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31 octubre, 2017

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Entornos de la Alhambra nevada (fotografía de MB y LJ)
El otoño sigue su curso entre extremos, extremos que también se notan en nuestra labor bloguera. Hasta las 13000 visitas hemos tenido durante octubre, manteniendo el mismo número de entradas que en septiembre. Y sumamos seguidores, alcanzando los 177 en Blogger, los 630 en Twitter y los 174 en nuestra página de Facebook.

Para finales de octubre iniciamos nuestro ciclo de Halloween, que finalizará en los primeros días de noviembre. Hemos tenido algún ejemplo cinematográfico, en concreto, las aventuras de Kolchak: El vampiro de la noche y El estrangulador de la noche. Pero ha predominado la literatura, con los clásicos relatos de Pedro Antonio de Alarcón, encabezados por El clavo, la novela juvenil La tejedora de la muerte, y el ensayo Los grandes libros misteriosos. Entre medias encontramos la película Her, que aunque la hemos dejado fuera del ciclo, bien nos sirve de reflexión sobre nuestros temores más personales.


Durante el resto del mes hemos tenido nuestras habituales reseñas, incluyendo un repaso a Hojas de hierba, poemario de Walt Whitman, una nueva aventura entre los cómics de Wonder Woman, Paraíso perdido, aventuras espaciales con Cohete K-1 y Con destino a la luna, y hasta un thriller español, Contratiempo.

Esta ruta seguiremos en noviembre, donde finalizaremos nuestro ciclo de Halloween y proseguiremos hacia el final del año en un mes donde esperamos que se instale el frío y los momentos de calor junto a un buen libro o el resguardo de una película que nos emocione.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Este mes ha visto la luz en Netflix la segunda temporada de Stranger Things, que ha tenido absortos a sus seguidores durante el pasado fin de semana. Os dejamos con su trailer final para quienes aún no os hayáis acercado a la popular serie.


"Una pintura es un poema sin palabras"
                  - Horacio



Her, de Spike Jonze

29 octubre, 2017

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Nos apasiona el futuro porque nos inquieta aquello que no conocemos. Soñar con nuestro futuro personal nos lleva a idear metas personales y profesionales, meditar el futuro social nos lleva a manifestarnos y a opinar sobre los problemas que se plantean en nuestro entorno, en nuestro país o incluso en el mundo, y, finalmente, trazar las consecuencias del mundo que observamos nos llevan a imaginar el futuro posible, probable o improbable, con el que se llenan cientos de páginas o metros de celuloide. Y no hace falta un apocalipsis ni una catástrofe, aún cuando cuando esas historias también nos conquisten por mostrarnos contra las cuerdas y en nuestra más pura e irracional esencia, para ver un futuro que temer, porque ese futuro quizás no es más que un paso más de aquello que tememos en nuestro presente.

Sobre las relaciones humanas y su sentido se orienta Her (2013), el cuarto largometraje de Spike Jonze (1969) tras adentrarse en la fantasía de la infancia con Donde viven los monstruos (2009) y la comedia con su dúo Cómo ser John Malkovich (1999) y Adaptation (2002), además de tener una larga trayectoria como director de vídeos musicales y cortometrajes. Por esta trayectoria, no debe resultarnos extraño encontrar en Her una mezcolanza de géneros, al no situarse ni en el drama ni en la comedia, ni en la ciencia ficción ni en el romanticismo, sino que abarca todos esos planos con naturalidad.


Su argumento nos lleva a la vida de Theodore Twombly (Joaquin Phoenix), un escritor de cartas manuscritas por encargo. Tras una larga relación, está a punto de divorciarse, aunque no tiene el valor suficiente ni para encarar esa situación ni para afrontar ninguna exigencia social. Aislado y melancólico, Theo se interesa por un nuevo sistema operativo inteligente, OS, capaz de interaccionar con humanos adaptándose a las necesidades y la personalidad de cada uno. Así comenzará su relación con Samantha (Scarlet Johansson), la encantadora voz que representa a su OS personal y con la que, poco a poco, entablará una relación que irá más allá de lo esperado.

La forma de afrontar esta película bien podría decantarse por el terror hacia una situación que se antoja cada vez más próxima: la extinción de las relaciones personales honestas y, sobre todo, físicas. Pero la narración no se decanta por ese perfil, aunque se deja entrever siempre la soledad en la que vive sumergido el protagonista como representante de la misma soledad en la que se encuentra el resto de personas. Siguen existiendo vínculos, pero la mayoría remiten a un pasado menos tecnológico, y los nuevos que se pueden crear parecen destinados al fracaso, o a la falta de entendimiento mutuo.


Theodore vive según los cánones de una sociedad posmoderna entre el nihilismo y el hedonismo: trabaja con desgana, juega a videojuegos, se emborracha, mantiene relaciones sexuales esporádicas y se lamenta por tener una vida insulsa y carente de significado. Siente que ya lo ha vivido todo. Por eso, cuando descubre en Samantha a un ser novedoso para sí mismo y que está descubriendo el mundo con la naturalidad de un humano, no podrá más que sentirse comprendido, atraído y, finalmente, enamorado.

Si bien en un principio podríamos considerar que se intenta abrir el debate sobre si se puede aceptar una relación entre una máquina y un ser humano, este asunto se zanja con rapidez. Aunque Samantha no esté en el mundo físico, lo que Theo siente es real, por lo que no tiene que luchar contra ese sentimiento. Lo cierto es que el desarrollo de este romance no se diferencia de otros que hayamos visto en demás dramas románticos. Hay un proceso inicial en que ambos amantes se tantean, prosigue con el placer de descubrir pequeñas imperfecciones graciosas para culminar también en el sexo, tendrá sus momentos de duda y conflicto entre ambos y también esa sensación de ir cediendo para aceptar al otro, sin olvidar los celos ni las peleas que anteceden a largos silencios. Jonze no inventa el género, tan solo cambia uno de los componentes y propone un falso debate, falso porque todos a su alrededor lo aceptan y parece estar convirtiéndose en una tendencia social. La única voz discordante será la de Catherine (Rooney Mara), su ex, que le demostrará que tan solo ha conseguido aquello que ansiaba, una relación perfecta sin los problemas cotidianos. No obstante, Catherine se equivoca.


Se equivoca dado que Theo no podrá evitar el conflicto con Samantha, ni tampoco que ambos acaben distanciándose. Aunque la intervención de Catherine nos sirve para poner el foco en el auténtico asunto de Her, esto es, el retrato sobre la humanidad. No podemos decir que sea una película de terror, pero la imagen que nos devuelve esta obra nos podría dar miedo. Reside en la pérdida de las emociones reales, del sentimiento que nos hace humanos. Hasta que Theo comienza su relación con Samantha, lo notamos perdido en sí mismo. Pero no es el único. Su trabajo consiste en falsificar relaciones, en simular cartas auténticas (románticas, felicitaciones, familiares...), algo en lo que ha desempeñado varios años de su vida, lo que nos demuestra que la sociedad se asienta cada vez más en la hipocresía. Curiosamente, su trabajo es alabado varias veces a lo largo de la historia, pero este hecho demuestra dos cosas, tanto la incapacidad de los demás para plasmar sus sentimientos y compartirlos con los demás como la carencia del protagonista, que aunque logra el éxito en este mundo, es incapaz de trasladarlo a su vida real.

Su contraposición en la película la encontramos en Paul (Chris Patt), quien admira la escritura de Theodore, pero no comparte su melancolía. Más bien se trata de un buen representante del disfrute sin reflexión. No hay fondo en este personaje, sino que su finalidad es mostrar la simpleza de algunas relaciones y de algunas actitudes. Si Theo es interesante como personaje es por sus contradicciones, porque vemos que es imperfecto aunque no lo admita, porque se siente perdido al reflexionar sobre su propia vida y porque no puede encontrar la felicidad por tratar de encontrar una quimera. En cierta forma, podemos creernos que Sam se enamorase de este hombre, pero podríamos dudar sobre qué siente nuestro protagonista. Si acaso no ve en ella más que una posesión, entendida como una relación realmente tóxica, o si solo es una forma de no sentirse solo. Sobre todo porque tenemos dos casos: la fugaz cita con Amelia (Olivia Wilde), rota precisamente por la indecisión de Theo, y su amistad con Amy (Amy Adams), con quien mantiene una complicidad consolidada por el tiempo que hace que se conocen, pero con la que mantiene, en el fondo, una barrera que les impide acercarse más. Al contrario, ambos encontrarán su refugio en sendos OS tras sus decepciones amorosas.


En definitiva, Her no es simplemente el retrato de un romance, dado que si solo fuera eso, no innovaría más que en la identidad de uno de los amantes, sino que, más bien, bucea en nuestras insatisfacciones, en los problemas de una sociedad cada vez más estandarizada, cada vez menos honesta, cada vez menos humana. El retrato de Theodore es maravilloso y nos regala un personaje que se siente cotidiano y real, un individuo que no se aleja de unos rasgos comunes, pero con una melancolía que lo independiza de los demás. Ahora bien, el otro lado de esta historia, Samantha, queda descompensada, en una propuesta de entidad diferente, pero inexplorada, cuyo final agridulce nos deja tan desconcertados como a los propios personajes.

Escrito por Luis J. del Castillo



El vampiro de la noche, de John Lellewyn Moxey, y El estrangulador de la noche, de Dan Curtis

27 octubre, 2017

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ESPECIAL HALLOWEEN 2017

Con su pragmático magnetofón como único testigo leal, el arrojado periodista Carl Kolchak (Darren McGavin) refiere en El vampiro de la noche (The Night Stalker, ABC, 1971, estrenada al año siguiente) unos acontecimientos sorprendentes, cuya veracidad solo ha de ser juzgada por los destinatarios de su relato, sean lectores o espectadores.


Pero antes de adentrarnos en ellos, me gustaría señalar que la calidad de los productos ofrecidos por la televisión no es una cosa reciente, aunque sí el hecho de que las actuales series están tomando, por derecho propio, el lugar del cine (o para ser más precisos, de las películas que se exhiben en una sala comercial). Hago esta distinción porque, tradicionalmente, el verdadero cine de calidad siempre contó con unos guiones admirables sobre los que edificarse. Algo que no sucede con todas las series ni, por descontado, con todas las películas que se estrenan, por muy aparatosos y mediáticos que sean sus debuts. Cierto es que sigue habiendo buenos actores y directores, pero no así buenos guiones (o no tantos como se presume). Con lo que, el resultado cinematográfico final siempre se resiente, pues no basta con ser efectivo visualmente (cuando se es). De hecho, cuando el libreto falla, por estar deslavazado o resultar inconsistente, toda la estructura se viene abajo.

Ello, insisto, si no descarrila la propia puesta en escena, que es el otro caballo de batalla caído en el cine actual. Porque, aunque guiones deficientes también han existido en el pasado, no era infrecuente que sus inconsistencias se salvaran con nota gracias a la talentosa labor de un buen realizador. No les resultaba tan difícil, como parece ahora, el tomar las riendas de una película. Y aunque el resultado no fuera un producto colosal o apabullante, que no todos han de serlo, sí emergía una historia muy manejera y disfrutable (muchas de ellas ya son tenidas por películas de culto, pero esta es una distinción que proporciona el tiempo, y no ningún crítico de los que se avergüenzan del cine de género). Hecha esta aclaración, que consideraba oportuna, prosigamos por donde lo dejamos.


Buen ejemplo de un producto que, con todas sus limitaciones, sugiere y estimula (y doy fe del impacto que obtuvo cuando se emitió por televisión española a mediados de los ochenta) es este “acosador” tenebroso, que resulta ser una auténtica criatura de la noche. Se trata de lo que, por entonces, denominábamos un telefilme, aunque no en un sentido peyorativo. Tan es así, que fue escrito por el gran autor de ciencia ficción Richard Matheson (1926-2013), en torno a unos personajes creados por Jeff Rice (1944-2015), como actualización de lo que, en tiempos, fueron los cócteles de monstruos de la Universal, distribuidora final de la película. En esta ocasión, se trata de un vampiro trasladado al siglo XX, y de un “científico loco”, a lo Jekyll y Hyde, en la siguiente aproximación que veremos.

La estructura se focaliza en la figura de Carl Kolchak, un periodista de investigación que acostumbra a narrar los hechos haciendo uso de la voz en off, como sucede en los relatos detectivescos (en la versión al castellano, con el añadido de la estupenda voz del doblador español Rogelio Hernández [1930-2011]). Kolchak trabaja en el Daily News de Las Vegas (EEUU), escenario novedoso y sugestivo, pero también terrible, pues un escurridizo asesino está dejando un reguero de cadáveres femeninos por toda la ciudad.


Kolchak brega contra viento y marea. Un viento y unas mareas que, en este caso, se corresponden con la procelosa actitud de su editor jefe en el periódico, Vincenzo (Simon Oackland), y la ventolera del resto de representantes de la ley, que no de la justicia; a saber, el sheriff Butcher (el entrañable Claude Atkins, ¡por otros papeles!), el fiscal de distrito Thomas Paine (Kent Smith; lo mismo), y el jefe de la policía, Masterson (Charles McGraw). Sectores que confabularán tanto como el mismo asesino con tal de no salir mediáticamente perjudicados debido a su inoperancia. De hecho, se trata de ese tipo de funcionarios y políticos que están convencidos de que los problemas del entorno comienzan y terminan en sus cargos. Aterrados por la posible pérdida de los mismos, mucho más que por el propio vampiro, habrán de dejar de reír bajo el peso de las evidencias. Al menos, durante un tiempo.

De este modo, Kolchak se enfrenta, no solo al criminal, sino a la incomprensión, la torpeza y, por qué no, la envidia de sus representantes; del mismo modo que las víctimas lo son doblemente, por el asesino y por la impericia de estos custodios del poder. Así, la libertad de Kolchak se ve amenazada de continuo, como profesional del periodismo y como ciudadano de a pie. Sinceramente piensa que, si algo ha sucedido, es porque debe de ser posible. Aunque su iracundo jefe le advierta que no te metas a policía.

Este superior resulta ser un energúmeno insoportable, genuflexo ante el poderío político y fiel sirviente de la manipulación (una conducta vampirizada, podríamos decir). No solo no considera a Kolchak en lo que vale, sino que, además, se permite abroncarlo por su “mala conducta”, esto es, por su referida independencia e integridad.


Condenado a ir de un lado a otro sin encontrar su sitio, como un vampiro en vida, Kolchak es otro tipo de outsider. Será mejor que acepte las reglas, le recuerda el alcalde (refiriéndose a las suyas, naturalmente). La necedad de las autoridades hará que sea el valeroso periodista quien se enfrente, cuerpo a cuerpo, con el asesino que, como decía, resulta ser un vampiro auténtico, y no un sanguinario o perturbado imitador. Más aún, lo que Kolchak observa con los ojos, como los balazos de la policía que este ser recibe sin inmutarse, también lo capta su cámara de fotos (unas pruebas comprometedoras que, como en otros volátiles asuntos, acaban por desaparecer). Dispuesto a emplear la conocida estaca y el martillo, Kolchak corre el irónico riesgo de convertirse, por esta acción, en un criminal premeditado. Al periodista no se le dejará de recordar que, en asuntos de vampiros, ¡existe un enorme vacío legal!

El vampiro de la noche fue producido por el realizador en ciernes Dan Curtis (1927-2006), del que nos alegramos de que al fin figure en nuestro blog. Escribió algunas de las páginas en celuloide más memorables del género de misterio y terror, sobre todo, en la fructífera década de los setenta. No obstante, en esta ocasión, Curtis ejerció únicamente de productor y confió la realización a un veterano de la televisión como John Lellewyn Moxey (1925). La simpática presencia del actor Elisha Cook, Jr. (1903-1995) redondea esta afilada narración, donde sobresale el recurso (de guión) del robo de la sangre de un hospital por parte del vampiro, la inspección visual de un ataúd repleto de tierra llevada a cabo por Kolchak, y la imaginería clásica del crucifijo y el poder redentor del sol.


Tal fue el éxito de El vampiro de la noche, que no tardó en surgir una secuela, esta vez, bajo la dirección del propio Dan Curtis. El resultado fue El estrangulador de la noche (The Night Strangler, ABC, 1972, estrenada al año siguiente). De nuevo, Kolchak nos pone en antecedentes acerca de las víctimas y de unos hechos que fueron manipulados, aunque en esta nueva aventura, el paisaje, no menos atractivo, es el de la ciudad de Seatle, en Washington, a la que se ha trasladado.

Conviene aclarar que, si bien El estrangulador de la noche repite argumentalmente algunos de los esquemas de la anterior, incorpora novedades suficientemente interesantes. Por ejemplo, el enojoso personaje del editor-jefe Vincenzo, que es vuelto a encarnar por el mismo actor -como sucede con el personaje principal-, se ve bastante matizado, aunque sus modales no hayan mejorado en exceso. Al punto de que es el quisquilloso editor quien, trabajando en otro periódico (no menos hostil a la libre información), vuelve a contratar a Kolchak, confiándole este nuevo misterio relacionado con la extrañísima estrangulación de algunas mujeres en plena noche. 

El guionista Richard Matheson añade, junto a los mecanismos narrativos ya descritos, tales como la voz en off del protagonista, otros aciertos, como la incorporación, no por breve menos estimulante, de personajes como el archivero Berry (Wally Cox), que echa una mano al periodista a lo largo de su investigación, o la doctora en paleontología Crabwell (Margaret Hamilton), que le habla del elixir, no solo de la vida eterna, sino de la fusión del hombre con el universo. A ello se añade el terrorífico retrato robot ofrecido por una testigo, o la magnífica idea de una ciudad subterránea bajo la actual Seatle, donde mora el criminal, como parte de ese pasado que se pretende enterrar, pero que comunica con el presente.


La extraña punción y pérdida de sangre de las víctimas vuelve a colocar el suceso en los límites de lo sobrehumano, en un trance que se repite matemáticamente cada veintiún años, de forma consecutiva. Una feliz ocurrencia que conecta los asesinatos con otros crímenes no resueltos del pasado, y que personalmente, me retrotrae al magnífico capítulo de la serie Star Trek (1966-1969), escrito por Robert Bloch (1917-1994) y titulado El lobo en el redil (Wolf in the Fold, 1967). La longevidad del asesino queda al descubierto, en tanto que su rostro no es mostrado al público hasta el final de la película. No tratándose, como ya he dicho, de un estrangulador al uso, sino de un verdugo cuyos atributos físicos van más allá.

A Kolchak le son confiscadas las pruebas otra vez. No en vano, el personaje se está enfrentando continuamente a la “versión oficial” de los hechos (nada que ver con la casta mediática que padecemos). Asimismo, al igual que en el anterior relato, destaca en la secuela la presencia de un actor relacionado con el género. Esta vez, la aparición invitada se corresponde con la elegante y enjuta figura de John Carradine (1906-1988), como pérfido director del Daily Chronicle, periódico para el cual trabaja ahora el bueno de Kolchak, y en el que, como también he señalado, su único aliado será el archivero Berry; representante del internet de nuestros días, es decir, toda una mina de información para el que sabe buscar (si bien, con una mejor estética y el inestimable olor de los libros). Por suerte para nuestro periodista, sino las leyes, al menos las pruebas y los hechos sí le darán la razón.


Investigador de lo sobrenatural, en la línea del profesor Hesselius de Sheridan LeFanu (1814-1873), el Thomas Carnacki de William Hope Hodgson (1877-1918), o el John Silence de Algernon Blackwood (1869-1951), el periodista Carl Kolchak, sostenido con habilidad y convicción por el actor Darren McGavin (1922-2006), debe de tener su espacio particular en la memoria de los aficionados al género. Un género ya honorable, tan literario como visual, donde, como recuerda la doctora Crabweb, incluso tiene cabida un mortífero émulo del conde de Saint-Germain (1703-1784). Será por ello que el inestable estrangulador de la noche recrimina a Kolchak: usted ha profanado mi mundo.

Escrito por Javier C. Aguilera



La tejedora de la muerte, de Concha López Narváez

25 octubre, 2017

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Existe toda una colección de novelas que se distribuyen entre la población a golpe de obligatoriedad. Es decir, dejando aparte cualquier tipo de valoración, son libros que pasan de instituto en instituto como la pólvora, que entran a las familias por recomendación, o imposición, de los centros, y que por su éxito suele repetirse a lo largo del tiempo, llegando a toda una generación. No es extraño que a numerosos estudiantes andaluces, por no ampliar en exceso el espacio, les suenen títulos como Las lágrimas de Shiva (César Mallorquí, 2002), Sin máscara (Alfredo Gómez Cerdá, 1996), Nunca seré tu héroe (María Menéndez-Ponte, 1998) o algunos clásicos como el Lazarillo de Tormes (1554), Platero y yo (Juan Ramón Jiménez, 1917) y El principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943).

Reitero, no valoramos el contenido de esos libros, sino simplemente queremos apreciar la distribución que se da de ciertas obras. La razón de que traigamos a colación esta cuestión reside en que hoy comentamos una obra cuya existencia parece ir ligada precisamente a este circuito, como bien demuestra una breve búsqueda por la red: La tejedora de la muerte (1992).

La novela está escrita por Concha López Narváez (1939), perteneciente a esa estirpe moderna de escritores dedicados al mundo de la literatura para niños y jóvenes. No son pocos en España, aunque puedan resultarnos desiguales, tanto en calidad o en tipo de trayectoria. Por mencionar algunos: el célebre Juan Muñoz Martín (1929) de Fray Perico o El pirata Garrapata, Alfredo Gómez Cerdá (1951), César Mallorquí (1953), Laura Gallego García (1977), Jordi Sierra i Fabra (1947) o Elvira Lindo (1962). Muchos son los actuales lectores que han llegado al mundo del libro gracias a estos autores, por lo que no entra aquí el desprecio. Ahora bien, ello no resta que podamos valorar sus obras literarias como con cualquier otro autor, manteniendo siempre el respeto hacia quienes ponen su empeño en la escritura.


Como sucediera, por ejemplo, con El océano al final del camino (Neil Gaiman, 2013), en La tejedora de la muerte, Andrea nos narra un capítulo de su vida ligado a la infancia y a un misterio que, si bien casi había olvidado siendo adulta, retorna para cerrar las dudas del pasado, un pasado inevitable de resolver. Cuando nuestra protagonista era niña y vivía junto a su familia en el pueblo, antes de mudarse a la ciudad, ocurrió un misterioso suceso relacionado con una mecedora que se movía sola, una repentina tormenta y el terror de su madre, que siendo una mujer con problemas nerviosos, quedó marcada por aquel acontecimiento al punto de cerrar para siempre la habitación de su hija.

Sin duda, la trama mezcla elementos de misterio e intriga con algunos elementos de terror suaves. Nos podría recordar a algunos relatos de fantasmas, incluyendo su brevedad, donde no hay espacio para el desarrollo de personajes y donde el centro de atención es o bien la resolución del misterio, al estilo de la novela negra, o bien el susto de los personajes. La profundidad, los detalles, los matices argumentales y, sobre todo, la manera en que se cuenta son elementos que hacen brillar una buena historia de este estilo. Pero si todo queda reducido al mero argumento, contado de manera simple con un par de recursos (un flashback inicial y el uso del diálogo y el sueño como forma de descubrimiento), sin añadir mayor sustancia, lo que nos queda es un relato entretenido, cuya lectura prosigue por las ganas del lector de descubrir el misterio, pero sin nada que quede después.

En resumidas cuentas, Andrea es la protagonista absoluta de la historia: conocemos su perspectiva y sus detalles vitales según nos los narra, pero apenas intervienen más personajes ni su desarrollo nos llama la atención. Es más, ella misma nos revela que había casi olvidado aquel misterioso acontecimiento, y por el final podemos suponer que tampoco va a alterar en nada su futuro, casi más interesada en olvidar y no compartir su descubrimiento. Una metáfora de lo mismo que podríamos sentir con esta novela: un misterio que llega a nuestra vida y que nos deja sin más que el impacto final, que tampoco nos hará plantearnos nada especial.

Incluso su resolución peca de ciertas incoherencias. Para empezar, la figura misteriosa central, la tejedora de la muerte, retrasa en exceso su aparición en el relato, y en el momento en que aparece sirve para mostrar el enfrentamiento entre el escepticismo de Andrea con la superstición de María Francisca. Sin embargo, la protagonista cae en la duda con relativa facilidad, realiza un experimento que considera científico y, sin embargo, obtiene un resultado fantasioso, que también resulta incomprensible, dado que la propia lógica de lo que ocurrió en su infancia rechazaría que ella pudiera reencontrarse con la tejedora de la muerte, algo tan solo comprensible desde la propia memoria. Ahora bien, lo que al final se nos plantea casi es una vivencia astral, por lo que el relato acaba por tratar todos los frentes sin decantarse por ninguno y sin que parezca cambiar en demasía la actitud de la protagonista. Y, para colmo, lo apuesta todo a ese único elemento.

Así pues, la novela es entretenida en ese aspecto, una propuesta atractiva para una tarde tranquila y que engarza con aquel placer que nos proporciona de forma semejante los relatos de terror y las novelas negras. Sin embargo, está claro que se ha confundido la sencillez que a veces requiere el público infantil o juvenil con la simpleza. No es la primera vez, ni es la única obra que lo hace, pero al menos podemos considerarla un puente interesante para otras novelas más ricas que sigan una línea similar. Quizás algún joven lector de La tejedora de la muerte se acabe por sumergir en Edgar Allan Poe (1809-1849), descubra tarde o temprano a Lovecraft (1890-1937), se acerque a El sabueso de los Baskerville (Arthur Conan Doyle, 1902) o le sirva para engarzar con los misterios de Agatha Christie (1890-1976) y seguir, quién sabe, hasta Raymond Chandler (1888-1959). Si sirve para ello, podemos darlo por bueno, aunque consideremos que se ha desperdiciado una buena oportunidad.

Escrito por Luis J. del Castillo



Clásicos Inolvidables (CXLIII): El clavo y otros cuentos, de Pedro Antonio de Alarcón, y adaptación de Rafael Gil

22 octubre, 2017

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Como muchos jóvenes, Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) padeció el típico periodo revolucionario y exaltado, al que se sumó una rebeldía abierta contra la imposición -más que autoridad- paterna. Al punto, no solo de enfrentarse con la voluntad del progenitor, sino de colgar los hábitos a los que parecía estar abocado. Acalorado y libelista, como lo define en este periodo de su vida Laura de los Ríos (1913-1981), en su introducción a La Comendadora, El clavo y otros cuentos (Cátedra, Letras Hispánicas, 2000), Alarcón abrazó finalmente el sosiego y la comprensión que proporciona la experiencia, adhiriéndose con fervor al catolicismo (si el cambio hubiera sido al revés de seguro que habría sido menos atacado).

Colaborador en diversos periódicos, el joven Pedro Antonio tomó parte en la guerra con África auspiciada por Leopoldo O’Donnell (1809-1867), en 1859, para más tarde poner su pluma al servicio de la Unión Liberal, posicionándose contra el ministerio presidido por Narváez (1800-1868). Razón por la cual fue desterrado a París y, finalmente, confinado en Granada (hasta 1868). Con la Restauración de 1874, tras la fallida Primera República (1873-1874), quedó liquidada la segunda guerra carlista y España entró en unos años de relativa tranquilidad.

Esto en cuanto a lo histórico-biográfico, en cuanto a lo estrictamente literario, siendo ambas facetas comunicantes, debo comenzar diciendo que no estoy de acuerdo con esa idea tan extendida que contempla la perspectiva romántica como un pesado fardo, por el mero hecho de haber finalizado su periodo más crucial. Legítimamente, se puede ser post romántico, neo modernista, semi naturalista, o lo que se quiera, fuera del marco temporal significativo de estos movimientos artísticos -si es que pueden delimitarse tanto-. La razón es que tal marbete crítico acarreó al autor cierto acomplejamiento.

Es posible que Alarcón no tuviera en gran consideración los presentes relatos, que pese a todo(s), han acabado por sobresalir de entre toda su obra literaria, pero me temo que ello se debió a una auto discriminación de tipo estético y semántico auspiciada por la crítica, en un momento en el que el romanticismo ya se consideraba abolido y finiquitado. Por el contrario, estos relatos, que paso a detallar, constituyen un excelente y deleitoso legado (post) romántico. Además, a este reparo crítico podemos añadir, en la edición que nos ocupa, la torpe costumbre de intercalar el análisis de los cuentos antes de que el lector haya tenido ocasión de leerlos. Pero al cabo esto tiene fácil prevención: leer dicho estudio a posteriori.

En una casa señorial frente a la Alhambra de Granada, en la Carrera del Darro, y hacia 1768 para más señas, habita una estirada condesa, su nieto y una comendadora (hija de la condesa pero no del muchacho), responsable de su educación. ¡Si es que puede!, porque el chico se revela como un caprichoso y maleducado pupilo desde temprana edad. Alarcón sincroniza la inconveniencia de los acontecimientos (que no desvelaré), con la acusada opresión del ambiente. De hecho, La comendadora (c. 1868) lleva por subtítulo Historia de una mujer que no tuvo amores. Un conflicto que va más allá de la mera educación recibida o la ausencia de esta, debido a una errada interiorización de la prosapia, para recalar en el ámbito del carácter puro y duro, o mejor aún, de lo conscientemente perverso y maligno que habita en algunas personas. El sol radiante que inunda la casa al principio del relato se contrapone a la naturaleza oscura de dos de estos personajes, contemplados desde un tiempo presente por el autor-narrador, que sabe transmitir al lector, no solo la inexorabilidad del paso del tiempo y la futilidad de las vanidades o cuitas humanas, tan cíclicas como el mismo tiempo, sino además, el olvido de la mayoría de los mortales que pueblan las ficciones en su conjunto, y que tan relevantes se creían (una ficción dentro de la ficción). Seres que, por supuesto, también pueblan las realidades (valga el retruécano, reales o irreales). De este modo, el ubi sunt de Pedro Antonio de Alarcón se mofa de cargos y boatos.

A La comendadora le sigue el célebre El clavo (1853), debido sobre todo a la espléndida adaptación cinematográfica que comentaré al final. En esta ocasión, el narrador es un joven enamoradizo llamado Felipe. Su viaje en carruaje pondrá en marcha los esquivos mecanismos del azar y la fatalidad. Un azar tal vez determinista pero que, de alguna manera, dispone otro recorrido de tipo interno que marcará de por vida a los protagonistas. Su compañera de carruaje es una hermosa joven que viaja bajo nombre supuesto. Por descontado que Felipe se siente muy atraído hacia ella, si bien, la muchacha frustra todo conato de intimidad, llegando a declarar poco después que yo no amaré jamás a nadie. Las razones para tal desapego no son un carácter desabrido: como una premonición, se percibe cierta fatalidad dramática que no exonera nunca.


Reunido más tarde con su buen amigo, el juez Joaquín Zarco, este le cuenta a Felipe otra desdicha amorosa (tan afligido está Joaquín que Felipe no le refiere la suya). No obstante, ambos estarán bastante ocupados tratando de resolver un crimen, revelado gracias al clavo hallado en una calavera, en el cementerio local al que ha sido destinado Joaquín. Precisamente, será Zarco quien, por esa mala fortuna del destino, juzgue al criminal. Y aunque llega el indulto, la angustia del proceso ya ha acabado con la vida del atribulado asesino (antes de la ejecución).

En el siguiente cuento, El extranjero (1854), otro objeto, en concreto, un colgante con una fotografía, será nuevamente la causa de que se resuelva un delito que, de no ser así, habría quedado impune. Como en un rompecabezas que va tomando forma, la historia ofrecida por el narrador de los hechos (que le han sido referidos por un tercero), se adapta y acopla a la del resto de personajes (unos militares jubilados), conocedores del suceso tan solo en parte. Se trata de otro estupendo relato (aunque en el desglose crítico se repita hasta la extenuación el equívoco término de “historieta”, propuesto alegremente por Alarcón).

A continuación, La mujer alta (1881) expone por boca del autor que no hay un solo pormenor en el relato que no sea la propia realidad. Para la antóloga y otros críticos contenidos en su análisis, este aforismo pretende hacer uso del recurso literario de dar al cuento un carácter documental real, o bien, relegarlo al reino de las alucinaciones y las pesadillas (Análisis). Algo que, en mi opinión, es una restricción que limita el alcance semántico del presente cuento y de los restantes, en cuanto a que lo que de él se deriva trasciende el ámbito de lo alucinatorio o la mera captación de benevolencia. Es cierto que se maneja el sueño como una posible explicación por parte de los inquietos (o hasta descreídos) protagonistas, pero ello no obsta para no atribuir a la narración un carácter mucho más amplio. Un valor ambiguo, si se quiere, que traspasa la propia y exigua materialidad del suceso. En La mujer alta, es el autor quien atiende explícitamente a cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, la ciencia o la filosofía, tal y como hoy se entienden (Ibídem).

Death's Waiting Room, por Mark M. Mellon
Comienza el relato cuando Gabriel, ingeniero de montes, narra la historia de un amigo suyo, que sufre una espeluznante aparición, sobria e inapelable. Un hecho sincrónico, pues la muerte encarnada se relaciona con cada acontecimiento luctuoso de la vida de este conocido (en puridad, el narrador original), dejándolo siempre a las puertas de una gran desdicha. Entre otras cosas, por suponer un terror que escapa a la certeza de las leyes terrenas. Mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban aquellas nuevas coincidencias o casualidades, le comenta el damnificado a Gabriel. Es decir, que Alarcón nos sitúa, precisamente, por encima de las meras coincidencias y casualidades.

En este campo, resulta evidente el (re)conocimiento del escritor granadino hacia Edgar Allan Poe (1809-1849), y su gusto por probar lo imposible, lo extraordinario, lo extranatural, lo inverosímil (en apalabras de Alarcón). No para constreñirlo al ámbito de lo ilusorio y pesadillesco, repito, sino justamente para desatarlo del mismo. Y como suele ser habitual, además de literariamente afortunado, Alarcón dibuja una trama que evita el adelantar o adscribirse a una explicación teórica concreta (laica o religiosa), sino que se materializa narrando los hechos con la mayor objetividad y apertura de los sentidos. Por algo, inverosímil no es sinónimo de imposible. Ahí reside la clave de estos relatos que, como es lógico, nos es ofrecida por el propio autor.

Seguidamente, El amigo de la muerte (1852), último relato contenido en este volumen, depara una visión de la muerte diametralmente opuesta (o si se prefiere, complementaria) a la anterior, al revestirse esta nueva personificación con ropajes más compasivos y menos aciagos, casi beatíficos. Para mayor aclaración, este personaje se permite recordar que no es ella la que causa el sufrimiento, sino la propia vida. De hecho, supone para el joven protagonista, el zapatero Gil Gil (sic), una alternativa, que además forma parte de un Dios tan eterno como impenetrable. El pacto de la Muerte con el muchacho, que ha sido desposeído de su alcurnia y heredad, le confiere un aura o magnetismo que lo hace irresistible (también la condesa causante de sus penurias hace gala de una “magnífica hermosura”, previa a su prematuro fallecimiento). La Muerte parece proveer al joven de la felicidad que se le ha adeudado. El diálogo entre Gil y la condesa, una vez es consciente esta de que va a fallecer, es ciertamente notable. Como lo es la fusión de los jóvenes amantes, Elena y Gil, en el entramado cósmico dispuesto por Alarcón (descrito en el episodio XII). Una alucinación extraña y un lugar al que habrá de acudir finalmente el muchacho para ocupar su lugar, pues el ser devuelve sus sustancias a la madre Tierra (Op. Cit.). En cuanto al tercer personaje, reprocha a los humanos que viven sin dedicarme un recuerdo hasta que llego a buscarlos, siendo meridiano el que las ciudades muertas están más habitadas que las vivas (Ibidem). En efecto, en El amigo de la muerte, las miserias y las grandezas son totalmente circunstanciales.

Cycle of Death and Birth, por Syamarani Dasi
Por eso la Muerte es vida para estos personajes y para los seres humanos en su conjunto, en un giro final sorprendente, de asombroso paralelismo con las narraciones literarias y cinematográficas más modernas -y no me refiero solo a las más recientes-. De este modo, sobresale la poderosa humanidad de todos y cada uno de dichos personajes, en un escenario esencialmente cristiano, pero sorprendentemente reencarnacionista y extra planetario, que le confiere al cuento una enorme y talentosa singularidad.

Por eso no está de más entender las divisiones de los relatos (en capitulitos) como un recurso esporádico que modula o varía el punto de vista de una realidad alternativa, al igual que sucede en el cine. Una fórmula divisoria tonal más que argumental.

Y ahora procedo con el comentario de la adaptación cinematográfica de El clavo. Durante demasiado tiempo, entre los errores más comunes y contagiosos de algunos llamados intelectuales -por ellos mismos o por otros- estuvo la opinión de que el cine español de los años cuarenta y cincuenta era malo (después de haber vivido de él, por supuesto). De hecho, el haber sido partícipe de un determinado momento histórico, formando parte, como es el caso, de una industria, no es sinónimo de haber sabido advertir los valores culturales (cinematográficos, en este caso) que tal coyuntura depara, o al menos, que están presentes en muchas de sus creaciones, al margen o por encima de las ideologías políticas. Suele suceder cuando se cambia una idea extremista por otra, sin advertir el encasillamiento que supone la nueva opción. Algo así como el realizador eternamente descontento con el resultado final de una película, por lo demás excelente, por el hecho de no responder a lo que él deseaba o imaginaba a título personal. Así, se ha hecho demasiado común, a fuerza de repetir medias verdades, la vetustez y supuesta inferioridad del cine industrial o de género. Un trabajo concienzudo de quiénes abominaron de buena parte de aquel cine (al igual que el de otras épocas y facturas), pero que luego no se han perdido el aparecer en un documental conmemorativo tras otro.

Potencialmente dramática, El Clavo (Cifesa, 1944) fue trasladada del escenario andaluz primigenio a tierras conquenses y madrileñas, siendo el protagonista principal el juez Javier -por Joaquín- Zarco (Rafael Durán), en lugar del Felipe imaginado por Alarcón, por lo que ambos personajes se transfieren a uno solo.

La precisa realización de Rafael Gil (1913-1986), también adaptador del texto, cuyos diálogos definitivos recayeron en el dramaturgo Eduardo Marquina (1879-1946), sobresale, por ejemplo, en el empleo del plano-secuencia, o del plano cenital o aéreo, que sobrevuela a unos personajes que celebran un carnaval. A lo que se añade un movimiento digno de Lubitsch (1892-1947), cuando la cámara asciende por la fachada de un hotel mostrando las habitaciones de sendos huéspedes, Javier y Blanca (Amparo Rivelles), uno encima del otro. Algo que sucederá en dos ocasiones, con distintos significados. 

Además, como curiosidad, Rafael Gil contó con un joven José Antonio Nieves Conde (1915-2006) como ayudante de producción. Una producción en la que también destacan el compositor Juan Quintero (1903-1980), el excelente fotógrafo de Alfredo Fraile (1912-1994), los diseñadores de vestuario de José Monfort (-) y Humberto Cornejo (-), y el estupendo decorador Enrique Alarcón (1917-1995). Entre los escenarios proporcionados por este último, se incluyen la casita campestre donde Javier y Blanca se cobijan de la lluvia, unas solitarias y sugestivas calles de provincia, la atestada oficina del juzgado, el camposanto, un salón de baile, las estancias en casa de los padres de Blanca, o la celda donde esta se encuentra con Juan Medina (el magnífico Juan Espantaleón), secretario del juzgado (que además, mantiene oculta su afición por la poesía). En definitiva, un trabajo de reconstrucción bello y artesanal (cosas de la industria del cine), elaborado en los famosos estudios Sevilla Films.


Interesante es constatar otras modificaciones -más que diferencias- respecto del original, como el hecho de que la pareja protagonista sea tomada por un matrimonio en la fonda donde reponen fuerzas, “trance” que en el libro es desmentido, y que se repetirá cuando unos hospitalarios granjeros también los tomen por tales. Sin embargo, lo que no varía es la circunstancia de que los amorosos requiebros y las forzadas casualidades de Javier son abortados de continuo por Blanca.

Aunque el final también se ve matizado, la sustancia dramática del relato escrito no se ve alterada. En la película, el crimen es posterior al primer encuentro de Javier Zarco con el asesino. Asimismo, Rafael Gil incorpora un flashback donde Blanca discute acerca de su infeliz porvenir con sus padres y el indiano que trata de forzarla al matrimonio (José María Lado). De esta manera, la fatalidad del proceso se amplía a la del reencuentro malogrado con Javier, en la fonda donde han sido felices. Tras cinco años de frustración, el magistrado admite que con tal de olvidar, cualquier sitio es bueno. Una resignación que tendrá su paralelo en la posterior réplica de Blanca, cuando tratando de equilibrar la situación esta asegura que, para ser felices, cualquier sitio es bueno. En definitiva, dos caras de una misma incertidumbre, que acabará por decantarse por una de estas dos caras.

Escrito por Javier C. Aguilera



Otros mundos (XXIII): Los grandes libros misteriosos, de Guy Bechtel

18 octubre, 2017

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Ahora va a resultar que el interés por lo esotérico es característico de una determinada ideología política. Al menos, eso es lo que se desprende de algunos comentarios escritos o en audio, de argumentación demodé, pero que andan muy de moda, en los que se da por sentado un positivismo sacro, tanto religioso como estatal, como únicos organismos que han de establecer los cánones de la identidad ética.

Mientras para unos, el aficionado a los textos sapienciales o la historia de las religiones es, por definición, un santurrón intransigente, para otros, el lector de temas paranormales (por condensarlo todo), es un calmoso o exaltado sin valores, cuando no un renegado friki. No quiero ni imaginar lo que pensarán de alguien que se dispone a comentar un libro como el presente, donde ambas vertientes temáticas, con frecuencia, van de la mano. Mejor quedémonos con la idea de que estas dos disciplinas son competencia de las cada vez más maltratadas humanidades.

Que todo contenga tintes políticos para embadurnarse bien, parece condición sine qua non para que algunos respiren a gusto en su definición de un mundo en blanco y negro. Con tales mentalidades, desde luego, es imposible llegar a ningún puerto. Bastante le gusta ya al ser humano conducirse y ser conducido, no solo por doctrinas fervorosas, sino por las opiniones de terceros, tan cómodas de adoptar, o por lo que diga el líder político de turno (y este, a su vez, según soplen los vientos del partido), como para que en este blog adoptemos tal postura. En cualquier caso, quizá sea por todo esto que, a lo largo de la historia, han ido apareciendo multitud de iluminados, unos mejores y otros peores, todo hay que decirlo, para una vez difuminado el empacho de las adscripciones confesionales y las disciplinas “de partido”, por la acción de los siglos, hacernos reflexionar por nosotros mismos, que es a lo que debiera tender siempre el ser humano, con el debido respeto hacia quienes le rodean y hacia uno mismo. Otra cosa será el nivel cultural que cada “religioso” o “esotérico” posea, siempre con el peligro de anteponer su exclusivista forma de pensar a la praxis profesional.

En Los grandes libros misteriosos (Les grands libres mysterieux, 1974; Plaza & Janés, Col. Otros Mundos, 1977), del historiador y periodista Guy Betchel (1931), aparecen nombres relevantes del ámbito de lo mistérico y lo escolástico, no pocas veces, malinterpretados por los oponentes o por el exceso de fervor. Con demasiada asiduidad se ha pasado de la doctrina al adoctrinamiento.


¿Qué mano, desde hace siglos, se ensaña en incendiar los compendios del conocimiento?, se pregunta Bechtel al inicio de su libro (El misterio y la maldición). No se trata tan solo de la actuación dañina de algunas turbas metafísicas que, en el pasado, se enfrentaron las unas con las otras; también podemos trasladar esta pregunta a nuestra actualidad y contemplar cómo existen ideologías extremas que, en su afán por controlar al individuo, mutan el conocimiento, que es el sustento de la auténtica libertad, por la arbitrariedad y la moral bipolar de la vigente politicopatía. Porque todo es político a sus ojos (Op. Cit.). Baste comprobar el nivel cultural que, como media, poseen nuestros políticos en el presente.

La maldición que suponen gentes a las que el desconocimiento de la persona les viene de perlas, no puede sofocar, pese a todo, unos hechos que, como elucubra el autor, escapan a la mera casualidad. Además, recuerda Bechtel algo que, de puro evidente, se suele olvidar, como es el hecho de que la censura y la inquisición son ejercidas en todas las épocas en distintas formas (Op. Cit.).

Este primer capítulo introductorio resulta interesante por sentar las bases de lo que se va a desarrollar en los restantes, esta vez, con nombres propios. Obras no tomadas en su conjunto sino, de forma más acertada, centrándose en alguno de sus componentes. Por ejemplo, con respecto a la Biblia, Bechtel reflexiona, en los capítulos correspondientes, acerca de las fascinantes características del Génesis o el Libro de Enoch. También podemos destacar, y no porque se agoten aquí las reveladoras consideraciones del autor, el Zohar o Libro del Esplendor, tratado de la cábala que trata de arrojar luz en aquello que se nos muestra oculto, buscando una clave alfabética y numeral en los textos bíblicos. Una forma mágica de desvelar toda la Creación, en la que la divinidad no se manifiesta sino al que la trabaja. El autor incluye además una tabla con el valor esotérico de las distintas letras hebreas (El Zohar y las grandes obras de la cábala).

Todo un recorrido divulgativo e instruido, que incluye las principales guías de la literatura zoroástrica, los textos cátaros o los códices aztecas y mayas, respecto a los cuales, el autor aclara que no solo la destrucción voluntaria ha sido la causante de la actual escasez de textos, sino también accidentes e imprevistos como los de los archivos reales y la biblioteca del templo, junto al hecho de que los propios indios alfabetizados olvidaron cómo se escribía el náhuatl, o igualmente, que lo poco que pudo ser salvado se debió, principalmente, a algunos misioneros. Entre los grandes libros mágicos, Bechtel también se acuerda de obras como el Enchiridion, y los más anecdóticos pero exóticos recetarios Las clavículas de Salomón, El Pequeño Alberto y El Gran Alberto

The Obsequies of an Egyptian Cat, de John Weguelin
De todo este conjunto, los escritos atribuidos a Hermes Trimegisto ocupan un lugar primordial. En concreto, su Libro de Tot, que nos adentra muy particularmente en la cultura egipcia, de brumosa transición desde el neolítico y de un marcado desarrollo hermético, y que de forma más genérica, nos habla de los aspectos más incógnitos y espirituales del ser humano en su conjunto (una trascendencia más allá de la peculiaridad de los pueblos). El Libro de Tot es, entonces, como un código de cartomancia egipcia, claro antecedente de las setenta y ocho láminas que configuran el actual Tarot. Un tratado que conocerá un nuevo periodo de popularidad durante los siglos XVIII y XIX, donde cada individualidad integra un Todo, si bien, con el riesgo de ramificarse en una serie de imposiciones sin la adecuada independencia de criterio de dicha individualidad (Los escritos de Hermes Trimegisto).

El mismo interés desprenden los libros de profecías, misteriosos por su contenido y malditos por ser perseguidos y destruidos. El mensaje que llevaban, anunciando las cosas futuras, no podía resultar más que insolente a los ojos de algunos que creían dirigir el destino del mundo (El misterio y la maldición).

De este modo, junto a la visión del apocalipsis de los egipcios, destaca la gesta que supuso la recuperación de los papiros coptos, en manos de los traficantes, así como las obras maestras salidas de las manos de los monjes de Spanheim, Alemania, convertida en toda una ciudad del libro. Obras con los que se pretendía reemplazar la magia negra por una magia natural, a base de cábala, alquimia espiritual y ciencia secreta y cristiana (La esteganografía de Tritheim). Otras bibliotecas y catálogos mágicos fueron pasando de mano en mano y de mente en mente, en un amor tan bibliófilo como evocador de esas ciencias ocultas, en su acepción más positiva, aunque también reservada. Buen ejemplo de ello es la rareza del Mutus Liber, de 1677, un libro para todos que solo leerán algunos (El irrecuperable Mutus Liber). O la historia del adolescente que, en busca de sí mismo, legó una obra destinada a un nuevo equilibrio del mundo, entre el simbolismo poético y el iluminismo (Las misiones de Saint-Ives D’Alveydre). Y en fin, un compendio que tampoco se olvida del sugestivo enigma del autor de El misterio de las catedrales (Le mystère des cathédrales, 1926) y Las moradas filosofales (Les demeures philosophales, 1930).


Los diversos avatares que han sufrido estos textos emblemáticos son abordados por Guy Bechtel con rigor y amenidad. Todas estas vidas y obras nos siguen planteando cuestiones que animo a cada lector a descubrir por sí mismo (¡el privilegiado lector de buenos ensayos histórico-esotéricos!). De este modo, Los grandes libros misteriosos ofrece el desglose de una serie de cosmogonías, que tal vez formen parte de una sola, que se ha venido transmitiendo a pesar de todos los impedimentos. Valores universales desgranados por épocas y culturas (hebrea, cristiana, egipcia, griega, árabe, mesopotámica, caldea, etc.), y que conforman un corpus hermeticum denigrado por la voluntad de los poderes, la incompetencia o, como recalca Bechtel, la estupidez humana (La destrucción de los libros). Todos ellos, contenidos en este estupendo ensayo, que de nuevo demuestra que el tiempo mantiene eternamente jóvenes las buenas obras.

A fin de cuentas, nada hay peor que no saberse un siervo. Cuando se cede o imposibilita la libertad individual, se crea un hueco que otros llenan. Ahí radica el verdadero reto diario. Así, al menos, podremos hacer frente a dos de los grandes males de nuestro tiempo: el maniqueísmo y la ignorancia.

Escrito por Javier C. Aguilera


Luces del norte, de Philip Pullman

16 octubre, 2017

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Con cierta facilidad solemos asignar ciertos géneros a una determinada edad. La fantasía, por ejemplo, había quedado relegada en el imaginario colectivo al mundo de la infancia, como quizás la ciencia ficción formaba más parte de los adolescentes que de los adultos, aunque ambas ideas estén, en realidad, equivocadas. En cualquier ámbito encontraremos obras destinadas a un determinado público de forma muy evidente, pero hay otras que llevan a engaño y que contienen en su interior dos realidades: aquella que llegará al público más juvenil, es decir, la lectura más literal, y aquella otra que existe en el fondo, entre líneas, normalmente dirigida al adulto que también se acerque a estas obras y también a los jóvenes lectores que sean capaces de entender el mensaje escondido tras la metáfora.

Podría ser el caso de Las crónicas de Narnia (C.S. Lewis, 1950-1956), pero en esta ocasión nos adentraremos a una saga diferente, y de tendencia contraria según el propio autor, Philip Pullman (1946), ha señalado: La materia oscura, cuyo primer libro es Luces del norte (1995). En este libro nos embarcamos en la vida de la niña Lyra Belacqua, criada en el Jordan College de Oxford donde fue dejada por su tío, Lord Asriel, tras la supuesta muerte de sus padres. 

En una vida de travesuras y rebeldía dentro de una de las instituciones más elevadas del país, nuestra protagonista desconoce que su futuro va a estar ligado a acontecimientos de suma importancia para el devenir de su mundo, comenzando todo por la desaparición de niños en todo el país, incluido su amigo Roger, pinche en las cocinas del Jordan. Después de verse obligada a escapar de las manos de la persuasiva y estricta Marisa Coulter, líder de la Junta de Oblación, comenzará su aventura junto a sus amigos giptanos para encontrar a los niños raptados, a Lord Asriel y a su inevitable destino.

El mundo que recrea Luces del norte expone su fantasía sin los elementos más habituales de la épica o del género más duro, como pudieran ser los dragones, los elfos, los orcos y demás seres propios de la tendencia literaria que podría encabezar la obra de Tolkien (1892-1973). Es más, ni siquiera se sitúa en una época antigua y exótica, sino en un mundo similar al nuestro aunque con un estilo steampunk dentro de una Inglaterra casi victoriana y donde la Iglesia (también llamada Magisterio) sigue teniendo un gran poder y dominio sobre la sociedad. Por una parte, ahí tenemos la presencia de globos aerostáticos o de dirigibles, como el zepelin de la señora Coulter, el tipo de energía con el que se ilumina la ciudad así como los elementos a caballo entre la ciencia y la ficción, como el misterioso aletiómetro, instrumento para leer el futuro, la teoría de los multiversos o las peligrosas expediciones científicas al norte. Y, por otra parte, la existencia de distintas corporaciones estamentales dentro de la Iglesia que mediante sus investigaciones tratan de ocultar o encontrar la interpretación más adecuada a sus intereses. Un estilo entre la conspiración y la fantasía más folclórica, con seres como los osos acorazados o las brujas, que nos puede retrotraer a las aventuras de Julio Verne (1828-1905).


Ahora bien, sin duda uno de los elementos más peculiares e interesantes de esta saga es la existencia de los daimonion, seres que nacen junto a los seres humanos como fragmentos de su propia alma, que tan solo pueden separarse cierta distancia y que comparten sensaciones, incluido el dolor, con las personas a las que acompañan. Precisamente, existen ciertas reglas sociales sobre los mismos, como la prohibición, o tabú, de tocar el daimonion de otra persona. Estos seres toman forma animal definitiva al llegar a la adultez, mientras que pueden cambiar de forma durante la infancia y desaparecen cuando fallece su humano. Una de las tramas principales de esta historia versa sobre su existencia y su conexión con la sustancia conocida como el Polvo, mientras que no se podría entender la historia de Lyra sin su mejor y más importante compañero, Pantalaimon, que aún no ha adoptado su forma definitiva.

Sin duda, la protagonista está bien construida. Se trata de una niña rebelde y avispada, que no duda en arriesgarse por los demás y que logra superar sus defectos con gran astucia: si no es capaz de vencer por la fuerza, lo hará por el ingenio, si debe huir, no dudará en encontrar una mentira convincente e ingeniosa. Pero esta fortaleza también tiene grietas: su incertidumbre, sus dudas, sus miedos, su impaciencia y su inseguridad, cuestiones que la hacen aún más humana y cercana. Por contra, otros personajes secundarios quedan muy desdibujados o estereotipados, caso de Roger, su amigo desaparecido con el que no tardamos en desconectar o, incluso, olvidar, como llega a hacerlo la propia Lyra.

Imagen de la adaptación cinematográfica La brújula dorada (Chris Weitz, 2007)
Podríamos clasificar en dos grupos. El primero es el compuesto por los compañeros de viaje de Lyra, encabezado por los gipcianos, que se convierten en la auténtica familia de la niña frente a los que son sus auténticos padres. Esta etnia, símil a nuestros gitanos, es denostada por el resto de la sociedad, pero mantienen en su interior unas reglas sociales muy marcadas, con un líder, John Faa, capaz de establecer su dominio no desde la tiranía, sino desde la búsqueda concertada de la mejor decisión y aportando los argumentos necesarios para convencer a su pueblo. Precisamente, todo el tramo relacionado con la sociedad giptana es de lo mejor de la aventura, en tanto que logra crear por primera vez sensación de hogar y de sociedad justa, a diferencia de la situación más confusa del Jordan College, donde se nos explica que todos querían a la protagonista, pero apenas podemos sentirlo como real, aún cuando ella ha pasado allí la mayor parte de su vida. Este sentido de orfandad y de encuentro con el auténtico hogar tiene un eco dickensiano.

A pesar de detenerse en describirnos el Jordan College y a Oxford, incluyendo a sus habitantes o sus pequeñas aventuras y travesuras por la ciudad, lo cierto es que no merece la pena dado que la mayor parta de la historia no tendrá lugar en este terreno, sino que las localizaciones se irán acumulando, lo que provocará también que Pullman optara por no detenerse finalmente en describir en demasía, salvo los lugares más importantes. Por suerte, todas las menciones a la sociedad, como por ejemplo las primeras descripciones de los giptanos, sí tendrán importancia en todo el recorrido, dado que otorgarán a Lyra y al lector información suficiente sobre las criaturas y las personas que va a encontrar en el resto de la aventura.

Entre ellos encontraremos también a otros personajes de este primer grupo, como el oso acorazado Iorek Byrnison, violento pero leal, que nos adentrará en el mundo de sus criaturas y en su sistema de honor. Durante la historia tendremos un tramo relacionado con su reino, pervertido por la influencia del Magisterio. Merece también mención la bruja Serafina Pekkala, representante de su especie y de su sino, que nos mostrará las desventajas de la inmortalidad y, por ende, la recomendación de aprovechar nuestro tiempo, y el aeronauta Lee Scoresby, intrépido aunque interesado aliado de los gipcianos. Todo este grupo está compuesto por personajes más bien planos, con una utilidad narrativa pero sin auténtica profundidad.

El segundo grupo lo componen diversos personajes misteriosos, como el propio Magisterio, desconocido en gran medida. Esencialmente, Lord Asriel, que se convertirá en un personaje gris por completo, porque a pesar de la admiración de Lyra por él, sus intenciones resultan una incógnita y, hacia el final, comprendemos que también se trata de una persona egoísta, en un estilo similar al de Marisa Coulter. Ella será la villana en origen, aunque de nuevo gris hacia el final. Se trata de una mujer elegante e inteligente, con una gran capacidad de persuasión, pero tremendamente egoísta: será capaz de usar a niños a su antojo sin ninguna piedad, pero incapaz de que le hagan lo mismo a su hija. Su sed de poder, cuyo origen nos es desconocido, la lleva a liderar una de las facciones del Magisterio: la Junta de Oblación.


Ambos mantienen una conexión muy importante con el trasfondo de la trama y con el pasado de la protagonista. No obstante, igual que ellos, el libro ofrece la sensación, una sensación real, de que existe un trasfondo que nos resulta desconocido y misterioso, pero que precisamente lo importante de la obra es ese mismo trasfondo sobre el que nunca llega el momento de ofrecernos una respuesta convincente. Es más, con el final de la obra sentimos que ese descubrimiento se posterga hacia la siguiente entrega. En este sentido, la mayor parte de la crítica señala que la obra mejora en su conjunto, como trilogía, pero sus secuelas directas y necesarias, La daga (1997) El catalejo dorado (2000), no deben impedirnos criticar varios aspectos de esta primera novela, como el propio hecho de que se pueda sentir que esta primera aventura no ha resuelto en su final algunas de las dudas iniciales, sino que arroja más al lector. Por ejemplo, desconocemos si la explicación que Coulter da a Lyra sobre el rapto de los niños es auténtica o se trata simplemente de una mentira más, por lo que ni siquiera el gran acontecimiento sobre el que versa Luces del norte, como es el secuestro y posterior rescate, logra que su motivo sea aclarado.

De la misma forma que deberíamos criticar su estructura, pues a pesar de ser cronológica y de tener un claro desarrollo de presentación, nudo y desenlace, lo cierto es que podrían haberse agrupado hechos con tal de no sentir que la obra se alargaba con una suma de acontecimientos en su tramo final. Por ejemplo, para el rescate de los niños encontramos prácticamente un tercio de la aventura, mientras que para encontrar a Lord Asriel se inicia una nueva trama relacionada con los osos acorazados justo después, aún cuando quizás para lograr un clímax más adecuado se podrían haber unido estos hechos en un mismo escenario, otorgando una mejor épica a la novela. Igual que desconocemos cuánto dura la adopción de Lyra por parte de Marisa Coulter, pero nos ofrece la sensación de ser tanto tiempo como para que el destino del resto de niños, como su amigo Roger, hubiera sido ya sentenciado. Es más, la protagonista parece olvidarse del asunto hasta cierto momento.

Philip Pullman
Así pues, Luces del norte logra ser entretenida, aunque todo el primer tramo sea bastante lento y el tramo final postergue la llegada de un clímax satisfactorio que, en realidad, crea aún más dudas. Además, peca de ser predecible para lectores más acostumbrados: en cuanto sabes algo del pasado de Iorek, supones qué pasará inevitablemente, en cuanto conectas ciertos detalles de la identidad de la señora Coulter descubres su relación con el rapto de niños... Funcionará con su público objetivo, niños y quizás adolescentes, pero adolece para lectores más maduros, que disfrutarán más del contenido situado entre líneas. Es más, cómo se desvela el origen de Lyra resulta atropellado y repentino, además de sentirse como una historia excesivamente melodramática, casi telenovelesca.

En definitiva, estamos ante una aventura infantil, con un viaje típico de estas historias, pero donde subyacen hechos escabrosos y temas adultos, empezando por el secuestro de niños para experimentar con ellos, el tema del destino con la sombra de una profecía y finalizando con las luchas de poder dentro del Magisterio, que marcan en la sombra el auténtico conflicto social, invadido de conspiraciones y posiciones que pretenden cambiar el mundo y dominarlo desde sus perspectivas. Una auténtica crítica hacia el dominio del poder que se contrapone, por ejemplo, a la forma en que John Faa ejerce su liderazgo. Sin embargo, nos deja con la sensación de haber perseguido una quimera, de que todo lo leído es un cúmulo de acontecimientos intrépidos que no nos han conducido a ninguna respuesta. Muchos han disfrutado de Luces del norte, pero quizás sus secuelas logren mejorar mi valoración sobre esta primera entrega.

Escrito por Luis J. del Castillo


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