El autocine (XLVIII): Videodrome, de David Cronenberg

13 abril, 2018

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El pensamiento libre es cada vez más difícil. Determinados mecanismos sociales constituyen una aceptación de dependencia voluntariamente dirigida. Apenas queda espacio para ser independiente de ideario, porque algunos han decidido que esto es una agresión al orden disciplinariamente ideológico, cuando no al bien común (tan particularista siempre). Sin embargo, tal separación entre individuo y comunidad no ha de existir forzosamente: la individualidad reevalúa pero no anula la relación entre la persona y el grupo, ya que donde no hay consciencia individual de ser, no puede existir experiencia (toda experiencia necesita de un experimentador en primera persona). Sin embargo, ahora el hombre masa se exhibe en redes que son capaces de predecir (de maldecir, más bien) lo que va a pensar un sujeto (más que una persona), sobre un determinado asunto, incluso antes de que este se haya manifestado al respecto. Basta con pinchar un contenido.

De este modo, lo que antes se quedaba en el ámbito de la taberna, ahora recorre el mundo. Esta predicción del comportamiento ideológico (político, religioso, social…), que abarca a toda la población mundial, hace que los políticos y líderes mediáticos estén actualmente dirigidos por las muchedumbres, dejándose arrastrar por lo que otros dicen, y no por el que sobresale en una materia (y además sabe transmitirla). Las suyas ya no son propuestas, sino inducciones. Por algo vivimos la desaparición del criterio. Con lo que se hace brumoso el delimitar de la mejor manera posible aquello que se ajusta a la verdad, de lo que conforma la mentira más pura y simple, más rampante y prefabricada. Para afirmar algo, antes había que demostrarlo; ahora ya no es requisito imprescindible, prevalece el algo queda. 

Tales son las nuevas claves de estructuración del mundo de lo visible. A lo que se añade aquello que no es visible, como la mente del hombre. Como consecuencia, las ciencias y tecnologías actuales son incapaces de predecir su peor riesgo. Por ejemplo, el que planeta Videodrome (Filmplan – Guardian Trust / Universal, 1982), inquietante pero plausible propuesta del realizador y guionista canadiense David Cronenberg (1943).

En esta película, el perfil de Max Renn (James Woods) responde al de un emprendedor decidido. Es el presidente de un modesto canal de televisión, y su despertador es ya un aparato de televisión. Su vida está organizada en torno a lo que se muestra en una pantalla (da igual que sea de televisión que de un iPad o una tableta). 


A Renn no le interesan las recreaciones preciosistas de corte erótico, busca unos contenidos más rompedores y agresivos para su distribución en el canal. Y de este modo, topa con las grabaciones de Videodrome, en forma de una señal pirata. Son imágenes impactantes pertenecientes a snuff movies (películas donde acontecen torturas y asesinatos, como piensa Max honestamente, recreadas con absoluta apariencia de realidad). Nada se esconde, todo queda a la vista, salvo el peligro de la propia señal y el propósito de dichas imágenes.

De hecho, para Max, la pesadilla comienza cuando su empleado Harlan (Peter Dvorsky) capta una señal no identificada. Al tiempo, Max entra en contacto con una locutora, o como se especifica, una estrella radiofónica, Nicky Brand (Deborah Harry), que no por casualidad presenta un espacio titulado El rescate emocional. La deshumanización ha llegado hasta las pequeñas emisoras locales de radio y televisión, que de algún modo, han de hallar el medio de poder sobrevivir. Pronto tendremos nombres especiales, anticipa el profesor y comunicólogo Brian O’Bivlion (Jack Creley), por vía televisiva, en un debate en el que participa Max Renn.

Por supuesto que el emprendedor Max desea quedarse en el ámbito de alimentar las perversiones de la gente de a pie, esa otra realidad que cada cual se crea, hasta que topa con el underground de la mente, y finalmente, el sacrifico (metafórico o no) de la propia carne. Como el propio protagonista empieza a comprobar, hasta Nicky está descubriendo el goce a través del dolor.


¿Adicción mental o necesidad fisiológica? Las imágenes pasan a ser una parte de la estructura física del cerebro, tal y como comenta el profesor O’Blivion, refiriéndose a los efectos del soporte Videodrome, e interrelacionando con la pantalla como si de un holograma se tratara. Entre tanto, la señal que causa el daño prosigue, provocando a la larga el nacimiento de un nuevo órgano que cambiará la realidad humana.

Así lo constata en propias carnes Max Renn, cuando él mismo se convierte en receptáculo del soporte físico (el formato video en este caso), transformándose en el medio y el mensaje al mismo tiempo.

No busquemos más lógica narrativa en las imágenes planteadas por David Cronenberg. Quiero decir que ya es bastante, y que en el universo simbólico y alucinatorio que nos propone, bien está elucubrar y percibir antes que pormenorizar. Su sentido es el mismo que encontramos en el hecho de exhibir la vida privada, como (casi) todo el mundo hace. Pese a todo, Cronenberg lo muestra en una forma más directa y dinámica, sacando ilimitado partido a sus límites presupuestarios, resultando al cabo mucho más efectivo que la mayoría de las reflexiones metafísicas con que el maltrecho cine nos ha regalado en los últimos tiempos (¡nunca mejor dicho!). Razón por la que Videodrome se alinea, salvando las distancias que se quieran, junto a otros títulos interesantes y escasamente considerados como Agency (George Kaczender, 1980) o Están vivos (They Live, John Carpenter, 1988), respecto a la publicidad subliminal. Unos trampolines de denuncia bien entendida y ejecutada con gracia y desenvoltura.


Denuncia de los medios que tratan de convencer a la gente de lo que sea, dando la vuelta a las teorías de la comunicación y planteando una sociedad de la información alternativa. Ejemplo de ello es un Max drogado con cintas (insisto que da igual el formato, si es que lo hay), por unos y por otros, mientras que la mayoría ruidosa se limita a claudicar. Sin saber distinguir lo real de lo falso, Max se siente atraído irremisiblemente, y cuando desea rectificar, el daño ya está hecho. Teledirigido y literalmente programado (y contraprogramado) por vía de Videodrome, Max trata de rebelarse, pero la adicción es demasiado grande, y lo que resulta aún más peligroso, no se ve venir. Mientras nuestro protagonista se adentra más allá de la mecánica del cuerpo físico, para tratar de llegar al origen de lo que ha desencadenado, la película propone una voltereta final (narrativamente hablando), de lo físico a lo metafísico. Esto es, procesando una carne que se siente agredida por el entorno, y que somatiza de forma pirotécnica los desequilibrios mentales.

No en vano, ningún factor técnico es en sí mismo portador de valor moral, todo depende del uso que se le dé. Pero, ¿quién tira de los hilos de quienes tiran de los hilos? Los personajes de Videodrome tratan de averiguarlo, sin saberse esclavos de la red, y posteriormente, sabiéndose parte de un circuito.

Todo ello es posible y creíble gracias a los vigorosos efectos especiales de Rick Baker (1950), bien acompañados por la fotografía de Mark Irwin (1950) y la música de Howard Shore (1946; editada en su día por el sello Varèse), obsesiva y perturbadora, sin llegar a caer en el latoso dodecafonismo o la severidad de lo serial (todo un logro); su modesto pero rentabilizado sintetizador se asemeja en algunos pasajes al tenebroso órgano de una catedral.

En definitiva, ¿qué nueva servidumbre deparará al ser humano la futura tecnología?



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