Otros mundos (IX): Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja

27 octubre, 2014

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Uno de los nombres “con aniversario” este año que quisiera recordar en nuestro blog es el de Julio Caro Baroja (1914-1995). De su labor como historiador y antropólogo siempre sobresalió una lucha –pues de lucha cabe hablar- contra el “lugar común”, siendo además favorable a la reivindicación de la llamada historia “chica” o popular de España, lo que el autor denominaba “literatura de cordel”, siempre tan desfavorecida por vías intelectuales.

Cada vez resulta más cierto que cada hombre ha de alcanzar su “verdad” libremente, y no la de un credo religioso o político (al menos como un sustitutivo de todo lo demás). Pero lo cierto es que siempre ha sido más cómodo el cultivo de verdades generales o abstractas ajenas, cuando el mismo concepto de “verdad” es con frecuencia equívoco. Por ello resulta oportuno recordar la figura de Julio Caro Baroja, a través de uno de sus trabajos más representativos.


Primero publicado en inglés, y luego en español y francés, el ensayo Las brujas y su mundo (1961; Alianza Editorial, 2003), significa un bien documentado grano de arena para que el pasado no solo sea pasado, sino también presente. El texto invita a los urbanitas, siquiera por un breve periodo de tiempo –cualidad de lo artístico-, a regresar a nuestras raíces… de beleño y mandrágora.

Algunos esquemas clarificadores referidos a la coexistencia de lo mágico con lo religioso, acompañan al texto. En este sentido, recuerda el autor que la fe no debe ser constreñida por teólogos o juristas (Presentación, capítulo V). Lo aparentemente obvio queda expresado de la forma más clara y elegante. Así sucede con las lúcidas (y lucidas) reflexiones acerca de los vocablos “realidad” (frente a una “idolatría ontológica”) (Presentación), “mitomanía” (XX), o “primitivo” y “primigenio” (I). Para el antropólogo e historiador, deviene fundamental el tratar de comprender la mentalidad de aquellas personas no globalmente, sino por sectores, de una forma más “individualizada”.

Durante la primera parte de las dos que conforman el ensayo, el autor hace un repaso por los atributos que históricamente se han venido otorgando a los elementos naturales y a determinados aspectos filosóficos, basculantes siempre entre lo fantástico y lo piadoso; junto al hecho de que no puede hablarse de una interpretación cristiana unívoca de los hechos tratados. Baroja recuerda algo que –una vez más- parece muy obvio, como es el hecho de que el historiador no debe justificar o inculpar, sino encontrar explicaciones.

Así, por ejemplo, pese a que el entendimiento en la Grecia y Roma clásicas dictaba que la práctica de la magia con fines benéficos era lícita, debe añadirse que se creía, igualmente, que los dioses estaban también sujetos al poder del mal. La divinidad, así como la naturaleza, la moral y el ser humano, no constituían entidades tan separadas entonces. 

Sanación por imposición de manos en la Grecia clásica. Asclepio y su hija Higiea.
Argumenta Caro Baroja que aunque magia y religión no pueden separarse toscamente, sí conviene hacerlo entre magia “blanca” y magia “negra” (II). Hace suyo el pensamiento del gran antropólogo Bronislaw Malinowski (1884-1942), cuando asegura que la magia es, históricamente, “una respuesta a la sensación de desesperanza del hombre y la mujer en un mundo que no pueden controlar”.

Muchos ejemplos ilustran las ideas principales del ensayo. No me resisto a destacar, de cara al lector curioso, el destino del rey danés Frothon III, el de las tres hijas de Krok de Bohemia, las alusiones al “Fuero Juzgo” de la España visigoda (todos III), o los quince crímenes más señalados de los brujos (VIII).

Tampoco faltan, como es de rigor, y ya en la segunda parte de la obra, ejemplos de procesos inquisitoriales, no solo en tierras españolas, sino a lo largo y ancho de toda Europa (algo que convenientemente no suele recordarse en estos países), donde en palabras del autor, “cada juececillo tiene su librillo”, sucediendo con estos y otros muchos, algo de asombrosa actualidad, como es el hecho de poseer una tremenda erudición en las materias afines o laborales y un completo desconocimiento de todo lo demás. En este sentido, tampoco me resisto a señalar cómo el antropólogo establece -todo lo irónicamente que se quiera-, como “los hombres con ‘cabeza política’ no son capaces de superar el estado mental de la generalidad en cosas fundamentales(VIII), ¡llegando incluso a encontrar semejanzas entre la bruja antigua y el político moderno! (XX).

Grabado del proceso de Salem
También se aborda la nefasta influencia de libros como el Directorium inquisitorum, de 1376, o el temible Malleus maleficarum, de 1486, y se citan los procesos de Fuenterrabía (1611), y el muy sonado de las brujas de Zugarramurdi (1610). Pero tampoco se deja de recalcar el hecho histórico de que la tan traída y llevada “inquisición española” fue, pese a todo, mucho más prudente que otros tribunales de la época, proclives a condenar todo tipo de neurosis y odios locales. Por ejemplo, en el caso de don Alonso de Salazar (1564-1636) tenemos el ejemplo de un inquisidor que, ya entonces, consideraba que la mayor parte de las declaraciones y acusaciones eran producto de la imaginación (a veces como consecuencia de los encendidos sermones; XIV).

Junto a estos, destacan otros aspectos como la concepción del diablo en el arte (El Bosco, Goya, la figura del artista del Medievo, en funciones de teólogo); la distinción entre lo “apolíneo” y lo “dionisiaco” nietzscheanas, el establecimiento del siglo XIII como una etapa importante en la transformación espiritual de Europa, y sobre todo, la diferenciación entre “hechicería” y “brujería”, repleta de connotaciones sugestivas (VI, VII).

Ilustración medieval
Además, el autor recuerda atinadamente la práctica de atribuir a una religión que no es la propia, no solo creencias “erróneas”, sino también costumbres nefandas. Sabbat, aquelarres, streghas, curanderas, “misas negras”, solanáceas, estupefacientes… son unos conceptos, mezcla de supersticiones tanto antiguas como modernas. De igual modo, apunta Caro Baroja el hecho de que fuera adoptando una postura humanística, más que científica la manera en que se pudo ir avanzando. Un cambio de opinión en el que tuvieron que ver, además de juristas, teólogos y filósofos, artistas y literatos, pasando del carácter moralizador y represivo al meramente artístico o humorístico. Eso sí, probablemente, visto al detalle y no a granel, el varapalo del autor al conjunto del siglo XVIII, sea algo excesivo (visto hoy). No se puede reprochar a los artistas que ejerzan como tales, con mejor o peor fortuna; si acaso, cabe lamentar la ausencia de buenos antropólogos e historiadores en aquel tiempo.

En cualquier caso, con acierto y eficaz erudición, Julio Caro Baroja vierte en el caldero de la historia sus apreciaciones personales (sobre todo, en un último capítulo), sumando su voz al resto de testimonios, perdidos en la bruma de lo legendario, de que consta el ensayo. La idea principal del mismo bien podría resumirse en que buscar un origen común a todos los hechos de la brujería (y en otras disciplinas) suele ser errado.

Escrito por Javier C. Aguilera



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