Animando desde Oriente (IX): Mi vecino Totoro, de Hayao Miyazaki

12 octubre, 2016

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Debemos admitir que tendemos a idealizar el mundo de la infancia cual paraíso perdido, a pesar de que este también pueda contar con sus lados más oscuros. Lo hacemos porque en realidad la infancia es el mundo de lo posible, de la esperanza, del futuro abierto. En la infancia cabe el descubrimiento, y tras el descubrimiento, la maravilla. La vida se vive por primera vez como nunca se volverá a hacer. Por todo ello, parece el lugar idóneo para situar la fantasía y para que muchos creadores sigan construyendo aventuras y cuentos donde exista un refugio a la imaginación infantil. En ello, Hayao Miyazaki (1941-) junto al célebre estudio Ghibli ha sabido crear una idiosincrasia propia que partía de la idea de maravillarnos con su magia particular y, a la vez, mostrarnos que existe también lugar para el dolor, el sufrimiento y la maldad humana.

Cuando Mi vecino Totoro (1988) llegó al mundo, lo hizo junto a La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988) en un estreno simultáneo y con doble sesión. Eran las dos caras de una misma moneda: una infancia apacible y soñadora con final feliz o envuelta en el sufrimiento de la guerra con final funesto. Dos pulsos narrativos divergentes entre sí, pero íntimamente relacionados.

Merece la pena mencionar que fue un éxito en Japón y que precisamente Totoro, criatura esencial de la obra, se convirtió en emblema del estudio que había permitido su existencia. No obstante, debemos tener en cuenta que esta película está creada para niños. Su argumento y estilo muestran de una forma evidente su componente infantil, de una gran sencillez, por lo que no cabe encontrar aquí historias excesivamente elaboradas o profundas. Mi vecino Totoro nos narra cómo las hermanas Satsuki y Mei, tras mudarse junto a su padre al campo de Japón para estar más cerca del hospital donde su madre se encuentra interna, entablan amistad con un espíritu del bosque, el enorme Totoro. Y nada más. Aunque existen datos que podemos conocer de forma ajena a lo que nos cuenta la propia película, como que nos situamos en los años cincuenta o que la madre está enferma de tuberculosis, enfermedad que también padeció la madre de Miyazaki y que la mantuvo interna durante nueve años, lo cierto es que la película no tiene mayor desarrollo que este.


Esta declaración puede suponer una decepción a quien, sin haberla visto pero conozca su fama, considere que es demasiado poco para una obra con tan buena consideración. Incluso Ponyo en el acantilado (2008), que también es otra creación de corte infantil, tiene una trama algo más compleja. Quizás esto se deba a que Mi vecino Totoro tiene más relación con una obra algo más desconocida de Ghibli que con otras más populares. Nos referimos a Recuerdos del ayer (Isao Takahata, 1991). Como esta película que catalogué como costumbrista, Mi vecino Totoro es un retrato ameno sobre la infancia con algunas referencias sociales y cierta dosis de idealización donde no hay moraleja ni intento de convencer a nadie de nada. En este sentido, se nos ofrece como una tierna historia de una familia cualquiera, donde los padres no limitan la fantasía de sus hijas, sino que las alimentan con las historias que se comparten de forma tradicional.

Desde una sociedad occidental cada vez más aquejada por tener una infancia menos activa y más cibernética, descubrir hoy esta película supone adentrarse en ese deseo de beatus ille en el que refugiamos las aventuras más silvestres y naturales de nuestra infancia. Entre Satsuki y Mei observamos el compañerismo y las peleas entre hermanos, los miedos a los que hacíamos frente, como una habitación a oscuras y vacía, las aventuras de nuestra imaginación o la incomprensión del mundo adulto. Lo que funciona aquí es la humanidad que se desprende. En efecto, no estamos ante una historia elaborada, pero en su simpleza, existe una cadencia de hechos tan cotidianos y tan universales que resulta sencillo sentirse vinculado con lo que desprende.


Aunque fue de sus primeras películas en el estudio Ghibli, Miyazaki reúne aquí algunos de sus temas clave que después se desarrollarán en mayor o menor medida en el resto de su filmografía; si bien es cierto que tiene obras anteriores que tocan ideas semejantes, es en esta película donde encontramos un trabajo más definido de los elementos que se reiterarán después. Una de sus ejes es el respeto a la naturaleza y la búsqueda de la convivencia pacífica y sana entre el ser humano y el mundo natural, rechazando la contaminación. En Mi vecino Totoro la naturaleza es omnipresente a través de sus paisajes, de la agricultura y de los propios seres mágicos que la habitan y parecen protegerla, cuyo símbolo más evidente es el enorme y milenario alcanforero. El retrato que Miyazaki realiza de la relación entre la naturaleza y las protagonistas es benigno, llegando incluso a la colaboración mutua en momentos de necesidad, como el crecimiento de lo sembrado o la búsqueda de un ser querido. Se une aquí también cierta idealización por un pasado más rural, un estilo de vida reivindicado en la citada Recuerdos del ayer.

Otro de los temas esenciales es la relación entre la realidad y la fantasía. En esta obra, se opta por no cerrar la puerta a la existencia de estos seres, como demostrará la mazorca de maíz o la desaparición del paraguas paterno, en lo que considero que se trata de una apuesta de Miyazaki por cerrar las vías de especulación y apostar de forma evidente por la fantasía no como fase interna de los personajes, sino como realidad alterna a lo vivido. Lo cual resulta curioso cuando a lo largo de la película se había tomado las molestias de crear ambigüedad en esos elementos a través de los sueños o de la posible imaginación de las jóvenes protagonistas. Como otro elemento recurrente, aunque más anecdótico, observamos en una secuencia a Kanta jugando con maquetas de avión, una de las aficiones del director, que emplearía este vehículo como parte esencial de Porco Rosso (1992) o El viento se levanta (2013).


Por supuesto, el diseño de personajes así como el uso de colores y novedades gráficas es también parte de los elementos que forman parte del universo animado de Miyazaki reflejándose desde aquí a obras posteriores. Son notables las semejanzas entre algunos personajes como el joven Marco de El castillo ambulante (2004) y Mei o la reutilización de los duendes del polvo u hollín que aparecen en El viaje de Chihiro (2001); aparte podemos ver las semejanzas entre el aspecto de Kanta, el vecino de las protagonistas, y Seita de La tumba de las luciérnagas, aunque esta obra sea de Takahata.

También el uso y diseño de la anciana, Nanny en este caso, que mantiene una unión peculiar con el mundo de la infancia, algo que también se repite en las dos películas anteriormente mencionadas. Al respecto de esto, cabe mencionar cómo en la mayoría de casos Miyazaki opta en sus películas más fantásticas e infantiles por evadir a los adultos de escena, en este caso a los padres de las dos protagonistas. Por cierto, en El viaje de Chihiro también se aborda al inicio una mudanza, pero con una visión negativa frente al optimismo y la vitalidad que desprende la vista al inicio de Mi vecino Totoro.


La música de Joe Hisaishi parece inseparable de la animación de Miyazaki y es capaz de crear una personalidad para cada una de las películas a la vez que sentirlas como hermanadas las unas de las otras. En este caso, se reitera una melodía a dúo entre cuerda y piano en los momentos de mayor emotividad y magia, aunque tampoco olvidamos la divertida pieza cantada que nos recuerda a la también pegadiza canción de Ponyo, ambas ideales para niños.

El principal problema de Mi vecino Totoro es que no contiene más capas en las que adentrarnos. Aunque Miyazaki suele afrontar obras con un rico mundo fantástico abierto, con elementos inexplicados, aquí la magia está reducida a tres o cuatro elementos. A su vez, la relación entre las niñas y la criatura mágica no solo se siente leve, sino que apenas cuenta con un desarrollo que nos permita creer en una amistad como cabría esperar para que al final este peculiar dios del bosque se interese en ayudarlas. En este sentido, la secuencia más trabajada es la más célebre de la película: mientras Satsuki espera en la parada del bus, llega Totoro y reconforta un panorama oscuro y solitario, con su pequeña dosis de cansancio y desesperación. El simple acto de bondad y amabilidad de la niña es también recompensado por el dios del bosque, sellando el principio de su amistad.


Todo se trata desde un humor blanco y simpático, el drama es leve y se concentra esencialmente en el tramo final y no hay ninguna aventura reseñable. En este sentido, de todas las películas que he disfrutado hasta el momento del estudio Ghibli en general y de Miyazaki en particular, esta es la que menos me ha aportado. Y, sin embargo, es en la que mejor he podido ver la huella de su director, quizás porque con una trama tan poco elaborada, todo lo que ha quedado era sus rasgos más esenciales y sutiles. Quizás porque ha retratado la infancia con los matices necesarios, justos y precisos.

En definitiva, Mi vecino Totoro es una película para ver en familia, con niños pequeños, para disfrutar de cierto retorno a un mundo más sencillo. Puede que su principal defecto sea que no hay nada más, que cuando llega el final nos quedamos con cierta sensación de vacío; aunque al recordarla, no sepamos por qué, sintamos una sensación agradable. Quizás como la infancia, de la que apenas permanecen los borrones en nuestra memoria, pero que suele recordarse con nostalgia.

Escrito por Luis J. del Castillo


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