Septiembre, de Woody Allen

02 septiembre, 2017

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Tradicionalmente, septiembre nos propone una etapa de cambios y renovaciones; al menos, así nos parecía antes de convertirse en una latosa prolongación del verano. El vigor del estío toca a su fin, y uno se dispone a afrontar el resto del trayecto anual con renovados ánimos, si es consciente de la necesidad de dicha transformación, de cara a una nueva temporada.

Un choque de estas energías anímicas es lo que expone Woody Allen (1935) en su película Septiembre (September, Orion, 1987). En ella, una parte de los personajes, a los que podemos observar como un trasunto del conjunto de los seres humanos, se muestra dispuesta a comprender a los demás, en tanto que la otra actúa como si el resto debiera acoplarse a su particular y absorbente forma de ser.

Lo primero -y lo último- que nos muestra Woody Allen en Septiembre es el escenario donde se van a exhibir y debatir estos sentimientos arquetípicos y tormentosos. Se trata de un lugar retirado en pleno campo, donde la supuesta paz de espíritu que lo acompaña está sofocada. De hecho, aún estamos en los últimos días de agosto.

El verano ha sido intenso para los protagonistas, pero prevalece una característica esencial del mejor cine de Woody Allen, y es la constatación de las oportunidades perdidas; algo que no se cura ni con el café ni con el alcohol.

Los personajes son Elaine (Mia Farrow), propietaria -o como ella misma se queja, la guardesa- de la casa campestre; una mujer -o personalidad- más sensible que práctica, que aún no ha superado el trauma de haber disparado al amante maltratador de su madre (aunque este extremo es puesto en duda). Se trata de una persona afectiva e impresionable que está tratando de alcanzar cierta estabilidad emocional.

La progenitora en cuestión es Diane (Elaine Stritch), antigua actriz de carácter, tanto fuera como dentro de la pantalla o de las tablas. Allen precisa su forma de ser con un certero comentario y una imagen, cuando Elaine advierte que Diane corta las flores pero no las pone en agua. Empleando otro símil, la madre sería como el sol, que desprende gran energía, luz y vitalidad, en forma tan potente que si te acercas demasiado te ciega y abrasa, y si te alejas, puedes morir de desvalimiento. Diane resulta arrolladora y posee tanta iniciativa, que priva de ella a los demás; lo organiza todo y sabe pasar las páginas de la vida después de haberlas leído. Sé archivar y olvidar, constata.


Junto a ellas, comparte estos últimos días de verano Stephanie (Dianne Wiest), buena amiga de Elaine que, como se suele decir, atraviesa un periodo de reflexión y de necesario aislamiento, más a causa de los compromisos adquiridos que de su esposo e hijos. También se deja caer el vecino de Elaine, Howard (el entrañable Denholm Elliott), un profesor de francés viudo que, además, está enamorado de la atribulada residente, pese a la diferencia de edad. Él la ha ayudado a superar su pasada mala experiencia. Algo que, de una forma parecida, ha hecho Diane con su nuevo marido Lloyd (Jack Warden), un físico que, como adulador encubierto, se halla eclipsado por la espontaneidad de su esposa, limitándose a girar alrededor de ella (pese a todo, un entente cordiale entre los cónyuges).

Asimismo, Elaine tiene como inquilino a un aspirante a escritor llamado Peter (Sam Waterston), aunque la desconexión por parte de este es obvia, ya que se siente atraído por Stephanie (y esta por él). Precisamente, Elaine se está reponiendo de un intento de suicidio, como refiere su madre, por falta de amor (con un hombre casado, otro intento abocado al fracaso). En este sentido, todos los personajes parecen estar traspasados por la infelicidad (insisto, como síntesis de toda -o buena parte- de la humanidad).

Si la madre es una luchadora, como la define Peter, es la hija quien debe buscar ahora otras motivaciones para poder encarar la vida; algo de su exclusiva competencia (ante cualquier crisis, hay oportunidad de cambio). Por ejemplo, Elaine se plantea marchar a Nueva York, pero no tiene claro qué hacer allí. Construye amorosos castillos en el aire con forma de ilusiones que no le son concedidas. Hasta su deseo de ir a ver una película es abortado, y en otro momento de la narración, Peter pasa de su opinión sobre los nuevos capítulos que ha escrito, después de habérsela pedido, haciendo prevalecer su falta de volición. A Elaine no le han permitido casi ninguna decisión, por lo que no es extraño que concluya que, en realidad, no sé lo que quiero.


Pero Elaine no es el único personaje que se haya estancado, si bien, unos lo están más que otros, posean una personalidad exuberante o atiplada. En este tablero de ajedrez emocional, los actantes tratan de entenderse, aunque no siempre lo logran. Como hemos mencionado, a Elaine, su madre le anula la capacidad de voluntad; por su parte, Peter se compadece y se muestra incapaz de escribir una sola línea sin haber solucionado antes (según cree) las pequeñas cosas. En lugar de echarle horas al asunto, como hace todo buen escritor, se haya perdido entre los apuntes de su primer libro, esperando a una esquiva musa (que manía con lo de ser escritor… frustrado); una intentona, por supuesto, de corte autobiográfico y a tiempo parcial, debido a sus otras obligaciones.

A su vez, el apaciguador Lloyd hace gala de un pobretón pero políticamente correcto relativismo, empirismo ad hoc. Sentencia que todo es casual, surge de la nada y se desvanece para siempre. Es la parte pesimista y fortuita (además de acomodaticia) de Allen, cuando se nos pone profundo (superficialmente) y trascendente sin trascendencia. Pero lo hace con la gracia de montar en paralelo a una solitaria Diane con el wiski y la ouija, distraída ocurrencia que nos muestra, por primera vez, cierto desamparo vital, al igual que le sucede al marido. Aunque, en suma, le sobreviene lo que a tantos: desea una manifestación desahogada, pero cuando a ella le conviene, y no cuando le es dada… -si es que llega-.

Más que el punto de vista profesional, al buen Lloyd le domina el desencanto. Por suerte para el resto, los cosmólogos han avanzado mucho en su teórica pero fascinante comprensión del universo, sacando, por fin, los pies del tiesto.


Enjaulados por ellos mismos, los protagonistas de Septiembre anhelan una intimidad que no siempre se presenta, salvo en forma de esporádico refugio. No es fácil hallar el contrapeso; si para Diane, envejecer es el infierno, al menos lo sobrelleva con humor. Por ello, es relativamente cierto que uno cambia con la edad; o se adapta o claudica, en el peor de los casos. Eso sí, todos los personajes evolucionan, aunque esto no conlleva que la mudanza sea fácil o placentera. Consumidos por sus obligaciones asumidas y por las no asumidas, se muestran vulnerables en distintos grados, y cuando colocan, cada uno a su aire, las cartas sobre la mesa, como no las leen, no avanzan.

Es la razón por la que madre e hija se hallan continuamente unidas y separadas por los planos cinematográficos de Woody Allen, como les sucede a Peter y Stephanie, a Howard y Elaine… Todo un choque de caracteres, el motor que detiene al mundo.

Finalmente, hay un momento que siempre me ha parecido muy inspirado e ilustrativo, cuando la luz (eléctrica) regresa a la casa, Stephanie deja de tocar el piano. Es como cuando el día (la razón) termina por superar a la noche (la fantasía) en el Sueño de una noche de verano (A Midsummer Night’s Dream, William Shakespeare, 1600). Más aún, si los alegres e inolvidables personajes de La comedia sexual de una noche de verano (Midsummer Night’s Sex Comedy, 1982), del propio Allen, acababan formando parte de esa noche, los de Septiembre se ven afligidos por la fría intensidad del día.

Escrito por Javier C. Aguilera


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