Memorias y aventuras de Barry Lyndon, de William M. Thackeray

02 septiembre, 2016

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El deseo de aparentar lo que no se es, es inherente a buena parte de la humanidad en todas sus épocas. Aspiraciones, ascensos y caídas han sido retratados con largueza por la literatura. En más de un sentido, podemos considerar las Memorias y aventuras de Barry Lyndon (The Luck of Barry Lyndon, publicado por entregas en 1844, hasta su aparición en forma de libro, en 1856), del autor inglés nacido en Calcuta, William Makepeace Thackeray (1811-1863), como un relato de tintes autobiográficos, aunque no estrictamente basados en una figura en particular sino, más bien, en un amplio espectro social. 

En cualquier caso, parece que Thackeray sí que fue algo disoluto en su juventud y, como el personaje de su libro, también acabó por dilapidar su fortuna en una serie de arriesgadas operaciones especulativas. Tras una estancia en París, en la que estudió Arte, Thackeray regresó a Londres junto a su joven esposa irlandesa y se dedicó a la profesión periodística junto con la escritura de relatos y novelas. Como última curiosidad, podemos señalar que su esposa sufrió una depresión crónica, al igual que lady Lyndon en la novela padecerá accesos de (presunta) enajenación mental y otras enfermedades del espíritu.

William M. Thackeray
Las memorias y aventuras de nuestro protagonista están narradas en primera persona y su estilo es la sátira. El editor y responsable de la presentación de Valdemar Histórica (2000), Alfredo Lara (-), argumenta con bastante razón la ascendencia hispánica de la novela, relacionándola con nuestra literatura picaresca, tan característica del Siglo de Oro. Y también, como es lógico, con la posterior literatura “picaresca” inglesa de un Lawrence Sterne (1713-1768) o un Henry Fielding (1707-1754).

No sabemos hasta qué punto fue directo o indirecto el influjo de aquella literatura española, pero a la larga, toda creación artística establece fácilmente conexiones entre sí. En la picaresca, la descripción realista es el armazón sobre el que se edifica lo novelado, junto con otros elementos afines al género, como la narración en retrospectiva y en primera persona, una enérgica (y hasta saludable) necesidad de aparentar, cuyo complemento suele ser la disponibilidad de un pico de oro, la honda penetración psicológica y, sobre todo, un corrosivo sentido del humor, en el que el desarrapado o el petimetre se apoya de muy buena y satisfecha gana. Sin olvidar la estructura argumental de auge y batacazo del trajinado protagonista. Pese a todo, el pícaro suele mostrarse siempre muy lúcido, y hace partícipe -o mejor, cómplice- al lector de sus avatares y anhelos.

Durante la mayor parte de la novela, Redmond Barry nos cae inevitablemente bien porque es un jovenzuelo desvergonzado que se lo tiene muy creído, pero es honesto en su conducta en un mundo que no lo es. Por lo que su engaño vital no lo será tanto, aunque sin duda, sepa emplear sus trapaceras artes, que para él son inexcusablemente adecuadas y satisfactorias. Al fin y al cabo, ¿no lo hace todo el mundo? Y en cualquier caso, los personajes con los que arremete desde su privilegiada posición a-social (pues siempre será un desclasado) no son, como suele ocurrir, mucho mejores que él.

Desde luego, Redmond no es ningún pasmarote, sino un muchacho muy despierto pese a su corta experiencia (que pronto se verá ampliada). En aquellos buenos y viejos días, como él los califica (III), sus azarosas circunstancias son elegantemente contempladas por Thackeray a través de los ojos del mozuelo, gracias al optimismo e ímpetu de su arrogancia juvenil. Su resuelta fijación por aparentar y comportarse ante los demás como un auténtico caballero es totalmente sincera, desde el momento en que esta se inscribe en un marco histórico con diferencias de clase muy acusadas.

Una frescura y espontaneidad que, curiosamente, se verá sofocada bajo un manto de pesadumbre y severidad, rigurosamente cinematográfica, en la adaptación de la novela, de la que nos ocuparemos con mayor detalle en un próximo artículo. En esta, el personaje de Barry pasa de pícaro a víctima (por ejemplo, cuando es asaltado por los caminos), resultando mucho más lacónico y comedido. Por el contrario, no cabe en el muchacho creado por Thackeray mayor grado de franqueza, no necesariamente cínica (desde su punto de vista): había decidido consolidar mi fortuna por medio del matrimonio, como toda persona de posición (X). O, ¿para qué es buena la vida sino para alcanzar honores? Esto es algo tan indispensable que debemos lograrlo de cualquier modo (X). Estoy seguro de que muchos suscribirán estas últimas palabras, aún no formando parte de ningún partido político.

The Blue Boy, de Gainsborough
Es por esto que el humor desplegado por el autor es de una calculada hipérbole. La conducta, asumida con total normalidad y desparpajo por el narrador y protagonista, convierte la presunción en un mecanismo de auto defensa que se blande como medio de supervivencia.

De este modo, se nos asegura que Redmond Barry tenía un gran genio natural, muy poco común, para aprender muchas cosas (I). Y en efecto, una de las primeras que aprenderá es que la libra que fácil viene, fácil se va, pero nunca ha de faltar (lo que a la larga será fatal a la hora de administrar tanto su capital como el peculio de su esposa, I).

Al fin y al cabo, Redmond Barry no hace sino pagar con la misma moneda que recibe (por ejemplo, de los embaucadores Fitzsimons, que lo “acogen” en su vivienda, III). Por tanto, una vez ha salido del cascarón materno, Redmond Barry se abre a un mundo de sorprendentes descubrimientos (III), en el que detenta el poder desde los estratos más humildes de su villanía, hasta los más encumbrados pero pordioseros de la aristocracia.

Es arrojado y apuesto, y con su elevada conciencia de persona -más que de clase-, humilde pero ilustre, habrá de hacer frente, finalmente, a la no menos arrogante condición de la nobleza (aspecto mucho más difuminado en la película). Las peripecias se suceden cronológicamente, a excepción del episodio donde se narra “la trágica historia de la princesa de X”, que se inserta a modo de analepsis.

The Battle of Minden, autor desconocido
Para Thackeray, el risueño Redmond es todo un torrente de relatos y chascarrillos, encaminados a robustecer la creación de un entramado de ficción a nivel europeo, en el que Barry es tan solo una de sus piezas (X). Una realidad paralela que, a nivel particular, el joven defenderá a ultranza cuando, por ejemplo, se pelea con el capitán Galgenstein (V).

El caso es no apearse del burro, aspiración de toda nobleza que obliga. Únicamente se sincerará nuestro protagonista con los capitanes Fagan y Potzdorrf (con este último, hasta cierto punto, para luego impedir sus propósitos con la ayuda de su exilado tío, VII), y contra todo pronóstico, con el caballero sir Charles Lyndon, achacoso marido de milady Lyndon, a la que Redmond Barry de Barryville, como le gusta que le llamemos, acaba pretendiendo con presteza (XIII). Por su parte, Chevalier de Balibary, que, como anticipaba, resulta ser su tío, le pondrá al corriente de toda esa red de espías que forma parte de una diplomacia que es una de las mayores falacias del globo (VIII).

Las fortunas se ganan o se pierden -o se rehacen- por medio del juego: un carruaje impelido por monedas en lugar de caballos, pero que de igual modo, puede conducir a cualquier parte; y en cualquier caso, una praxis contagiosa y democrática a más no poder, pues afecta a todas las clases por igual, sin distinciones, como la consabida “calvicie” centenaria. Sin duda, el muchacho posee el talento innato de la trola y la seducción hacia los demás, nos dice Thackeray -o el propio Redmond-, se lleva a efecto con tal convicción que casi yo mismo creí las historias que inventé (V).

Marriage á-la-mode, de W. Hogarth
El jocoso paroxismo de todo este juego de intrigas y espionaje lo hallamos, precisamente, en el antedicho capítulo de “la princesa de X”, donde estratagemas y frustraciones terminan dando paso a la atmósfera más enrarecida y agobiante del resto del relato, tras el matrimonio de Barry con lady Lyndon, culmen de su ascenso social. Mujer de probada cultura, de la dama observa Barry que, pese a todo, es demasiado veleidosa y esquiva, e incluso se sugiere un comportamiento bipolar, desde el sombrío abatimiento de mi esposa… (XVII) a la moderada plenitud de la vida marital.

Mejor opinión de ella no tiene su primer marido, sir Charles Lyndon, que tan solo tiene cincuenta años cuando Barry lo conoce (XIII), pese a lo cual está casi moribundo. El noble entabla una curiosa relación de afable complicidad con Redmond. Sujeto a mil y una dolencias y a una silla de ruedas, milord Lyndon llega a advertir a nuestro protagonista de los peligros de la grandeza. Haced cualquier cosa menos casaros, le recomienda (XIII).

Pero Barry está decidido a incrustarse en la “escala social que le pertenece”, sino por nacimiento, sí por un ancestral derecho de familia. Por ello, considera su unión con Honoria, condesa de Lyndon, como un acto de justicia. Él mismo explica que las injustas confiscaciones llevadas a cabo en tiempos de Isabel y de su padre, disminuyeron mis acres, añadiendo los territorios a las ya vastas posesiones de la familia Lyndon (XIII).

Malvern Hall, de John Constable
El accidentado enlace se lleva acabo ante el desapego del joven vizconde de Bullingdon, el hijo de lady Lyndon, un pequeño melancólico y desamparado a quien su madre apenas veía (XIII), y la complacencia de su preceptor, el borrachín capellán mister Runt. Esta diferencia de caracteres entre un Barry que ha asistido a la Guerra de los Siete Años sin saltarse un solo día, y el vizconde, es más interesante de lo que parece. El uno desea su amistad y complacencia, casi tanto como su sumisión, pero el otro ha sido desatendido durante demasiado tiempo, y además de observar el mal uso que el arribista hace de los bienes y el nombre de la familia, reniega de su “baja condición”. El joven siempre me detestó, resume Barry (XIII).

En realidad, podemos considerar el inaudito cortejo de la dama como otra forma de duelo (XV). Sin embargo, conviene hacer notar que cuando Redmond Barry se casa con lady Lyndon, este ya cuenta con un vistoso patrimonio, logrado gracias al juego (lo que no hace que su dinero valga menos). El hecho es que, tras el fallecimiento de sir Charles, y tras una ausencia de once años, Redmond Barry regresa a Irlanda, dispuesto a consolidar su matrimonio, por llamarlo de alguna manera, con las ingentes aportaciones de la algo anodina viuda.

Y de este modo, el honor del que siempre hizo gala Redmond Barry siendo joven, se tuerce, sometido por el despilfarro. A los problemas con la familia de su esposa se añade la mala racha en el juego y la búsqueda de una eterna juventud entre miriñaques ajenos (y el alcohol). Hasta tal punto existe una incompatibilidad de caracteres, que Barry ni siquiera se muestra capaz de entender a quienes muestran interés por los libros, seguramente porque su vida ya ha venido siendo como una novela. Respecto a su esposa, dice que se situaba así misma en el lugar de los personajes imaginarios (XIX). Y es curioso que, cuando Barry pasa a ejercer la política (¡es elegido miembro del Parlamento!), le sobrevengan más infortunios que en la guerra y se le multipliquen los adversarios, siendo objeto de exageradas calumnias y retorcidas maledicencias (XVIII).

Mrs. and Mr. William Hallet, de Gainsborough
Lances que, a veces, el propio narrador apostilla por medio de notas a pie de página, rematando la verosimilitud de los hechos. Y es que, según nos asegura el propio protagonista, este cuadro de su vida lo ejecuta desde la madurez.

Un retrato que supone el tránsito por dos estamentos de una misma sociedad, que le alaba mientras posee liquidez, pero que cuando no, le hace objeto de afrentas -en buena parte, clasistas-, alentadas por el joven lord; si bien es cierto que, respecto a su relación con los Lyndon, solo contamos con la palabra de Barry, tras doce años de matrimonio.

Una vez alcanzado el tan ansiado estatus, sobreviene una sobre explotación en forma de despilfarro y cierto carácter conspiranoico. Había gastado mi fortuna personal, así como los ingresos de mi esposa, en mantener nuestro rango (XVIII). El sonoro derroche de los bienes de la esposa -con la sometida conformidad de esta- se nos antoja otro aspecto abiertamente hiperbólico, al margen de que no deja en muy buen lugar al protagonista y narrador de tales hechos.

Pero precisamente, este es el vértice de toda la ironía desplegada por Thackeray, puesto que un personaje que ha pasado por bastantes privaciones, para después amasar una pequeña fortuna por su cuenta, no debería creer que el dinero es eterno. Son los efectos de la apariencia de la alcurnia, donde la compra -más que adquisición- de un título nobiliario, resulta fatal. Más que en esos otros momentos de privaciones y discutibles proezas, es ahora cuando Barry Lyndon, que ha dejado de ser Redmond Barry definitivamente, se convierte en un personaje de tragedia que nos mueve a la compasión. 
The Portrait, grabado de T. Rowlandson
A menudo se lamenta el cronista a lo largo de sus memorias de que ya no queda nada de la caballerosidad del antiguo mundo del que formé parte (XIII). Según él mismo declara, de haber tropezado con la mujer adecuada, la habría amado para siempre (II), lo que, sin dejar de ser cierto, es esgrimido a modo de auto justificación. No obstante, aún habrá lugar para la honestidad, cuando Barry asegura, a posteriori, que a veces compramos el dinero a un precio demasiado alto (XIII).

Epítome del hombre que se hace y deshace así mismo, Barry Lyndon asume sus errores sin arrepentirse de (casi) nada. Admite que el coste es demasiado alto cuando uno tiene que adquirir todos esos placeres al precio de la libertad personal (XVIII). O bien, que las cualidades y energía que llevan a un hombre a ser el primero -la obsesión de Barry- son muy a menudo las mismas causas de su ruina final (XVII). Pero esto lo comprende ya desde su retiro forzoso.

En suma, es una lástima que la versión cinematográfica prescinda de casi todos los gozosos elementos políticamente incorrectos (la boda forzada, a la Sabina, de un primo de Barry, XVI, o el propio “noviazgo” del protagonista), aunque en honor a la verdad, estos habrían dado para una mini serie de otro talante. Los seguidores de este blog saben que soy partidario de la independencia de cualquier adaptación respecto de la letra. En lo cual me reafirmo, si bien, en este caso en particular, casi aconsejaría primero disfrutar visualmente de la película, y después, divertirse literal y literariamente con el libro.

Escrito por Javier C. Aguilera


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