Para el sábado noche (LXV): Frenesí, de Alfred Hitchcock

25 septiembre, 2017

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Las imágenes iniciales de Frenesí (Frenzy, Universal, 1972) se dirigen hacia el corazón de la urbe londinense, por la que es su arteria principal, el río Támesis. Un entorno mayestático e industrializado que se debate entre la tradición y la modernidad, pero que acoge todas las anomalías que se filtran por sus resquicios. Todos ellos, son aspectos bien sugeridos visual y argumentalmente, y, de alguna forma, quedan unificados en la magnífica partitura de Ron Goodwin (1925-2003).

No es extraño, por lo tanto, que la sorpresiva y morbosa aparición de un cadáver en el río coincida con la llamada a las prácticas de antaño y el ecologismo del político de turno, que aboga por no ver más cuerpos extraños flotando en él (es decir, emergiendo a la vista de todo el mundo). Alfred Hitchcock (1899-1980) pasa entonces de la generalidad de la ciudad a la particularidad de su personaje principal, Richard Blaney (Jon Finch), un ex oficial de la RAF (Royal Air Force) que trabaja de camarero en un bar del Covent Garden (el antiguo y célebre mercado de frutas y verduras de Londres), pero que parece destinado a no conservar ningún empleo, por diversas causas, aunque sí su sempiterna mala suerte. A lo que no ayuda su temperamento fuerte e impulsivo que, en un entorno opresivo, siempre se muestra a la que salta

Pero la vinculación prosigue, porque en Londres campa el estrangulador de las corbatas, por lo que el realizador conecta a la que ha sido su última víctima con un Richard que se anuda la corbata (simbólicamente, que él mismo se echa la soga al cuello con su actitud). En efecto, a él se anudarán los crímenes del asesino como el potencial falso culpable que es, un paradigma arquetípico que ha hallado muchas encarnaciones en la filmografía de Alfred Hitchcock. No en vano, a veces sucede que quien más alza la voz -se desahoga-, es aquel que posee un carácter más adaptable y hasta lúcido, frente al calculador que aparenta mesura por medio de una voz pausada y unos esmerados ademanes. Tal es el caso de Frenesí.


Poco después de su auto-despido, unos caballeros de la City comentan los referidos acontecimientos con cierta sorna, mientras Richard permanece en un segundo-primer plano tras estos (un nuevo engarce con los hechos). Pese a lo dramático de la situación, Hitchcock no olvida su buen humor (cierto regocijo por su regreso cinematográfico a Inglaterra), que se hace extensivo a la flamante pareja que se marcha de la agencia matrimonial que regenta Brenda Blaney (Barbara Leigh-Hunt), la ex esposa de Richard. Algo más tarde, las calles por las que transitan Richard y Mónica Barling (Jean Marsh), la secretaria de Brenda, se entrecruzan, como un nuevo y aciago símbolo del destino del protagonista.

Richard recibe alguna ayuda de Bob Rusk (Barry Foster), el dueño de un establecimiento de frutas en el bullicioso mercado. Lo cierto es que Bob le sonsaca información vital mientras le echa una mano material (¡al cuello!). Sin embargo, la vida ya le ha puesto a Richard Blaney dicha soga mucho antes de que lo haga el criminal. Ni el guionista Anthony Shaffer (1926-2001) ni el realizador esconden la intemperancia, amargura y volubilidad del carácter de Richard. Aficionado el coñac (aunque abone sus consumiciones), acude a Brenda como último recurso. Lo que lo convierte en la víctima propiciatoria perfecta. La vida puede ser muy injusta, pero antes no te compadecías, le recuerda Brenda.

No obstante, pese a que a Richard no le van bien las cosas, sí que mantiene una amistad auténtica con la que ha sido su compañera de trabajo, Barbara Milligan (Anna Massey). Su condición de ciudadano corriente se evidencia desde un principio, pero especialmente (o irónicamente), cuando es capaz de huir de un hospital pasando totalmente desapercibido.


A la agencia matrimonial también acude el señor Robinson (-), de naturaleza engañosa e inflamable, aunque en este caso, debido a su psicopatía sexual (en el de Richard, por las circunstancias que atraviesa). Ambos personajes parecen estar fatalmente ligados. De hecho, cuando el señor Robinson abandona el escenario del crimen, Richard hace su aparición.

Respecto al asesinato en sí, Hitchcock lo planifica como una escena visualmente fragmentada por el terror. Después de mostrar de forma tensa y explícita todo el desagradable horror de la agresión, el realizador no vuelve a incidir en los actos delictivos del asesino, salvo de forma indirecta. De hecho, en este segundo crimen (tras el cometido en el Támesis), el realizador ya no se recrea en el sórdido hallazgo, sino que posiciona la cámara en la calle hasta que es oído el grito de la secretaria por los transeúntes. La siguiente vez, ni siquiera es mostrado el hecho, pues el espectador conoce bien lo que está sucediendo. En su lugar, la cámara vuelve expresivamente por donde ha venido, descendiendo por las escaleras de la vivienda del criminal, hasta desembocar en la cotidianidad gris de una de las calles de Covent Garden, con sus atareados viandantes.

La pericia de Hitchcock no acaba ahí, en otro momento de la película, la calle queda en silencio -en suspenso, diríamos-, denotando así la abstracción que sufre Bárbara, e incluso una anticipación (que no logra descifrar), cuando a la salida del bar donde ha estado empleada, se topa con el señor Robinson… Un punto de inflexión visual y sonoro (estrictamente cinematográfico) para el personaje.

Ahora bien, el humor soterrado también impregna la figura del inspector-jefe Oxford (Alec McCowen), en su particular duelo con la nouvelle coisine (o simplemente con la cocina inglesa). El inspector comenta el caso Blaney con su esposa (Vivien Merchant) que, entre guiso y guiso, ayuda a hilvanar la madeja, como si de un Watson hogareño, intuitivo y sagaz, se tratara. De hecho, ellos son la simpática contrapartida del matrimonio Porter, formado por el servicial aunque sometido Johnny (Clive Swift) y la fría Hetty (Billie Whitelaw), cuya amistad envenenada, acomodaticia y finalmente cobarde, emerge cuando Richard y Bárbara requieren de su ayuda.


Finalmente, al incriminar el asesino a Richard, rubrica su propia sentencia, ya que es solo cuestión de tiempo que se haga justicia, y ello lo demuestra el ritmo claro y conciso que, a partir de ese momento, adopta la narración. Es decir, respecto al juicio, encarcelamiento y posterior evasión de Richard Blaney.

Como ya he señalado, en Frenesí subyace un Londres grisáceo (incluso en la estancia de un hotel de segunda, llamada irónicamente la habitación Cupido), con gente gris, tanto en la ropa como en los comportamientos, así como en todos los interiores domésticos. En este sentido, la confianza es algo que brilla por su ausencia. Gracias a los medios de comunicación, que hacen las veces de intermediarios (en este caso la prensa), apenas existen los populares grados de separación; los dueños del mencionado hotel saben -o creen saber-, casi inmediatamente, la identidad y ubicación del asesino. Otro retruécano, porque los espectadores ya están prevenidos acerca de la identidad del verdadero culpable. Para empezar, ¡no tengo más que dos corbatas!, le comenta Richard a Bárbara.

Como última ironía, la corbata no es solo el instrumento que emplea el criminal, sino también su particular y conclusiva prueba condenatoria; como está a punto de serlo el alfiler que la adorna, un complemento cuya recuperación da pie a otra secuencia que, como sucedía en Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), revela lo difícil y tortuoso que es dar muerte a una persona, junto a la dificultad de deshacerse de un cuerpo.

Escrito por Javier C. Aguilera



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