Clásicos Inolvidables (CXXVI): El mágico prodigioso, de Pedro Calderón de la Barca

17 abril, 2017

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En un artículo anterior, hice referencia a la adaptación de la pieza teatral de George Bernard Shaw, Androcles y el león (Androcles and the Lion, 1913). Ello nos brindaba la ocasión de poder rescatar otra gran obra del teatro español del Siglo de Oro, como es El mágico prodigioso (1637; Cátedra, Letras Hispánicas, 1985-2011), en edición de Bruce W. Wardropper (1919-2004), pues comparte con la antedicha una serie de elementos. 

Si bien, no sería la primera vez que Bernard Shaw bebía de las fuentes de otros colegas para “inspirarse” -seré benévolo-, como le sucedió a Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) y su Un marido de ida y vuelta (1939); algo que, por cierto, también acomete una celebrada enciclopedia online, que hace acopio de algunos de los datos proporcionados por Wardropper en su magnífica introducción, sin citar la fuente.

Estos elementos de concordancia a los que me refería son un similar ambiente clásico y un parecido desarrollo de las circunstancias narrativas: la conversión al cristianismo y el posterior sacrificio de dos jóvenes que han sido sentenciados a muerte.

Obra historiográfica basada en las legendarias vidas de San Cipriano y Santa Justina, posibles víctimas de las persecuciones del emperador Diocleciano (244-311), trocado aquí por Decio (249-251), El mágico prodigioso condensa lo mejor del ideario de su autor. Se trata de un gran poema dramático con acciones, símbolos y personajes vivos e inteligentes, cuya esencia es la libertad que, en certidumbre del autor, Dios ha proporcionado a los seres humanos para que elijan ética y terrenamente. No en vano, Calderón era lo bastante inteligente como para no confundir la individualidad con el egoísmo o el egocentrismo, como les sucede a tantos en la actualidad, de forma harto interesada.

Pero la excelente creación de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) no se limita a refundir los argumentos pseudos-históricos con los piadosos, por muy ejemplarizantes que estos resulten, sino que incorpora modernos elementos de interés, como la vertiente gnóstica y mistérica del cristianismo. Como señala Wardropper, Cipriano es un filósofo serio y no un nigromante, cuya tenacidad le hace perseguir tanto la investigación filosófica como el amor idealizado y carnal, anotando, además, el libre albedrío del que hacen gala ambos protagonistas (sobre todo Justina, desde un primer momento).

Así, el embelesado y platónico pretendiente, en sus arrebatados deseos, espirituales y sensuales, una vez alejados los criados y graciosos de la obra, Moscón y Clarín, rivaliza en su empeño amoroso con Lelio y Floro, dos colegas estudiantes, de carácter más limitado que el de su compañero, que finalmente centrará sus esfuerzos en la personal identificación del dios que más se ajuste a su propia espiritualidad. Algo en lo que no le puede acompañar nadie, ni siquiera, como señala el introductor, la ciencia intelectual.

De hecho, hasta el título de la obra es trino, mudando su significado de la figura del demonio a la de Cipriano (el aprendiz) y, finalmente, a la divinidad misma (razón por la cual, la magia con que culmina el drama es obra de Dios). Esta búsqueda conlleva un esfuerzo, y el no plegarse a los trillados senderos de lo ya conocido, o de lo que se cree conocer. Para Cipriano, los caminos del Señor serán tan inescrutables como esotéricos, pero, sin ese esfuerzo personal, difícilmente podrá alcanzar la confianza interior y el conocimiento que debe ser adquirido por medio de la experiencia.

Un misterio que se hace extensivo al origen de Justina, y que solo Lisandro, su padre adoptivo, conoce (y acaba por revelar). Como también asegura Wardropper en su impecable introducción, respecto de Cipriano, la verdadera religión a la que le vemos acercarse se compone de verdades escondidas. En cualquier caso, interesante es constatar cómo Lisandro completa el relato biográfico de Justina fuera de escena (como fuera de escena se concreta el destino de los amantes).

Pero, ¿hasta qué punto el amor a Dios encuentra una correspondencia con el amor cortés, más allá de la mera carnalidad? Lo curioso de la obra es que el uno no anula al otro; si acaso, se supeditan y refuerzan, por lo que la cuestión se focaliza en el medio de lograrlos. Lo que para Cipriano es una fusión, para el resto de personajes que lo rodean es un desdoblamiento. De tal modo que dicha unión señala el progreso de un Cipriano idólatra y pagano, a uno más completo y verdadero (para sí). La ley de Dios (elección independiente y personal) se contrapone a la del emperador (impuesta y colectiva). Como ya hemos anotado en otras ocasiones, el estado consideraba la adhesión al cristianismo como un crimen contra el culto oficial y la majestad del emperador, una amenaza creciente para el Imperio.


Por otro lado, la figura del demonio, con todo lo que representa, interviene en el mundo de los mortales de una forma directa (se injiere en ellos), en tanto que la divinidad no lo hace, requiriendo un mayor esfuerzo comprensivo por parte de las individualidades. Pero en justa equivalencia, Calderón hace que Justina y Cipriano alcancen la paz interior y eterna habiendo partido del mal, tras una travesía cuajada de escollos. ¿Responde esta determinación a la voluntad de Dios, o es producto del azar, siendo el humano quién ha de granjeársela? (Vide, versos 2120-2121). Tal vez los extremos se tocan, en un cúmulo de apariencias donde se hace necesario conocer, en primer lugar, lo malo, para poder comprender lo bueno.

Tal y como dispone al comienzo de la jornada primera, lo que a Cipriano le apetece hacer es quedarse en amena soledad y disfrutar de un largo rato de lectura bajo el sol, al menos hasta que este se oculte. El joven es estudiante en la populosa Antioquía (Turquía), perteneciente al Imperio Romano. Ese día se celebra una fiesta en honor del nuevo templo dedicado al dios Júpiter, pero los eventos populosos y oficiales no llaman la atención de Cipriano. Para su recreo, un visitante inesperado corta sus trascendentales meditaciones, pero a cambio le ofrece su ayuda para tratar de hallar a ese dios del que el naturalista Plinio (23-79) habla en un tratado. Y de hecho, el forastero misterioso lo logra, a pesar de que, como sibilino luzbel que es, procura aleccionar y convencer a su desorientado discípulo de que la realidad es la que él le ofrece, y no la que debe encontrar por sí mismo.

Esta objetividad conlleva un camino que no es percibido a simple vista; parece que el ser humano está demasiado condicionado por toda una retahíla de factores, aunque esto no quiere decir que no pueda emplear su parcela de libre albedrío con libertad. Cipriano reacciona como individuo ante el automatismo del resto de personajes de soporte, que serán incapaces de alcanzar todo su potencial humano. Es a través de esta maduración espiritual y enriquecimiento de los conocimientos, que el protagonista se ve con ánimo y armas suficientes como para poder hacer frente a la tiranía que supone todo abuso de poder; comprometiéndole sus recién adquiridos valores éticos con la acción definitiva de su sacrificio postrero. Curiosamente, el final de los amantes no tiene lugar en la arena del circo, sino en el cadalso; una ejecución pura y dura que se ve acompañada de una portentosa demostración natural.


El demonio es proteico, pues es capaz de cambiar de apariencia, y se emplea a fondo en convertir a Cipriano y someter su voluntad por medio de los afectos y los instintos más fáciles y evidentes (en el sentido de cómodos). Hasta el punto de percibir como una amenaza el nivel alcanzado por Cipriano (Jornada Primera). De este modo, se concreta el pacto entre ambos: trayéndote a tu albedrío / (aquí en el amor le toco) / cuánto te pida el deseo / más avaro y codicioso, tal y como pretende el diablo (Jornada Segunda). A lo que replica Cipriano, mi huésped has de ser mientras quisieres servirte de mi casa. Todo lo cual, tal vez constituya la más sintética definición de lo que entendemos por el demonio, la de distraernos de nuestra propia búsqueda espiritual.

Más adelante, el maligno muestra a Cipriano el objeto de su deseo (una falsa réplica de Justina), y lo convence para que firme la venta de su alma, después de provocar un portento mágico (pues la magia no se niega como real, como tampoco la presencia del demonio). Ante un Cipriano que ha cambiado la naturaleza de sus estudios debido a su amor por Justina, Lelio y Floro, ambos de familia noble, riñen por la muchacha, hasta que una añagaza del diablo, en favor de Cipriano, les hace desistir momentáneamente. Hasta los criados hacen lo propio con la sirvienta de Justina, Livia, que resuelve la situación salomónicamente.

Sin embargo, Cipriano ya ha llegado a una lógica conclusión acerca de la verdadera naturaleza de la deidad, por pura intuición, en la jornada primera (algo que en Justina es convencimiento). Una deducción que el joven aprendiz de artes mágicas confirmará en la jornada tercera. En este último acto, Cipriano ha pasado un año estudiando en la cueva del demonio (unas lecciones a las que también ha asistido Clarín), tras lo cual, el mefistófeles trata de tentar a Justina, que no se deja arrastrar pese a que echa de menos a Cipriano. Como queda dicho, el diablo también muestra al estudiante una falsa Justina, pero de cómo se resuelven estos entuertos no vamos a dar cuenta. Baste señalar que Cipriano se siente engañado y da el contrato por nulo, si bien, el diablo no está dispuesto a tolerarlo.

Representación de El mágico prodigioso
Con respecto a los autos sacramentales de Calderón, recuerda Ignacio Arellano (1956) que quien los aborde sin prejuicios, renunciando a la voluntaria ignorancia, a la exigencia anacrónica, notará que Calderón ha concebido sus autos como un notable mecanismo de continuidad cultural y un territorio múltiple y abierto en el que todas las artes confluyen: la música, la pintura, la escultura, la escenografía, la exploración simbólica del vestuario, los efectos especiales asombrosos… (Epílogo de Dando luces a las sombras: estudios sobre los autos sacramentales de Calderón; Iberoamericana, 2015).

A su vez, el hispanista Alexander A. Parker (1908-1989), señalaba dos esferas o planos diferentes: el mental y el de la representación teatral en el escenario. Al primero corresponde el tema o argumento, y al segundo, la acción dramática visible o realidad. El tema está sacado de la imaginación o fantasía; la acción, procede del arte literario (metáfora) que opera sobre el tema (…) El simbolismo de Calderón es orgánico, por lo que todas las cosas de esta vida, incluidos los mitos y las leyendas, se elevan al plano espiritual, dándoles así una significación universal (Los autos sacramentales de Calderón de la Barca, capítulos II y I, respectivamente; Ariel, 1983).

Yo señalaría que ese referido plano mental puede, a su vez, subdividirse entre lo que se suscita en la mente del lector o espectador de la obra, y lo que se testimonia a través de la psicología de los personajes de ficción. Como finalmente declara Calderón, por boca del aplicado sirviente Clarín, es lógica consecuencia no hacer lo que se aconseja que hagan los demás. Otra incisiva y moderna aportación de esta rotunda obra maestra del teatro español.

Escrito por Javier C. Aguilera


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