Para el sábado noche (LXI): Misión a Marte, de Brian de Palma

06 junio, 2017

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En Marte las tormentas de arena son monumentales, pero la que afecta a los tripulantes de la primera misión terrestre que amartiza en dicho planeta, presenta unas peculiaridades que hacen dudar de si estamos ante un fenómeno atmosférico o inteligente; ante una naturaleza hostil u otra forma de vida. Irónicamente, el fenómeno, letal para la vida de estos primeros exploradores, será el que ponga al descubierto uno de los más grandes enigmas de la moderna exploración del espacio: las pruebas de una civilización ajena a la nuestra. O puede que no tan ajena.

Una particularidad de Misión a Marte (Mission to Mars, Touchstone-Columbia Pictures, 2000) es que dichas pruebas, arrancadas al tiempo por la tormenta, casi permanecen en el anonimato, o al menos, no se confirman hasta la llegada de una segunda expedición. El riesgo que asumen todos los pioneros del espacio, desde que se batió la barrera del sonido en 1947, queda de manifiesto, en esta ocasión, por medio de una planificación pulcra y cuidada, en la antedicha secuencia del vórtice de arena y en otras posteriores. Aunque antes de que esto suceda, el realizador Brian de Palma (1940) ha mostrado los prolegómenos de esa primera incursión presentando a sus distintos componentes en la vivienda de uno de los expedicionarios, Luke Graham (Don Cheadle), valiéndose de forma ejemplar de un recurso querido y característico de su cine como es el plano-secuencia. Es la puesta de largo espacial de todos los personajes implicados, aquellos que van a partir y los que parecen destinados a permanecer en la Tierra. En el caso del astronauta Jim McConnell (Gary Sinise), la reciente muerte de su esposa Maggie (Kim Delaney), también partícipe del programa espacial, le afectó hasta el punto de replegarse y perder la ocasión de comandar esa primera misión a Marte. Alea jacta est.


Estamos en el año 2020, en la ficción propuesta (ya no llegamos ni queriendo), y tras el trágico incidente de esta inicial toma de contacto marciana, la situación se da la vuelta y hace que, el que estaba condenado a ver pasar el cohete de largo en la estación espacial, pase a formar parte de la siguiente expedición al planeta vecino. La suerte, buena o mala, si cabe tal distinción, será un factor insoslayable para la mayoría de los protagonistas, ya que propone un destino que está jalonado de escalones dramáticos. Hasta el punto de que, incluso quien se muestra menos proclive a creer en una realidad ulterior a nuestros sentidos, como Woody Blake (Tim Robbins), resulta fundamental a la hora de hacer avanzar toda la operación, material y espiritual.

El misterio que afecta a estas primeras y accidentadas delegaciones a Marte está bien dosificado y visualizado, sin volver loca la cámara, como por desgracia ocurre en tantas ocasiones. Las razones las hallamos, obviamente, en la citada planificación de un realizador de raigambre clásica (es decir, moderna). La huella dejada en el suelo (terrestre) por Jim McConnell, no solo expresa la frustración de una oportunidad perdida, sino que anticipa el futuro del astronauta en el organigrama del universo. Algo que también afecta a los afanes, ciertamente muy humanos, del explorador robótico que nos enseña por primera vez la superficie del planeta, y que será el mismo que transmita la señal identificativa de un código cósmico en el último tercio de la película.


La compenetración entre los personajes por medio de planos largos, desde la muestra inicial (en la que se intercalaban los títulos de crédito), a otra toma similar en el espacio, donde la nueva tripulación interactúa con la ingravidez, es una espléndida resolución del director, a la que se suman algunos aspectos argumentales, como el hecho de que Woody muestre su lealtad hacia McConnell, al volver a proponerlo para la siguiente misión, o que el lector de la Isla del tesoro (Treasure Island, 1883), de Robert Louis Stevenson (1850-1894), se convierta él mismo en un náufrago como Ben Gunn. Hasta los personajes desaparecidos tienen su importancia en este sentido, siendo, precisamente, la esposa fallecida la que facilita el núcleo argumental del relato, al comentar en un vídeo doméstico que el universo es conexión. Entre otros aciertos narrativos y visuales está el de que los líquidos, incluida la sangre humana, evidencien las brechas causadas en la nave por unos micro-meteoritos.

El caso es que, durante la inserción orbital, una explosión de parte de la carga de flujo (un accidente similar al del Apolo XIII), hace que los astronautas se vean en la necesidad de abandonar la nave para tratar de alcanzar un módulo de reabastecimiento que está en órbita. Un segmento magníficamente filmado, que se beneficia de la partitura compuesta por Ennio Morricone (1928), con la incorporación de un solemne órgano a la orquestación, en la que es una de las joyas a reivindicar de la vasta discografía del compositor romano. De hecho, en el logro considerable que supone esta epopeya casi minimalista, cabe destacar, además, la filmación de unas elaboradas maquetas y de unos exteriores reales, pintados de rojo, fotografiados por Stephen H. Burum (1939), que hacen creer en lo que se ve (lo que no siempre logran los ordenadores), en un ejemplar trabajo artesanal que se fusiona sin dificultad con los efectos digitales que componen el resto de los planos, como el del vórtice de arena o algunas otras figuras virtuales. En este sentido, la acción no ocupa más protagonismo que los sentimientos de los personajes o la asunción del misterio que los acaba por envolver. Valga como ejemplo, el plano, sin diálogo, en el que estos vuelven a arriar la bandera, seguido por el saludo a las que son las primeras tumbas de seres humanos en un planeta extraño. Pese a lo cual, la última pérdida humana no será tal, sino el próximo eslabón que media entre el pesar del vacío existencial y el descubrimiento de otro nuevo mundo.


Recientemente recordábamos cómo la vida pudo proceder de cometas y meteoritos, a lo que podemos añadir que incluso de los venidos de Marte. Es la premisa con la que juegan los guionistas de Misión a Marte, Graham Yost (1959) y los hermanos Jim y John Thomas (-), en la que, la vida en el planeta se muestra a los colonos tanto a nivel geológico como exobiológico (aún en su faceta virtual, por medio de una proyección marciana), siendo curiosa la forma en que toda una retahíla de desastres culmina en un descubrimiento de carácter sensacional.

Pese a unos intertítulos prescindibles (no demasiados, por fortuna), Misión a Marte sigue siendo la optimista y heroica crónica de los primeros colonizadores de un planeta tan fascinante como misterioso (por su órbita sumamente excéntrica y su escasez de campo magnético), víctimas involuntarias de un fenómeno artificial (a causa de un malentendido entre las señales, es decir, en la comunicación), así como testigos directos de un plan mucho más amplio que, de momento, se nos escapa.


Publicado a posteriori en la revista La Retaguardia.


1 comentario :

  1. Mission to Mars, fantástica escena ya en órbita Marte, la nave rota, todos tienen que salir al espacio a buscar un satélite que pasa por allí para salvarse, ¿Dónde está no lo veo?...Al final cuando el astronauta va en la Nave Estelar ET, metido en un líquido "respirable" para poder soportar la enorme aceleración constante de la Nave que le lleva...

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