El autocine (XXXIX): Casino Royale, de varios directores, y No hagan olas, de Alexander McKendrick

10 julio, 2017

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Para esta nueva entrega de El Autocine les proponemos una sesión doble. A saber, una divertida parodia de espías y una refrescante comedia playera. La una, Casino Royale (Ídem, Columbia Pictures, 1967), y la otra, No hagan olas (Don’t Make Waves, MGM, 1967). Si están dispuestos, olvídense de críticos y de los wiki-resúmenes.

Casino Royale arranca cuando a un venerable sir James Bond (el estupendo David Niven) lo visitan en su retiro, casi espiritual, los supervisores del K.G.B., la C.I.A., Scotland Yard y la INTERPOL (todos ellos, roles asignados a unos guasones pero contenidos Kurt Kasznar, William Holden, John Huston y Charles Boyer, respectivamente). El célebre espía se ha convertido poco menos que en una institución o, como se suele decir, en una leyenda viva.

A mí, este inicio me parece de lo más ocurrente. Pese a que Casino Royale fue un cometido asignado a varios realizadores, a la sazón, Joseph McGrath (1930), los interesantes Robert Parrish (1916-1995) y Ken Hughes (1922-2001), el inolvidable Val Guest (1911-2006) y el propio John Huston (1906-1987), no por ello deja de atesorar esta producción de Charles K. Feldman (1905-1968) una simpática unidad, o excentricidad, como diría sir James (pues su trayectoria ha sido incluso reconocida con tan máxima distinción). De este modo, el que es calificado como el mayor espía del mundo, es también un espía puro, lo que significa, como ya adelantaba, que vive alejado de los asuntos más mundanos, con la única compañía de sus vivos recuerdos y de Claude Debussy (1862-1918). Lo cual casi lo convierte en un asceta.

En este sentido, el personaje que ha poblado tantas fogosas ficciones se haya por encima del bien y del mal, y la única forma de convencerlo para que vuelva al servicio activo será dinamitar su santuario con apariencia de mausoleo. De ello se encarga su semi compatriota George MacTarry (John Huston), que como su nombre indica, es de origen escocés y que, literalmente, lo sacará de sus “casillas”.

Tras lo cual, a Escocia dirige sus primeros pasos este maduro pero eficaz James Bond, que acabará enfrentándose a todo un clan de espías femeninas, encabezadas por la luego descabezada agente Mimí (la no menos estupenda Deborah Kerr).


Tras su experiencia en tierras escocesas, James Bond es puesto en la pista de una peligrosa trama conspirativa (como se verá finalmente), para lo que no duda en reclutar a su propia hija (ilegítima), Mata Bond (una resuelta Joanna Pettet). De igual modo, recurrirá a varios dobles; entre ellos, un jugador profesional de esquiva suerte, autor de un libro sobre bacarrá, llamado Evelyn Tremble (personaje al que Peter Sellers confiere una gran dignidad). Tremble es aleccionado por una potentada al servicio de sir James, Vesper Lynd (Ursula Andress, retorciendo su ingenuo rol de chica Bond). 

Tampoco falta una base secreta y un villano, o mejor dicho, dos villanos, uno cuya identidad no desvelaremos, pero que se haya clínicamente obsesionado por las andanzas de 007 y responde al sobrenombre de Doctor Noah, y otro, también jugador profesional, miembro de la organización criminal Smersh, endeudado a causa del juego y exhibidor de sus dotes como ilusionista, Le Chiffre (el excelente Orson Welles). El enfrentamiento de Tremble con este último está servido con la antedicha dignidad, que una oportunidad como esta supone para el personaje; el cual, además, aprenderá que con determinadas espías (póngase Jacqueline Bisset), ¡no hay antídoto que valga!


Empeño autoparódico que se nutre de la novela homónima de Ian Fleming (1908-1964), Casino Royale muestra, entre otros detalles simpáticos, a un James Bond animoso pero tartamudo, al menos hasta el momento de ocupar su antiguo puesto. Un humor que se traduce en el mismo hecho de que para Bond, su brumosa labor, ejercida en el pasado, sea contemplada como un sacerdocio, manteniendo (casi) inmaculadas sus dotes de observación en el presente. Tenido por muy púdico e imagen de la elegancia, incluso por sus propios enemigos, los miembros de Smersh, a su fina estampa no le falta ni el clásico gorro de dormir.

De hecho, les espeta a los irruptores de su bien ganado retiro que son espías de película. Su relación, absolutamente atemporal, con la célebre Mata Hari (1876-1917), lo inscribe en dicha tesitura mítica, siendo esta una relación que se nombra pero no se exhibe, y que da pie a la secuencia del Berlín Oriental, todo iluminado de rojo, que nos retrotrae estéticamente a la referida época de Mata Hari y al expresionismo cinematográfico. Un ambiente decadente y psicodélico que afecta a detalles tan extravagantes como los disfraces de Tremble, la armería de los agentes secretos, con un “Q” avieso y ocurrente (Geoffrey Bayldon) o la esporádica intrusión de un OVNI en la trama. La escuela de espías berlinesa, que comunica en su interior el este y el oeste, se nos aparece bajo el aspecto de una institución democrática, regentada por Frau Hoffner (Anna Quayle) y su contrahecho secuaz Polo (Ronnie Corbett).

Dentro de este humor desinhibido y pop, también destaca la presencia de los “tocayos” que mantienen el nombre de James Bond, incluyendo a su sobrino Jimmy Bond (Woody Allen), así como el “enamoramiento” de lady Fiona McTarry (la agente Mimí) o las desopilantes costumbres y tradiciones escocesas del castillo McTarry (como su chica termómetro, la explosiva caza del guaco o el partido de pelota, ¡o de pelotas!).


El consabido inicio ajetreado y sorprendente, típico de la secuencia de apertura de todas las películas del agente doble cero (aunque, en este caso, los títulos de crédito se sitúen al comienzo de la misma) es propiciado, como queda dicho, por los propios custodios de la ley y el orden que se pretenden garantizar; esto es, por el “M” McTarry. Como en las susodichas, también se incluye un desafío automovilístico con moza descarriada, y una entonada y bastante popular canción, The Look of Love, compuesta para tan festiva ocasión por Burt Bacharach (1928).

A ello debemos sumar los mencionados escenarios psicodélicos y rimbombantes, y la destartalada pero divertida trama (aspectos ya puestos en solfa por la curiosa Arabesco [Arabesque, 1966] de Stanley Donen [1924]), junto a ciertos toques surrealistas, la presencia de un joven Paco Rabanne (1934) como diseñador de vestuario y los guiños musicales a Nacida libre, de John Barry (1933-2011), o a la propia realeza, mediante la incorporación de las campanas del Big Ben, que resuenan cuando MacTarry muestra a sir James una carta de la reina. En este apartado, mención especial merece el resto de la excelente y pegadiza banda sonora del referido y admirable Bacharach, vivaracha huella indeleble que acompasa a todo tipo de mecanismos y aparatosos cacharros, y sustenta y anima a los protagonistas de este Casino Royale, alegre e insustituible genialidad, como cualquier otro gadget de James Bond.

El que también demuestra tener una paciencia a prueba de bombas es Carlo Cofield (un jovial Tony Curtis), cuando el destino le pone en colisión con la pintora italiana Laura Calafatti (Claudia Cardinale), en la línea de lo que sucedía en obras maestras como La fiera de mi niña (Bringin’ Up, Baby, 1938) o, si se prefiere, en menor grado, en Su juego favorito (Man’s Favorite Sport, 1964), ambos títulos de Howard Hawks (1896-1977), y el confeso remake de la primera, ¿Qué me pasa doctor? (What’s Up, Dc.?, 1972), de Peter Bogdanovich (1939). Una situación muy bien resuelta por el magnífico Alexander Mckendrick (1912-1993), sin empleo de las palabras, al menos hasta el “choque” definitivo. En este aciago pero premonitorio día, Laura anda frustrada a causa de sus pinturas y da al traste con las escasas posesiones del pobre Carlo.

Por lo tanto, no se puede decir que a nuestro protagonista le siente muy bien la playa en No hagan olas; al menos, al inicio de su aventura, y hasta que consigue hacerse un merecido hueco laboral y sentimental gracias al simpático guión de George Kirgo (1926-2004) y Maurice Richlin (1920-1990), en torno a la novela (de verano, supongo) Muscle Beach (1959), de Ira Wallach (1913-1995).


El hecho es que cerca de Malibú, California, además de los cuerpos de los bañistas, se cuecen tejemanejes y, de paso, el coche de Carlo. Pero el amor salta cuando menos se piensa (sobre todo esto último) y sucede que, tras el infortunio del vehículo del susodicho, este entra en contacto con la aspirante a pintora y con un bonachón grupo de naturistas y culturistas, que han de socorrerlo varias veces. De resultas de lo cual, en tanto se aclara su situación con Laura, Carlo se encapricha (se infatúa, dicen ellos) de la joven y esbelta paracaidista Malibú (la malograda Sharon Tate).

Sin embargo, será con Laura con quien Carlo comparta una complicidad especial, llegando a formar equipo antes que pareja. La joven también se haya inestablemente comprometida o, mejor dicho, mantenida, por Rod Prescott (Robert Webber), presidente de una sociedad constructora de piscinas (con oleaje). No puedo expresar una cosa cuando siento otra, declara la muchacha casi compungida. Como esas otras heroínas cinematográficas antes aludidas, Laura es portadora de una vida “plena”, impulsiva y locuaz, ajena a muchas de las preocupaciones del resto de los mortales.


En esta galaxia de arena, a Cofield la suerte siempre le acompaña. El ritual mañanero del despertar de la playa, donde Carlo se ha visto forzado a pasar la noche, hace que el escenario se pueble de repente de vida. Hasta el punto de llegar a ser “atropellado” por una repentina tabla de surf. Sin embargo, pese a esta mar brava, Carlo se gana su puesto en la empresa de piscinas gracias a su locuacidad y determinación, aunque en una divertida vuelta de tuerca del guión, se ve enredado en sus propias tretas por un comprador que le ofrece una “ganga” en forma de vivienda. 

Por su parte, los amigos culturistas de Malibú tienen muy en cuenta los pronósticos astrológicos de Madame Lavinia (Edgar Bergen), que demostrará su mala praxis a la hora de arrimar el ascua de su sardina a una de las piscinas que le oferta Carlo. Ello, a cambio de posibilitarle a este último los favores de Malibú, que finalmente se revela como una autómata -una teleadicta-, tal cual sucede hoy en día con las tabletas o los móviles. Cuando todo este entramado de relaciones se tambalea, no es extraño que, por consiguiente, también lo haga la casa que habita Cofield (en la que se han refugiado el resto de protagonistas una tarde de tormenta).

De este modo, No hagan olas proporciona una simpática distorsión de la realidad, no en clave de parodia, como Casino Royale, sino participando del humor desenvuelto de una screwball comedy (comedia disparatada). Como asegura Carlo, para enamorarse es mejor no mirar las cosas con realismo.


En suma, bajo el aspecto de una comedia ligera, y desde luego, sin pretenciosas o impostadas aspiraciones, esta producción de Martin Ransohoff (1927), con fotografía de Philip Lathrop (1912-1995), decorados de Edgard Carfagno (1907-1996) y pizpireta música -igual de eficaz que en el caso anterior- del más desconocido Vic Mizzy (1916-2009), nos entretiene mostrando cómo podemos influirnos los unos a los otros. Ya que los demás tejen sus redes, Carlo Cofield también lo hace, aunque, como suele suceder, logra lo que desea, y así pasa lo que pasa.

Escrito por Javier C. Aguilera


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