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31 marzo, 2018

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Catedral de Málaga, conocida popularmente como la Manquita (Fotografía de LJ)
La lluvia ha arreciado en nuestras ventanas, pero siempre nos queda el refugio del arte, de nuestras historias favoritas. Continuamos en nuestra línea de combinar tanto últimos estrenos como clásicos que no deberíamos olvidar, aunque quizás no con tanta cantidad como desearíamos. A pesar de ello, nos habéis acompañado con algo más de 13000 visitas, mientras que mantenemos seguidores en Blogger, con 179, en Twitter con 617 o en nuestra página de Facebook, con 176.

Entre los artículos de este marzo hemos situado algunas películas relacionadas con la Semana Santa: Tierra de faraones y Salomé. Nos hemos acercado también al cine español con Sesión continua La llamada. Pero, además, tuvimos dos escritoras como referentes literarias de este mes: Mary Shelley con su archiconocido Frankenstein y Sor Juana Inés de la Cruz.

Terence Fisher, Hazel Court y Peter Cushing

Proseguiremos durante la primavera con más artículos culturales. Esperamos tener un excelente Día del Libro a finales de abril y que nos acompañéis como hasta ahora.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Os invitamos a conocer el canal de DayoScript, donde se comenta generalmente videojuegos, pero también aspectos relacionados con la narración y el cine. Su último vídeo es una exploración sobre el uso de la cuarta pared.



"Ser escritor es robarle vida a la muerte"
                  - Alfredo Conde (1945-)



Tierra de faraones, de Howard Hawks

29 marzo, 2018

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Una cosa es que tengamos un destino y otra que sepamos a dónde vamos. Así pasa con Egipto, receptora de millares de turistas, pero portadora de infinidad de misterio y grandiosidad, centro de elevada espiritualidad… y poder: la particular maldición que acompaña siempre a las personas.

Qué tendrá la civilización egipcia que fascina tanto. Cómo vivía la muerte esta cultura para la que el cuerpo físico no lo era todo. Nos separan muchos siglos, pero no demasiadas zozobras.

Entre la historia y la leyenda sitúa Howard Hawks (1896-1977) Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Warner Bros., 1955), relato de las pasiones humanas más universales, por mucho que se adscriban a un tiempo y una geografía determinadas, el Egipto antiguo. De este modo, una cultura que sigue siendo conocida solo en parte, sirve de escenario a las cíclicas, intemporales y más reconocibles ambiciones (en un sentido positivo como negativo) del ser humano. Si tal cultura desafía al tiempo, también parecen hacerlo nuestras cuitas, aunque Tierra de faraones demuestra que tales tan solo son un espejismo, y que a diferencia de nuestras mejores creaciones artísticas, somos perecederos.

Joan Collins, Jack Hawkins y Howard Hawks
De hecho, lo que recrea Tierra de faraones es parte de esa fascinación concentrada en una historia de celos y ambición, de engaños y de amor (a una persona o a una tierra), como forma de retratar esa cultura tan ajena y próxima al mismo tiempo. Las multitudes, los ejércitos, los abalorios y los tocados, son aditamentos inevitables; sin embargo, la película de Howard Hawks funciona a modo de relato de cámara, como por otra parte lo son la mayoría de los mejores péplums y relatos en torno al pasado.

El faraón Keops, o Khufu en el egipcio arcaico (Jack Hawkins), regresa victorioso de una batalla. Un plano que aprovecha el formato panorámico del cinemascope muestra la inmensidad de su ejército, que se pierde en lontananza. Poco antes, la cámara se ha acercado a Hamar (Alexis Minotis), sumo sacerdote de Egipto, introduciéndonos literal y visualmente en este nuevo mundo. Aquí los meses se cuentan por lunas y el entendimiento de la otra vida ampara a ciudadanos, trabajadores, castas sacerdotales y la familia del faraón.

En este sentido, la película acepta algunos lugares comunes matizados hace tiempo por los entendidos, aunque no por ello el núcleo dramático varía. Por ejemplo, se da por sentado que la Gran Pirámide fue tumba, lo que sigue sin estar nada claro (en ella no se haya ni una sola inscripción del faraón, salvo en la última cámara de descarga -la quinta- por encima de la estancia del rey, y todo apunta a que es falsa). Tumba simbólica, en cualquier caso, calendario astronómico y astrológico, campo energético y expresión de una compleja técnica constructiva, la edificación de este monumento se yergue como símbolo viviente de la creatividad y el tesón. Un escenario sin parangón para determinadas ceremonias de muerte y resurrección (esto es, iniciáticas), en un momento de la historia en que Egipto es la nación más poderosa del mundo, y como nos informa Hamar, desde su posición difícil pero lúcida, en una coyuntura en que la riqueza es poder, y el poder siempre deseado. La inmortalidad de los conceptos no puede ser más absoluta.


El catalizador de todo ello es el faraón, cuyo poderío desciende directamente de los dioses. Aún así, pese a toda la pompa y circunstancia, revestida de fanfarrias, es tan mortal como los demás; al menos, en lo que se refiere a la corrupción del cuerpo. Su ambición material no parece tener límites. ¿Todavía no tienes bastante?, le espeta Hamar, voz de la conciencia del faraón cuando este se halla de buen humor. El caso es que, pese a ser tenido como dios viviente de Egipto, por cuya boca hablan sus iguales, el faraón adora el contacto con el oro, pues ambos aspectos no le resultan incompatibles. El excelente decorador Alexandre Trauner (1906-1993) dedica un importante espacio a las salas donde Keops acumula sus resplandecientes riquezas. Por desgracia, estatuas y monumentos no están coloreados, como era lo propio, con lo que el conjunto visual acaba siendo algo grisáceo (lo que sucede en la mayoría de películas ambientadas en esta cultura). Con una notable excepción, el interior -no así el exterior- de la Gran Pirámide, bien iluminado por la fotografía de Lee Garmes (1898-1978) y Russell Harlan (1903-1974), que se afanan en revestir el resto de decorados más íntimos.

Ni siquiera el desierto lo era tanto entonces. Pese a todo, destacan bellos momentos como la ceremonia de los ataúdes sobre el Nilo, así como la imagen de los faluchos que transportan los enormes bloques destinados a la construcción, junto a la introducción del sarcófago (o lo que fuera realmente) en la base de la pirámide. Todo este segmento está muy bien filmado y montado, si bien, en palabras del cautivo arquitecto Vashtar (un estupendo James Robertson Justice), la vida que los egipcios esperan alcanzar parece más importante que la presente. Lo cierto es que los antiguos egipcios tenían un gran apego a esta vida (física y espiritualmente), y por eso deseaban continuarla más allá, pues la parte invisible era consustancial a la existencia visible. Con todo, aparcar esta cosmovisión permite una desviación del discurso que no por ello deja de resultar atractivo.


Preocupado por la inviolabilidad de su morada pétrea y eterna, el faraón hace que Vashtar, conocedor del secreto de la tumba, haya de sacrificarse para obtener a cambio la libertad de su pueblo. Un destino en el que se involucra su decidido hijo Senta (Dewey Martin). El desenlace de este aspecto argumental es uno de los mejores aciertos del guion de Harry Kurnitz (1908-1968), Harold Jack Bloom (1924-1999) y William Faulkner (1897-1962), aunque la contribución de este último parece ser un mero nominalismo.

Otros logros puntuales los hallamos en el trato comprensivo que un capitán del ejército (Gianfranco Bellini) dispensa a Vahstar y su hijo, así como en el retrato terrenal y muy humano que se confiere a otro capitán de la guardia, el sometido Trana (Sydney Chaplin). O en el hecho de que la monumental edificación la lleven a cabo obreros y no esclavos (como así era). La larga panorámica en la cantera da testimonio de la magnitud de la empresa, en tanto que el tópico del júbilo por parte de la mano de obra, entonando cánticos -no diegéticos-, es empleado por Hawks para hacer notar el paso del tiempo y el cambio de sentimiento que ha operado en esta. La voz en off asegura que los cantos cedieron su puesto al timbal y al látigo, en una narración que es tan precisa como los actos de una obra de teatro.

Unos actos que, como decíamos, se concentran en la historia de una ambición. La de Keops por confiscar y amontonar los tesoros que le han acompañar en su segunda vida, pero también la de la princesa y embajadora de Chipre Nélifer (Joan Collins) que, al fin y al cabo, ha sido enviada en sustitución del tributo reclamado por el faraón. La avidez de esta no le anda a la zaga. Únicamente el oro tiene este tacto, declara en contacto directo con el metal.


Esto provoca, a la larga, un enfrentamiento entre la materialidad y la espiritualidad. Perspectiva última que, no por menos mostrada, deja de estar presente. Pese a todo, la belleza terrenal parece que se sigue llevando la palma, al ser el motor indiscutible de las acciones de la mayoría de los personajes. Hasta que Hamar interviene (o intercede) en favor de la justicia. No en vano, este salto que conlleva el prescindir de lo material, más allá del propio cuerpo físico, es el que no da el faraón. Lo que, así mismo, sentencia a su primera esposa, la reina Naila (Kerima [sic]).

El realizador, además de productor, también ofrece otros acertados momentos visuales, como los planos que conectan la melodía que interpreta el hijo del faraón, Thani (Piero Giagnoni), con la amenaza que supone un encantador de serpientes. Al fin y al cabo, Nélifer es lo más parecido a una mujer fatal, la horma de la sandalia del faraón.

No obstante, y como ya anticipaba, es la aparentemente despreciada vida de ultratumba la que se toma la revancha por medio de Hamar. Como sucede en el mejor cine policiaco, el final de Tierra de faraones es enérgico y difícilmente olvidable.




Salomé, de William Dieterle

25 marzo, 2018

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Al igual que otros estudios, Columbia Pictures también quiso contribuir al género de relatos bíblicos, tan cercano al péplum. La elección recayó en el episodio de Salomé (15 o 5 – 62 D.C.), la princesa semita, hija de Herodes Antipas (4 A.C. – 39 D.C.) y de Herodías (15 A.C. – 39 D.C.), adaptado por Harry Kleiner (1916-2007) y Jesse Lasky Jr. (1910-1988); autores, respectivamente, de las excelentes Bullitt (Peter Yates, 1968) y Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. De Mille, 1956).

A un elenco extraordinario se sumó un competente equipo técnico y artístico, que proporcionó una muy entretenida y bien filmada lectura del relato original, y en el que sobresale la fotografía de Charles Lang (1902-1998).

El primer punto de interés reside en el hecho de que, atendiendo a la naturaleza humana sobre la que se construye el mito, nada es blanco o negro en esta historia. Por ejemplo, el personaje principal que la articula, pese a quedar en una discreta posición narrativa, es Juan el Bautista (siglo I A.C. – 31-36 D.C.), que se debate entre la observancia de la ley de Moisés y la predicación de la llegada de un mesías que expandirá la doctrina cristiana. En este sentido, su discurso ya es universal (es decir, paulino). En concreto, declara que Dios es un Padre común y que todos somos hermanos. Una línea en la que se inserta su llamada a asistir a los oprimidos, arrepentirse del mal (los pecados) y buscar la virtud.

Tales males los enfoca en el rey Herodes (el excelente Charles Laughton), casado con Herodías (una genial Judith Anderson). Herodes, cuyo padre condenó a muerte a todos los primogénitos, según reza la severa tradición, ya lleva un tiempo desunido de su consorte, pese a que ambos se mantengan en sus cargos. Ante la amenaza que supone Juan el Bautista (Alan Badel), se hace necesario prenderlo. Pero ni siquiera en este extremo se pone el matrimonio de acuerdo ya que, si bien Herodías desea castigar la osadía y maledicencia del molesto profeta (y no cuesta empatizar con la dama), Herodes teme que, al ejecutarlo, un terrible castigo se cierna sobre él, como anteriormente le sucedió a su padre.


En este entorno emponzoñado tienen gran peso las prácticas ancestrales y las profecías. Sin embargo, ¿cómo distinguir al mesías auténtico cuando existen tantos profetas? ¿Será el Bautista el tan ansiado enviado? El propio emperador Tiberio (sir Cedric Hardwicke) se queja de que asegurar la paz resulta mucho más trabajoso e ingrato que hacer la guerra. Además, tercia para que el compromiso que su sobrino, el senador romano Marcelo Fabio (Rex Reason), mantiene con la princesa Salomé (Rita Hayworth), no llegue a buen puerto. De resultas de lo cual, la princesa es expulsada de la capital romana, regresando a Galilea, la tierra de la que procede pero que no visita desde muy niña. Se trata de un territorio que le provoca una sensación especial, pese a las circunstancias de su imprevisto regreso. Extraño esto como si nunca antes hubiera estado aquí, asegura.

A su llegada es recibida por su madre, Herodías, y despierta la pasión de su padrastro Herodes. No obstante, y pese al recelo de confiar nuevamente en un romano, la atracción de la princesa hallará correspondencia en el centurión Claudio (Stewart Granger).

Esta arribada de Salomé coincide con la del nuevo gobernador de Judea, el pretor Poncio Pilato (Basil Sydney), destinado a regir las provincias orientales del Imperio. El viaje con los galeotes pone de manifiesto la humanidad y apertura de Claudio, frente al servil pragmatismo de Pilato, a pesar de que ambos se conocen desde hace algún tiempo y han guerreado juntos. Así sucede también durante la acampada en el Jordán y la posterior charla mantenida acerca de la inmortalidad.


Entre tanto, Juan persevera, sirviendo al propósito de la fe “sin la espada” pero con la lengua bien afilada, mientras William Dieterle (1893-1972) concentra la iniquidad de la corte de Herodes, más en actitudes y gestos que en actos explícitos (sorteando con eficacia los espinosos escollos de la crónica original). No por ello dejan de estar presentes -de palparse en el ambiente, como se suele decir-, intrigas de palacio, conciliábulos y reuniones secretas; en definitiva, bichos venenosos tanto de cuatro como de dos patas.

La red de sentimientos y relaciones que se establece es compleja y no siempre correspondida. O se revela fatal, caso de Herodías y su hija, o se construye con perseverancia y esfuerzo, caso de Claudio con Salomé. De todas formas, siempre resulta grato poner rostro a los personajes de la historia; su humanización es algo que el cine ha sabido emprender con acierto en numerosas ocasiones, con afán de hacernos disfrutar de ella y reflexionar, aún a riesgo de engalanarla cinematográficamente (con pleno derecho). De tal modo que Salomé acaba bailando ante el rey -sabedora de lo que tal acto supone en su relación con el monarca-, no para pedir la cabeza del Bautista, sino para salvarlo. Por algo, de lo que no cabe duda es de la inmortalidad de un arma tan efectiva como la belleza.

Por su parte, Herodes, que se halla entre la espada de Roma y la pared del sanedrín, aspira a mantener el orden a mi manera. Su administración prefiere no injerirse en los asuntos de religión, salvo cuando esta afecta de forma directa al orden establecido y a la (frágil) convivencia. Este es el escenario donde predica Juan, que aunque defiende la libertad de elección de Salomé, la condiciona moralmente indisponiéndola con los padres. Poco después, el realizador muestra al auténtico mesías, de espaldas (a la cámara y a Roma), y ejerciendo como sanador (del poder abusivo y los descreídos).

Cuando Herodes al fin prende al Bautista, habiendo este declarado que no es el mesías esperado, el rey se adelanta por primera vez en toda la narración, apartándose del cúmulo de acontecimientos profetizados. Contempla la solución intermedia de encarcelar y juzgar al Bautista por los representantes de su propio pueblo, aunque, una vez más, los libres albedríos actúen rubricando de forma dramática situaciones ya anticipadas.

¿Es esto lo que tenía que pasar, pues como se suele justificar, estaba escrito, o pudo haber sido evitado? Más aún, ¿está Juan en contra de la casa de Herodes por quebrantar la ley hebrea o por imponer unos impuestos abusivos? Lo cierto es que más parece conducirse por lo primero que por lo segundo. Sea como fuere, es destacable el plano en el que un soldado se lleva discretamente al profeta, aprovechando la circunstancia de un tumulto, con objeto de decapitarlo.

En suma, Salomé expone lo fina que es la línea que separa la fe del fanatismo, la iluminación de la provocación, y advierte de las diferencias entre instruir a la multitud o instigarla. La música como vía de expresión del fervor religioso (además de las fanfarrias de rigor), también se halla presente por medio de un bello cántico nocturno. No en vano, la banda sonora de la película corrió a cargo del competente George Duning (1908-2000), en colaboración con Daniele Amfitheatrof (1901-1983), encargado de musicar la célebre danza de los siete velos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Clásicos Inolvidables (CXLIX): Poesía de sor Juana Inés de la Cruz

21 marzo, 2018

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Cuando contemplamos la historia de la literatura en español, acudimos a los nombres que todos conocemos y que se han reiterado gracias a nuestro sistema educativo, aunque en muchas ocasiones falten autores y obras. Estas ausencias están motivadas por diversos aspectos en los que no queremos entretenernos, pero una de las más llamativas en España corresponde a la poeta barroca sor Juan Inés de la Cruz (1651-1695). Por lo general, ha sido considerada una autora mejicana, a pesar de que su obra engarza a la perfección con la tradición literaria de nuestro país, pudiendo incluirla con facilidad entre autores tan prestigiosos como Luis de Góngora (1561-1627) o Francisco de Quevedo (1580-1645) gracias a una gran trayectoria poética que aúna creaciones clásicas y poesía popular.

La falta de apoyo o visibilidad fue patente también a lo largo de su vida, tanto por lejanía con la corte española como por ser mujer. A pesar de ello, logró erigirse como una gran intelectual ya desde su juventud, con apenas diecisiete años, gracias a su precoz afán por la cultura. Precisamente, adoptó su rol de monja para mantener su independencia incluso con cierta rebeldía, pero finalmente acabaría siendo doblegada por sus superiores.

En concreto, el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, en su lucha con un rival eclesiástico, la atacaría públicamente al recriminarle que escribiera textos profanos, debido a lo cual sor Juana escribió su Respuesta a sor Filotea (1691), reivindicativa obra con fragmentos biográficos que defendía su forma de entender la libertad creativa, señalando ejemplos de mujeres intelectuales. Gracias a su carácter y su erudición, logró un gran reconocimiento por parte de la nobleza criolla, especialmente por los virreyes que le permitieron publicar sus obras gracias a su mecenazgo. No en vano, la mayor parte de sus poemas fueron encargos a los que nunca se negaba. 


En su obra poética logra elaborar una voz crítica y capaz de romper con los esquemas establecidos, lo cual no quiere decir que no resulte cercana. Al contrario, uno de los principales temas de su poesía fue el amor, entendido sobre todo como una unión de almas a nivel intelectual. Debemos tener en cuenta que no hay constancia de relaciones románticas reales, debido a su condición religiosa, por lo que, como otros autores al estilo de santa Teresa (1515-1582) o san Juan de la Cruz (1542-1591), reelabora el amor desde una visión platónica, reconstruida a partir de la propia tradición poética y de su vida, no tanto real como imaginada.

Ahora bien, no entendamos tan solo su tratamiento del amor como romántica o cursi, sino que llegó a ser satírica y burlesca, hasta lograr una poesía moral que parte del propio humor. Por ejemplo, su célebre sátira escrita en redondillas, Hombres necios que acusáis, se ríe de la hipocresía de los hombres a la par que censura su actitud, mostrándonos lo adelantada a su tiempo que estaba sor Juana al atreverse a realizar este tipo de obras. Pero no es el único caso, también algunos de sus sonetos, como Al que ingrato me deja, busco amante o Feliciano me adora y le aborrezco, donde expone la insatisfacción del amor no correspondido, tanto por parte del amante como del amado o amada. En el estilo nos recordarán a Quevedo, sobre todo por la mordacidad.

El sueño del caballero (1650), de Antonio de Pereda
Sin embargo, también tiene poemas morales más cercanos al culteranismo en la forma y por recoger los tópicos más usuales del barroco, como el carpe diem o el tempus fugit. Trata en estas poesías de advertir de la importancia de la razón frente a los sentimientos, como podemos observar en el soneto Que consuela a un celoso, en el que advierte del dolor que puede causar el amor cuando te dejas llevar ciegamente por él. En esta misma línea, debemos mencionar, Este, que ves, engaño colorido, donde además de demostrar su dominio del hipérbaton, consigue elaborar un excelente soneto en torno a la fugacidad de la vida en imitación de Góngora, como bien revela el verso final (es cadáver, es polvo, es sombra, es nada). Ahora bien, como otros poetas de su tiempo, no solo se dedicó a la poesía elevada, culta y clásica, sino que también cultivó la sencillez de la poesía popular, que dominaba con facilidad y entre las que destacan sus villancicos.

Su obra magna es, sin duda, Primero sueño (1962), donde demuestra su gran habilidad poética siguiendo los pasos de las Soledades gongorinas. Escrito en silvas, este sueño es una demostración de conocimientos sobre mitología, teología, filosofía o fisiología por parte de sor Juana. En imitación a una tradición que procede del Renacimiento, como pudimos ver con el Sueño de Polífilo (1499), la autora se embarca en el terreno de la noche y lo onírico para justificar toda una serie de visiones metafísicas, en las que el alma es incapaz de conectar con el universo y aprehenderlo, pero ello no impide alcanzar ciertas metas, conquistando los sentidos para empezar el dominio del día. Es decir, a partir del terreno del sueño, justifica un necesario viaje en busca del conocimiento como forma de liberación de un mundo engañoso, aún cuando ese conocimiento resulte inalcanzable. Para transmitir a sus lectores todo este recorrido despliega toda una serie de referencias culturales que remiten tanto a la mitología como a referentes renacentistas y teológicas, empleando alegorías a partir de mitos como el de Ícaro o metáforas más llanas, como la barca que se pierde al naufragar, en alusión al alma que no encuentra el conocimiento.


Por último, cabe destacar también su auto sacramental El divino Narciso (1689), donde parte de un mito grecolatino para reflexionar sobre la redención cristiana a partir de personajes alegóricos. No obstante, tiene la particularidad de plantear no solo la unión entre mitología grecolatina y católica, sino también entre las culturas indígenas y la española, en un sincretismo que se demuestra incluso con el uso de palabras de origen náhuatl insertas en sus versos castellanos con naturalidad. De esta forma, en el auto encontramos referencias al mito de Narciso, a la historia de Jesucristo y a la leyenda de Quetzalcoatl.

En resumen, la obra de sor Juana Inés de la Cruz posee entidad suficiente para situarla como una de las autoras imprescindibles del barroco en español, de forma paralela a otros grandes maestros de su tiempo. Si bien aquí tan solo hemos repasado algunos de sus elementos sin ser excesivamente exhaustivos, podemos afirmar con rotundidad que estamos ante una trayectoria de dominio formal aunado a un contenido que aún hoy nos sigue interesando y cautivando. 




La llamada, de Javier Ambrossi y Javier Calvo

19 marzo, 2018

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En los últimos años se ha impuesto como formato típico de comedia aquella basada en los comportamientos  más deleznables y pasados de vuelta. Hace gracia la parodia extrema en muchas ocasiones más basada en la burla soez y evidente que en la inteligente, es decir, el chiste de pedos y sexo más que el elegante y audaz. Quizás por eso nos sorprende encontrar una pieza como La llamada (2017), donde el humor y la crítica no están carentes de respeto y dignidad.

No obstante, es bastante lógico que suceda así, porque vista la trayectoria de sus creadores, Javier Ambrossi y Javier Calvo, con la miniserie Paquita Salas (2016) a la cabeza, podemos comprender que detrás de una propuesta aparentemente cómica, se esconde en realidad un acercamiento a personajes humanos, un drama sobre nuestras aristas más personales. Si en Paquita Salas hubiéramos podido encontrarnos la típica parodia estereotipada de la agente sin escrúpulos, como aparentaba, en La llamada nos podríamos haber encontrado una sátira desmedida sobre la religión o un remake a la española de Sister Act (Emile Ardolino, 1992) o de su secuela, y en ninguno de los dos casos se queda en esa fachada.

La historia se inicia con el retrato de dos chicas jóvenes de nuestro tiempo, Susana (Anna Castillo) y María (Macarena García), que deciden fugarse del campamento religioso en el que están para ir a una fiesta en una discoteca donde no faltan las drogas, el reggeaton o el electro-latino. En esa antítesis se sitúa la acción cuando María comienza a tener una visión con un extraño hombre (Richard Collins-Moore) que le canta por Whitney Houston. Castigadas por su fuga, ambas compañeras tendrán que afrontar junto a las monjas sor Bernarda de los Arcos (Gracia Olayo) y sor Milagros (Belén Cuesta) esa particular llamada divina mientras sus vidas se resquebrajan.


La propuesta resulta original, pero pronto comenzará a desinflarse cuando nos percatemos del desarrollo vacío de sus tramas y personajes. A pesar de mostrar en un principio un elenco mayor, todo queda reducido a cuatro personajes centrales: las dos jóvenes y las dos monjas, cada una representante con su trama particular. Por una parte, tenemos a Susana como la chica rebelde que trata de seguir el sueño que tenía con María, que no duda en enfrentarse a nadie ni en disfrutar de los placeres que hay a su alcance, aunque ninguno de ellos les proporcione la satisfacción que busca. En cierta forma, parece anhelar una profundidad que no encuentra en su vida ni en su relación con Joseba (Víctor Elías). 

A su vez, sor Milagros está cada vez más insatisfecha con su vida monjil y, en una de las mejores secuencias de la película, muestra su nostalgia por una juventud perdida relacionada con la música. A través de ambos personajes se inserta una atracción que provocará un cambio definitivo en las dos. Sin embargo, el cambio de actitud se siente brusco, no se profundiza apenas en el pasado de Milagros o en el camino que la ha llevado al punto en el que está ni se atiende a por qué Susana toma la decisión de romper con su vida. 


Por su parte, María asista con preocupación a esas visiones de lo que ella considera que es Dios. Unas visiones que no comprende y que tan solo encontrarán cierta explicación y refugio en Sor Bernarda de los Arcos, la nueva directora del campamento. Esta monja, devota y estricta, no comprende a las nuevas generaciones, se encuentra anclada en una época pasada, como demuestran los casetes que lleva consigo, que no es peor que la actual, pero que no conecta con la realidad que la rodea. Ambas tratarán de convertirse en discípula y maestra respectivamente para tratar de comprender qué le está pasando a María y poder comunicarse, a la vez, con la divinidad. Sin embargo, en una de las escenas más irónicas, el Dios que canta en inglés se desternilla de risa frente a una confusa María que, Biblia en mano, sigue las indicaciones de sor Bernarda. Los tiempos han cambiado hasta para Dios. Ahora bien, si el retrato de estas características de María y sor Benarda está conseguido, no sucede lo mismo con sus personajes. No sabemos cómo era nuestra protagonista antes de este estado melancólico, ni tampoco acabamos por advertir si en Bernarda se ha producido algún cambio definitivo. 

Es decir, estaban los personajes, hay diálogos bien realizados, pero falta más calado en el desarrollo dramático. La historia avanza por impulsos demasiado repentinos para llegar a un final donde encajen todos los cambios producidos en los personajes, a pesar de que esas metamorfosis sean superficiales y su desarrollo no haya sido adecuado, no por falta de lógica, sino de profundidad. Ello impide que alcancemos la catarsis necesaria o que podamos considerar La llamada como algo más que una propuesta argumental original, pero desaprovechada. 


El guion apuesta porque todos los personajes obtengan la libertad que desean, una libertad que les permita la felicidad. Por ello, acepta todas las opciones: sor Milagros puede dejar los hábitos y buscar el amor allá donde antes no se le había ocurrido buscarlo, María puede responder a la llamada, aunque esta resulta extraña e incomprensible para las religiosas, dado que no es una llamada al estilo marcado por las tradiciones o por las sagradas lecturas, pero además, se respeta que sor Bernarda viva feliz en su devoción, pero sin negarle un poco de desarrollo en forma de apertura mental ni crítica a su falta de modernización, extensible a todo el orden religioso. Hasta se consigue marcar cierta redención en Susana, quien encuentra su madurez cuando decide ser libre y no atarse a la vida cliché que se había marcado.

Ahora bien, todo esto sucede de forma repentina. Resulta curioso que tan solo un personaje secundario, menor en importancia, como es la cocinera del campamento, sí consigue una evolución más acorde al tipo de personaje, otorgándole cierta profundidad con dos o tres diálogos puntuales y un final lógico que encaja con la tónica de la película. En este sentido, cabe esperar más, mucho más, de esta pareja de directores, capaz de abordar con desparpajo y respeto temas como la falta de entendimiento entre las generaciones, marcada por ejemplo por los diferentes gustos musicales, el peso de la religión en la sociedad o la deriva en la que a veces se encuentran nuestros jóvenes, no por incapaces, sino por sentirse presos de nuestras etiquetas. Bien por el fondo, pero carente en la forma.




Para el sábado noche (LXVIII): Sesión continua, de José Luis Garci

17 marzo, 2018

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Una particularidad, no exclusiva pero sí característica del cine de José Luis Garci (1944), ha sido ofrecer espacio, valga la expresión, al escenario urbano donde acontecen sus relatos. Con ello no me refiero únicamente al paisaje que acompaña a los personajes durante la puesta de escena, sino a los insertos de ciudades, calles o descampados que se suman a esta por medio del montaje. Se trata de un aspecto que, aunque parece sacar al espectador de la acción, cuando no un mero añadido estético, sin embargo, sitúa con mayor precisión el microcosmos de los personajes en el interior de un macrocosmos más amplio (y abrumador).

De este modo, y como sucedía en El crack (Nickelodeon, 1981), Sesión continua (Nickelodeon, 1984) se abre con varios planos de la capital de España, que evidencian que la vida de y en la ciudad fluye de forma perpetua e incesante, indiferente a las preocupaciones de cada individuo que la habita. Una ciudad nocturna, mortecina y escéptica, aunque no necesariamente insensible. Puede no ser la idea más original del mundo, pero a mí siempre me ha resultado especialmente sugerente.

Pues bien, a ese paisaje que aprisiona unas veces, o se limita a ser contenedor otras, se añade un marco de referencia alternativo, pero igual de sustantivo, que es el cine. No en vano, Sesión continua se adscribe, ya desde su título, a ese pequeño pero atractivo género del cine dentro del cine. Lo confirman las fotografías de los distintos realizadores que desfilan al comienzo de la película y a los que va dedicada la misma.

Parte de ese paisaje urbano y ontológico es recorrido por Graciela, apodada la Mala (María Casanova), un personaje axial para el resto de los protagonistas, portador de otro mundo particular, esta vez, en el terreno de lo esotérico: Graciela es vidente y echadora de cartas; hasta se comenta que posee virtudes como sanadora.

Pues bien, sabedor de que una película se viste por los pies, esto es, que se construye principalmente por el guion, el productor, director y coguionista José Luis Garci, junto con su colaborador habitual Horacio Valcárcel (-), nos presenta a dos personas que profesan su amor al cine mientras elaboran el guion de una película.


Ellos son el escritor de cine y de teatro Federico Alcántara (Jesús Puente), y el guionista y director José Manuel Valera (Adolfo Marsillach). Su entusiasmo por el séptimo arte es vivido como una realidad alternativa, ante las insulseces, compromisos y obligaciones de la vida ordinaria. Como pueda ser, en palabras de José Manuel, la asistencia a la jodida boda de la hija de no sé quién. Abundando en ello, insiste en que paso de bodas, bautizos, comuniones y otros festejos sociales.

Para Federico y José Manuel, todo lo que queda fuera de los márgenes del cine se les escapa de las manos. Lo que incluye el matrimonio de Federico con Pilar (Encarna Paso), que hastiada de una existencia que la condena a vivir sola, una vez cumplida su misión de criar y educar a los niños, como ella misma recuerda, buscará refugio en otro ámbito igual de privado, el monacal, para que su vida no deje de tener algún significado en la madurez.

En efecto, Pilar no participa de la pasión y forma de vivir (o entender la vida) de su marido, no esforzándose la pareja en comprenderse el uno al otro, pues como se suele decir en el ámbito pugilístico, hace tiempo que ambos decidieron arrojar la toalla.

Federico y José Manuel trabajan para Balboa Films, una productora modesta pero eficiente, dirigida por Dionisio Balboa (el excelente José Bódalo), con lo que las apreciaciones de la ficción se irán entrecruzando con los acontecimientos cotidianos, que caracterizan el final de uno de los capítulos de la vida de los personajes.


Es el de Federico y José Manuel otro de esos matrimonios bien avenidos del cine (es decir, entre dos guionistas que se entienden), o al menos, mejor dispuesto que los reales, como queda dicho, ya que ambas vertientes se sitúan en dos niveles distintos de la realidad. En efecto, Federico y Pilar no se comunican; a diferencia de José Manuel, que lo hace en voz alta y de forma desenvuelta con su fallecido padre, como último asidero familiar (excepción hecha de su amistad con Graciela).

Por su parte, Dionisio Balboa no desea auspiciar experimentos de autor. En este sentido, todos los personajes están perfectamente delineados, y la espléndida encarnadura de los actores hace que estos sean accesibles y creíbles en todo momento. La defensa del cine de género clásico es manifiesta, lo que conlleva la irónica prevención de no gustar en exceso a los críticos, algo que, como comenta Dionisio, es el principio del fin.

Asimismo, como reza una de las anotaciones que José Manuel posee en su apartamento, a modo de recordatorio, el cine es un arte industrial. Es decir, no reñido con la calidad y la profundidad, ni con el gusto del público. Sus creaciones forman parte de un arte siempre atento a la humana necesidad de contar historias, pese a lo cual, José Manuel reconoce que, como parte del precio a pagar, en nuestras vidas ya no hay historias (las hay, aunque no las que él quisiera). Un afán que se traslada a la sencilla trama que pretende filmar, con una historia muy a ras de suelo, en torno a la relación de un ministro con una chica joven.

Entre tanto, Federico aguarda la representación teatral de una de sus piezas de juventud, puesta en escena por un altanero argentino (Pablo Hoyos), que convierte la obra en un recital entre existencialista y reivindicativo-social, para espanto de su creador.


El buen equipo técnico que acompaña a José Luis Garci en la elaboración de la película (que quedó a pocos votos de poder lograr un segundo Oscar), se completa, además de con Horacio Valcárcel, con la fotografía del veterano Manuel Rojas (1930-1995), el manejo de la cámara del operador Ricardo Navarrete (-), y el acompañamiento musical, siempre portador de una nostalgia jubilosa afín a Garci, del recientemente desaparecido Jesús Gluck (1941-2018). Una nostalgia que queda patente en la soledad de José Manuel en su apartamento.

Soledad repleta de libros, eso sí, y que le pronostica Graciela con el tarot, consciente de que, para poder crear, a veces es preciso sacrificar otros apartados de la vida, por doloroso que pueda resultar; y que, por lo tanto, se hace tan necesaria como inevitable cierta incomunicación con el exterior, cierta incomprensión por parte de los demás. Un aislamiento (solo de cara a quienes no comparten la misma afición), que manifiesta la incapacidad de poder relacionarse salvo a través del lenguaje -en esta ocasión- del cine. Personaje críptico pero radiante, la Mala le lee fragmentos de su propio guion a José Manuel en un determinado momento, con objeto de ayudarle a encarar las dificultades familiares. Como si, en última instancia, no existiera diferenciación entre la vida y dicho guion.

Además, como todo buen realizador, José Luis Garci sabe -y pone en práctica- eso de que lo que los rostros pueden transmitir, no es necesario subrayarlo con los diálogos. De este modo, palabras y pensamientos se reparten por igual argumental y visualmente. Valga como ejemplo de lo primero la excelente escena del garaje, previa al estreno de la película, y de lo segundo, los instantes en que Pilar transmite sus interiorizadas emociones a Graciela o a su poco receptivo marido.


De forma ineludible, Federico y José Manuel acaban más solos de lo que empezaron, pero también más abiertos a comprender todo lo que les ha sucedido hasta entonces; como si una fase de la vida diera paso a otra, y se reafirmara su compromiso personal y difícilmente transferible por las creaciones de la imaginación. Instalados en la ficción, a los personajes principales de Sesión continua les golpea la vida, en forma de aquello que se ha ido acumulando y no se ha resuelto con los años. Hasta que José Luis Garci constata de forma visual que ambos protagonistas ya se han convertido en unos peculiares intérpretes de ficción, cuando la imagen vira del color al blanco y negro. El blanco y negro del cine, no el de la vida.

Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (XLVII): La maldición de Frankenstein, de Terence Fisher

10 marzo, 2018

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Junto con El experimento del doctor Quatermass (The Quatermass X-periment, Val Guest, 1955), La maldición de Frankenstein (Curse of Frankenstein, Hammer Films-Warner Bros., 1957) supuso para productora británica Hammer Films la puerta de entrada en los géneros de terror y ciencia ficción. Pero La maldición de Frankenstein lo hizo en color y con un notable sentido de la concreción y el ritmo respecto al original literario de Mary Shelley (1797-1851).

Los antecedentes perpetrados por Universal, al menos los tres primeros, eran bastante buenos, pero ya nada parecía poder añadirse a una fórmula progresivamente desgastada y a unos personajes estancados por el cliché cinematográfico. Sin embargo, la labor de realización del sugerente Terence Fisher (1904-1980), así como el acertado guion de Jimmy Sangster (1927-2011), la dinámica edición de James Needs (1919-2003), los soberbios decorados de Bernard Robinson (1912-1970), la inspirada partitura de James Bernard (1925-2001) o la expresiva fotografía de Jack Asher (1916-1991), pilares artísticos fundamentales de la productora, demostraron que sí que se podía sacar jugo dramático y visual a los mitos del terror, inaugurando con ello su propio ciclo de derivadas cinematográficas, que concluirían con la desesperanzada Frankenstein y el monstruo del infierno (Frankenstein and the Monster from Hell), en 1973.

Estas nuevas características se centraron, como queda dicho, en un nuevo y elocuente empleo del color, una atinada puesta en escena y una música acorde con el temperamento del relato y sus protagonistas. Aspectos bien encauzados a través de la producción de Anthony Hinds (1922-2013) y su asociado Anthony Nelson Keys (1911-1985).

Como resultado, La maldición de Frankenstein se convierte en un vértice ineludible del género de terror más sopesado y efectivo, sostenido por el resto de películas de la serie Frankenstein, personaje atormentado donde los haya, que es servido admirablemente por el actor Peter Cushing (1913-1994).


Según un rótulo que sirve de prólogo, y que parece situar la historia fuera del tiempo, ya hace más de cien años que acontecieron los hechos que a continuación se van a narrar, en un bonito pueblo suizo de montaña; un espacio confirmado por la agraciada estampa que supone la primera imagen de la película. Desde esta perspectiva, los hechos son ya contemplados como legendarios, aún en su vertiente más desafortunada. Además, el barón Frankenstein (Peter Cushing) narra en retrospectiva los acontecimientos de su vida, estando encarcelado y aguardando ser ejecutado. En realidad, no busca en el canónigo que lo acompaña ningún consuelo espiritual, sino a alguien que le escuche, aspecto que le define con puntual precisión (el reo no se arrepiente de sus actos, sino de la injusta forma en que estos se desarrollaron).

Huérfano pero afortunado, monetaria y socialmente, el joven barón Víctor Frankenstein se abre paso entre la espesura de la arrogancia científica y la cerrazón puritana. Así, con dinero, perspectivas matrimoniales, y la posibilidad de poder llevar a cabo sus experimentos, en nombre de la ciencia y un más difuso bien de la humanidad, el personaje cimenta un carácter arisco, expeditivo, seguro de sí mismo, ambicioso respecto del avance científico más que atento al ascenso social, en tanto se envuelve en una capa de fría e insensible apariencia, aunque en su interior de científico arda la sed de conocimiento. Lo que lo convierte, como se suele decir, en una esponja. De este modo, Frankenstein se halla en posición de superar técnica, que no éticamente, a quienes le han precedido.

Sangster y Fisher dan buena cuenta de todo ello desde el momento en que el joven y resuelto Frankenstein (Melvyn Hayes) despide con prontitud a sus allegados tras el funeral de la madre, último sostén familiar que le queda al muchacho, y que durante algún tiempo tratará de suplir en la figura de su tutor y amigo Paul Krempe (Robert Urquhart).


La necesidad de conocimiento de Víctor es inagotable hasta que llega un momento en que queda estancado en las garras del propio experimento. Fisher narra con acierto, a través del montaje de unos encadenados, todo el periodo de aprendizaje del personaje, desde su juventud hasta la madurez (cronológica). Una obcecación que también será subrayada por la música de James Bernard. El galvanismo, el electromagnetismo, los fluidos corporales y otros miembros anatómicos… son componentes bien engarzados en el diseño de los decorados de Bernard Robinson, y realzados por la fotografía de Jack Asher. Hasta el color verdoso de la Criatura resultante (el emergente Christopher Lee), rinden un merecido tributo a las tonalidades (vistas en las fotografías a color) del maquillaje original de Jack Pierce (1889-1968) para Boris Karloff (1887-1969).

En suma, queda en evidencia todo un camino de búsqueda (desacertado o no), en el que Víctor Frankenstein se ve momentáneamente acompañado de Paul Krempe, pero en el que el explorador de la ciencia ha de quedar irremisiblemente aislado, por mucho que en algún momento contemple la posibilidad de introducir a su prometida Elizabeth (Hazel Court) en sus experimentaciones, a modo de ayudante. El excelente primer plano que muestra el rostro del barón, a la expectativa de saber si su experimento con un perro ha dado resultado o no, confirma esa obsesiva deriva personal que acabará afectando a todo su entorno. Un plano elocuente al que Fisher añadirá, más adelante, y solo como aparente contraposición, otro que muestra la repulsión que al creador le causa el resultado de su experimento.


En suma, una peliaguda indagación que ha de vérselas, no solo con la desaprobación corporativista, sino con las normas de la propia naturaleza, tal y como le hace notar Paul a Víctor en varias ocasiones, antes de desistir. Pese a lo cual, tiene razón Víctor al recriminar a Paul que el resultado es igualmente obra suya. Incluso el profesor Bernstein (Paul Hardtmuth) llamará la atención al científico acerca de la escisión existente entre el mundo de la ciencia y la restante sociedad.

No en vano, y de forma alegórica, el cadáver que emplean los dos científicos en el experimento, ya ha sido dañado por unos pájaros; esto es, la naturaleza ya ha intervenido previsora y desfavorablemente. Aun así, recalca Frankenstein que tenemos en nuestras manos secretos del más allá, con lo que certifica su punto de no retorno.

Más aún, en su aspiración de un resultado conforme a un físico perfecto, el barón habrá de pasar a admitir que las facciones no son importantes, cuando lo cierto es que evidencian la progresiva fealdad y testarudez de todo el proceso. Así, Frankenstein advierte que la sabiduría reside realmente en el cerebro y que, por lo tanto, es este el órgano auténticamente bello del conjunto. Hasta que, en efecto, el barón haya de intervenir directamente en el mismo, algo más que quirúrgicamente (o como resultado de la cirugía). De hecho, al tratar de recomponerlo, tras diversos avatares, lo afea aún más.

Y si Víctor transita moralmente, también lo hace espacialmente por las dependencias de lo aterrador que configuran su hogar. Es decir, moviéndose siempre entre dos ambientes sociales (lo permisivo y no permisivo) y espaciales (el arriba y abajo de su vivienda). En concreto, desde el salón y el resto de habitaciones de la casa, hasta el semi oculto lugar de experimentación situado en el ático. Terence Fisher se encarga de situar correctamente al espectador en el interior de la casa, así como de mostrar dicho ático desde el exterior, por medio de una luz en la noche. Es precisamente este espacio el que vulnera la criada Justine (Valerie Gaunt), al romper la (des)confianza de su señor y tratar de ascender de nivel, con objeto de averiguar lo que se esconde en el laboratorio. La traición de Frankenstein hacia la honradez científica se incrementa con la vulneración de sus compromisos adquiridos, respecto a Elizabeth y, sobre todo, Justine.


La capacidad sintética a la aludíamos en un principio, se hace igualmente efectiva en los episodios del ciego y el niño junto al lago, aquí reunidos. De forma contundente y eficaz, el chico acaba internándose en la espesura, donde habita el peligro. No en balde, Terence Fisher sabía cuándo no era necesario resultar excesivamente gráfico.

Asimismo, y parafraseando la novela, los acontecimientos se precipitan la víspera de la boda de Víctor y Elizabeth. El ir y venir de este durante el experimento, es igual de ilustrativo, ya que lo hace a solas, resultando irónico que la ayuda que precisa (y que solicita a Paul) se la proporcione finalmente la propia naturaleza, cuando ya ha salido del laboratorio, en forma de un rayo que es capaz de generar electricidad.

Otro aspecto a destacar es la contraposición entre el asesinato del profesor Bernstein y la representación pictórica presente en aquel momento, la célebre Lección de anatomía del doctor Nicolás Tulp (1632) de Rembrandt (1606-1669). Así como el plano que muestra el ojo de Víctor a través de una lupa, contemplando, a su vez, el globo ocular destinado a la Criatura. Incuestionablemente, Terence Fisher ¡no daba puntada sin hilo!

Del mismo modo, es significativa (por simple que pueda parecer) la inclusión de numerosos libros en el laboratorio de Víctor Frankenstein, se diría que evidenciando el traspaso de la ficción a la realidad (de lo mostrado), y viceversa. Sin lugar a dudas, una agradecida asociación.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


Clásicos Inolvidables (CXLVIII): Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley

02 marzo, 2018

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Mary Shelley (1797-1851) tenía veinte años cuando escribió la novela Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus). Hasta llegó a ver una versión teatral de su obra, en 1823. Para las apreciaciones que me dispongo a hacer, no estará de más recordar que Prometeo fue el Titán mitológico que devolvió el fuego (más que mostrarlo por primera vez) a los mortales, en contra de la prohibición de Zeus (de algún modo, representante de la ortodoxia). En un estilo que se ha denominado post-gótico, la novela no ha dejado de editarse desde entonces, por lo que podemos considerar su olvido como algo muy relativo. En cualquier caso, hoy repasamos esta novela trascendental en la historia de la literatura y las demás artes, según la edición de la historiadora Isabel Burdiel (1958), con traducción de Mª. Eugenia Pujals (-), para Cátedra (Letras universales, 1999), que ofrece la versión íntegra del texto primigenio de 1818.

Personaje trágico por mil circunstancias (como lo fue su hermanastra Jane Clairmont [1798-1879]), Mary Wollstonecraft Godwin perdió a lo largo de su vida a varios hijos y a su esposo, que morirá ahogado en 1822.

Realmente, Frankenstein fue concebida en 1816, pero el parto de la criatura aún requirió de la ayuda de varias relecturas. Entusiasta por naturaleza y algo insegura, no ya por presiones sociales, sino por la dejadez familiar (paterna, principalmente: la madre murió tras el parto), en Mary Shelley hace mella la inestabilidad emocional que esta situación supone, lo que se traduce en una huida trashumante y en cierta postergación y sumisión de las que, por fortuna, sabría recuperarse con la madurez.

El caso es que el matrimonio de los padres de Mary hace aguas; la madre fallece, como queda dicho, y el padre se vuelve a casar. El escaso afecto que el progenitor dispensa a la hija entra en contradicción con la progresía de sus declaraciones y principios, siendo el perfecto (que no único) ejemplo de aquello que se predica pero no se lleva a término; lo que, por cierto, incluye tanto al político y escritor William Godwin (1756-1836), padre de Mary, como a su marido, el poeta y ensayista Percy B. Shelley (1792-1822), y al amigo de ambos, el célebre -literariamente hablando-, George Gordon Lord Byron (1788-1824). Siendo, en definitiva, esta circunstancia un trasvase psicológico que se transmite claramente a la novela: el protagonista no sabrá estar a la altura de sus actos.

Mary publica la novela en 1818 de forma anónima. Una segunda edición en dos volúmenes aparecerá en 1823, y una tercera, con apariencia de definitiva por parte de la autora, lo hará en 1831. Como adelantaba, la ayuda que recibe a lo largo del proceso, por parte de su marido, principalmente, es sobre todo de tipo gramatical y estilístico, pero la lucidez realista de tales insertos (propios o del esposo) no entran en contradicción con el temperamento imaginativo y netamente romántico de Mary Shelley. Ambos aspectos van de la mano en el espíritu de la novela, y anticipan una personalidad que, con el transcurrir del tiempo, sabrá renegar de la utopía pura y dura.

Por algo, como señala muy bien Isabel Burdiel, el conocimiento es, en buena medida, auto-conocimiento, argumentando, así mismo, la adscripción de la obra al género de la ciencia ficción más que al gótico (Introducción). En efecto, Frankenstein comparte con el género de ciencia ficción el alejamiento del progreso científico de un esqueleto ético, si bien, también abunda en los recovecos morales y claustrofóbicos más señeros del mencionado gótico.

En este sentido, ¿cuán humanas o divinas han de considerarse las creaciones de unos y de otros? Ítem más, ¿qué piensa la Criatura sobre el particular? ¿Cómo se observa y valora así misma? Las implicaciones éticas y filosóficas son muchas. No olvidemos que el descubrimiento del protagonista que da nombre al libro, se refiere a la revelación del principio de la vida. De este modo, lo narrado en Frankenstein revitaliza el género gótico, la novela jacobina y de costumbres, además del lenguaje de la filosofía ilustrada y la lectura romántica de autores como John Milton (1608-1674), así como preludia aspectos de la posterior ciencia ficción, haciendo la novela hincapié, a través del pensamiento de su autora, en los peligros de abrazar la causa de la revolución cuando se es incapaz de respetar el derecho a la libertad de cada individuo (es decir, que se posiciona frente a los que pretenden ser el sistema y la revolución al mismo tiempo; una tensión bien expuesta, si se me permite la acotación, en películas como Chouans [Ídem, Philippe de Broca, 1988]).

Ilustración original de la novela
El “monstruo” responde, por lo tanto, a la injusticia social así como a los abusos que se derivan de las irresponsables promesas liberticidas de progreso que le dieron forma (esto es, a los habituales resultados de todo proyecto utópico de reforma global). El resultado de ese híbrido fue un tercer ser que se diferenciaba de los anteriores en que, por primera vez, pensaba y hablaba por sí mismo (Introducción). Es a este representante de una tercera vía a quien da voz Mary Shelley, antes de sucumbir a la venganza, como definitiva forma de expresión y auto aniquilación. En cierto modo, la libertad ganada a pulso es la esforzada creación que se deriva de la opresión, y en tal estatus de libertad, es catalogada de monstruosa por quienes se empeñan en conducir al individuo por sus cauces doctrinarios (del tipo que sean), negándole su cualidad pensante particular; es decir, anulando a quien se enfrenta a los rigores ideológicos y seculares del grupo.

De este modo, y aunque siempre ha habido algún bobo solemne que ha declarado que la novela era un mal producto literario (si tuviéramos que hacer una lista de los sujetos que hablan de libros que no han leído o de películas que no han visto, no acabaríamos nunca), lo cierto es que los personajes de Frankenstein parten en pos de una libertad que queda tristemente sofocada, tanto por causas ajenas (la incomprensión) como inherentes (la irresponsabilidad, los actos delictivos).

En su inicio, la novela se abre con la expedición del explorador ártico Robert Walton, en busca de la ansiada ruta por el norte a través del Ártico, una parte del mundo jamás visitada hasta ahora (carta I). Contra todo pronóstico, recoge en su barco al inesperado viajero Víctor Frankenstein, desencadenante de toda una trágica cadena de acontecimientos. De él comenta Walton (en carta dirigida a su hermana Margaret, destinataria final de toda la información que se desgrana en la novela), que este nómada debe de haber sido una persona muy noble en otros tiempos (carta IV).

A partir de ahí, el ginebrino Frankenstein narra su historia (capítulo I), por lo que sabremos que creció en un ambiente familiar en el cual el dolor y la inquietud parecían no tener cabida, y que su amiga de la infancia y futura prometida, Elizabeth, es de carácter más exuberante y abierto. 

Imagen de la expedición de Ernest Schakleton
En suma, a Víctor Frankenstein le sucede lo que a muchos intelectuales y científicos, que pasado el ímpetu del descubrimiento y su ejecución, se desentiende de los resultados (o se le van de las manos, aquí acontecen ambos aspectos). Así, ante la elección de unos rasgos seleccionados por su hermosura (Introducción), en la confección de un ideal (el futuro “monstruo”), emerge el arrepentimiento o la negación de la realidad. Pero también lo hace el resentimiento hacia el creador por parte de la víctima. Una animosidad que, en cuanto a la divinidad se refiere, parece inherente al ser humano en su conjunto, o a una buena parte de su existir (pues la persona puede evolucionar). Sin embargo, tal “monstruosidad”, en la vertiente que lo muestra a los ojos de Frankenstein, lo es doblemente: por apariencia física y por moralidad. En tal tesitura, la Creación asesina al verse frustradas sus esperanzas y sentirse abandonada en un mundo que no comprende (lo que explica sus actos, aunque no los justifique). Es decir, la Criatura es consciente del mal que hace, aunque lo interprete como justo (por mal necesario).

A diferencia de la mayoría de personificaciones cinematográficas o teatrales, la Criatura es, por lo tanto, responsable, como cualquier ser humano, o como representación simbólica de este, del daño que ocasiona. Finalmente, como Padre (o Creador) solo hay uno, el ser desafecto llora su muerte, perdiéndose, física y alegóricamente, en la oscuridad y la distancia. Un final de matices tan materiales como trascendentes.

Pero antes de que eso suceda, subyace la emulación del Creador, ente suprahumano o rector, del que la Criatura pretendió ser imagen y semejanza sin conseguirlo. Un creador creado, a su vez, sea teológica o biológicamente. Por tanto, ambos personajes forman parte del misterio de una misma naturaleza, y su conducta depende de su buena relación con esta, o no. Si la relación es mala, prevalece el terror a no saber encauzar debidamente todo adelanto técnico, a alejarlo de una correspondencia moral, en su más amplia acepción. En la novela, Víctor Frankenstein hace uso de su libertad para llevar a cabo el experimento, pero no contempla la responsabilidad de llevarlo a buen término, más allá de su ejecución. De esta suerte, a las trágicas pérdidas familiares por causas naturales, se suman las desencadenadas por el experimento.

Dibujo de Bernie Wrightson
Es la razón por la que Mary Shelley incide en esta interesante y necesaria confrontación, en la figura de los profesores Krempe y Waldman (I: III). Ambos han instruido al joven Víctor Frankenstein, pero son dos personajes (figuras representantes de la medicina), totalmente contrapuestos. Waldman representa el avance (no el progreso desmedido e inconsecuente), en tanto que Krempe se obstina en su estancamiento cosmogónico y disciplinado. En declaraciones del alumno, cuanto más me adentraba en la ciencia, más se convertía en un fin en sí misma (I: III). Así, la Creación (el desacertado vocablo de “monstruo” solo fue adoptado por Percy B. Shelley en sus interpolaciones), y su repudio ético y estético, se asemeja al progenitor que no está a la altura de lo que predica, algo que Mary Shelley conocía muy bien.

Tras el experimento, el horrendo huésped “sale de escena”, y el joven científico somatiza su estado en un cuadro febril y obsesivo (I: IV). De tal modo que, cuando llega la primavera, el de Víctor es también un renacer, siquiera para volver a morir (en vida antes que físicamente). Asimismo, una visita a los Alpes se va tiñendo del estado de ánimo de sus atribulados visitantes (II: I y II), antes del temido encuentro con la Criatura en pleno campo (II: II).

Es este un lugar tan apresado por los (re)sentimientos de quienes lo transitan, que será aquí donde la Criatura contemple su imagen en un estanque (como toma de conciencia de sí misma, además de su fealdad II: IV). No en vano, buena parte de la estructura narrativa de la novela radica en el aprendizaje de la propia Criatura, tanto del entorno que le rodea como de su persona (II: III en adelante), aunque también asimila información en función del aprendizaje de otros personajes con que se topa, caso de la lectura de un libro llevada a cabo por los hijos de un granjero invidente (III: V y VII). Una iniciación, huelga decirlo, hecha a base de “golpes” y decepciones.

De hecho, estos capítulos se narran a modo de complementos cervantinos (quiero decir, al estilo de lo que sucedía en episodios como el del cautivo, en la primera parte de El Quijote [1605]). Lo cual, incluye el célebre episodio con el ciego, padre de una familia que acaba repudiando lo que ve (II: VII). De igual manera, el encuentro con una niña en el bosque (a la que salva), se solapa con la del pequeño William Frankenstein (que corre peor suerte), en el capítulo VIII de este segundo volumen (o división). Y ya que en el ámbito del mito cinéfilo hemos recalado, no olvidemos la estremecedora solicitud de una compañera, excelente derivada argumental que se produce en los capítulos VIII y IX del mencionado volumen dos.

Islas Orcadas, Escocia
Como antes anticipaba, Frankenstein se estructura por medio de una narrativa epistolar, propiciada por el misterio que siempre supone el hallar un diario. Además, frente al terror expositivo, se da la circunstancia de que Mary Shelley expone los distintos asesinatos fuera de escena, siendo estos referidos por carta (VI). Por consiguiente, el problema ético que se le plantea a Víctor no es solo su alteración o incursión en el orden de la naturaleza, sino también el hecho de haber procreado a un asesino, con lo que el daño se ramifica. Máxime cuando quedan perjudicadas terceras personas como la criada Justine Moritz. De hecho, ¿hasta qué punto es responsable indirecto del mal causado por la Criatura? 

Por su parte, la autora señala la personal toma de conciencia de Elizabeth acerca de la naturaleza inherente a todos los seres humanos; es decir, fijando su condición depredadora, sangrienta y “monstruosa”, lo que la convierte, antes de su deceso, en otra víctima de dicha naturaleza (¿venganza personal o necesidad cósmica?).

En el último volumen en que se divide el libro, asistimos al compungido periplo de Víctor Frankenstein por Inglaterra, en compañía de su amigo médico Henry Clerval. La segunda creación, a instancias de la Criatura, acontece en las apartadas islas Orcadas, en la costa septentrional de Escocia; al igual que su destino, con la Criatura observando desde el ventanal y jurando venganza (III: III). Seguidamente, Víctor es acusado en Irlanda de la muerte de otra persona, aunque luego es absuelto (III: IV). De lo que no se libra Frankenstein es de vivir preso de la angustia, de aquello que puede acontecer en cualquier momento: sus pensamientos abruman al lector a lo largo de casi toda la obra. Unas aprensiones que oculta a sus allegados, hasta que resulta demasiado tarde. Así, pese a que Víctor se sincera con un magistrado sin éxito (III: VI), el explorador Robert Walton concluye que desconoce los sentimientos de aquel a quien perseguía (III: VII). 

Escrito por Javier C. Aguilera 


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