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31 agosto, 2017

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Plaza España, Sevilla (Fotografía de LJ)
El verano va tornando a su fin tras la despedida de un agosto donde el calor, como no podía ser de otra forma, ha sido protagonista. Hemos seguido una misma línea en torno a las 11000 visitas mensuales a pesar de que hemos bajado este mes la cantidad de entradas. Tampoco nos ha impedido mantener a nuestros seguidores en Blogger, con 176, en Twitter, donde hemos sumado tres más hasta los 628, y en Facebook, con 174.

De nuevo han dominado el cine y la literatura. Hemos tenido una buena ración de clásicos literarios con la prosa y poesía completa de Rimbaud o la obra teatral Las Meninas, e incluso hemos visitado la campiña inglesa de la mano de Agatha Christie y su Muerte en la vicaría o las profundidades del mar de la mano de Antonio Ribera. En el terreno cinematográfico, hemos tenido para todos los públicos: aquellos que buscan un apasionante western con Duelo en la Alta Sierra, los que prefieren más terror, con El hombre de mimbre o La casa roja, o quienes ansían una nueva aventura de superhéroes, con Spiderman: Homecoming.

Para septiembre volveremos con más cine y literatura, y también tendremos nueva entrega de psicología. Esperamos que nos acompañéis otro mes más.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Os invitamos a conocer el canal de Pilopi donde este peculiar cocinero replica platos de series, anime, y demás locuras culinarias que se le ocurran. En esta ocasión, aprovechando el final de la séptima temporada de Juego de Tronos, compartimos su receta del pastel de carne.


"Un buen libro no sólo se escribe para multiplicar y transmitir la voz, sino también para perpetuarla"
                  -John Ruskin

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La casa roja, de Delmer Daves

28 agosto, 2017

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En su admirable prólogo, y casi participando del tono documental de algunas de las espléndidas películas de la época, La casa roja (The Red House, Thalia-United Artist, 1947) hace uso de la voz en off para situar al espectador en una geografía muy determinada y en un ámbito muy misterioso. Comenta que, al igual que en otros lugares, en Finey Ridge (de ubicación indefinida en la película), modernas carreteras han invadido su oscuridad y le han llevado la luz.

Este comentario es de lo más interesante, por su carácter atmosférico, que da a entender que antes de la llegada de la civilización, el entorno de Finey Ridge pertenecía al dominio de lo primordial y de la naturaleza, en su más amplio espectro. Característica que “invade” toda la película visual y argumentalmente, remarcando el hecho de que la consciencia de la luz es, en muchas ocasiones, consecuencia de la propia consciencia de la oscuridad (esto es, que cuando se es consciente de la una surge el entendimiento de la otra).

Pese a todos estos adelantos de la civilización, prosigue la voz en off refiriéndose a la pervivencia de unas antiguas veredas tapizadas, que cambian repentinamente de dirección. Una de ellas conduce a la granja de Pete Morgan (el estupendo Edward G. Robinson, artífice de la producción y sostenedor del acentuado hermetismo de toda la trama).

Es este un entramado en el que la naturaleza y la psicología se dan la mano, incluso para mantener un agreste y decisivo pulso, y en el que el llamado Bosque de Oxhead, se erige en protagonista esencial, receloso y mayestático, portavoz presente pero oculto de la propia personalidad de Pete Morgan. Unas contraposiciones que, sin embargo, se ajustan y definen el clima que se vive en la granja que habitan Pete, su hermana Ellen (Judith Anderson), y la joven adoptada Meg (Allene Roberts). Por algo el lugar es definido como un castillo amurallado.


El señor de dicho castillo es el agricultor Pete Morgan, según la novela de George Agnew Chamberlain (1879-1966), The Red House (1943; que sería muy grato se publicara en español alguna vez), dándose la circunstancia de que hace algunos años, sufrió la amputación de una de sus piernas. Su discapacidad se revelará pronto tanto física como mental (o nuevamente, la una, consecuencia de la otra).

Los Morgan no suelen ir al pueblo, no por ser autosuficientes, como comenta Pete a modo de excusa, sino para evitar el trato con la gente “normal” (léase, no traumatizada, ¡o no al mismo nivel!), y para no enfrentarse a los chismorreos que conciernen a su escueta familia. La granja de los Morgan se ha convertido en un reducto donde, como ocurría con la mansión de Baskerville Hall, todo lo demás conforma un traicionero, desolado y nada bucólico páramo. Más aún, para Pete, los alrededores, y en concreto el bosque Oxhead, están malditos, porque rezuman muerte y se revisten de cierta parafernalia sobrenatural, aunque en este caso, en su vertiente estrictamente psicológica, algo con lo que el realizador Delmer Daves (1904-1977) sabe jugar hábilmente (me refiero, con bastante mejor fortuna que en otros ejemplos del torpón subgénero psicoanalítico de la época). Aunque el escenario es completamente real, este casi se contempla como el acceso a otra dimensión, más mental -o temporal-, que espacial, si bien, insisto, más tangible que onírico. En suma, un lugar insólito, pero en absoluto ajeno a la realidad.


Hasta el joven Nath Storm (Lon McCallister), que trabaja como aparcero en las tierras de Pete, advierte que hay algo en esos bosques. En este sentido, la proyección psicológica es plena, siendo el espectro sobrenatural tan solo una intrigante posibilidad. El enclave se las ingenia, por sí mismo, para recrear en las mentes el brumoso misterio de una pasada tragedia. Incluso, cuando el lugar es testigo de las acometidas románticas de los jóvenes protagonistas, lo que incluye a la despierta Tibby (Julie London), joven provinciana pero no pueblerina, sujeta a sus ganas de escapar de dicho entorno (al contrario de Pete), sobre todo, si es en compañía de Nath. De hecho, el bosque se comporta como un personaje asfixiante y omnisciente, con su propio guardián y custodio, el cazador Teller (Rory Calhoun). Así se muestra cuando, una ventosa noche, un sugestionado Nath toma un atajo, bosque a través, en el que se pueden oír los “gritos” provenientes de la Casa Roja, edificación (supuestamente) deshabitada y, literalmente, devorada por la espesura. El coraje del muchacho hará que, a la noche siguiente, vuelva a enfrentarse a sus miedos, acudiendo al mismo terreno incógnito, con ánimo de traspasarlo finalmente (una intrusión más reveladora, aunque no menos accidentada).

En realidad, no es Freud (1856-1939) quien sustenta el relato, sino Jung (1875-1961), al advertir, como ya he señalado antes, que del conocimiento de la oscuridad emerge la luz, y que aquellos que no asumen e incorporan los hechos desagradables de sus vidas, fuerzan a la conciencia a reproducirlos una vez tras otra; de forma que aquello que negamos nos somete. Así lo rubrica la pertinente fotografía de Bert Glennon (1893-1967), que cubre de progresivas sombras al personaje de Robinson (1893-1973).

Pero no se trata tan solo del espacio. También el tiempo es una faceta complementaria dentro del relato. No en vano, los traumas mal pagan los favores recibidos. Por ejemplo, Ellen Morgan ha quemado su vida por tal de hacerse cargo de la de su hermano, hasta el punto de sacrificar la ocasión de un futuro prometedor junto al doctor Byrne (Harry Shannon). No por casualidad, nunca les vemos juntos a lo largo de la película.


Por su parte, a Pete el pasado le pesa tanto que se haya estancado en el presente. De improviso, la joven Meg le parece una persona adulta. No quiere que se marche de la granja; lo que semeja ser una prevención, pronto deriva -o se revela- en una conducta psicopática de egoísmo y proyección (una vez más), llevada a sus últimas consecuencias (Meg es tomada, literalmente, por otra persona, pasando a ocupar su lugar). La estoy perdiendo, se lamenta Pete, que también se muestra, en su progresivo estado de enajenación, supersticioso respecto al muchacho (piensa que las cosas comenzaron a ir mal desde que este apareció, cuando se trata de lo contrario, estas comienzan a aclararse).

Por ello, para Pete, se hace imperioso el que nada se halle sujeto a cambio, el que todo permanezca igual, como si el tiempo, en efecto, se hubiera detenido. Contempla la granja como un eterno horizonte en el que todos deben vivir para siempre. En su mente, incluso se repite la misma situación dramática que desembocó en los actuales conflictos, cuando al fin se produce su forzoso retorno al “hogar”, la Casa Roja. Momentos antes, Delmer Daves ha deslizado la cámara hacia la pernera de Pete, equiparando la minusvalía del granjero con el percance que acaba de sufrir Meg, en una de sus incursiones por el bosque. Al fin y al cabo, el secreto de la Casa Roja le concierne a ella más que a nadie, y es ella quien lo desentraña en solitario. Si para Pete, el pasado se ha convertido en una losa siempre presente, para Meg no puede haber futuro sin el esclarecimiento de dicho pasado. El día y la noche poseen otro significado en La casa roja.

La reciente reedición de la partitura de Miklós Rózsa (1907-1995), por el sello Intrada (Excalibur Collection, MAF 7122, 2012), permite apreciar, por medio de su habitual personalidad y colorido orquestal, el excelente trabajo atmosférico del compositor. Qué reconfortante tan buena partitura y qué bien casa en una película tan digna y sugerente.

Escrito por Javier C. Aguilera


La librería ambulante y La librería encantada, de Christopher Morley

25 agosto, 2017

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En La librería ambulante (Parnassus on Wheels, 1917; Periférica, 2012), de Christopher Morley (1890-1957), los personajes van a experimentar lo que les sucede a otros… en los libros. No porque vivan lo mismo que en ellos se describe, sino porque van a dar rienda suelta a su propia aventura. En este sentido, el autor hace uso y disfrute de la llamada meta-literatura sin ningún tipo de impostación de “genio”, es decir, sin aburrir ni tratar de epatar al personal, de una forma amena y asequible, con la consabida sofisticación y refinamiento británicos, importados en este caso, pues Christopher Morley era norteamericano de nacimiento. Pero la gracia literaria no entiende de fronteras.

Christopher Morley
Dos hermanos granjeros, Helen y Andrew McGill, despiertan al mundo de las letras. Pero no lo hacen al mismo tiempo. Esta llamada de la literatura es algo que llega a cada uno cuando le toca. El primero será Andrew que, más que lector, se convierte en un ávido escritor de célebres relatos campestres; sin duda, gracias a un don muy innato que reverdece. Después le llegará el turno a Helen, instalada ama de casa que apenas se ha planteado el rebasar sus horizontes domésticos. Esta otra realidad propuesta por los libros también se dará la vuelta irónicamente: cuando el hermano se convierte en escritor prestigiado, el mundo literario pasa a ser lo vergonzante para la esforzada granjera (Capítulo I). Hasta que un colorido carruaje en forma de vagón de tren, rebosante de libros fabulosos, le plantea una oferta que no puede rechazar (II). A partir de ahí, Helen MacGill emprende un acelerado curso de literatura o, lo que viene a ser lo mismo, de vida. Le compra el carromato al señor Roger Mifflin, librero trashumante oriundo de Nueva York, y, con la referida mercancía, decide vivir su propia aventura allende los márgenes de la granja, por el verde paraje de un valle de Connecticut (EEUU).


La intención primera de Helen es apartar a su hermano de esos libros, pero pronto comienza a apreciar tales artefactos, así como a la persona que le va instruyendo en su manejo y deleite. Ambos personajes complementarios emprenden un camino juntos, que es, como suele suceder, tanto físico como emocional. Esto quiere decir que, mientras Andrew se afana en plasmar sus anhelos sobre el papel -hasta que decide echarse al monte-, Helen los vive directamente, convirtiéndose en una protagonista de libro, por derecho y decisión propias.

El caso es que Roger echa de menos su Nueva York natal y anhela el regreso. Son ejemplares los momentos en los que condensa y narra a Helen lo que ha venido siendo su labor como librero ambulante, por medio de un lenguaje sencillo pero pleno de entusiasmo (IV y VI). Justo lo contrario de lo que no siente cualquiera de los empleados de nuestros modernos, desangelados e impersonales receptáculos, o departamentos, dedicados a la venta de libros (lo mismo da que sus propietarios vendieran salchichones).

El caso es que el espíritu impreso va impregnando a Helen, personaje vital pero adocenado por las tareas del hogar que, a sus treinta y nueve años, ¡se siente como una vieja granjera! (IV, X, XIII). Para Roger, sin embargo, es como si llevara dicho espíritu en la sangre. Para él, que tan solo cuenta con cuarenta y un años (XIV), y también se siente algo gastado, el llevar libros a la gente no es un oficio, sino una forma de vida, o de ser. De este modo, además de ir desarrollando su propia visión de la literatura (XI), Helen también irá conociendo en profundidad a Roger, incluso cuando este ya se ha marchado, a través de su diario personal (X) o del testimonio de otros granjeros (compradores de libros), como los Pratt (VIII).


Ahora bien, para pasar a la siguiente novela del díptico compuesto por Christopher Morley, se hace inevitable adelantar un dato, que no es otro que, transcurrido el anterior periodo de prueba y aprendizaje, ¡de rodaje, en definitiva!, los Mifflin ya se han establecido como un matrimonio de libreros en Brooklyn, Nueva York.

A diferencia de La librería ambulante, de carácter y estructura más anecdóticos, La librería encantada (The Haunted Bookshop, 1919; Periférica, 2013) ofrece una bien calculada y primorosa reflexión (más ambiciosa, si se quiere) sobre la cultura y los sentimientos a través de los libros, sazonada por una trama subterránea paralela, que se desarrolla, sobre todo, en la última mitad del libro, y que concierne al misterio de la desaparición de un valioso ejemplar del Cromwell (1599-1658) de Thomas Carlyle (1795-1881).

En La librería encantada, sobresale un incisivo análisis del ser humano (y no solo del ser humano lector), pese a que, como es bien sabido, para los anglosajones apenas existe la literatura en otras lenguas (al menos Morley, o su personaje Roger Mifflin, tiene la deferencia de nombrar a Vicente Blasco Ibáñez [1867-1928]).

Conviene detenerse un momento en otro de los personajes, el joven Aubrey Gilbert. Podría tratarse de cualquier muchacho de nuestra actualidad. Su rol es principal más que de soporte. Morley lo describe como un universitario que, concluidos sus estudios, apenas ha leído buenos libros (I); sin embargo, su buena voluntad es evidente en el desarrollo de la narración, porque Gilbert posee algo más valioso que el conocimiento, y son sus deseos de aprender, su interés por dicho conocimiento, a su ritmo y según sus propios intereses o gustos. Como cualquier joven bien dispuesto, le agrada conocer aquello que desconoce, siempre que se le dé la oportunidad para ello, algo que compartirá con la señorita Titania Chapman, heredera del emporio de Ciruelas Chapman, que queda a cargo del matrimonio de libreros por indicación de su padre (un empresario amante de los libros). No hace falta tener una gran imaginación para augurarles a estos jóvenes un porvenir común, además de ilustrado.

Aubrey trabaja en una agencia de publicidad y se convertirá en un asiduo -y salvador- de los Mifflin y su librería. La cual describe diciendo que aquello parecía un templo secreto, un lugar destinado a extraños rituales (I), sostenido por el hecho de que la gente necesita de los libros, pero no lo sabe, en palabras de Roger Mifflin (I). Dentro de la agudeza ya señalada, una saludable ironía se desprende respecto de los agentes comerciales, los críticos y los libros de moda, y un marcado ingenio psicológico anima a los personajes centrales. Como se suele decir, todos ellos están muy bien dibujados y descritos (un nivel no tan fácil de alcanzar, sobre todo, cuando tanto se lleva el estereotipo). En fin, para Roger, la oferta es creada por la demanda, y no al revés (II).


También es significativo el que, a diferencia de otros establecimientos, en la librería de los Mifflin, los libros sean de segunda mano, lo que se traduce en que son portadores de una vida propia y particular. La mejor definición de por qué está encantado este lugar la ofrece el propio Roger al final del capítulo VI. Hasta cuando dirige una misiva a Andrew, el hermano de Helen, no puede evitar expresarse como un librero muy versado (IX). Para Roger, el único consuelo permanente son los libros (IX).

Aquí, nuestro personaje tiene la más afín edad de sesenta años (más adecuada a las vivencias expresadas en el relato). Lo cual, o bien determina un lapso de tiempo mayor entre ambas novelas, o bien debemos considerar sus cuarenta y un años -¡tan solo un par de años antes!-, como una licencia. Sea como fuere, gracias a su sopesada experiencia nos confiesa que aprendí a desconfiar de la mitad de lo que se publicaba en los periódicos (…), además de que cuando se rasgan todas las fibras de la civilización, es preciso mucho tiempo para volver a tejerlas (VI).

Aun siendo un librero, ambulante o establecido en Brooklyn, Roger no deja de ser partícipe, en cada una de las novelas, de una apasionante aventura (en compañía de Helen o del joven Aubrey, respectivamente).


Por su parte, Aubrey Gilbert trata de sobrevivir en la creciente jungla de asfalto con sus habilidades y recursos. Pese a no ser un lector tan eminente, el muchacho se convierte en otro personaje de libro, esta vez, de género policíaco, al desentrañar toda la trama misteriosa que se cierne sobre la librería encantada. Entre una determinación pragmática, como publicista, y una imaginación desbocada, como detective amateur, el chico se muestra tan honesto como (felizmente) impulsivo. Para el personaje, no puede haber lo uno sin lo otro. Si en Roger Mifflin, la literatura se confunde con la vida, para Aubrey Gilbert, este está comenzando a vivirla sin darse cuenta de que forma parte de ese universo que se plasma sobre el papel. De hecho, a los cuatro personajes principales dedica Christopher Morley unas últimas palabras, por boca de Roger, que nos recuerdan que la gente que sale en los libros se vuelve más real para el lector que cualquier ser humano de carne y hueso (XV).

Escrito por Javier C. Aguilera


Spider-Man: Homecoming, de Jon Watts

23 agosto, 2017

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La época de superhéroes que vive actualmente el mundo del cine surge con fuerza a inicios de este siglo con dos trilogías que compartieron una característica tercera parte fallida: X-Men y Spiderman. Ambas han sido reseñadas con anterioridad, pero valga la referencia para hablar de la popularidad del héroe arácnido no solo en los cómics, sino también en el mundo audiovisual, incluyendo aparte de hasta cinco adaptaciones cinematográficas en apenas tres lustros, varias series animadas que gozaron o gozan de un éxito dispar, pero siempre contando con la atenta mirada de sus seguidores.

Ahora el increíble hombre araña ha regresado a las manos de Marvel gracias a un acuerdo logrado con Sony para formar parte del universo cinematográfico que han erigido en los últimos años con gran acierto de taquilla y una buena recepción crítica en general. Así ha llegado a nuestras pantallas un nuevo reinicio cinematográfico con el título de Spider-Man: Homecoming (2017).

A los mandos de la película encontramos a Jon Watts (1981), director aún poco conocido que tan solo tenía en su haber dos largometrajes dirigidos: Clown (2014) y Coche policial (2015), ambos de argumento semejante en cuanto a la intriga, la primera en el género del terror y la segunda en el de la road movie. A raíz de su afición por el cine de los ochenta y como fan del superhéroe arácnido, Jon Watts plantea esta versión en un tono adolescente que nos recuerda a ciertas historias ochenteras en torno a la figura del nerd, algo que se plasma incluso en los créditos finales, sin olvidarnos del homenaje inicial a la música de la serie animada de los sesenta y ciertos guiños a las anteriores versiones de Spiderman en el cine.


De esa forma, tenemos a un joven Peter Parker (Tom Holland) al que seguimos en sus primeros intentos de convertirse en un superhéroe. Su carácter juvenil le lleva a actuar con ganas para ayudar a su ciudad, Nueva York, mientras le va restando tiempo a su vida académica y personal de adolescente normal. Sus ansias por conseguir la atención de su mentor y de los Vengadores provocará que se inmiscuya en un negocio de armas y tecnología muy avanzada surgida desde el ataque alienígena de los chitauri, sin medir las consecuencias de sus actos o las vidas que quedarán afectadas. Sin duda, se trata de un adolescente bienintencionado, pero torpe. Capaz de mostrarse perspicaz y buena chispa humorística como Spiderman, pero que como Peter muestra cierta ineptitud social e inexperiencia en el mundo de los héroes. Todavía es un muchacho inocente demasiado inocente para el mundo en el que se está adentrando. A la vez, no deja de sentirse como un niño abandonado por Iron Man (Robert Downey Jr.), a quien ve como el guía para convertirse en el héroe que cree que podría ser.

Todos estos elementos se entremezclan para dejarnos uno de los mejores retratos del personaje en el cine sin necesidad de centrarse en sus orígenes o añadir un exceso de tragedia. Ahora bien, podemos notar cómo falta cierto carácter trascendental, sobre todo cuando el tema de fondo de la película es la cuestión del superhéroe y qué supone serlo y merecer tal nombre. Si bien tendremos varias escenas serias muy bien planteadas, como un excelente diálogo entre el Buitre y Peter Parker digna de un buen thriller o el clásico anticlímax en el que el protagonista sufre una crisis y debe asumir su deber como héroe frente a la adversidad, nos parece insuficiente frente al exceso de humor repartido entre prácticamente todos los personajes, pudiendo llegar a resultar cansino. Es más, otro de sus defectos es la ausencia de conflictos secundarios relevantes o meramente interesantes, dado que el resto de personajes del plantel, a excepción del antagonista, están vacíos o son estereotipos y clichés que solo sirven para aportar el perfil justo o la frase necesaria, sin más.


Ahí tendremos el interés romántico del adolescente, Liz (Laura Harrier), el simpático amigo aún más friki que el propio protagonista, Ned Leeds (Jacob Batalon), el rival o matón descafeinado en todos los sentidos, Flash Thompson (Tony Revolori), incluso la compañera de clase excéntrica y crítica que estará habitualmente pendiente o cercana al protagonista, Michelle Jones (Zendaya). Ni siquiera faltará la figura del mentor en Iron Man, la del profesor enrollado o una tía May (Marisa Tomei) más juvenil, alegre y alocada, en el rol de madre cercana y laxa. Por cierto, sin mención alguna al tío Ben o a su muerte, ni parece que haya ninguna necesidad.

Por contra, debemos alabar el desarrollo de un villano creíble gracias a un Buitre (Michael Keaton) que se inserta a la perfección en la lógica del universo cinematográfico y que se nutre de los acontecimientos anteriores para dar verosimilitud a su maldad. Estamos ante una especie de gángster moderno que se autojustifica en el porvenir de su familia sin atender al daño que está causando a su alrededor, llegando a ser tan astuto como despiadado. Cuando Spiderman comience a inmiscuirse en su camino, será el momento en que su rivalidad se convierta en algo personal, pero con un fondo de cierto honorabilidad, como comprobaremos en la secuencia de los créditos.


Toda la trayectoria del villano prosigue la línea de lo ya visto en anteriores películas de la franquicia: el efecto negativo de los actos de los Vengadores. Resulta relevante mencionar la importancia que tiene mencionar el universo cinematográfico que ha creado Marvel y donde se introduce este personaje gracias a esta película. A diferencia de otras versiones cinematográficas del personaje, este Spiderman vive su inserción en un universo que ya ha sido creado antes de su aparición. Quizás por ello, los responsables de la película no han dudado en dar un enorme peso a las consecuencias del resto de historias, lo que le otorga cierto carácter episódico posterior a la superior Capitán América: Civil War (Hermanos Russo, 2016).

Es decir, más que una historia sobre el héroe arácnido, estamos ante la narración de cómo se inserta al personaje en este mundo de Vengadores, invasiones extraterrestres y consecuencias reales, lo que acaba por restarle importancia al personaje en sí frente a la franquicia. Precisamente, estamos ante un cine de empresa, más que un cine de autor, como pudiéramos encontrar en el caso de Pixar, donde cada obra comienza a compararse entre sí por el sello y no por la mano de quien la dirige, quizás con la excepción en este caso de James Gunn (1970) con Guardianes de la Galaxia, sin dejar de estar cortada por un patrón semejante.


Al llegar a este punto, cabe plantearse qué valoración podemos tener de Spider-Man: Homecoming y tan solo sobresale su capacidad para entretener de forma vistosa, su posible gracia, aunque pueda llegar a resultar pesada la acumulación de chistes, su carácter adolescente que gustará a ciertas edades, su giro argumental poco sorprendente para los espectadores más habituados y una realización corriente, correcta, que brilla en ciertas ocasiones. No podemos sentirla más que como una aventura más a las que nos estamos acostumbrando en el panorama Marvel, quizás con una de las mejores y más divertidas encarnaciones del héroe arácnido, sin caer en excesos melodramáticos, pero que no ha tenido una historia tan firme y atractiva como se merecía. Quizás esté por llegar.


Titanic en el cine: Jean Negulesco, Herbert Selpin y Roy Baker

20 agosto, 2017

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EL HUNDIMIENTO DEL TITANIC, TITANIC y LA ÚLTIMA NOCHE DEL TITANIC

El hundimiento del Titanic, en la versión de Jean Negulesco (1900-1993), para Twentieth Century Fox (Titanic, 1953), da comienzo con la inclusión de dos planos reales, los de sendos icebergs. Uno se precipita sobre sí mismo y el otro parece emerger de las aguas. Esta doble imagen también se puede aplicar a las conductas y motivaciones de los seres humanos que, como se dice ahora, focalizan el relato cinematográfico.

Maravillosamente escrita por Charles Brackett (1892-1969), Walter Reisch (1903-1983) y Richard Breen (1918-1967), El hundimiento del Titanic ilustra ese desmoronarse y emerger de las relaciones, tomando como ejemplo la situación crítica de una familia (entre los cónyuges y entre padres e hijos). Un morir para renacer, motivado por una catástrofe más amplia y definitiva, no solo en el caso de los supervivientes, sino también de algunas víctimas, a modo de redención.

El matrimonio en cuestión es el de los Sturges, formado por el británico Richard (el incisivo Clifton Webb) y su esposa americana Julia (una espléndida Barbara Stanwyck). Los Sturges tienen dos hijos, uno legítimo y otro ilegítimo, como se pondrá de manifiesto a lo largo de la narración. Lo que, a la larga, provoca ese tipo de conflictos tan severamente humanos que la desdicha del buque hará palidecer con vertiginosa e inexorable objetividad.

En el inicio de la película, el Titanic ya ha zarpado de Southampton (Inglaterra), y espera, sin moverse, a los últimos pasajeros que han de embarcar por medio de un transbordador. El viaje inaugural del enorme buque supone el involuntario final para muchos de ellos. De hecho, el Titanic se haya envuelto por una neblina hasta la llegada de la noche, donde la claridad del fatalismo toma el relevo.

El hecho de que Charles Brackett, además de guionista, sea el productor de la película, nos indica hasta qué punto el empeño posee un marcado componente de personal implicación. A ello se añade la estupenda ambientación, propiciada por la fotografía del admirable Joseph MacDonald (1906-1968), y algunos detalles atractivos, como el izado de la Union Jack que les es regalada al capitán Smith (1850-1912; Brian Aherne), así como la distribución de regalos para las personalidades más distinguidas, o la confianza fatal por parte del capitán y algunos miembros de la tripulación (o, como nos mostrará de una forma más amplia la última película que reseñamos, por parte de otras embarcaciones cercanas al lugar del siniestro).


Entre estos últimos aspectos, siempre bienvenidos a bordo, podemos agregar la campechanía de la señora Maude Young (Thelma Ritter), remedo de la brava Margaret Molly Brown (1867-1932), y dama asidua a las mesas de póker, además de ágil gobernanta de uno de los botes salvavidas.

Por su parte, Richard Sturges se vale de sus influencias para poder embarcar (los pasajes ya están vendidos, incluidos las del resto de su familia). En efecto, para él, el tomar el barco, es decir, el abordar a los integrantes de su estirpe, como paladín de la misma, es una cuestión de principios, por lo que no duda en “comprar” su pasaje al cabeza de familia de unos vinicultores españoles que, como tantos otros, han puesto sus esperanzas en el Nuevo Mundo. Aficionado al encuentro en sociedad y al póker, Richard es un distinguido adulador de puertas para afuera, además de un clasista y un arrogante de puertas para adentro, aunque poseedor del llamado don de gentes (que no de esposa). En este sentido, la diferencia de clases es mostrada por Negulesco con eficacia, y se evidencia en el idilio juvenil entre Anette Sturges (Audrey Dalton) y el simpático Giff Rogers (Robert Wagner). Aunque la trama se centra en el drama de esta familia de posibles, pero desunida, lo cierto es que, por particulares que resulten sus avatares, estos se convierten en genéricos. No obstante, este tipo de conflictos se trasladan esporádicamente a otros personajes de interés, como el ebrio ex reverendo George S. Healey (Richard Basehart) o los jóvenes vigías del barco. No tenemos tiempo de analizar nuestros errores, concluye Richard, lo que es totalmente cierto. Pero para lo que sí lo habrá es para adoptar la debida y honrosa compostura (y empleo el verbo adoptar en todas sus acepciones). La breve historia marítima del Titanic toca a su fin, pero no así la de tantos relatos encarnados en sus pasajeros.

Prosiguiendo con nuestra singladura, he preferido intercalar aquí, no sin ciertas reservas, la película alemana Titanic (Íd., Tobis-Kino, 1942; estrenada al año siguiente). Sucede que hay producciones que zarpan ancladas a su fecha de confección, en este caso, los años de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Razón por la que esta retorcida y escoradísima producción alemana es, sencillamente, una película de propaganda nazi, un pedazo de historia dentro de otra historia.

Tras unos títulos de crédito que casi se corresponden a los de una película muda (apropiados para la ocasión retratada, en cualquier caso), la historia arranca -o se encalla- con la presentación en sociedad… bursátil del famoso barco. El enorme costo de la empresa se refleja en el plano con travelling que el realizador Herbert Selpin (1902-1942) emplea para mostrar a los accionistas de la White Star Line. Incisiva preocupación por las finanzas de la compañía y por sus (des)intereses, que desemboca en una operación especulativa en toda regla (es decir, sin reglas), por parte de los sostenedores y el director de la misma, Bruce Ismay (Ernst Fritz Fürbringer). El objetivo es hacer aumentar la cotización después de haberla hecho descender a las profundidades abisales. De este modo, el presidente de la White Star Line es retratado en todo momento como un hombre sin escrúpulos, capitalista frío y sin entrañas, del que Selpin ya se encarga de subrayar su avidez -y maquiavélica inteligencia- por medio de expresivos planos de acercamiento al personaje. El cual no duda en conminar -o más bien en ordenar-, al capitán Smith (Otto Wernicke), con la aquiescencia de este, a que aumente la velocidad del barco, ya que, por cada hora de adelanto en la arribada a Nueva York, mayor será su recompensa. ¡Hasta a la orquesta se le ordena que no deje de tocar!


Por lo tanto, ya tenemos dos interesados parámetros para apuntalar la tragedia del barco, la velocidad y el dinero. Bruce Ismay es el punto focal de este relato, junto con su némesis, el igual de perjudicial y ambicioso John Jacob Astor (1864-1912; Carl Schönböck). El mismo Ismay asegura no disfrutar en absoluto de su permanencia en el viaje inaugural. Por descontado que, cuando la tragedia al fin acontece, ninguno de estos personajes sabrá estar a la altura de las circunstancias. 

La excepción y contrapeso la proporciona el oficial alemán Petersen (Hans Nielsen), que hasta se ve obligado por las circunstancias a trasgredir las normas, no solo del protocolo (¡pero siempre por una buena causa!). Él es el auténtico héroe en la sombra, la superviviente víctima de la (falta de) justicia.

Introduciendo un cariz algo más humano entre tanta marejada ideológica, está el efusivo y conciliador idilio que, en esta ocasión, corre a cargo del primer violín de la orquesta, Franz Gruber (Hermann Brix), y la camarera Hedi (Claude Farell). Sin embargo, ello no obsta para que, en la película, apenas se hable de otra cosa que de acciones, valores netos e informes de mercado, lo que convierte al Titanic en un representativo y extrapolable antro de iniquidades. Como ya hemos señalado, todas estas ambiciones acaban naufragando, como muy agudamente había predicho, casi como desvelando una profecía, el sobrecargo Petersen. 

En suma, estamos ante una visión desvergonzadamente maniquea y desprejuiciadamente oportunista, nada sutil, como suele ocurrir en estos casos, con una puesta en escena en exceso marcial y unos diálogos abiertamente beligerantes. Puestos a quedarnos con alguna imagen, podemos tomar prestada la del veterano telegrafista que pone en libertad a un pájaro enjaulado.

Retomando nuestro buen rumbo, si en El hundimiento del Titanic, Clifton Webb (1889-1966) era la personificación de uno de esos eternos e icónicos jugadores de póker del Titanic, que apenas se inmutaban ante la tragedia, o que adoptaban una pose valerosa al más puro estilo inglés -según se mire-, en La última noche del Titanic (A Night to Remember, Rank, 1958), el principal foco de la narración recae sobre el segundo oficial británico al mando, Herbert Lightoller (1874-1952; Kenneth More), el cual, deja bien claro que prefiere servir de segundo oficial en el Titanic que gobernar cualquier otro barco (a la fuerza, un paquebote al lado del “insumergible”). Centrar el relato en este personaje es un acierto, pese a que forme parte de un entramado mucho más amplio; por ejemplo, organizando la sala de máquinas, como el ingeniero Henry Hesketh, podemos distinguir al versátil Andrew Keir (1926-1997).

Escrita (o más valdría decir que dramatizada) por el estupendo Eric Ambler (1909-1998), el mismo autor de célebres novelas de espionaje, el guión toma como sustento el conocido libro de Walter Lord (1917-2002), de igual título que la película (Círculo de Lectores, 1998; DeBolsillo, 2012-17), junto al testimonio de varios de los supervivientes. Además, se beneficia de la música (mejor, apoyatura musical) de William Alwyn (1905-1985) y de la fotografía del excelente Geoffrey Unsworth (1914-1978). Y si me permiten la gracieta, la realización del estimable y futuro ilustrador de notables relatos góticos y de ciencia ficción, Roy (Ward) Baker (1916-2010), ¡no hace aguas por ninguna parte!


La última noche del Titanic es la primera lectura inglesa sobre la tragedia. Esta se inicia con las imágenes de la solemne y emocionante botadura del RMS Titanic, el 31 de mayo de 1911 en Belfast (Irlanda). A lo largo de la narración, se incide en su carácter simbólico de progreso y de victoria del hombre sobre la naturaleza (en lugar de en una adecuación entre ambos). La desigualdad de categoría social se denota incluso antes de embarcar, en la partida de muchos de los personajes y pasajeros. Hechas algunas de las presentaciones, la acción pasa directamente a la fatídica noche del domingo catorce de abril de 1912. El invierno templado ha desplazado los hielos más hacia el sur, y pese a que el capitán Edward Smith (Laurence Naismith) ha ordenado viajar por esta ruta, supuestamente más despejada, el encuentro con la fatalidad es inevitable.

En otro momento de la narración, Baker hace constar esa diferencia de estatus, no solo pasando visualmente de un ámbito a otro, sino, también, musicalmente (en cuanto a la música diegética se refiere, es decir, la que se escucha en cada uno de los ambientes del barco). Ni que decir tiene que la muerte no hará tales distingos; si acaso, el de hombres y mujeres, que han de separarse, para gran disgusto de la mayoría de ellas (aunque no por las mismas causas). Pero esta separación de clases incluso se quiebra irónicamente por medio del hielo que ha caído sobre cubierta, y con el que algunos quieren jugar (anteriormente, otros pasajeros de segunda y tercera clase ya se han atrevido a romper el hielo con los de primera), así como en los juegos para el pasaje o, desafortunadamente, en el mar helado.


La empatía siempre es necesaria, como el combinar el punto de vista. De esta forma, el realizador sabe hacer atractivo el relato bifurcándolo entre distintos personajes y anécdotas, ya históricas (incluso, las que comportan la negligencia o el arrojo de los otros buques cercanos). En cualquier caso, la presencia de ánimo y las prioridades de todos estos personajes no son las mismas. Entre ellos se cuenta el propio diseñador del barco, Thomas Andrews (1873-1912; Michael Goodliffe), figura sumamente interesante y bien descrita. A su vez, Lightoller se ve forzado a efectuar algunos disparos para tratar de contener a unas personas convertidas ya en muchedumbre. Es perfectamente consciente de que la falta de botes salvavidas -algunos de ellos, medio llenos- o la trabazón de los distintos accesos mediante rejas es cosa de juzgado de guardia. Estos objetos se erigen en desafortunados emblemas de una lucha por la supervivencia que proseguirá en mar abierto.

Baker también inserta un significativo plano en el que distinguimos uno de los telegramas que advierten del peligro, y que ha quedado “traspapelado”. Así mismo, destaca el momento en el que una mujer regresa a su camarote, a por su amuleto de la suerte, dejando tras de sí todas sus joyas; o el instante en que el grupo de bulliciosos irlandeses contempla, en silencio, el desierto y lujoso comedor de primera clase. O la triste imagen del capitán, solo en su cabina, mientras el barco se inclina para hundirse y la gente se apiña en la popa. Baker depara, además, un penúltimo plano de gran elegancia, durante la oración fúnebre en el buque Carpathia, al mando del decidido Arthur Rostron (1869-1940; Anthony Bushell), con el que va mostrando a muchos de los supervivientes. Incluso, casi podríamos atribuir al género de terror la imagen del iceberg que se acerca de frente, o en escorzo, provocando ese escalofrío “helado” ante lo inexorable.


No en vano, también lo sentimos por el Titanic, que por sí mismo no tuvo la culpa de nada. Al fin y al cabo, es el gran personaje del relato, capaz de mostrar su padecimiento por medio de lastimeros crujidos o escorándose, como bien comprueba su diseñador, el señor Andrews, también a solas.

Se mire por donde se mire, a babor o a estribor, El hundimiento del Titanic y La última noche del Titanic son dos estupendas películas. En ambas, la orquesta toca hasta el final, ennobleciendo con su valentía y decoro esa historia que se escribe con mayúsculas.

Escrito por Javier C. Aguilera


Otros mundos (XXII): El mar, ese mundo fabuloso y Los monstruos marinos, de Antonio Ribera

15 agosto, 2017

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En determinados ámbitos existen criaturas abisales de pesadilla. Pero no se alarmen, no nos referimos a ningún parlamento, sino a las profundidades de nuestros mares y océanos. Como saben, en esta sección me propongo abordar -nunca mejor dicho- aspectos muy particulares y misteriosos de nuestro entorno más visible o invisible, con el recuerdo y la ayuda de algún libro representativo. En esta ocasión, acudimos a la (re)botadura de dos de esos libros, firmados por un mismo autor.


Antonio Ribera (1920-2001) no fue solo el pionero de la ufología en España, también se interesó por ese otro mundo, más cercano, pero igual de sorprendente y extraño, que es el acuático. El autor de uno de los más logrados libros sobre OVNIS en lengua española, El gran enigma de los platillos volantes (Pomaire, 1966), fue uno de los fundadores, también en nuestro país, del Centro de Recuperación e Investigaciones Submarinas, o CRIS, así como fundador y presidente del Centro de Investigaciones y Actividades Submarinas de Cataluña, o CIAS (¡irónica sigla!).

Los libros en cuestión son los ensayos divulgativos El mar, ese mundo fabuloso, subtitulado Leyenda, aventura, historia y progreso (Hermanos Gassó, 1959; edición especial para Círculo de Lectores, 1968), y el más específico, aunque igual de delicioso, Los monstruos marinos (Telstar, 1967). Con ellos, se propuso Antonio Ribera hacernos partícipes de un mundo dentro de un mundo; un universo con sus propias leyes, sus habitantes y sus dramas (Los monstruos marinos, Introducción).

Jean Jacques Cousteau y Antonio Ribera
En efecto, el mar no es solo una maltratada reserva ecológica. También es contenedor de enigmas fascinantes y monstruosos, calificativo último al que, si añadimos la acepción de aquello que nos asusta y perturba, pues nos es desconocido, se ajusta perfectamente al patrón clásico de la prevención ante lo ignoto, en lugar de solo hacer referencia a aquello que muestra una apariencia horrísona y aterradora. Entre tales monstruos, sin duda, se encuentra el ser humano, pero justo es reconocer que, al menos, trata de redimirse enfrentándose a lo inexplorado, investigando, catalogando y haciendo frente a su curiosidad y sus miedos (otras veces, tratando de abarcar más de lo que su razón alcanza); en suma, tratando de dejar en buen lugar a sus semejantes.

Comenzando por El mar, ese mundo fabuloso, Antonio Ribera dispone, como es su costumbre (y a diferencia de otros), un bien redactado y argumentado recorrido por la conquista humana del mar, desde los fenicios, pueblo bien curtido en las labores marinas, hasta los grandes navegantes de los siglos XVIII y XIX; pasando por la fauna abisal y las técnicas oceanográficas más novedosas, la historia de los barcos y la navegación, donde se engloba el mar como fuente de energía y riqueza, los primeros artilugios submarinos en la exploración subacuática, algunas oportunas pinceladas sobre derecho marítimo, la arqueología submarina en España y los congresos a nivel mundial, y finalmente, los deportes marinos (algunos de ellos practicados por el propio autor).

Nessie
Todo ello, con la impronta profesional y el sentido del humor característicos de Antonio Ribera, y su interés por el ejemplo concreto e ilustrativo. Sirvan para ello la historia de la hélice, el batiscafo o la escafandra, junto a las estremecedoras odiseas de algunos submarinos que hallaron su tumba en el mar (capítulo La navegación submarina) o, de forma más optimista, la pionera recuperación de algunas ánforas en aguas españolas, y el hallazgo arqueológico submarino más importante, también en aguas patrias, del Sarcófago de Hipólito, fechado hacia el siglo II o III D.C. (ambos, en El mundo submarino). Al fin y al cabo, como para otras tantas cosas, es al maravilloso pueblo griego antiguo a quien debemos acudir para hallar los inicios de la inmersión submarina (…) De hecho, los escritores clásicos griegos y romanos nos proporcionan las primeras noticas históricas acerca de la inmersión (Ibid.).

Prosigue el volumen con la mención a toda clase de animales y plantas, y a esa tercera división de la vida marina que es el plancton, tan colorista, que proporciona al Mar Rojo su nombre. Sin olvidar las diatomeas, tan necesarias para la supervivencia del ser humano en el planeta. Ni el estudio de la historia terrestre sería el mismo sin la extracción de sedimentos, por medio de grandes trépanos, ni las comunicaciones habrían avanzado, incluso cuando la rotura de un cable telefónico submarino nos ha deparado curiosidades geológicas apenas imaginadas, al proceder con su recuperación (Leyendas y mitos marinos).

Una singladura que parte de las propiedades físicas del agua (La Tierra, planeta marino) y de la sugestiva Vinlandia cantada en las sagas escandinavas, siempre “tierra de oportunidades” (El hombre a la conquista del mar), y que arriba a cómo se formaron los mares primitivos, cuando la Tierra se hallaba sometida a las inmutables leyes de la gravitación universal y de la atracción solar, que provocaba gigantescas mareas en la masa de materiales semifundidos (Ibid.). Incluso el Renacimiento humanista coincide con la época de las grandes navegaciones europeas de los siglos XV y XVI (El dominio del mar).

Sarcófago de Hipólito, Museo Arqueológico Nacional de Tarragona, España
Con respecto a Los monstruos marinos, descuellan de cuando en cuando el monstruo leonino, el fraile de mar o el pez obispo (del que se muestra un grabado de 1531), y naturalmente, los simpáticos (lo siento, pero estoy a favor del libre comercio) Monstruo del Lago Ness, o Nessie, y el menos conocido pero igual de ejemplar, Monstruo de Flathead, del que se dice que no perdona, aún de forma afable -esto es, dejándose ver-, ¡a quiénes han hecho burla y dudan de su existencia! (Capítulo VI). Realidad y folclore se dan la mano amistosamente bajo las aguas.

El presente Los monstruos marinos se complementa con el anterior por medio de datos muy queridos para los bibliófilos y filólogos (como es mi caso), tales, como que es en España donde hallamos el mayor repositorio de noticias sobre nereidas y otros seres fantásticos, en nada menos que el famoso Teatro Crítico Universal (1771), del padre Feijoo (1676-1764; Introducción). Apreciaciones que abarcan al propio Diccionario de Autoridades (1726-1739; V). No en vano, entre la bibliografía manejada por Antonio Ribera, figuran autores como el filólogo suizo Georg Finsler (1852-1916) o el estupendo antropólogo y lingüista español Julio Caro Baroja (1914-1995). De este modo, el autor hace un refrescante recorrido por los engendros marinos de la antigüedad (I), reales o inventados, pero siempre sujetos a las redes de la imaginación, con inclusión de algunas ilustraciones de la época; además de por la Edad Media y el Renacimiento (II), los cronistas de Indias (III), como el propio Cristóbal Colón (1436-1506), o los estupendos José Gumilla (1687-1750), Pedro Mártir (sic) de Anglería (1447-1526) o José de Acosta (1539-1600); y finalmente, por el hallazgo de monstruos modernos como el celacanto (VII) o el muy literario Kraken (IV).

Grabado del Kraken
Recuerda Antonio Ribera en sus páginas cómo los cartagineses consideraban las Columnas de Hércules como el final del mundo. Para que este mundo marino, en concreto, no tenga un final precipitado, se nos insta a comprenderlo mejor para poder conservarlo adecuadamente. En definitiva, siempre han existido notorias semejanzas entre las costumbres, ritos y tradiciones de las distintas culturas bañadas por este medio común. Y aunque la moderna exploración submarina ha arrinconado a los monstruos marinos a las profundidades oceánicas, o a las páginas de los libros de algunos autores de secano (Leyendas y mitos marinos), el recorrido histórico propuesto por Antonio Ribera, celebra el mantenimiento de la vida marina tanto como la del propio misterio. Aparte de que, en época de canícula, nunca está de más rescatar dos buenos volúmenes y sumergirse en las páginas de la incógnita, chapotear en los escurridizos pliegues de esos otros mundos y, en definitiva, viajar por el tiempo (de aquellas editoriales) y el espacio, propuesto por cada ejemplar; en esta ocasión, el de nuestro planeta Agua.

Escrito por Javier C. Aguilera




Muerte en la vicaría, de Agatha Christie

13 agosto, 2017

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Nos hemos acostumbrado a un estilo muy determinado para las novelas negras y para las series policíacas, o para las novelas policíacas y las series negras, según queramos usar un adjetivo u otro para hablar del suspense y la investigación de crímenes. En ese esquema siempre hemos encontrado la figura de una mente capaz de resolver cualquier misterio, sea un agente de policía, un colaborador especial en algún cuerpo de la ley o el célebre detective privado, al estilo del ya mítico Sherlock Holmes. A pesar de ello, Agatha Christie (1890-1976) planteó en sus novelas a un tipo de personaje alejado del estereotipo de los cánones del género hasta el momento: Miss Marple.

La primera novela en la que este peculiar personaje apareció fue Muerte en la vicaría (1930), donde ocupa un lugar secundario, pero muy relevante para la investigación del caso. La historia, narrada a través de las palabras y el punto de vista del vicario de Saint Mary Mead, pone de relieve la tranquila vida de un pequeño pueblo inglés donde nunca pasa nada y todo el mundo conoce los entresijos vitales de cada uno de sus vecinos, hasta que un asesinato los hace sospechosos. El coronel Lucius Protheroe es la víctima, una víctima tan deseada que hasta el protagonista y narrador llega a mencionar que su muerte sería un favor al mundo. El arrepentimiento de estas palabras llegará pronto, cuando su cadáver sea encontrado en su despacho.

Así arranca este intrigante relato de suspense que, como es habitual en el género, comienza a desgranar otra serie de tramas escondidas a los ojos de los protagonistas, pero que tienen relación con la vida de quienes le rodeaban. Lo que ha variado respecto a lo genérico es el ámbito: un pequeño y tranquilo pueblo frente a las parejas más exóticos o las grandes ciudades. Y también que quien resulte ser más avispado no sea ningún experto investigador o algún miembro de los cuerpos del orden, que vuelven a resultar algo inútiles o excesivos en su comportamiento, sino una vieja solterona que desde su casa observa al mundo y sospecha, siempre sospecha.

Resulta curioso acercarse a la lectura de Muerte en la vicaría desde nuestros ojos actuales, sabiendo que el personaje de Miss Marple podría ser considerado como un célebre arquetipo ideado por Agatha Christie, pero que en esta obra está bastante apartada de la acción primordial, aunque sus puntos de vista y consejos serán los que guíen el rumbo de la investigación principal. Por ello, el interés de la trama se desvía en ocasiones a los puntos de vista del vicario, a su relación matrimonial o a la opinión que el propio personaje va desarrollando en torno a los hechos. En el fondo, llegamos a conocer bien al personaje, incluso sus dudas secretas, algo bien logrado por Christie al alejarse de la tercera persona o del narrador testigo más impersonal.

Gracias a sus continuos contactos con el resto de la población tendremos una buena perspectiva del devenir de los acontecimientos, no solo relacionados con el asesinato, sino también con otras historias que hubieran pasado inadvertidas sin este cruento hecho: el regreso a casa de una madre, la presencia de un estafador en el pueblo, el ladrón del cepillo de la iglesia, la tentación del amante pintor, las turbias relaciones entre madrastra e hijastra, el primer interés amoroso de unos jovenzuelos o la perspicacia de una vecina quizás demasiado fisgona.

Como en otras ocasiones, la autora sorprenderá por el giro de los acontecimientos atando todos los cabos y mostrando que siempre es difícil tanto adivinar la resolución del caso como comprender las distintas condiciones del ser humano. A pesar de su apariencia ociosa, las novelas negras, y las de Agatha Christie en concreto, son una excelente oportunidad para ver los límites del ser humano, para cuestionarse sobre nuestras ambiciones, sobre nuestros secretos o sobre el rumbo de las relaciones humanas. El retrato que realiza la mirada de Miss Marple no es amable, pero ante el crimen no existe amabilidad: la sombra de la sospecha pende siempre sobre todos, porque en todos hay cabida para un lado oscuro.

Escrito por Luis J. del Castillo



El autocine (XL): El hombre de mimbre, de Robin Hardy

11 agosto, 2017

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Parece que el ser humano es incapaz de funcionar sin determinadas estructuras rituales, ya sean cotidianas y propias, o más elaboradas y compartidas. Cada cual cree en lo que puede o en lo que le dejan. Aparte de que la noción de que podemos transferir nuestras culpas y dolores a otros seres que los soportarán por nosotros, es familiar a la mente del salvaje. Se origina en una confusión obvia entre lo físico y lo mental, entre lo material y lo inmaterial. Son palabras del antropólogo James George Frazer (1854-1941), contenidas en su memorable análisis La rama dorada (The Golden Bough, A Study in Magic and Religion, 1890; FCE, 2014, capítulo La transferencia del mal). Unas apreciaciones que pueden aplicarse a la película que hoy cometamos, El hombre de mimbre (The Wicker Man, British Lion-EMI, 1973), producción británica dirigida por Robin Hardy (1929-2016) y adaptada, de su propio relato, por el interesante Anthony Shaffer (1926-2001), autor siempre atento a las hendiduras del comportamiento humano.

Un abnegado oficial de policía, el sargento Howie (Edward Woodward), llega en avión a Summer Island, curioso enclave que es tenido por una propiedad privada, pese a estar habitado por toda una comunidad, como sucede en cualquier pueblo inglés. Más tarde comprobaremos, al igual que el personaje invitado, que esta categoría tiene su justificación, al ser partícipe toda la población de un vasallaje, tanto a un caudillo como a unas creencias específicas.

Howie pertenece a la patrulla de puertos y está investigando la desaparición de una niña, Rowan Morrison (Geraldine Cowper), a causa de una carta anónima que, en principio, hace pensar en una broma, o en la traición de alguno de los lugareños para con sus convecinos. La extrañeza no tarda en instalarse en el recién llegado, y tampoco la simulación por parte de dichos habitantes, desde el momento en que uno de ellos pregunta al forastero si su llegada obedece a si se ha perdido.

Los lugareños parecen recelosos, sin embargo, no ocultan su amalgama de prácticas religiosas ancestrales y atávicas, al menos, ante ciertos individuos escogidos. Las canciones con las que se desenvuelven, compuestas por Paul Giovanni (1933-1990; autor, así mismo, de la obra El crucifijo de sangre, 1978), inciden en ese clima de extrañeza, apenas sofocado por el escenario bucólico y “aireado” de la isla, un lugar de ensueño pesadillesco. Para Howie, ferviente cristiano protestante, será como haber traspasado la barrera del espacio y el tiempo, e incluso de la realidad.


La actitud irritante e indolente de los habitantes responde a un motivo por el que, el referido anónimo, acaba por incumbir a toda la comunidad, sostenida gracias a la exportación de sus frutas y verduras. Al defender su verdad, los isleños no dudan en mentir y ocultar (proporcionando todo su potencial significado al término ocultismo). Mientras trata de mantener la compostura (oficial y moral), el sargento descubre tales engaños y perturbación (no hay que dudarlo), pese a que el entorno considera sus rarezas y particularidades como lo más normal del mundo, así en bares y comercios, como en oficinas y hogares. Si poco a poco emerge todo lo que se esconde, es debido a que, como queda dicho, realmente no se oculta.

Por ejemplo, el propio Howie averigua, consultando algunos libros de la biblioteca, cómo el hombre vivía y moría por la cosecha (afirmación que pasará de lo literario a lo literal, en ese clima de perversidad consensuada). Ahora bien, no es la naturaleza del sacrificio (el propósito), sino su encarnación en la figura ancestral del “idiota” que es hecho “rey” durante la ceremonia, lo que hace que el relato adquiera un componente aterrador y despiadado, junto a las dudas del personaje católico que se enfrenta a una suerte totalmente alejada de su ambiente de creencias. En este sentido, la objetividad de una cosecha malograda abona un sustrato ilusorio y obsesivo: su renacimiento para el año próximo (¡dioses mediante!). Regresando a Frazer, que nos propone otro ejemplo relacionado, en Europa, mucha gente cree todavía que el destino de la persona está más o menos ligado con el de su cordón umbilical (Magia y religión).


Pero hablábamos de un caudillo. Cual Moureau o Zaroff, quien apadrina a tales isleños es Milord Summerisle (Christopher Lee), descendiente del auténtico instigador mesiánico de esta cultura entre el cientifismo y el paganismo. Conservador de un legado sincrético y fetichista, es él quien asume las funciones de líder procesal y guía espiritual en esta comunidad, a caballo entre la comuna folk y una organización de magia Wicca (llevada a su máxima y más cruel expresión; esto es, con resultado de asesinato). Todos los instintos se han ritualizado: amor, muerte, educación, reencarnación pasada por el filtro Wicca, o hasta candomblé…, al punto de que la hija del tabernero, Willow (Britt Eckland), llega a escenificar una llamada a la desinhibición -y la aceptación de lo inevitable-, dirigida a quien está al otro lado de la pared, Howie.

La máscara abarca a todo el pueblo. Incluso el sargento habrá de hacer uso de uno de los disfraces con los que se pretende rendir culto a unas entidades oscurecidas -más que oscuras-, a pesar de lo luminoso del emplazamiento. Como trata de explicarle la profesora de la comunidad (Diane Cilento), enseñamos lo que creemos, sin advertir que de lo luminoso siempre surge la sombra, esa barrera difusa entre la tradición -o la interpretación de lo que creemos que fue- y la superchería.

Por suerte, Robin Hardy sabe insinuar además de mostrar, y seducir además de subrayar. Lo logra por medio de una puesta en escena disfuncional pero calculada, donde cobra importancia el extravío de las actitudes y la distorsión espacial del plano fotografiado por Harry Waxman (1912-1984). En este sentido, la narración le da la vuelta al innegable atractivo que desprende toda corriente animista alternativa, suponiendo una perversión de lo mágico. El mago primitivo conoce solamente la magia en su aspecto práctico; nunca analiza los procesos mentales en los que su práctica está basada, y nunca los refleja sobre los principios abstractos entrañados en sus acciones. En una palabra, para él la magia es siempre un arte, nunca una ciencia (Ibid., Magia y religión).


Detalles inquietantes y espléndidos jalonan la película, como la fotografía del pasado festival de la cosecha, que falta de la pared de un típico pub inglés, como último eslabón de tan desquiciada campiña inglesa, o la imagen del culto solar destinado a la entrega de la virginidad.

En realidad, El hombre de mimbre advierte acerca de los peligros de sustituir una creencia coercitiva por otra, de lo aprisa que la masa se apresta a adoptar y asumir una fe (la que sea) ciegamente, del sometimiento a una tierra que, más que madre, es madrastra; en suma, de llevar a la práctica, o a sus últimas y siniestras consecuencias, una teoría espiritual que se estanca en la pose del disfraz y la fantochada, y que de pretender una integración a través de los espíritus y dioses de la naturaleza, convierte lo elevado en primitivo, en una estética de los impulsos, en la que las citadas tonadas hacen las veces de salmodias. Lord Summerisle lo expresa ante Howie con gran claridad y convicción al asegurar que soy un pagano iluminado. Añadiendo que somos gente religiosa, para la que los dioses antiguos -y sensuales, añadirá- no han muerto. En sentido estricto, ambos personajes se muestran petrificados y esclavos de sus preceptos, al admitir, de facto, una única explicación religiosa, es decir, unos dioses determinados (o si queremos ser más prudentes, una imagen de Dios determinada).

Escrito por Javier C. Aguilera



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