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31 enero, 2018

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Peñones de Almuñécar (Fotografía de LJ)
Hemos tenido un inicio de 2018 bastante ocupado, pero eso no quiere decir que no merezca la pena repasar las entradas que ha tenido enero, entre las que encontramos algunas obras que no deben pasar desapercibidas. Además, hemos tenido unas visitas considerables, en torno a 15000, y hemos tanto mantenido a nuestros seguidores en Blogger y  Twitter como sumado tres más en nuestra página de Facebook, alcanzando los 177.

Candice Bergen, George Cukor y Jacqueline Bisset
Durante este mes hemos podido regresar a nombres que ya habían estado en el blog, pero a los que resulta gratificante regresar: Aldous Huxley con su obra La sonrisa de la Gioconda, Stefan Zweig con dos relatos tan peculiares como Leporella y El refugiado o Raymond Chandler con La hermana pequeña. Y esos nombres tan solo en literatura, porque en cine hemos regresado a George Cukor, con Ricas y famosas, y a Fritz Lang, con Los contrabandistas de Moonfleet.

Han quedado pendientes varias entradas que estarán presentes en las próximas semanas. Cine y literatura siguen siendo nuestros baluartes, pero prometemos continuar con otras secciones como la psicología o la música.

Os esperamos en los próximos meses.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Para recomendar este mes hemos elegido un canal de piano que no solo hace versiones y arreglos de diversas composiciones, sino que también tiene unos tutoriales muy bien realizados. Os invitamos a conocer a TrinThePianist.



"La música es el arte más directo, entra por el oído y va al corazón"
                  - Magdalena Martínez



La sonrisa de la Gioconda, de Aldous Huxley, y adaptación Venganza de mujer, de Zoltan Korda

25 enero, 2018

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Aunque a veces se ha presentado como una novela dialogada adscrita al género policíaco, La sonrisa de la Gioconda (The Gioconda Smile, 1921; Luis de Caralt, 1977) se ajusta formalmente a los esquemas teatrales, como indica su expresivo empleo del telón o la división entre actos y escenas. Además, como en muchas narraciones contemporáneas, esta pieza literaria depara un sorprendente quiebro final, pero es que, en nuestra actualidad, está todo más que inventado (y así salen las cosas que salen, no solo en la literatura sino en el maltratado cine).

La sonrisa de la Gioconda nos presenta a Enrique Hutton (simpática tradición editorial fue la de españolizar los nombres), descrito en expresivas pinceladas como un bon vivant aficionado al arte, que cuenta con cuarenta y cinco años. Tal como nos lo describe Aldous Huxley (1894-1963), es guapo, encantador y buen conversador (Acto I, Escena I). Se trata, por lo tanto, de un personaje amante, en su más amplia expresión, pues lo es tanto del ámbito amoroso como del artístico. Pero hace tiempo que Enrique ha buscado el amor físico fuera del matrimonio, a consecuencia de estar su esposa Emilia impedida y presa de la enfermedad.

Le acompaña en la obra otro personaje esencial, Juanita Spence, de treinta y cinco años, igualmente interesada por las manifestaciones artísticas (aunque a diferencia de Enrique, Juanita se ha reservado a un solo amor, como más tarde se averiguará). El tercer personaje principal será el doctor Libbard, con cuyo concurso se esclarece la maraña emocional y delictiva de la ficción policiaca.

Basil Rathbone en una representación de La sonrisa de la Gioconda
El caso es que es verano en casa de los Hutton, sita en el valle del Támesis, cerca de Windsor (Inglaterra). Allí reside Enrique con su esposa que, como señalaba, está impedida por una enfermedad degenerativa. De forma alegórica refiere el marido que en la superficie, los síntomas varían ligeramente, pero en el fondo la enfermedad es siempre la misma (I:I). Enrique padece, a su vez, la animadversión de la enfermera que atiende a Emilia. En este sentido, Huxley juega bien las bazas psicológicas del género. Y lo hace con cierto añadido o toque existencial, no desmesurado, sino contenido, como el que contempla las vidas de los personajes como islas (I:I). Es por ello que Juanita asegura que es terrible darnos cuenta de nuestro aislamiento.

Enrique ha recompuesto su ilusión matrimonial con la joven Doris Mead, no versada en la condición artística, pero sí dispuesta a aprender. El autor irá dejando claro que se trata de algo más que una conquista por parte de Hutton, ya que finalmente la convertirá en su segunda esposa. Lo cual sucede tras la muerte de Emilia en extrañas circunstancias, algo que señala a Enrique como principal responsable. Entre tanto se esclarece el enigma, se hace imprescindible la complicidad con el doctor Libbard, como demuestra la charla entre ambos, justo al descubrirse el trágico desenlace (I:II).


Es interesante constatar cómo una segunda lectura de la obra aclara la intencionalidad subyacente y el mecanismo emocional puesto en escena por Aldous Huxley (y posteriormente por Korda). Así sucede con muchas creaciones apreciables. Entre los elementos simbólicos que despliega el autor, está el regalo de una pulsera de Emilia a Juanita (II:I), que puede ser vista como un traspaso de poderes. Al final del artículo recalaremos en este aspecto. En cualquier caso, La sonrisa de la Gioconda se articula no tanto por la misteriosa muerte de Emilia, sino por la trascendente materialidad de una escena portentosa, la de la tormenta. En ella, estando a solas Juanita y Enrique en la casa de este último, a Juanita le fascina la fisicidad de dicha tormenta. Al punto de que cuando la naturaleza obra, también lo hace Juanita, aparcando los subterfugios sociales y los educados eufemismos en forma de obras de arte. Sin embargo, la mujer no es correspondida por Enrique, más allá de esa sincera relación artística que ha sido, para el erudito vividor, motivo de profunda amistad con el transcurrir de los años.

La presunta culpabilidad de Hutton y el posterior proceso judicial se reflejan en el resto de protagonistas de una forma u otra, siendo una buena solución formal el hecho de que el juicio no se dramatice. Así, en el tercer acto, el escenario se nos muestra igualmente escindido, física y mentalmente dividido. De un lado, la celda de Hutton; de otro, la sala de estar de los Spence. En efecto, Juanita vive con su padre, igualmente impedido, aunque no tan psicológicamente afectado como Emilia. A ellos se ha sumado la antigua enfermera de la difunta. Sobre la escena, un foco arroja luz de un espacio a otro, según va conviniendo a la narración.

Por su parte, el buen doctor Libbard es quien se encara con los miedos y aprensiones de Juanita, como esta lo hace con el carácter decidido de Doris. Es gratificante advertir cómo, a la larga, el personaje más joven de la obra se conduce como uno de los más maduros. Pero regresando a Libbard, es este un personaje tangencial. Acude a la celda de Hutton para mostrarle su apoyo y gracias a él, Huxley alterna y articula las escenas teatrales a modo de imágenes cinematográficas, esto es, mediante el uso del montaje. De hecho, el autor se sirve de un relato de género para plantear cuestiones muy profundas, como por otra parte sucede en la mayoría de buenos relatos genéricos y populares. Con ello se confirma el modo en que la naturaleza se muestra caprichosa, aún a nivel inconsciente, de forma contradictoria y sorprendente; incoherente solo en apariencia…

La posterior adaptación cinematográfica ofrecida por el estimable y en exceso olvidado Zoltan Korda (1895-1961), refina visualmente esta condición psicológico-patológica del culpable del asesinato (pues como tal se revela la muerte de Emilia). No en vano, al final de la obra, un ardid puesto en marcha por el doctor acontece frente a la diosa Kali (III:III). Adorno de chimenea nada circunstancial, pues representa, tal y como el médico especifica, a la madre universal, aniquiladora y dadora de vida.

Venganza de mujer (A Woman’s Vengeance, Universal, 1947) fue adaptada para la pantalla por el propio Huxley, y como ya he referido, fue dirigida por el también productor Zoltan Korda. La partitura, que pronto esperamos se tenga a bien recuperar, corrió a cargo del gran compositor Miklós Rózsa (1907-1995).

Aquí, el personaje de Emilia (Rachel Kempson) tiene un hermano, Roberto (Hugh French), que le pide dinero con regularidad para disconformidad de Enrique (Charles Boyer). La mujer muestra a las claras su insatisfacción tanto vital como de pareja, más allá de sus desavenencias culturales (al fin y al cabo, Doris también posee tales carencias, si bien, trata de corregirlas en su relación con Enrique). En virtud de ello, Emilia no deja de recriminar a Enrique su comportamiento aburrido y hastiado porque estoy enferma. Algo de lo que es testigo la enfermera Braddock (la estupenda Mildred Natwick). Ya en la novela como en la película se observa este impedimento físico y deterioro mental de Emilia, al margen de la disparidad de gustos (más que de aficiones) de la pareja. Consecuentemente, además de alterada, la esposa se muestra algo histérica, y para colmo, se conduce de manera egoísta; es decir, se lamenta enormemente pero no se separa, no permitiendo marchar a su consorte. En parte, porque es ella la que posee el dinero y, formando parte del conjunto adquirido, a Enrique. Este se queja, por consiguiente, de que sus gustos (los libros y la pintura, básicamente), no sean compartidos por la esposa, achacándole su falta de compañerismo. El desinterés matrimonial se patentiza por medio de estos objetos físicos, que no animan a sus poseedores.


Por su parte, Janet Spence (la Juanita de nuestra traducción; aquí, una soberbia Jessica Tandy) sí que comprende y aprecia a Enrique, aunque no puede dejar de mostrar su compasión hacia Emilia. Entre la soltera y el casado mal avenido se ha establecido una relación tan duradera como la del propio matrimonio. Casi podríamos decir que conforman una pareja de hecho (si bien, en un sentido artístico). Estando en penumbras con Enrique, acontece la doble tormenta (climática y emocional). Una escena medular en la que luce la fotografía del excelente Russell Metty (1906-1978). En ella, asistimos al espectáculo de una Janet fascinada ante el ventanal del salón, cara a cara con los elementos (consigo misma); en definitiva, con su yo más profundo y lunar, y con unos pensamientos que afloran en lo que ella considera que es como una liberación. Por algo, cuando Janet se libera, llueve copiosamente.

En este sentido, es curioso que cuando la mujer transmite sus sentimientos más sinceros y profundos, ambos personajes están a oscuras. Pero cuando se hace la luz (eléctrica), es Enrique quien revela los suyos; esto es, su nuevo enlace matrimonial con Doris. Sin duda, un magnífico momento de guión y realización, como lo es la posterior situación en que Enrique centra su mirada sobre los simbólicos dibujos de un trébol de cuatro hojas en el interior de la sala donde se le juzga (un proceso donde, por cierto, comparece el entrañable y eficiente John Williams [1903-1983], aquí, transmutado en insidioso y moralista fiscal).


A pesar de todo, la declaración más relevante que hará Enrique será la que efectúe ante Doris, de modo privado, cuando manifiesta que la vida se vive de cara al futuro, pero solo se comprende observando el pasado. A ello debemos sumar el instante en el que el doctor Libbard (Cedric Hardwicke) priva de sus gafas a Janet por unos segundos. También recuerda el médico que el obsesivo sentimiento de culpa puede ser algo peor que la muerte misma.

De este modo, siguiendo con la línea propuesta por su autor y guionista, Venganza de mujer constata que no hay nada peor que la pérdida de las ilusiones, de todas ellas (pues la principal arrastra y contiene a todas las demás). Una sensación tan agria como el arsénico. Así lo confirma la visita de una Janet humillada a la celda de Enrique (un estimulante aderezo, ausente de la pieza teatral, e incorporado a la película por el propio Huxley). En este momento, la justicia que proclama Janet al efecto, no se refiere a vengar la muerte de Emilia, sino a encarrilar su desilusión, a proclamarse vencedora de un pasatiempo donde se ha jugado con aquello que no se debe: la vida ajena y la paz interior (disculpen si resulto algo críptico, pero como bien saben los seguidores de este blog, trato de estimular a la lectura o el visionado de una película, no de destriparlos: esto no pretende ser una wikipedia).


En la película, la acción se sitúa en 1931, y muestra otros puntos de interés. Así ocurre con la incertidumbre que de continuo se entremezcla con la fortaleza del personaje de Doris (Ann Blyth). Su juvenil ingenuidad da paso a una adulta inseguridad que alumbra envolturas de vigor. Por otra parte, resulta adecuado que el cuñado esté al tanto de la culpabilidad de Enrique, la noche en que fallece Emilia, pues así puede incriminar al que es el principal sospechoso. Sin duda, a veces lo más difícil de demostrar, a uno mismo o a los demás, es la verdad, entendida esta como lo que atormenta a la persona (lo que involucra a la práctica totalidad de los protagonistas).

Asimismo, los americanos tienen el dicho de dar un penique por los pensamientos de otro. Enrique bromea con Janet al respecto. Y en efecto, los pensamientos acaban por tener un peso preponderante en la intriga y son una revelación en el sorpresivo clímax del relato. De hecho, ¿quién sabe lo que pasa realmente por la cabeza de quiénes nos rodean en determinados momentos y circunstancias, por espacios de tiempo cortos o sostenidos? Esta particularidad parece concentrarse en el símbolo máximo del relato, la sonrisa misteriosa de tus labios, tal como Enrique le espeta a Janet.

Y si en este tipo narraciones gozosas, el descubridor suele ser un detective o un policía, aquí lo es el doctor Libbard. Así, y retomando todos esos aspectos simbólicos del relato, sucede que el sueño, la tormenta, la pulsera, una figura decorativa, unas gafas, el trébol de cuatro hojas, hasta el arte en general, son contemplados por Huxley como los emblemas de aquello que se reprime en vida, de lo que se desea, o en palabras del doctor, del otro ser que llevamos dentro.

Escrito por Javier C. Aguilera

La hermana pequeña, de Raymond Chandler, y adaptación Marlowe, detective muy privado, de Paul Bogart

19 enero, 2018

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A comienzos de la primavera, el detective Philip Marlowe está, literalmente, papando moscas (o más bien un moscardón). Pero el estilo sardónico, conciso y desenvuelto del excelente Raymond Chandler (1888-1959), entre abisal y bellamente metafórico, hace que, en apenas tres páginas, Marlowe ya haya sido puesto tras la pista de un nuevo caso; en concreto, el de La hermana pequeña (The Little Sister, 1949; Alianza, 2001) (capítulo I).

Marlowe es un personaje sumamente perspicaz. Hasta el punto de que comprende que la auténtica igualdad consiste en saber diferenciar a cada uno, y por ello, resulta políticamente incorrecto en sus manifestaciones. Su cinismo es, en buena medida, su protección contra lo que hay ahí fuera. Es, además, muy observador, y aunque alguno se le escape, nada se les escapa.

El caso en cuestión es el siguiente. La joven provinciana Orfamay Quest, llegada de Manhattan, Kansas (no Nueva York, primera circunstancia sujeta a equívoco), busca desesperadamente a su hermano desaparecido Orrin, que se disponía a ser médico (II). Algo le ha debido de pasar al muchacho, puesto que no ha vuelto a dar señales de vida. Los dos hermanos proceden de un entorno rural, pero se revelarán más mundanos de lo que aparentan. Diríamos que tanto uno como otro han adquirido esa coraza irónicamente californiana (se provenga de la urbe o no), serpenteando la senda trazada por Raymond Chandler y sus circunstancias, pues en el reino genérico de las apariencias estamos.

No desvelo nada crucial para la trama si prosigo diciendo que Marlowe comienza su investigación en un mugriento hotelucho situado a las afueras de Los Ángeles (III) y, más tarde, en su destartalado sinónimo, el hotel Van Nuys (VIII). En ambos escenarios materiales y humanos es regalado el detective con sendos cadáveres, asesinados con un instrumento punzante, lo que añade más busilis al misterio.


Cuando Marlowe comienza a tirar del hilo de la madeja, quinientos dólares le son ofrecidos para olvidar el asunto, por parte del obeso Sr. Sapo y su sobrino yonqui Alfred (a diferencia de en la película, como veremos, dos son los intrigantes en lugar de uno, aunque ese uno ciertamente valiera por tres). Ni que decir tiene que, haciendo gala de su autonomía, el investigador rechaza la coacción revestida de oferta, y prosigue con una búsqueda en la que encuentra de todo.

Resulta que el joven Orrin Quest tomó unas fotografías comprometedoras de la emergente estrella de cine Mavis Weld con un gánster, propietario del restaurante Los Bailarines (The Dancers), además de ex novio de su amiga (si tal epítome cabe emplear), Dolores Gonzales (sic). Las fotos muestran a la pareja en el referido local, y dejemos así las cosas por el momento.

Azote de los presuntuosos, antídoto contra el engaño universalizado, luminaria que opaca a los faroleros y retribuye a los pagados de sí mismos, el excelente escritor que es Raymond Chandler envuelve a su sólido personaje en una desconfiada y apabullante socarronería, sobre todo, desde que Marlowe atraviesa la puerta (¡o portal dimensional!) que da acceso a unos estudios de cine (XIX). Una visita donde al autor se le lee disfrutar de lo lindo. Metáforas hiperbólicas y dicharacheras florecen por los parterres de un escenario urbano, gris y desolado, más de puertas para adentro que para afuera.

Los Ángeles, años 40 (fotografía de Ed Alinder)
Una penetrante e incisiva capacidad que, pese a todo, no exime al personaje de ser falible; por ejemplo, cuando el doctor Legardie se las apaña para dejarlo fuera de combate, momentáneamente. Pues es la de Marlowe una agudeza no exenta de humanidad, que se desenvuelve entre otros seres humanos… más o menos afines. Así lo denota el magnífico párrafo donde el detective describe a la policía (como cuerpo), al final del capítulo XXIV. Claro que los policías también se saben defender literariamente, en palabras igual de afiladas, por boca del teniente comisario Christy French (XXIX). Ello, sin dejar de reflejar el investigador privado su propia y consciente soledad, a comienzos del siguiente capítulo (sintomáticamente, bastante más breve, aunque argumentalmente enlace con el posterior).

En suma, una visión o particular forma de mirar, que se hace extensiva y se personaliza en vehículos y autopistas, prendas de vestir y gestos faciales, o la realista maquinaria de Hollywood, y que, en definitiva, alcanza a todo lo que la ciudad contiene, a modo, precisamente, de contenedor. 

En este entorno, el querer a una persona constituye un lujo que escapa incluso a las manos más pudientes. Porque, como hacía notar, lo que está viciado es el propio ser humano. De hecho, las apariencias no engañan si siempre crees que engañan. De este modo se despliega, muy negro sobre blanco, un entramado de falsas apariencias, donde la locución hermanos de sangre cobra una particular y trágica definición. Como Marlowe descubrirá, se ha lanzado sin flotador a unas revoltosas aguas familiares; por ser estas ya conocidas y por referirse a una muy particular familia.

Para el detective es duro mantener la independencia y los sueños, no ser engullido por la globalidad y no sucumbir ante los deslumbrantes espejismos, aunque a la larga, resulta mucho más saludable (condición que Marlowe disfruta en solitario), el ser consciente de que la verdad no reside en ninguna parte y está en todas; que por lo tanto, es poliédrica, tanto personal como comunalmente, es decir, por nosotros mismos y en función de quiénes nos rodean. No en vano, salvo en las conciencias, dicha verdad es siempre rehén del personal punto de vista (también moral).


Finalmente, será en el despacho con Orfamay (XXXIII), donde para Philip Marlowe acontezca el fin de fiestas de las revelaciones sorprendentes; el envés de lo aparentado. Lo que se traduce en una estructura donde el chantaje emocional y pecuniario es moneda de cambio, un pasaporte a la nada, salvo la fortuna más efímera, y donde la fatal connivencia salta cuando menos se le espera. Los enemigos pasan a ser aliados según convenga (y viceversa), y muy significativamente, los verdugos (del tipo que sean), pasan a ser víctimas. Cargar con el muerto, como le sucede a otro de los personajes, será una forma de hacerse valer, más allá de las ingentes sumas de dinero. Hasta el punto de dejar Marlowe que las cosas sigan su propio curso, desembocando en el tormentoso pero salvífico final de la novela.

A través de la genial prosa de Raymond Chandler, la mirada del detective es lúcida, atrevida y prominente, además de desengañada. Lo que equivale a decir que también lo es su lenguaje. Para poder ir de un lugar a otro, Marlowe ha de estar de vuelta de todo. Cualquier descripción se convierte por parte de autor y personaje en una apreciación personal y psicológica (XIII). Por ello, es la psicología una herramienta de trabajo y supervivencia inestimable, del mismo modo que el detective ha de conocer al dedillo la topografía y el paisaje urbano, todos esos rincones frecuentados y pintorescos sin puntos éticos de referencia.

Es la razón por que resulta tan difícil transferir este mental estado de ánimo al lenguaje de la imagen, sin abusar del recurso narrativo de la voz en off. Hace falta un talento especial correlativo al del propio detective. Howard Hawks (1896-1977) lo tenía, y en menor medida, tratan de emularlo Paul Bogart (1919-2012) o Robert Altman (1925-2006). Pero, que no brillen con la misma intensidad, no significa que sus buenas intenciones carezcan de interés. En el caso de la adaptación de La hermana pequeña, esto me parece especialmente remarcable.

En los psicodélicos y chillones títulos de crédito de la película, vemos a Orrin Quest (Roger Newman) sacar las (im)pertinentes fotografías del relato que, en esta ocasión, no son tomadas en el restaurante Los bailarines, sino en una piscina más o menos privada. El estupendo guionista Stirling Silliphant (1918-1996), responsable, por ejemplo, de las apreciables Flores para Algernon (Charly, Ralph Nelson, 1968) y El coloso en llamas (The Towering Inferno, John Guillermin, 1974), hace una buena lectura y recreación del original literario, trasladando la acción al presente histórico, esto es, el año de realización.

Lo que involucra como intérprete circunstancial al coyuntural paisanaje hippy, como sucedía en el Harper (Ídem, 1966) de Jack Smight (1925-2003). Pero Paul Bogart hace gala de una buena economía narrativa y efectividad visual, como cuando Marlowe ya dispone de la foto de Orrin Quest sobre la guantera de su vehículo. La película arranca con la investigación en marcha. De hecho, a la hermana del desaparecido la conoceremos a continuación, cuando concluya el bloque de la visita del detective al hotelucho donde se hubo alojado Orrin.


Prosiguiendo con esa efectividad visual, el encargado del susodicho hotel (Mark Allen) marca el número de teléfono del doctor Legardie (Paul Stevens) ante Marlowe (poniéndole en conocimiento de este otro personaje). A su vez, el detective deja un reguero de tarjetas de visita, como la que se guarda el inquilino Frank W. Hicks (Jackie Coogan), que lo sitúan en la escena de cuanto pueda acontecer. De hecho, en este ocultamiento obsesivo de la identidad al que se enfrenta Marlowe, los hay que atesoran hasta tres personalidades distintas, caso del corredor de apuestas Mileaway Marston, alias Humbleton, alias Hicks. No nos sorprende, por tanto, el desconcierto del dependiente (Jason Wingreen) ante la identidad cambiante de quien reclama las famosas fotografías (Marlowe se hizo pasar por Hicks, un contagioso retruécano realzado por el uso de la pantalla dividida -y divertida-).

A continuación, y al igual que en la novela, Marlowe devuelve su dinero a Orfamay (cincuenta dólares en la película, veinte en la novela: han transcurrido veinte años entre una y otra).


Siguiendo la estela del original, cobra especial importancia el perfume de una dama, el calibre de un arma (el treinta y dos) o la foto familiar de varios de los involucrados. Solo se le añade a Marlowe la sombra poco alargada de una novia que, con criterio, resulta ser una buena colaboradora, pues trabaja para el departamento de policía: July (Corinne Camacho). Y hasta mariposea por allí el simpático peluquero Jack (Christopher Cary). Más aún, Mavis Weld (Gayle Hunnicutt), trabaja ahora para una serie de televisión, finiquitada la etapa dorada de los estudios de cine.

Muy simpáticas son, asimismo, las calculadas provocaciones de Marlowe al impetuoso malandrín Winslow Wong (el estupendo e insustituible Bruce Lee), que pasa de redecorar el despacho del detective a tratar de darle el finiquito por todo lo alto, en la terraza del restaurante Los bailarines. Dos escenas justamente célebres y recordadas, ¡sin que ello deba servir de excusa para no valorar el resto de la película!

En este sentido, me parece reseñable el ambiente bullicioso y cosmopolita que muestra el edificio donde tiene su despacho Philip Marlowe, o el hecho de que mal doctor Legardie, que andaba a pachas con Orrin, ponga abrupto broche de oro al caso en una sala de fiestas. Cambio de escenario, pero idénticos resultados que en la novela. Además, la película simplifica el trasiego de armas idénticas del libro, y las implicaciones de las fotografías para el personaje de Sonny Steelgrave (H. M. Wynant), pues son la prueba de su salida de la cárcel cuando, en la novela, fue asesinado otro individuo (de soporte). Creo que esto es acertado, en el sentido de no sobredimensionar una narración cinematográfica de noventa y cinco minutos. Pero, en cualquier caso, Marlowe, detective muy privado (Marlowe, MGM, 1969), que es como se acabó llamado la adaptación, me sigue pareciendo una lectura pulcra y razonable, que aprovecha bastante bien los andamiajes de su literaria hermana mayor.


Cierto es que la tensión sexual y profesional entre Mavis y Dolores también está rebajada, pero el clima viciado persiste. De igual modo, Marlowe se deshace de las fotografías, aunque esta vez lo hace a solas. Lo que no exonera de culpa a ninguno de los implicados de tan sórdida trama, con menciones honoríficas a Orfamay Quest, personaje sostenido con prestancia por Sharon Farrell (1940), como Philip Marlowe lo es por James Garner (1928-2014).

Probablemente, de haber sido dirigida (no niego que con mayor brillantez) por algún otro director de renombre crítico, Marlowe, detective muy privado, de seguro que habría sido mejor apreciada.

Escrito por Javier C. Aguilera



El autocine (XLV): El enigma de otro mundo, de Howard Hawks y Christian Nyby, y La masa devoradora, de Irvin S. Yeaworth Jr.

12 enero, 2018

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Casi podemos decir que un autocine como está mandado, apenas habría podido considerarse tal, si en el haber de sus múltiples proyecciones no hubiera contado con títulos como el presente. El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, RKO-Winchester, 1951) fue la sobresaliente adaptación del relato Quién anda ahí (Who Goes There, 1938), de John W. Campbell (1910-1971), que contó con la fotografía del gran Russell Harlan (1903-1974), ¡filmando en el Valle de San Fernando, en California (EEUU)!, la música de Dimitri Tiomkin (1894-1979) y la desahogada producción de Howard Hawks (1896-1977), parece que con una clara implicación en las labores de realización de la película, aunque este extremo continúa en entredicho.

Parte de los múltiples protagonistas de El enigma de otro mundo, que casi la convierten en una película coral, mutan el escenario de Anchorage, en Alaska (EEUU), por el del helado desierto del Polo Norte. Es decir, que pasan de una primitiva pero caldeada civilización, al blanco aislamiento de las planicies polares. No obstante, el guionista Charles Lederer (1911-1976), bien arropado por Ben Hetch (1894-1964), y el director oficioso Christian Nyby (1913-1993) atemperan dicho aislamiento por medio del avión, como única forma de transporte, o de la radio, como sistema exclusivo de comunicación. Incluso a través de la jacarandosa camaradería entre los personajes, los cuales, conviven razonablemente bien, aunque la tensión vaya en aumento. Conforman un bien nutrido -¡y nutriente!- equipo de científicos y militares, a los que se suma Ned Scott (Douglas Spencer), un simpático periodista que, tras muchos avatares, se queda sin la prueba gráfica de la existencia del extraño ser de otro mundo. Una criatura que, como refiere uno de los expedicionarios, se parece más a un conquistador que a un mero visitante.

Así, en los hielos convive una convención de científicos, entre los que se cuentan botánicos, físicos o, como alguien añade, “electrónicos”. Interesante es constatar cómo también se cuentan mujeres en el equipo, como la resuelta Nicky Nicholson (Margaret Sheridan). Algo completamente lógico tratándose de una producción o realización de Howard Hawks.

El caso es que, a esta estructurada base polar se dirigen el capitán Patrick Hendry (Kenneth Tobey) y los hombres a su mando, desde Anchorage, después de que se haya recibido un telegrama solicitando su ayuda, pues se piensa que un avión se ha precipitado a tierra. Como podrá comprobarse, con competente soltura, el objeto en cuestión resulta ser una nave procedente, no ya de nuestros cielos, sino del espacio exterior. La cual provoca alteraciones de tipo electromagnético y otras extrañas perturbaciones, hasta el punto de hacer inservible la brújula. “El Geiger está como borracho”, confirma gráficamente uno de los jóvenes militares, el teniente Eddie (James Young).


Todos los personajes están bien delineados, aún con pinceladas sueltas, desde los extrovertidos hasta los más apaciguados. La holgada producción de Hawks se deja notar, asimismo, en el despliegue del decorado principal. Unas instalaciones muy sugestivas, que cuentan con un invernadero, una habitación para los minerales, o las salas de la radio y el generador. 

Quisiera señalar, además, el hecho de que el misterio que atañe al descubrimiento que ocultan los hielos, es tan apasionante como lo que de él se deriva. De igual modo, la posibilidad extraterrestre es abiertamente asumida por el profesor Arthur Carrington (Robert Cornthwaite), líder de la expedición científica, así como por los militares. Pese a que el capitán Hendry decreta el secreto de sumario, no es la suya una actitud silenciadora, prepotente o tergiversadora (en sentido negacionista). De hecho, los militares son conscientes de la ridiculización a la que, de cara al público, y con la coartada de no existir datos dignos de crédito, ha sido sometida la evidencia que ahora se les presenta. La burla de los soldados es tal, que a duras penas logran contener la risa ante un informe oficial que advierte de semejantes embolados. Independencia hawksiana que, en este caso, se encamina a satirizar a los sostenedores de la farsa oficial, que pretende ocultar o teledirigir un fenómeno como el de los ovnis, motejándolo de falsa interpretación, alucinación colectiva o cualquiera otra de las tópicas tonterías que en esta torcida línea se han ido esgrimiendo. Con ello desarman, de paso, el posterior comentario sarcástico de Scott sobre un ejército en el que todos piensan lo mismo (como bien sabemos, estar a las órdenes de un mando no es lo mismo que estar a sus opiniones). El propio Hendry habrá de posicionarse ante quienes desean sacar provecho (técnico, nunca informativo) del hallazgo. Los militares de El enigma de otro mundo, como los de otras tantas películas afines, son personas competentes, que no dejan de cumplir de forma profesional con sus cometidos.


Al punto de que ninguno de los científicos o militares de nuestro relato está dispuesto a echar tierra al asombroso hielo con objeto de tapar el sensacional descubrimiento. Mientras este se desvela, una excelente idea de realización (corresponda a quien corresponda) hace que el grupo de soldados y científicos se despliegue sobre la helada superficie, para determinar el tamaño y la forma de la nave. Finalmente, un inquietante bloque de hielo, que contiene al ser del espacio, es introducido en las instalaciones mientras, lentamente, se va derritiendo… y recobrando la vida. Momentos repletos de un acusado suspense.

Una vez revivido, el ser se revela como un complejo vegetal. Una criatura de gran altura y apariencia antropomórfica. Como asegura el periodista Scott, “la mejor historia desde el paso por el Mar Rojo”. Lo cual, plantea un conflicto continuo acerca de cómo actuar ante tan desconcertante misterio. Sin embargo, aunque los científicos discuten entre sí, y con los militares, salvo el enfrentamiento que contrapone al capitán Hendry con el doctor Carrington, el resto de personajes se limita a intercambiar sus impresiones, si acaso, en una desconfianza transitoria. Una situación pasajera por la que el grupo queda incomunicado, no solo por lo intentos de sabotaje de la criatura, sino por ellos mismos.

Respecto a la cosa, es un acierto que esta no se deje ver en un primer momento, de cara al espectador, permaneciendo en su sugestivo off visual, o vislumbrándose únicamente en la ventisca. Más adelante, dosificada la incertidumbre que genera su presencia, sí se nos aparece de cuerpo entero. Pero en estos prolegómenos, tan solo queda una de sus extremidades, arrancadas por un perro, de la que el doctor colige que “dudo mucho que este ser pueda morir, al menos, como lo entendemos nosotros”. Se trata de un organismo que posee un desarrollo celular vegetal que se autoregenera. Otra idea excelente, pues no todo en el universo ha de ser antropológico, sino morfológicamente (el presupuesto manda), ¡sí al menos orgánicamente!


Pese a todo, el profesor Carrington comete el error de atribuir a la criatura una inteligencia moral superior, por el hecho de disponer de una evidente capacidad técnica más avanzada que la nuestra. De hecho, él mismo se percata con anterioridad de que la criatura no posee la cualidad de la emoción, pues no tiene corazón.

Lo que sí tiene es una suerte de savia, a modo de flujo vital, cuyos rastros advierten de su presencia. Además, como ya he señalado, el ser es capaz de autoregenerarse, al punto de que la extremidad cercenada también vuelve a la vida, como un organismo independiente. Es por ello que Carrington emprende un arriesgado cultivo, a espaldas del capitán, y cuyo principal nutriente es… la sangre humana. Las legítimas ansias de Carrington por comunicarse con la criatura (que parecen vadear el habitual planteamiento suicida) se convierten en una obsesión peligrosa que pone, de forma explícita, el método científico por encima de la propia vida. En efecto, en un proceso bacteriano de arrogancia científica, Carrington siembra las esporas del trífido, capaces de producir auténticas plantas humanas, pero yerra de nuevo en su apreciación de que, “para la ciencia no hay enemigos, sino fenómenos a estudiar”.

La cantidad de información estimulante que se despliega a lo largo de la película, en apenas ochenta minutos, es asombrosa. En ella, también destaca visualmente el raudo empleo de los extintores, o argumentalmente, el hecho de que nave extraterrestre no sobreviva a los intentos de extraerla del hielo. En suma, es una lástima que Howard Hawks no reincidiera en el género (tal vez algo vapuleado para su reconocimiento), pero a decir verdad, El enigma de otro mundo supone un espécimen lo bastante robusto como para destacar, no ya en su eminente filmografía, sino además, en todo el ámbito de la ciencia ficción.

Ejemplo paradigmático de película de autocine, y del teenager más provechoso y resolutivo (aquí, un adolescente ya crecidito), es La masa devoradora (The Blob, Paramount-Tonilyn Productions, 1958). Escrita por Theodore Simonson (-) y Kate Phillips (1913-2008), en torno a una novela (¡) de Irvine H. Millgate (-), la inserto dentro del comentario dedicado a la película de Hawks y Nyby, por constituir, justamente, otro icónico enigma de otro mundo (puestas en escena al margen), bastante afín al que acabamos de referir.

La película da comienzo con un estupendo tema musical para los títulos de crédito iniciales. Una melodía pegadiza y psicodélica escrita por Burt Bacharach (1928), con letra de Mack David (1912-1993), y que forma parte de la algo más funcional, pero aun así disfrutable, banda sonora de Ralph Carmichael (1927), compositor y arreglista centrado en la música religiosa. El realizador Irvin S. Yeaworth (1926-2004) tampoco se prodigó demasiado en el cine, prefiriendo, igualmente, los documentales de tipo educativo y confesional. Pese a todo, Yeaworth propone una filmación correcta y sencilla, aunque esto no quiera decir que resulte menos lograda que la de otras producciones, elaboradas con más medios. No en vano, La masa devoradora es una de las películas más efectivas, además de recordadas, del género.


Un casto beso bajo las estrellas fugaces nos pone en contacto con los protagonistas juveniles principales, Steve Andrews (Steve McQueen), hijo del dueño del supermercado local, y Jane Martin (Aneta Corsaut), la hija del director de escuela. Steve recalca que le gusta acudir al campo, no tan solo para poder besar a una chica bonita -pues confiesa que es la primera vez que lo hace-, sino porque en la ciudad, las referidas estrellas fugaces no se pueden ver. Y en efecto, en esos momentos, un objeto espacial se precipita desde el cielo estrellado. Mientras Jane y Steve tratan de localizar el lugar exacto del impacto, un montañero decide investigar por su cuenta y riesgo, convirtiéndose así en la primera víctima -o asimilado- de la masa devoradora. Una de las ideas más brillantes de la película radica en el hecho de que el meteorito está hueco, y se abre de una forma amenazadora, como años después hará el temible huevo del alien. Dejando al descubierto al no menos temible pasajero. Un demoledor visitante del espacio, pues es capaz de asimilar todos los tejidos y personalidad de los seres vivos, con lo que la disgregación y pérdida del yo en el interior de una argamasa (des)comunal es absoluta.

El montañero es llevado por Steve y Jane al hospital del pueblo. Tras un saludable desafío con algunos de los colegas de Steve, seguido del choque con la autoridad, en forma del comprensivo teniente Dave (Earl Rowe), Steve y Jane deciden poner sobre aviso a toda la población de Downington, Pennsylvania (EEUU).


Estos enfrentamientos con el orden -más que con la ley- y con los colegas, son ingredientes que proporcionan amenas dosis de saludable inconsciencia juvenil, junto a la franca camaradería entre los muchachos y muchachas de esta población; jóvenes decididos y con recursos, sino crematísticos, sí al menos dinámicos. De igual forma es mostrado el escepticismo de los oficiales, entre la sorna y la estupidez, evidenciada por el obsoleto y algo conspiranoico -aunque finalmente redimido- sargento Jim Bert (John Benson).

Elementos bienvenidos y muy definidores del género, como también lo son el empleo de algunos motes en lugar de nombres, el coche del chico, el entorno de la comunidad, bien hostil, bien amistosa; por descontado, el ente alienígena, una estimulante y divertida explicación científica de los hechos, o la sala de cine como lugar de encuentro con lo inusitado. Un recinto en el que, además, se proyecta una película de Béla Lugosi (1882-1956); todo lo cual, supone una referencia meta-cinematográfica más efectiva y lograda que la de algunos pomposos y muy laureados productos actuales (preferiría no tener que dar nombres). Podemos añadir el acoso paterno-policial que sufren los protagonistas (aquí, sobre todo, la chica), y que es prontamente atajado en La masa devoradora, y el descubrimiento in extremis del método con el que poder, si no eliminar, al menos sí detener a la criatura. Siendo este último, precisamente, un aspecto bien singular de la película. Me refiero al hecho de descubrir que el visitante no puede ser destruido, sino tan solo detenido.

En definitiva, todos ellos son aditamentos de género fundamentales, junto a algún otro que en estos momentos se me extravía, a la hora de hacer que funcione una película de tan gratas características.


Majo es también el médico del pueblo, el doctor Hallen (Steven Chase). Lo suficiente como para no resultar un insufrible escéptico. De hecho, declara con sorprendente humildad que, frente a la extraña enfermedad somática que muestran las víctimas de la masa devoradora, “no sé lo que pueda ser, no hay precedentes”. El perverso magma se revela criatura informe e informal, y como ya se señalado, es muy capaz de absorber los tejidos, incluyendo todo tipo de ácidos. En este sentido, resulta aún más corrosiva la indefensión de algunas de las víctimas, como el mecánico que se haya encorsetado bajo un auto o el proyeccionista que trabaja en la angosta sala de proyección de un cine.

Todo lo cual, acontece a lo largo de una tranquila noche de verano, según reza el calendario de la jefatura de policía, en julio de 1957.

También nos referíamos al encontronazo entre la perspectiva juvenil y la policial. Ello pone en evidencia el mundo imaginativo, aunque en este caso real, de los jóvenes protagonistas, generalmente incomprendidos por quienes les rodean, sean amigos (pocos), familiares (algunos), o empleados públicos (casi todos); que son, asimismo, los representantes del mundo objetivo. Dos facetas que parecen separadas, hasta que las junta la evidencia.

Por eso se distinguirá finalmente Steve como un héroe, por no cejar en la defensa de sus, digamos, puntos de vista. Jane lo sintetiza bien al advertir, dirigiéndose a Steve, que “tú no eres de esas personas que le dan la espalda a la realidad”. En este caso, la realidad de lo extraordinario.


Destacamos, finalmente, el momento en que Steve y Jane proceden a inspeccionar, ¡a solas y de noche!, la tienda del padre del primero, donde se refugia la cosa. Así como algunos efectos especiales recreados por medio de dibujos animados (tales como la electricidad que se emplea para hacer frente a la masa devoradora, acomodada sobre un diner). Resueltamente, el teniente Dave propone llevar el engendro a la Antártida, un lugar donde pueda estar siempre congelada; como dando la mano a la previa y magnífica El enigma de otro mundo.


De La masa devoradora se produjo un remake, El terror no tiene forma (The Blob, Columbia-Tri Star, 1988), donde la mejor idea que puedo extraer se sitúa justo al inicio. En este, el pueblo donde acontecen los hechos parece desierto, sin vida, pero ello es consecuencia de que todo el mundo está asistiendo a un partido de rugby (aunque luego se cae en la propia trampa de hacer deambular a los protagonistas por una localidad en la que, verdaderamente, parece no vivir nadie).

Torpe, prematuramente envejecida, y carente del menor encanto, El terror no tiene forma es la enésima demostración de que con unos efectos especiales mejorados no basta. Es decir, justo el caso contrario al remake de El enigma de otro mundo, llevado a cabo por John Carpenter (1948) en La Cosa (The Thing, Universal, 1982).

Escrito por Javier C. Aguilera



Moonfleet, de John Meade Falkner, y adaptación Los contrabandistas de Moonfleet, de Fritz Lang

05 enero, 2018

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Erudito de las tradiciones inglesas y representante de una empresa de cañones, John Meade Falkner (1858-1932) suele ser recordado, cuando se le recuerda, por su novela de aventuras Moonfleet (Ídem, 1898; Anaya Tus Libros, 1991). Hoy la traemos a colación porque, en las fechas que nos ocupan, puede ser una buena ocasión para (re)leerla.

Al igual que sus protagonistas, deseosos de regresar a la villa de Moonfleet tras diez años de cautiverio, parece ser que el propio Falkner decidió retirarse a un lugar apacible, apartado pero conectado, donde poder pasar el resto de sus días en relativa calma, dedicado a la escritura (sobre todo de poesía), y a las donaciones a la Iglesia con fines de restauración. El emplazamiento escogido fue Durham, un condado medieval de Inglaterra.

La historia del retorno al lugar de la infancia o de la pertenencia, atañe entonces, no solo a los protagonistas principales del libro, sino también a su autor. Al fin y al cabo, Falkner no sitúa la acción de la novela en su presente, sino en el pasado. En concreto, hacia 1757.

Los personajes mencionados son el joven John Trenchard, narrador de la historia en primera persona, y el robusto Elzevir Block, de unos cincuenta años, gigante taciturno y canoso (Episodio XI). Aparte de que, como queda dicho, otro tercer personaje literario sería el enclave, tanto si la acción acontece en el mismo, como si solo está presente en el recuerdo de John y Elzevir.

John Meade Falkner
Podemos añadir la presencia de una muchacha, Grace Maskew, pero aunque su devenir es importante para John Trenchard, no lo es tanto en la novela, al menos, hasta que la muerte del progenitor de la chica, el juez de paz del lugar, pone en fuga a los dos protagonistas.

Entre tanto, Elzevir ejerce de mesonero encubierto de una taberna llamada Why Not (Por qué no). Un lugar que, en realidad, sirve como refugio para las actividades de contrabando (de licor, principalmente). Elzevir proviene de un linaje de fundadores, aunque no de especial abolengo. Todo lo cual será averiguado por el inquieto John Trenchard que, a su vez, será acogido por Elzevir Block como un hijo. De facto, casi en sustitución del vástago al que se ha dado muerte en una refriega con las autoridades (encarnadas de forma omnímoda por el juez de paz Maskew).

Los quince años de John Trenchard, transformados en veintiséis en la última parte de la novela, tras un lapso de diez años que luego señalaré, se reflejan con convicción en la escritura del texto por parte de Falkner. Es decir, que se traducen en una narración madura y honesta por boca del muchacho.

Además, a diferencia de lo que sucede en la posterior adaptación cinematográfica, es interesante subrayar que el joven Trenchard es, desde el primer momento, un habitante del pueblo de Moonfleet, y no un recién llegado, aunque su conocimiento -o madurez- de las cosas (el mundo de los adultos), le llegará como si, en efecto, de un forastero se tratara. Hasta entonces, era yo muy dado a enfrascarme solo en mis pensamientos, comenta el chico (III).


Como he advertido, John es acogido por Elzevir como si fuera su propio hijo. Un vínculo que el autor deja bien claro en la novela (V). No en balde, el descendiente contaba con la misma edad que John en el momento de fallecer.

Poco antes, una grieta bajo una losa del cementerio, tras una fuerte tempestad seguida de una inundación, deja al descubierto parte del secreto (a voces) de Moonfleet: un refugio para contrabandistas (III-IV). Pero es este un descubrimiento que queda tan solo en poder de John Trenchard (aparte de los propios interesados), asimismo, conocedor de la leyenda que se atribuye al célebre Barbanegra (c. 1680-1718), también llamado el coronel John Mohune, y que se refiere a la posesión de un diamante extremadamente valioso. Se da la circunstancia de que el mencionado pirata es, precisamente, uno de los antepasados de Elzevir Block.

Por su parte, Trenchard es huérfano, pero vive con una avinagrada tía llamada Jane (personaje que desaparecerá de la versión cinematográfica). Lo cierto es que John es despojado por su tía, como Elzevir lo será de su cantina, acogiéndose el uno al otro. De igual modo, en la película, el temor hace mella en el muchacho (bastante más aniñado), en tanto que en la novela, esta condición se sobrelleva con audacia por el personaje (más adulto). Falkner recalca esta coyuntura cuando comenta, a través del joven, que tampoco era la primera vez que la muerte se presentaba ante mis ojos (IV).

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Tras la infortunada y accidental muerte del juez de paz (merced a la [in]oportuna comparecencia del treceavo regimiento del ejército inglés), Elzevir y John emprenden juntos una huida que les llevará, no obstante, al hallazgo del misterioso diamante de Barbanegra. Es el muchacho quien se hace con la clave del acertijo que desvela su paradero (una pista facilitada involuntariamente por la tía), pudiendo localizar así el escondrijo (el castillo donde estuvo retenido el rey Carlos I [1600-1649]). Como sujetos a una maldición que se propaga, Grace Maskew ya advirtió previamente que el tesoro en cuestión se obtuvo con mal y que, por consiguiente, ha de llevar una maldición consigo (XIII).

El caso es que, tras recuperarlo, no se puede decir que a John y Elzevir les sonría la fortuna. Los dos zarpan para Holanda, tras un primer y corto regreso de John a Moonfleet (bajo la apariencia de un disfraz), y en este país son engañados por un codicioso perista. A este respecto, la adaptación prescinde del episodio más inconsistente de la novela, aquel por el que John y Elzevir renuncian a la piedra de tantos esfuerzos, por considerar la palabra del enrevesado orfebre acerca de su falsedad, pues el malintencionado joyero dictamina que no es auténtica (XVI). Es al tratar de recuperar el diamante por segunda vez, el que ambos personajes habrán de compartir penalidades carcelarias durante toda una década, aunque esta situación penosa es objeto de una elipsis por parte del novelista. Tras estos años de cautiverio, ya prestos a ser deportados a las colonias de Java, el destino les depara a John y Elzevir el naufragar ante las costas de Moonfleet.

A modo de justicia que escapa a los artificiales designios humanos, hay que hacer notar el gracejo de los avatares por los que le es devuelto a John el tan traído y llevado diamante, sorprendentemente, acompañado por el restante legado del antedicho perista, al cabo de los años (XIX). En este sentido, se suele achacar a la adaptación cinematográfica el que el estudio optara por un final conciliador y familiar (en contra de los deseos del realizador, más no en contra de la novela: el desacuerdo estribó en que fueran estas las imágenes que cerraran la película). Es decir, que el final feliz también está presente en la obra literaria. Con ello no digo que fuera el más adecuado para la película, sino que la novela concluye de la misma manera: felizmente para nuestro resuelto protagonista, mucho más baqueteado en el libro.

En cualquier caso, en Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, MGM, 1955), el joven John Trenchard pasa a llamarse John Mohune (Jon Whiteley) y el tabernero Elzevir Block queda convertido en el galante y pizpireto contrabandista Jeremy Fox (Stewart Granger). Asimismo, la traición del joyero holandés (que lleva a la cárcel a los protagonistas tras una parodia de juicio), se reserva en la película al personaje del magistrado Matthew Maskew (John Hoyt), y con resuelta gracia, a los lucrativos tejemanejes de lord Ashwood (el insustituible George Sanders) y su esposa, Lady Ashwood (Joan Greenwood).


La adaptación se beneficia mucho del equipo técnico y artístico de Metro Goldwyn Mayer. En este, podemos distinguir las siempre apreciables labores del decorador Cedric Gibbons (1893-1960), aquí acompañado de Hans Peters (1894-1976); la fotografía lúgubre y apastelada, adecuada a la atmósfera del relato, de Robert Planck (1902-1971), y la música portentosa de Miklós Rózsa (1907-1995), igualmente asistido por algunas de las composiciones flamencas del guitarrista Vicente Gómez (1911-2001). Un espontáneo añadido este último, algo extemporáneo cronológicamente hablando, aunque huelga decir que de resultado esplendente y virtuoso. El realizador Fritz Lang (1890-1976) aprovecha estos momentos de circunstancias para describir visualmente la idiosincrasia de algunos de sus personajes de alcurnia, por medio de sus gestos y actitudes.

A ellos se suman un grupo de forajidos apenas entrevisto, pero de grata presencia, encarnados por figuras como Melville Cooper (1896-1973), Ian Wolfe (1896-1992), Dan Seymour (1915-1993) y el inconfundible Jack Elam (1920-2003). Escrita por Jan Lustig (1902-1979) y Margaret Fitts (1923-2011), Los contrabandistas de Moonfleet encarna los valores de amistad y fidelidad personal (el auténtico compromiso), que sostiene toda la narración de Falkner.


Caballeresco, expeditivo y sibarita, Jeremy Fox contempla atónito cómo, tras su triste deceso, la mujer a la que ha amado, le envía, con sus mejores deseos, a su pequeño John Mohune (es decir, al que podría haber sido su hijo), pues es la única persona que le queda para poder hacerse cargo de él. El reciente huérfano vuelve así a la que antaño fue la mansión en la que se crió la madre, sita en el pueblo de Moonfleet. Un caserón que ahora ocupa Jeremy Fox, a efectos no solo prácticos -por sus actividades delictivas- sino emotivos, como bien sabrá advertir su compañera sentimental Ann (Viveca Lindfors), un personaje atractivo y relevante que se incorpora a la adaptación.

De regreso del Gran Mundo, como lo define Fox, el pequeño John Mohune se reencuentra con las únicas raíces que le quedan, aunque a diferencia de la novela, el refinado contrabandista tratará por todos los medios de deshacerse del muchacho: la compenetración será progresiva, aunque igualmente inevitable.

No en vano, en Los contrabandistas de Moonfleet impera el ambiente donde se desenvuelven los protagonistas, ya sea de marcado carácter ancestral y rancia prosapia, como ese entorno fantástico encarnado por el cementerio que circunda la iglesia junto al mar, la antigua mansión señorial de los Mohune, el camino que conduce a Moonfleet, o el pozo que sirve como cofre al tesoro. De este modo, a través de tales decorados, se recrean artísticamente las glorias del pasado a las que se hace referencia en el libro.

Por otra parte, aquí el magistrado Maskew no es el padre, sino el tío de Grace (Donna Corcoran); un parentesco, por tanto, menos directo, si bien, los avatares que conducen a la fuga de Jeremy y John son los mismos (disculpándose los fatigosos años de prisión). El relato se escora así hacia los aspectos más aventureros e infantiles (en un sentido positivo) del relato original.


En un principio, Jeremy contempla en el chico el fracaso de su relación con la madre (y como habrá ocasión de comprobar, con todas las mujeres a las que ha conocido). Y ante la observación de Ann de si desea depravar al muchacho o protegerlo, el intrépido estraperlista responde que lo más probable es que sea el chico quien le destruya a él primero. Tal vez es por eso que Jeremy también ha regresado y se ha establecido en el lugar de donde fue expulsado una vez (por la familia Mohune, al pretender a la madre de John).

En su relación con sus operarios, Jeremy Fox se nos muestra más clasista que en la novela (y estos más torvos y traicioneros). Como pone de manifiesto su estupendo tête à tête con Maskew. Además, como también he señalado, en el pueblo coexiste una anquilosada ralea cortesana. Ello eleva la narración cinematográfica del ámbito aventurero a la contemplación de la podredumbre de una élite parásita, tanto como lo es la clase asalariada. En la película, el dueño de la posada se sigue llamando Elzevir Block (Sean McClory), pero se trata de un personaje secundario y malencarado que no responde a los nobles atributos del asentado contrabandista literario. De hecho, acaba batiéndose con Jeremy (el gigante bonachón de la novela).

Por su parte, lord Ashwood es proclive a sacar provecho de la piratería. Su forma de negociar, incluso a través de los favores de la esposa, son una excelente forma de describir a ambos personajes entre líneas.


Aquí Barbanegra pasa a ser Barbaroja (1475-1546), del que, de forma bastante gráfica, se muestra una efigie en el interior de la iglesia de Moonfleet. De este modo, se resalta el conflicto moral que atañe a todos los habitantes del pueblo, sobre los que se cierne una oscuridad primitiva, en palabras del párroco Glennie (Alan Napier). Son los del templo unos interiores pétreos, sobre los que se proyectan sombras, y en los que el párroco reprende a su congregación. A diferencia de lo que sucedía en el libro, el representante clerical no está integrado en la soterrada confabulación de la comunidad y sus actividades delictivas, al menos, de una forma cómplice.

Al fin y al cabo, los sentimientos humanos son como la marea o la corriente. O ambas cosas, como ilustra la imagen de los toneles que chocan entre sí en el interior del refugio de los contrabandistas, a causa del agua filtrada por una tormenta (junto con la presencia de algunos ataúdes, es esta una escena presente en la novela).

Por todo ello, podríamos decir que la película es una inspirada paráfrasis del original literario. Lo que le proporciona entidad y personalidad. Hasta un elemento tan cinematográfico como la elipsis es empleado por Fritz Lang para proporcionar a Fox un decidido ingenio, al hacerse con un uniforme del ejército británico. El realizador compone, además, otro momento de sutil brillantez cuando, a través del plano-contraplano, muestra el cuchillo que atenaza la espalda del joven Mohune. Igualmente, destaca la escena de la despedida de Jeremy a John, en el escenario de una casita de piedra que muestra, a través de una ventana, la barca que el líder de los contrabandistas y padre adoptivo del muchacho ha de tomar, anunciando un porvenir en el que no se sabe si Jeremy Fox vive o muere, aunque siempre permanecerá vivo en la memoria de John Mohune.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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