (Arnold Schwarzenegger). Los policías temen estar ante un asesino con patrón. Y no se equivocan. Pero el sargento del futuro, Reese, dispone de una ventaja. Él sí tiene el nombre exacto de Sarah, por lo que la contacta justo a tiempo. Como él mismo aclara a la atribulada fugitiva, respecto a su potencial asesino, se enfrentan a un ciborg que no siente lástima ni remordimiento. No está programado para eso.


Escrita por el propio realizador y la también productora Gale Anne Hurd (1955), el nudo dramático de esta ceñida epopeya por la supervivencia pasa de lo particular a lo general, pues nos afecta a todos. Y toma como basamento el clásico argumento de los viajes en el tiempo, tema afín a la ciencia ficción, al que se suma el de un inminente conflicto nuclear de orden mundial, otro leitmotiv habitual para los que vivimos aquella época, pero que se remonta a las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), con la posterior eclosión en novelas y trabajos cinematográficos de esa edad de plata que son los mencionados años cincuenta. Una década que me apasiona.

El caso es que, tras el desastre, la voz en off inicial especifica que la lucha no se va a librar en el futuro, sino en el presente. Ya histórico para nosotros. Las prolepsis (flashforwards) están bien ensartadas en el relato, lo que, como antes indicaba, se traslada al apartado visual. Al igual que son oportunos un par de elegantes fundidos a negro. En tales anticipaciones, los diálogos resultan escuetos. Una buena decisión, ya que no parecen necesarios; aquí poseen más especificidad las imágenes, que hablan por sí mismas. Cualquier otro añadido habría resultado tan sobado como redundante (ese exceso de verborrea, generalmente grosera, que entorpece y empobrece un buen número de producciones en la actualidad, y que a los que conocimos tiempos mejores nos provoca hartazgo; me refiero, por supuesto, tanto en cine como en televisión). En cambio, sí están muy bien traídos el resto de diálogos en época presente, sobre todo, los que se establecen entre Reese y Sarah, que ponen al espectador al corriente de la trama. Particularidad reseñable es, así mismo, el hecho de que la acción no se coma nunca la emoción, esto es, el suspense. Existen planos donde la narrativa respira; algo que habitualmente se ha perdido con el advenimiento de un público que ya no tolera neuronalmente los momentos de introspección o la mera contemplación estética, alimentado por imágenes rápidas de manido consumo. Recurso cinematográfico tan arcaico para ellos como ese símbolo de modernidad que fue el walkman que porta Ginger (Bess Motta), la compañera de apartamento de Sarah.

Al envoltorio narrativo ayuda la nítida fotografía de Adam Greenberg (1939), de contornos acerados, y la música de Brad Fiedel (1951), entre minimalista, espacial y atávicamente percutiva.


Tu mundo es aterrador, concreta Sarah ante tanta desgracia venidera. Esta es la idea más inquietante de toda la propuesta; cara a la ciencia ficción. Cuando los cimientos de la civilización se tambalean, y toca vivirlo. Desde 1984, el mundo que nos sobrevino y el que nos aguarda no es precisamente el que nos habíamos imaginado. De hecho, ¿qué le queda a Sarah en la conclusión de la película? Esperar la tormenta, es decir, el apocalipsis. Su huida final a las montañas.

Pero los sentimientos del futuro se proyectan hacia el presente. Reese estuvo -en dicho futuro- enamorado de Sarah. Un amor platónico que se materializa, en lo que es otra de las derivadas más sugestivas de la película.

A la música y la fotografía hemos de añadir los efectos especiales del gran Stan Winston (1946-2008), en colaboración con la empresa Fantasy II. Lo que se trasladaría a las secuelas; de mejores efectos, aunque no necesariamente mayor encanto. Es lo que tiene ser el primero en la lista. En Terminator, el guión está bien pergeñado en sus detalles, como el de la emisora de la policía que pone al exterminador sobre aviso del paradero de Sarah y Reese; una acción lineal que se desarrolla de continuo, en apenas dos días -o mejor habría que decir noches-, o el juego con los espacios temporales, sin hacer un lío al espectador (otro demérito de la confusa actualidad; por el contrario, aquí la narrativa es siempre limpia), lo que incluye la idea del viajero espaciotemporal que interactúa de forma vital en el pasado, convirtiéndose en padre del futuro salvador. Aparte de cierto sarcasmo en la figura del psicólogo criminalista, doctor Silberman (sic) (Earl Boen, que tendría ampliada pero idéntica función en la estupenda secuela).

En los títulos de crédito finales se expresa agradecimiento al autor de ciencia ficción Harlan Ellison (1934-1018), habida cuenta de que James Cameron tomó prestada la idea del ciborg de dos episodios escritos por Ellison para la serie Más allá del límite (The Outer Limits, ABC, 1963-1965).


Cameron nos depara otros planos inspirados, como la de los carros de combate futuristas pasando por encima de centenares de calaveras. El contraplano virado a rojo que se corresponde con la mirada que Sarah le devuelve a su perseguidor, armado con una mira telescópica. Las cicatrices abruptas en la espalda de Reese. El buen uso de la cámara lenta en el Tech Noir, el local donde se ha refugiado Sarah tras saberse en peligro. El Terminator observando la ciudad tras su llegada, antes de su (des)encuentro con unos punks, encabezados por Bill Paxton (1955-2017), o más tarde, buscando la expresión lingüística más adecuada para quitarse de encima al pestilente casero (Norman Friedman).

Y otras estampas, como el aplastamiento de un camión de juguete que está en la acera (más tarde serán los auriculares de Ginger). Inolvidable es el momento en que el exterminador finge la voz de otra persona, o se auto repara, como cualquier máquina inteligente. Del mismo modo sobresale el falso final -también en lo musical- tras la voladura del camión cisterna, que no es sino el preludio de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre el hombre y la máquina. Secuencia resuelta a lo Ray Harryhausen (1920-2013), de la forma más artesanal, haciendo de la necesidad, virtud (más que vacuo virtuosismo).

Como simpático detalle, destaca la intervención del insustituible Dick Miller (1928-2019), aquí como sufrido vendedor de armas.



Para el sábado noche (CXXXVIII): Terremoto, de Mark Robson, y Pelham 1, 2, 3, de Joseph Sargent

02 abril, 2024

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Me hace gracia cuando leo o alguien me dice que una película ha envejecido. Precisamente, lo que quiero y valoro del cine que llamamos clásico es el disfrute de otro tipo de diálogos, ropa, peinados, vehículos, colores, texturas, música (por lo general mejor que la presente), y, por qué no, efectos especiales. La conclusión es que las personas que les digan semejante cosa no aman el cine.


Debía tener yo unos once años cuando un buen amigo de la familia, que era abogado y militar, invitó a mi familia a su piso y nos dio a los más peques dos títulos para distraernos con el video. El primero era Como el perro y el gato (Cane e gatto, Bruno Corbucci, 1982), con el siempre grato Bud Spencer (1929-2016) –a ver si un día le dedico el artículo que merece-. El segundo video alquilado fue Terremoto (Earthquake, Universal, 1974). Yo me emperré en comenzar por este último, porque me llamaba la atención, y porque sabía que, si comenzábamos por la película infantil, no nos dejarían luego acabar la de catástrofes. Lo que al revés no sucedería, pues cortarle a un niño una película de Bud Spencer es un pecado nada venial, más bien vesánico. Así que me salí con la mía, mientras los adultos seguían hablando de sus cosas. Me gustó mucho la película de Mark Robson (1913-1978). Con el tiempo, llegué a valorar otras obras suyas como La isla de la muerte (Isle of the Dead, RKO Films, 1945), la excelente Más dura será la caída (The Harder They Fall, Columbia Pictures, 1956), Vidas borrascosas (Peyton Place, Twentieth Century Fox, 1957) o El premio (The Prize, Metro-Goldwyn-Mayer, 1963), que también me trae gratos recuerdos. Su última filmación, estrenada póstumamente, fue la entretenida El tren de los espías (Avalanche Express, Twentieth Century Fox, 1979), aún bajo el hálito del cine de catástrofes, y con otro de los actores con los que nos reencontraremos más tarde, Robert Shaw (1927-1978), igualmente desaparecido antes del estreno.


Que estamos de paso es de todos bien sabido. Ya depende de las zancadas o pasos cortos que demos. Somos custodios del planeta, pero no nos pertenece. Y aunque no deseo ponerme trascendental, hay buenas películas que nos recuerdan que nuestra existencia no es para tanto, o al menos, que eso de portarse bien o mal sí que trae consecuencias, si no en este plano, posiblemente en otros. Y ya que estamos en las alturas, un plano aéreo sobrevuela la ciudad de Los Ángeles (EEUU) hasta llegar a la presa de Hollywood, al inicio de Terremoto. El escenario tendrá su relevancia en la trama, porque son los lugares por los que habitualmente transitamos, nuestra cotidianidad, lo que se va a ver alterado. Me llama la atención lo bien que continúa estando la película, habida cuenta de que hacía bastantes años que no la veía. Me refiero en cuanto a dirección de actores y puesta en escena (la definición del bluray ayuda mucho). Máxime teniendo en cuenta que este tipo de cine no era muy considerado por la crítica, lo que por otra parte siempre me importó un higo (como a Mark Robson, supongo).

Huelga decir que uno de los principales protagonistas es, entonces, la propia ciudad, un entorno asediado por la falla de San Andrés, con una población que se ha acostumbrado, más o menos, a los sustos. Uno de los más morrocotudos fue el de 1989, en pleno San Francisco. En Granada (España) tampoco nos privamos de estos tembleques o cabreos de la Tierra. Se suele decir que los edificios japoneses han sido diseñados a prueba de seísmos. Pero Stewart Graff (Charlton Heston) se lamenta en determinado momento de la película de que jamás debieron edificar colosos con tantas plantas en aquella zona.


Graff es ingeniero de edificios y un ex jugador de rugby. Está casado con Remie (Ava Gardner), la ya madura hija de su jefe, Sam Royce (el entrañable Lorne Greene). El matrimonio hace aguas, y más que va a hacer, así que Stewart ha entablado relación con Denise Marshall (Genevieve Bujold), una joven viuda con un niño pequeño, Corry (Tiger Williams).

Más allá del entorno, los otros personajes principales, en esa característica afín al género que supone el jugar con los destinos cruzados, son el corredor de acrobacias en moto Miles Quade (Richard Roundtree), su amigo y socio Sal Meechy (Gabriel Dell), y la hermana de este último, Rosa (Victoria Principal), que el dúo pretende como reclamo para su futura gira de actuaciones. También están Jody (Marjoe Gortner), un pre-Taxi Driver, supervisor en un supermercado de barrio y aficionado al culturismo, que hará emerger su potestad y resentimiento cuando lo movilicen como soldado en las calles, y la secretaria de confianza de Sam, conocida de Denise, Barbara (sic) (Monica Lewis). Por último, pero no menos importante, el baqueteado policía Lou Slade (George Kennedy), que tiene el honor de contar en su currículum con gerifaltes idiotas, para variar. Los solemos llamar superiores, no sé por qué. Casi diría que este es el principal epicentro, el malestar que supone el roce de unos con otros. Ya no quiero seguir siendo policía, declara Lou, añadiendo a continuación que la gente no vale un pepino. Al fin y al cabo, él solo persigue la justicia, en tanto la ley se empecina en perseguirle a él.


Algo más matizados están otros jefes, como el del geólogo Walter Russell (Kip Niven). Pese a incurrir en delito de lesa suficiencia, pronto cambiarán las tornas para el señor Stockle (Barry Sullivan), director del Instituto de Sismología de Los Ángeles, y para el alcalde de la ciudad (John Randolph), provisto de una dignidad mayor que su homónimo de la película posterior. Pese a todo, no puede evitar exponer, con indecorosa sinceridad, que el gobernador y yo ni siquiera pertenecemos al mismo partido, en el momento en que ha de ponerse en contacto con este. Otros personajes secundarios, pero relevantes, son el doctor Vance (Lloyd Nolan), y Max (Scott Hylands), uno de los vigilantes de la presa de la ciudad, atosigado por su propio ingeniero-jefe, que pronto se pondrá de su parte (Lionel Johnston).

Confieso que me encanta el paisaje setentero de la ciudad, aún recreado en estudio. Me lo imagino con música de, pongo por caso, el genial Sweet Fanny Adams (1974) de la banda Sweet. Pero la música oficial es la intimista creación del maravilloso John Williams (1932). Un no muy recordado pero estupendo trabajo, en la línea de El Coloso en llamas (The Towering Inferno, John Guillermin, 1974), también de ese año, o el previo La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, Ronald Neame, 1972).

Producida por Jennings Lang (1915-1996), Terremoto fue escrita por el para mí desconocido George Fox (-), tal vez un seudónimo, y por el más que conocido Mario Puzo (1920-1999), autor de El padrino (The Godfather, 1969). Ello depara, merced a la realización de Mark Robson, momentos bien traídos. Verbigracia, la primera víctima resulta inesperada, un técnico en un ascensor, antes del gran cataclismo. La narración también proporciona buenas dosis de acción, como una persecución en auto. Pero el conjunto no lo hacen únicamente los efectos, sino los actores, todos estupendos. Y esa característica de focalizar el aspecto dramático en unas pocas pero valiosas vidas.


Más aún. Los planos generales resultan soberbios, privilegio de contar en el equipo con el gran Albert Whitlock (1915-1999). Y sin alharacas folloneras, allende el sistema de sonido sensurround. De hecho, ¿para cuándo un libro ilustrado acerca de este versado artista, aunque sea en inglés? Así mismo, destaca el plano del contratista Cameron (Lloyd Gough), observando atónito por la ventana del edificio en que se encuentra, cómo la ciudad se resquebraja. Una imagen en la que destaca la efigie esférica del emblemático edificio de Capitol Records. Contemplando, en suma, esa fuerza telúrica que en pocos segundos va a disolver toda estructura, no solo física, sino organizativa.

La inclusión de un primer temblor, más leve, pone en evidencia a Remy ante su esposo, que se da cuenta de que las pastillas que ella ha ingerido son una añagaza, un chantaje emocional, por llamarlo de otra manera. Tampoco es baladí el detalle de la fila para el agua que enlaza, sin ellas saberlo, a Denise y Remy, separadas por unos pocos metros (pero una gran distancia emocional). Lou permitiendo la presencia de unos hare krishna en la vía pública, después de que le hayan cortado las alas. La puerta de la presa que deja de encajar, y en fin, la angustia en los resquicios del Hotel Wilson Plaza, en el último segmento de la película. Todo bajo los auspicios de una estupenda fotografía del siempre competente Philip Lathrop (1912-1995).


Y de un recuerdo infantil a otro. Debió de ser en un pase por la televisión pública (la única que entonces había en España), de nuestro siguiente título. Me refiero a la resolución, sencilla y directa, hasta un punto humorística, de Pelham 1,2,3 (The Taking of Pelham 1,2,3, Palomar-United Artist, 1974). Tan grabada se me quedó (por su sencillez, lejos de toda espectacularidad), que durante años traté de volver a toparme con aquella historia de la que desconocía el título (la cosas no eran como son hoy). Un final que, como es lógico, no voy a desvelar.

Pelham 1,2,3 se fundamenta en la novela homónima de John Godey, seudónimo de Morton Freedgood (1913-2006), publicada en 1973 (Círculo de Lectores, 1974). Fue adaptada por Peter Stone (1930-2003), co-responsable de Charada (Charade, Stanley Donen, 1963), Arabesco (Arabesque, Stanley Donen, 1966), y ya en solitario, la sabrosa Pero, ¿quién mata a los grandes chefs? (¿Who is Killing the Great Chefs of Europe?, Ted Kotcheff, 1978). El conjunto contó con la fotografía del recientemente desaparecido y magnífico Owen Roizman (1936-2023), y una vibrante composición a cargo de David Shire (1937). Disponía de ella en una edición de la extinta FSM, pero no pude vencer la tentación de volver a adquirirla en la atractiva versión de Quartet Records (QR 453). Música excelente se mire por donde se mire, aunque en la película no luzca toda la banda sonora.

Aquí nos reencontramos con Walter Matthau (1920-2000), entrevisto como estoico borrachín de bar en Terremoto, y como ya anuncié, con Robert Shaw.


El nuevo escenario es subterráneo, principalmente. En cualquier caso, también está marcado por el signo de tierra, como en nuestro ejemplo anterior. Una sensación de angustia que queda potenciada, por paradójico que parezca, gracias al formato en cinemascope; en principio, más afín a los espacios abiertos. El interesante realizador Joseph Sargent (1925-2014) maneja bien la planificación. Al margen de sus estupendos trabajos para la televisión, de los que quisiera reseñar dos adaptaciones de Willa Cather (1873-1947) y Larry McMurtry (1936-2021), respectivamente, Mi Antonia (My Antonia, Gideon Productions - USA Network, 1995) y Las calles de Laredo (Streets of Laredo, DePasse Entertainment, 1995), o también La noche que aterrorizó a América (The Night That Panicked America, Paramount TV, 1975), Joseph Sargent debe ser recordado por otras atractivas propuestas, como Colossus (Colossus, the Forbin Project, Universal, 1970), The Man (id., Paramount, 1972), y la hagiográfica pero en absoluto desdeñable MacArthur (íd., Universal, 1977). Hasta llegar a la era del videoclub con la simpática pero inocua Pesadillas (Nightmares, Universal, 1983), donde se diluyó y volvió a recalar en el ámbito televisivo.

En efecto, tras autobuses, aviones, trenes, edificios y barcos, faltaba la red del metro. Otro espacio cotidiano para la mayoría de nosotros.

Allí se dan cita, para nada bueno, el señor Greene, un ex maquinista (Martin Balsam) cuyo nombre real es Harold Lobman, tal y como se descubrirá al final de la película; el líder del que se va a rebelar como un grupo de secuestradores, el señor Blue (el siempre sólido Robert Shaw); el señor Brown (Earl Hindman) y el señor Grey (Héctor Helizondo). Todos portadores de su respectivo mote y bigote postizo. Producido el secuestro de uno de los vagones de la línea, en concreto, el Pelham 1,2,3, se ponen en funcionamiento el teniente Zachary Garber (Walter Matthau), del cuerpo de policía de transporte de Nueva York, y su compañero de fatigas Rico Patrone (Jerry Stiller).


De momento, sus únicos aliados son el tablero de desplazamiento para la localización de los vigilantes de la policía de transporte, y las mesas de control de cada una de las líneas. Podemos añadir la espinosa comunicación a través de un micrófono de excelente diseño. Una vez liberado el conductor del tren, Denny Doyle (James Broderick), quedan diecisiete pasajeros secuestrados, junto al revisor (Jerry Holland). Dieciocho en total, y de esas personas a las que la mala suerte retiene bajo las armas de la ideología, las creencias religiosas o la mera extorsión crematística. Esto acerca Pelham 1,2,3 al terreno del policíaco, pero sin perder la esencia catastrofista (cuando el vagón se precipita sin frenos).

Desde dicho centro de mando, Garber va a lidiar con las exigencias de los secuestradores, las vidas de los rehenes y la selva humana de algunos de los técnicos que le rodean. Como el supervisor Cat Dolowicz (Tom Pedi) o el jefe de trenes Frank Terryl (Dick O’Neill), encargado de la ejecución de la red metropolitana. El apelativo del vagón de metro que retienen los captores, unos con antecedentes menos tranquilizadores que otros, responde al nombre de la terminal y a su hora de salida. Los extorsionadores reclaman a la ciudad de Nueva York un millón de dólares (de la época), que para colmo hay que preparar en un disminuido espacio de tiempo.


A estos personajes se suma el guardia de seguridad James (Nathan George), que queda retenido en el túnel del vagón, a pocos metros del mismo, y el inevitable alcalde, Albert (Lee Wallace), un tipo griposo y pusilánime, en sí mismo, retrato inmisericorde del nada divino oficio político. Le salva los garbanzos el eficaz y sarcástico teniente de alcalde Warren LaSalle (Tony Roberts). Estos dos últimos personajes se diferencian de los anteriores, policías y ladrones, por el tono de farsa que tanto guionista como director les procuran. Más dignidad muestran el comisario Phil (Rudy Bond), el comandante de la policía Harry Borough (interpretado por el estupendo Kenneth McMillan), y el inspector jefe Daniels (Julius Harris), del Departamento de Operaciones Especiales, y al que muchos recordamos por su participación en Vive y deja morir (Live and Let Die, Guy Hamilton, 1973). Ante la profesionalidad de los antedichos, resume el alcalde que tendré que oír cómo me silban.

Tanto en Terremoto como en Pelham 1,2,3 destaca más la angustia que el número de fallecidos, a diferencia de tantas exageradas piezas de acción de la catastrófica actualidad. De este modo, les vuelvo a mostrar hoy dos ejemplos de actores y películas con los que he crecido, y espero seguir haciéndolo. Un pico, para mí, difícil de superar. Como ese que marcan los sismógrafos.



El autocine (CXIX): El sepulcro de los reyes, de Fernando Cerchio, y El valle de los reyes, de Robert Pirosh

15 marzo, 2024

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Ah, el antiguo Egipto. Los plácidos atardeceres, los espectaculares monumentos, las consoladoras aguas del Nilo, su mágica cosmogonía. Con qué hermosas imágenes nos alienta el pasado. Muchas veces uno desearía poder contar con una máquina del tiempo como la que ideara H. G. Wells (1866-1946), y poder ir de visita a muchos de los enclaves del pasado, ¡a ser posible, sin riesgo de nuestras vidas! Pero disponemos de un mecanismo equivalente gracias al cine. El arte que mejor ha sabido aglutinar imágenes y sonidos, recuerdos del pasado y el presente. Es nuestra máquina del tiempo.


Imperfecta, como todo artilugio construido por el ser humano, pero ineludible. No es como formar parte de la historia, pero es lo que más se le acerca. Precisamente, uno de los temas desarrollados en la última aventura -desventura, más bien- de Indiana Jones (película irregular, aunque con evidentes zonas de interés).

Explicarnos cómo sería el antiguo Egipto no es tarea sencilla. Conviene echar mano de los historiadores, pero fabular tampoco es malo. Escrita por el futuro realizador Damiano Damiani (1922-2013) y el director de esta, Fernando Cerchio (1914-1974), nuestra primera parada en la historia del Egipto más desacomplejado y alternativo es El sepulcro de los reyes (Il sepolcro dei re, Euro International Film, 1960), pues como digo, a estas adaptaciones y reconstrucciones, más o menos imaginativas, sí que tenemos acceso.

Coproducción entre Italia y Francia, el relato de El sepulcro de los reyes arranca con el regreso victorioso de un puñado de combatientes, que viene de sofocar una rebelión en Siria. Lo hacen con algunos prisioneros, entre los que se encuentra el rey de aquel país (del que nunca más se supo), y su hija, la princesa Shila (Debra Paget, inestimable aliciente de la película), de la que, rizando el rizo, se dice que es descendiente de la misma Cleopatra (69-30 a. C.).

Shila establece contacto con el médico oficial del faraón, Resi (Ettore Manni), que, más que con un esclavo, cuenta con un fiel servidor, Tabor (Renato Mambor), en la línea del criado y confidente establecido por nuestros dramaturgos a partir del XVI. El joven faraón es un muchacho consentido e hipocondriaco, Nemorat (Corrado Pani), el futuro Keops, en uno de los apuntes más inspirados de la película. Muerto el padre, tan solo tiene a su madre, Tegi (Yvette Lebon).


En efecto, podemos ver El sepulcro de los reyes como una obra de teatro. Muchas producciones, independientemente de su vistoso acabado y presupuesto, cuidaban bastante los diálogos. El trabajo de los guionistas es, en este sentido, llamativo, y eleva el nivel de estos trabajos cinematográficos. Cierto es que el corpus de diálogo se desenvuelve con un sentido más dramático que histórico, pero los dimes y diretes suelen estar bien pergeñados. Es esa parte de reconstrucción imaginativa a la que antes aludía. Este caso no es una excepción. La película deviene en un socorrido pero grato relato sobre la piedad (y su ausencia), que se concreta cuando Resi acude al rescate de Shila, encerrada en la tumba pétrea del faraón. Pero también es una narración sobre el amor oculto, los sentimientos respondidos y no correspondidos, de los principales protagonistas. Shila no ama a su esposo Nemorat, pues no ha mostrado piedad alguna con los prisioneros de guerra, sus compatriotas sirios. A quien de verdad quiere es a Resi, y por suerte, Resi a ella. La esposa del faraón concreta bien toda esta situación cuando, por boca de Damiani y Cerchio, comenta ante Resi que me espera una vida de sufrimiento, pero puedo ser feliz (contando con él). La pareja urde entonces la muerte de Shila… para después salvarla.

Por su parte, Kefren (Erno Crisa) es el artero de la película. Este sacerdote de Amón conspira con su amante Taia (Andreina Rossi), que es quien hace de brazo ejecutor y “compañera de viaje” de los intrigantes. Completando este triángulo de la muerte está Marna (Ivano Staccioli), jefe de seguridad y superintendente de la necrópolis real. Con un pie en ambos mundos, el del bien y el del mal, se encuentra el arquitecto, constructor de la pirámide del faraón, Inuni (Robert Alda). Otro personaje de soporte es Sutek, sacerdote y colega de Resi, embalsamador de la corte del faraón (Pietro Ceccarelli).


Por comparación con Tierra de faraones (Land of Pharaohs, Howard Hawks, 1955), es lógico que El sepulcro de los reyes salga perdiendo. Pero tampoco merece tamaña desconsideración; la película de Cerchio es una pieza muy entretenida que, he de confesar, los buenos oficios del doblaje en español, aquí desempeñados con la mejor calidad, hacen que su visionado gane enteros. Especial inspiración merece, en el conjunto del relato, la sorpresiva muerte –ejecución- de Marna, asaeteado a traición. Un momento bien planificado y resuelto por el director.

A los interiores, sencillos y cuidados, se une el rodaje en algunos exteriores, de naturaleza descampada y campechana, característicos de una rigurosa pero gustosa serie B (esa imagen del río Nilo recreado en el estudio). Decorados de los que me agrada otra cosa, y es que aparezcan coloreados, y no a piedra desnuda, desprovistos de ningún pigmento, como suele ocurrir con frecuencia en otras “recreaciones” de época. Así mismo, es de destacar la música de Giovanni Fusco (1906-1968), bastante hermosa y sugestiva.

Como curiosidad, ya hemos advertido en el reparto al padre de Alan Alda (1936), Robert (1914-1986). Definitivamente, a la fascinación del antiguo Egipto se suma la de las producciones de serie B.


El siguiente trayecto nos lleva a estas mismas tierras, pero a distinto tiempo. El valle de los reyes (Valley of the Kings, MGM, 1954) se sitúa en el año 1900. Es una cuidada producción B de Metro Goldwyn Mayer, con Robert Surtees (1906-1985) a la fotografía, el imprescindible Cedric Gibbons (1893-1960), con Jack Martin Smith (1911-1993), a los decorados, y una apariencia total de serie A. La película se beneficia, además, de una excelente –qué cosa más rara- partitura de Miklós Rózsa (1907-1995), y de la ubicación de los personajes en escenarios reales (pese al empleo de algunas transparencias). Fue dirigida por Robert Pirosh (1910-1989), un realizador no demasiado conocido, tan solo filmó cinco películas, pero cuyo principal cometido fue el de guionista, vertiente donde brilló con títulos tan significativos y variados como Un día en las carreras (A Day at the Races, Sam Wood, 1937) y Me casé con una bruja (I Married a Witch, René Clair, 1942). Un tipo interesante.


A El Cairo, Egipto, llega Ann Martin (Mercedes como apellido original), interpretada por la estupenda Eleanor Parker (1922-2013). Concretamente, a las inmediaciones de la pirámide del rey Zoser (reinado 2682-2663 a. C.), en la necrópolis de Saqqara, en Memfis. Allí se encuentra el arqueólogo Mark Brandon (Robert Taylor), pendiente de una excavación y de la reconstrucción de las murallas de la antigua metrópolis. En pos de un descubrimiento que nunca se sabe cuándo puede llegar. Ann es la hija de un finado doctor en egiptología, apellidado Barklay, y está casada con el impetuoso Philip (Carlos Thompson). Ha llegado a Egipto con un propósito bien definido. Lo que pretende es confirmar las teorías de su difunto padre con alguna prueba física. Teorías que relacionan la historia de Egipto con el contenido bíblico.

Conviene aquí hacer un inciso, pues razones ha habido para esta imbricación entre la historia brumosa y las Religiones del Libro. En los años cincuenta se hizo muy célebre un volumen titulado Y la Biblia tenía razón (Und die Bibel hat doch recht / The Bible as History, 1955, Omega, 1956; Folio, 2006), del periodista Werner Keller (1909-1980). En el texto se acercaban posturas y estrechaban lazos entre lo recogido por el libro sagrado, al pie de la letra, y lo confirmado por las investigaciones arqueológicas, esto es, entre la religiosidad y el historicismo fundamentado en el aparato científico. Algo parecido a lo que está sucediendo ahora con la religión, o si se quiere, la espiritualidad, y los postulados de la física cuántica.


En suma, Ann desea culminar la labor de su padre confirmando la veracidad de las historias bíblicas en Egipto. El hecho de que Barklay fuera el antiguo profesor de Mark convence al aventurero de ayudarla en su empeño, que él cree, empero, un mero espejismo. De nuevo en palabras de Ann, lo que persigue es la localización de una tumba con indicios de que el pasaje del Antiguo Testamento acerca de José era cierto. Extrapolaciones literarias aparte, es decir, añadidos posteriores, tal cosa es posible. Una estatua de la decimoctava dinastía, adquirida por un colega de Mark en no muy legales circunstancias, les pone sobre la pista. El objeto es atribuido al reinado de Rahotep (1622-1619 a. C.), un faraón poco conocido, pero gobernante cuando, presuntamente, José, el hijo de Jacob, se hallaba en Egipto. Ann y Mark tratarán de descubrir otros objetos funerarios de la tumba de Rahotep. La empresa les conduce hasta el establecimiento de Valentine Arko (Leon Askin), un anticuario y estraperlista, amedrantado por el malvado Hamed Bachkour (Kurt Kasznar).


En su periplo, Ann y Mark son ayudados por el padre Anthimos (Aldo Silvani), miembro de la congregación del monasterio de Santa Catalina, en pleno Sinaí. Los protagonistas siguen entonces el rastro de Akmed Salah (Frank DeKova), antiguo guía de un potentado contrabandista, según se dice asesinado, al que localizan en un campamento de nómadas.

En El valle de los reyes, ambas perspectivas, lúdica e histórica, material y espiritual, se dan la mano. Sustentadas por un buen relato de aventuras, como demuestra la estupenda persecución en calesa por las calles de El Cairo. Un espíritu aventurero que se trasladaría a otras producciones como She, la diosa de fuego (She, Robert Day, 1965), La esfinge (Sphinx, Franklin J. Schaffner, 1980) o La joya del Nilo (The Jewel of the Nile, Lewis Teague, 1985), y que, por supuesto, ya figuraba en los magníficos Las minas del rey Salomón (King Solomon’s Mines, 1950) y La momia (The Mummy) en las versiones tanto de Karl Freund (1932) como la posterior de Terence Fisher (1959). La propia She, la diosa de fuego también había contado con una adaptación previa, que recuerdo con sumo agrado (She, Lansing C. Holden & Irving Pichel, 1935).

Por su parte, Mark no tiene mucha esperanza en encontrar tan feliz conexión, pero como le recuerda el padre Anthimos, la fe comienza donde acaban las realidades.


La película cuenta con diálogos excelentes. Y un nutrido desfile de ruinas y ruines. Sobresale la emboscada en Luxor, la inevitable y agradecida parada en un oasis, y el segmento, escueto pero adecuado, en el interior de la recién descubierta tumba de Rahotep, en el Valle de los Reyes. La cual contiene, además, una cámara secreta… inviolada. Un descubrimiento que antecede en veintidós años al de Howard Carter (1874-1939). Como tantos descubrimientos, sea en la ficción o en la realidad, a la investigación de campo y biblioteca se añade el nada despreciable valor de la casualidad. También está el paso por el llamado Quiosco de Trajano, monumento semisumergido ubicado en el Templo de Isis, en la isla de Philae (por desgracia, resuelto a base de prescindibles transparencias), y mucho mejor, la secuencia en el templo de Abu Simbel, antes de su traslado a su nuevo emplazamiento, en 1967. Enclave donde es hallada otra pista en forma de cofre de madera.

Algo parecido a Abu Simbel sucedió con el citado Quiosco de Trajano, que en la película contemplamos con ancestral asombro, semicubierto por las aguas, y que en la década de los sesenta fue rescatado para su preservación, y colocado en otro lugar. Una atractiva e inédita estampa.

Otro momento bien atendido es el de una sorpresiva tormenta de arena, en la cual, una piedra arrastrada por el viento enfurecido, puede quedar convertida en un proyectil mortal. Pasado el peligro, queda la imagen de una mano emergiendo del mar de arena. Materia desértica viva, ahora inerme.


El cine nos pone en comunicación con la parte más imaginativa y creativa del ser humano, la que más merece la pena, aunque se denuncien situaciones horribles. Como si fuéramos testigos de dicha historia, y también de la intrahistoria (esos pequeños conflictos dinásticos o familiares, y otros ardiles a pequeña-gran escala), navegamos por el rumbo de nuestra humanidad, colocándonos espejos cinematográficos más o menos diáfanos a nuestro paso, renovado con cada nacimiento. Esa otra vida, camino de perfección para los antiguos egipcios. De este modo, sumamos dos ladrillos más a nuestras visitas constructivas a la civilización perdida por excelencia. Ladrillos de adobe, en esta ocasión, tras los monumentos en piedra berroqueña de Sinuhé el egipcio (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954) y la referida Tierra de faraones. Pero con adobe se protegieron bibliotecas y se mantuvieron grandes civilizaciones.



Para el sábado noche (CXXXVII): Embajador en Oriente Medio, de J. Lee Thompson, y Amanecer rojo, de John Milius

02 marzo, 2024

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El otro día paseaba por el campus de la Universidad de Granada, ejercicio que suelo hacer con alguna frecuencia. Me causó estupor contemplar unas pintadas de claro sesgo antisemita. No sé si a fecha de escribir este artículo continuarán allí, pero lo que no me cuesta nada imaginar es la impresión que deben causar a cualquier persona bien informada, de origen hebreo o no.

Recordaba Carmelo Jordá (1973) en un artículo para Libertad Digital (11-10-2023), cómo una de las justificaciones que siempre se han usado para excusar el terrorismo palestino es la "ocupación israelí"; el hecho de que, supuestamente, el país se puso en marcha arrebatándole territorio a los palestinos o a Palestina, una entidad previa que habría sido desposeída de lo que era suyo. En un video ad hoc, Jordá hace un certero análisis de la verdad histórica del territorio que hoy en día es Israel y, sobre todo, de varios hechos fundamentales, como que no ha existido nunca en la historia una Palestina a la que Israel haya quitado nada, o que cuando los árabes tuvieron la oportunidad de crear un estado palestino, la rechazaron, como lo han vuelto a hacer con cada proceso de paz, en varios de los cuales podrían haber obtenido condiciones muy razonables para construir un futuro en paz. Recordaba también en su artículo -uno de muchos- que Israel abandonó la Franja de Gaza en 2005 por voluntad propia, y sin pedir nada a cambio, dejando el territorio completamente en manos palestinas que, desde el primer momento, en lugar de dedicarse a construir un futuro próspero, se han afanado en destruir Israel y matar israelíes, mientras seguían generando la narrativa victimista que tanto le gusta a la prensa internacional, y a lo peor de la izquierda en Occidente.

Aconsejo también seguir muy de cerca los textos y entrevistas de Daniel Lacalle (1967) y Douglas Murray (1979). La desinformación, ignominia, radicalidad, o simplemente mala intención en este asunto, siguen campando a sus anchas.


J. Lee Thompson (1914-2002) es un realizador con obras apreciables en su filmografía. Con especial recuerdo hacia Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone, Columbia, 1961), El cabo del miedo (Cape Fear, Universal, 1962) y El desafío del búfalo blanco (The White Buffalo, Fox, 1977). Un singular cariño le tengo a El oro de MacKenna (MacKenna’s Gold, 1969), en tu pase por TVE. Embajador en Oriente Medio (The Ambassador, Cannon Group-MGM, 1984) es una apreciable producción a cargo de los inefables Yoram Globus (1943) y Menahem Golan (1929-2014), escrita por Max Jack (-), e inspirada, muy libremente, en una novela de Elmore Leonard (1925-2013), que a continuación fue adaptada por la misma compañía, con John Frankenheimer (1930-2002) de director, en 52 vive o muere (52 Pick-Up, 1985). 

Unos rótulos iniciales nos ponen en antecedentes acerca de la situación en Tierra Santa. La O. L. P., Organización para la Liberación de Palestina, ha jurado no reconocer el derecho a existir de Israel. Contiene una facción radical y terrorista denominada SAIKA (milicia terrorista hermana de Hezbolá y Hamas), con base en Siria. En Israel se encuentran los moderados, dispuestos a entablar conversaciones con la O.L.P., y los que niegan dicha posibilidad. El Mossad es el cuerpo de seguridad del estado de Israel, la única democracia asaltada y liberal de Oriente Medio, y unos de los países más dinámicos del mundo, mal que les pese a los defensores del totalitarismo blando. Mientras tanto, Europa se ha convertido en una potencia normativa más que militar: o regula o multa; por eso, no tiene capacidad para enviar a su ejército a ayudar a reestablecer la paz y seguridad de los gazatíes, y liberar a los actuales rehenes israelíes.


El embajador Peter Hacker (Robert Mitchum), bien asistido por su jefe de seguridad, Frank Stevenson (Rock Hudson), es uno de los que piensa que hay que perseverar en el diálogo. Ambos se encuentran en el desierto con una delegación de la O.L.P. Por desgracia, las buenas intenciones de Hacker no parecen casar bien con los parámetros sanguinarios de las facciones más extremistas. El encuentro se frustra incluso antes de comenzar. Pero el de Hacker no es mero buenísmo, al menos, en su caso, sino la sincera exposición, política y física (puesto que también se expone personalmente), de quien cree poder ser útil facilitando un acercamiento. La realidad golpeará al embajador en forma de un ataque indiscriminado al final de la película, pero también en forma de una imprevista esperanza en el ser humano. O hilando más fino, en algunos seres que no han dejado de ser humanos.

Antes de que esto suceda, y complete uno de los círculos dantescos –en el buen sentido- de su experiencia vital, Peter declara ante Frank, mientras aguardan la llegada de los enlaces árabes en pleno desierto de Judea, que creo que la paz solo llegará a estas tierras cuando todas las personas de buena voluntad se sienten a razonar juntas. A lo que Frank contesta, con mayor conocimiento de causa, que su inocencia sería estimulante si no fuera tan peligrosa. El vadeo de todo caudal embravecido nos hace madurar, no solo en edad. Es aquel un territorio regado por el odio, y a todos nos gustaría decir que reconciliable. Tenemos entonces, como portavoces de toda una comunidad y del deseo global, a dos personajes en la encrucijada de la historia, encarnados por dos sólidos actores.


Movido por la buena voluntad que el mismo propugna, Peter insiste en el acercamiento. No puede usted regirse por una lógica simplista, le recomienda, así mismo, el Ministro de Defensa de Israel, Eretz (Donald Pleasence, otro estupendo actor de soporte).

Pero por si toda esta presión no fuera suficiente, resulta que la esposa del embajador, Alex Douglas (Ellen Burstyn), se entiende con el anticuario Mustafá Hashimi (Fabio Testi). Y una de las veces lo hace cuando su marido se halla, precisamente, en el antedicho encuentro en el desierto.

En realidad, Mustafá pertenece a la O.L.P., pero como el propio embajador comprobará, no está cerrado a un entendimiento, ese dar un paso adelante que necesita la nación en su conjunto. Sin embargo, Mustafá no sabe quién es Alex en un principio. Desconoce la identidad de su amante. El Mossad, que sí la sabe, la tiene bajo vigilancia y ha filmado pruebas de esta infidelidad tan inconveniente, a nivel personal y político. Porque alguien ajeno al personal de seguridad se las ha apañado para sacar una copia de los amantes infieles, y se la ha proporcionado a unos chantajistas. La labor de Peter parece quedar comprometida, salvo por la responsable ayuda de Frank. Pese a todo, este matrimonio en dificultades tiene la suficiente hechura como para seguir respetándose e intentar salir del trance.


La narración culmina con la reunión en las ruinas romanas de Antipatro, orquestada por Hacker y Hashani. El encuentro semi clandestino acaba, como no es difícil imaginar y ya he anticipado, como el rosario de la aurora. Los extremistas árabes acaban con toda perspectiva de optimismo, en forma de vidas humanas, tanto árabes como israelíes. Como suelen hacer y siguen haciendo. Las buenas intenciones solo parecen servir para seguir empedrando los caminos más tortuosos. No hay esperanza, se lamenta Peter, consciente de lo que no sabía al principio, pero debía intentar.

Filmada en escenarios reales, Embajador en Oriente Medio es un relato de acción e intriga (política, pero intriga al fin y al cabo). Desgraciadamente muy real. La acción la puntea la música de Dov Seltzer (1932). En cuanto a la realización, resulta correcta. A veces incluso inspirada, como atestiguan las imágenes de Peter en el interior de un antiguo cine abandonado, donde le es mostrada la grabación comprometedora de su esposa. La tensión personal es reflejo de la social, y viceversa.

La fotografía la puso el polaco Adam Greenberg (1937), el mismo de Terminator (íd., James Cameron, 1984) y Ghost (íd., Jerry Zucker, 1990). Embajador en Oriente Medio se inserta en la línea de otros títulos apreciables, y generalmente detestados por los afines a la sinrazón vocinglera, tales como El árabe (The Next Man, Richard C. Sarafian, 1976), La chica del tambor (Little Drummer Girl, George Roy Hill, 1984), que está mejor de lo que recordaba, o la serie La hermandad de la rosa (Brotherhood of the Rose, Marvin J. Chomsky, 1989), también protagonizada por Robert Mitchum (1917-1997). Olvídense de los comentarios plastas y sobadamente antisemitas que jalonan muchas de las informaciones respecto a estas películas. Es un consejo.


Consejo que les traslado a la siguiente propuesta. Amanecer rojo (Red Dawn, Metro Goldwyn Mayer, 1984). Película masacrada por el sectarismo crítico, pero que en sí misma es un ejercicio cinematográfico formidable. John Milius (1944), excelente guionista, venía de dirigir Dillinger (íd., AIP, 1973), El viento y el león (The Wind and the Lion, Columbia Pictures, 1975), El gran miércoles (Big Wednesday, Warner Bros., 1978) y Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 20th. Century Fox, 1982). Todas ellas excelentes películas. De un notabilísimo nivel. Como lo seguirían siendo Adiós al rey (Farewell to the King, Orion, 1988; estrenada al año siguiente) y El vuelo del Intruder (Flight of the Intruder, Paramount Pictures, 1991). Entre sus créditos como guionista figuran Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972), Apocalypse Now (íd., Francis Ford Coppola, 1979) y Traición sin límites (Extreme Prejudice, Walter Hill, 1987). Sin olvidar el planteamiento de 1941 (íd., Steven Spielberg, 1979).

Una cita de Franklin Delano Roosevelt (1882-1945) da la bienvenida a los espectadores a Calumet (Colorado, EEUU), población anclada en la historia de sus fundadores. Y nos da cuenta de a lo que se van a tener que enfrentar los protagonistas: un mundo en descomposición. En efecto, antes de los títulos de crédito iniciales, se nos ha puesto en antecedentes por medio de unos rótulos, de la situación mundial. Hay que aclarar que la película entronca con lo que llamamos narraciones distópicas. Es decir, las que muestran una realidad o futuro alternativo, siempre plausible. EEUU se encuentra aislado políticamente, la ONU ha desaparecido por servir de muy poco (profético), la hambruna asola la Unión Soviética, y en Alemania gobiernan los Verdes. Amanecer rojo es, en efecto, una distopía, aunque no tan lejana como podía parecer (que se lo digan a los ucranianos o a los que sufren privación de libertad por defender la misma). Se juega, en cualquier caso, con esta otra probabilidad, surgida en una década de tremendos logros técnicos y creativos, y no menores miedos a una inminente Tercera Guerra Nuclear. Ya saben, el conocido recurso de “qué habría pasado si Hitler (1889-1945) hubiera ganado la guerra”. No está lejos John Milius de Philip K. Dick (1928-1982).


Tampoco es baladí que la primera víctima de este visceral ataque en suelo norteamericano sea la enseñanza, en la figura del profesor Teasdale (Frank McRae). Comandadas por el coronel cubano Ernesto Bella (Ron O’Neal) y el soviético Bratchenko (Vladek Sheybal), las tropas invasoras atacan sin aviso previo (otro Día de la Infamia u 11-S). La población queda en estado de sitio. Un lugar donde no faltan los colaboracionistas e infiltrados. Pero sin pasarse, Bella es perfectamente consciente, respecto a la población sometida, de la necesidad de ganar sus corazones y sus mentes. Comunismo en estado puro.

Forzados a huir a las montañas, un grupo de chavales estudiantes que parece haber tenido mejor suerte, se refugia en los entresijos del Bosque Nacional de Arapaho. Ellos son Jed Eckert (Patrick Swayze) y su hermano Matt (Charlie Sheen), Daryl (Darren Dalton), hijo del alcalde; Robert Morris (C. Thomas Howell) y Dani Mondragón (Brad Savage), el más joven. Al grupo se sumarán las nietas del matrimonio Mason (Ben Johnson y Lois Kimbrell), Toni (Jennifer Grey) y Erika (Lea Thompson). A las rencillas propias de una situación límite habrán de oponerse el compañerismo a ultranza y el liderazgo asumido. Los chicos aprenderán a cazar, a organizarse, y también a enterrar. De un puñado de niños asustados, en palabras de Jed, pasarán a emplear la estrategia y el camuflaje. Incomunicados al principio (la radio ha recibido un disparo), suplirán esta carencia con un aparato nuevo, que les proporciona el señor Mason, y más tarde, con las noticias recientes y una recapitulación de los hechos por parte del coronel Andrew Andy Tanner (Powers Boothe), un piloto derribado. El grupo se autodenomina los wolverines (nombre de un animalito: el glotón o carcayú, que además es el del equipo local de baseball), con lo que se incrementa el sentido de pertenencia que les ha sido arrebatado.

Las incursiones de los wolverines me recuerdan a las de los hombres del S.A.S. Así mismo, la narración muestra algunas concomitancias con El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954; Alianza Editorial, 2010), de William Golding (1911-1993). De todo ello hay en un guion prístino y primordial, obra del propio Milius, junto al futuro realizador Kevin Reynolds (1952). Uno de sus mejores hallazgos es la roca que sirve de cenotafio, un espacio para recordar a los familiares fallecidos, cuyos nombres se van grabando (al punto de que Jed acabará esculpiendo el suyo y el de su hermano, en previsión de lo que pueda pasar: desean ser recordados). En la franja de enero, pues los meses se suceden a lo largo de la narración, desde febrero hasta el final de la guerra, uno de los paisajes que sirven de transición parece salido de los pinceles de Caspar David Friedrich (1774-1840).


No todo EEUU ha sido ocupado, existe la llamada América Libre, una zona relativamente segura, pero como sucedía con el infame Muro de Berlín (1961-1989), cuya caída inicia la reconversión del comunismo a otros afluentes ideológicos, a ver quién es el guapo que la alcanza.

Una circunstancia que, según esa crítica sectaria a la que antes hacía alusión, solo se podía representar en época remota, como la de Conan, el bárbaro. Pero no en la actualidad o presente histórico. No es vano, comenta el piloto Andrew en determinado momento que la semana que viene lucharemos con espadas. Recalcando más tarde que la situación parece la época medieval.

Supongo que lo que les fastidiaba a estos críticos es el hecho de que la unión individual hace la fuerza. Algo que nunca han comprendido los adictos al colectivo. Las invasiones no son únicamente físicas ahora (que las hay), pero sean de enfrentamiento directo o de guerrilla ideológica y terrorismo selectivo, lo inquietante es que siempre comienzan por lo político. La materialización de esta ideología la ubica John Milius en los campos de concentración donde los invasores mantienen a los familiares de nuestros protagonistas. Los llaman “capos de reeducación”. Conversos a la fuerza, el espacio es el de un autocine. La única promesa incumplida por los wolverines será la de no volver a llorar.

Cruda epopeya de supervivencia, como lo era Conan, y hasta último envite del “cine de catástrofes”, y en cierto sentido, muchas películas de John Milius participan de estos aspectos argumentales, Amanecer rojo enfrenta a sus inexpertos protagonistas (el “eso aquí no puede pasar”) a la materialidad de las ideologías más totalitarias. Y lo hace sin concesiones. Hoy en día, y por desgracia, no resulta tan profética esta Guerra de los Mundos a pequeña escala. Por otra parte, la filmación de Milius es espléndida.


Amanecer rojo cuenta también con una extraordinaria partitura de Basil Poledouris (1945-2006). Qué gran compositor era. Sin duda, una de las mejores bandas sonoras de los ochenta. Y hubo muchas.

Noticias que hasta hace poco nos hubieran parecido ciencia ficción, las asumimos como cotidianas. Verbigracia, los lazos de Rusia con el separatismo español, entierros de víctimas mientras el gobernante de su país acude a actos de entrega de premios, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado sin efectivos, inquilinos okupas, más costes laborales y menos productividad, intoxicaciones en el grueso de la información ofertada por los medios afines al nuevo régimen, amenazas contra el que no se pliega al discurso del poder, política y narcotráfico, cancelación cultural, blanqueamiento de asesinos y sus filiales, incultura en los hemiciclos, asfixia de los sectores primarios, criminalización de la derecha, etc. Estamos peor que nunca. La polarización es extrema. No en vano, la historia de la humanidad está repleta de guerras que sus contendientes no querían luchar, pero a las que se vieron abocados.



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