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30 septiembre, 2016

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Puerto de Málaga (Fotografía de LJ)
Con el otoño comienza un nuevo curso y en nuestro blog no paramos de traeros nuestro contenido. Septiembre concluye con números más regulares que agosto, volviendo a la normalidad en torno a las 11.000 visitas en el mes, pero crecemos en seguidores, con 166 en Blogger, sumando dos más, 589 en  Twitter, logrando subir 3 seguidores más y alcanzando los 174 en Facebook, con uno más.

Este ha sido un mes con mucho cine y con gran variedad. Hemos vuelto a directores de renombre como Alfred Hitchcock con Atrapa a un ladrón o Stanley Kubrick con Barry Lyndon, también a alguna franquicia de renombre, como Los cazafantasmas, películas recientes como Mascotas o títulos sobre las vicisitudes del cine, como Nickelodeon o S.O.B.. El otro arte que ha estado presente en septiembre ha sido el literario, donde hemos hablado de un clásico como Fahrenheit 451, una novedad como El códice Génesis o el estupendo ensayo Gramática de la fantasía.

Proseguimos nuestro camino con octubre, que nos traerá como es habitual nuestro especial de Halloween que ya estamos preparando. Para el mes que viene más cine y más literatura, pero también habrá música y quizás otras sorpresas.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: En septiembre se ha publicado el octavo libro de Harry Potter y pronto tendremos en nuestros cines una nueva entrega del mundo mágico de la saga: Animales fantásticos y dónde encontrarlos. Os dejamos con su último trailer.


"La música expresa aquello que no puede decirse con palabras pero no puede permanecer en silencio"

                  -Victor Hugo

Clásicos Inolvidables (CX): Fahrenheit 451, de Ray Bradbury

29 septiembre, 2016

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El ser humano ha pensado mucho en su futuro. Pensamos en ello de forma individual de manera continua, a pesar de los mantras que nos invitan a disfrutar del hoy. No podemos evitar tener deseos, sueños, metas que habrán de llegar con el tiempo y, seguramente, con nuestro esfuerzo. Pero también hemos sido testigos de muchas predicciones y preocupaciones comunes: hacia dónde se dirige nuestra sociedad, qué nos podremos encontrar en un futuro si seguimos por este camino o qué acontecimientos pueden suceder teniendo en cuenta los que ya han sucedido en el pasado. Aunque pensemos que no vamos a caer en los mismos errores, lo cierto es que en ocasiones parece inevitable al observar el comportamiento de muchos de los que nos rodean.

También tenemos de forma paralela la visión de utopías, mundos extraordinarios que en ocasiones se ven envueltos en un velo de falsedad y dominio gubernamental, o distopías, la otra cara de la moneda, si no la misma cosa, donde se nos muestra un mundo, o un futuro, funesto, carente de los valores positivos y envuelto en circunstancias que creíamos superadas, pero que incluso aún hoy siguen presentes en nuestro mundo: esclavitud y dominio, diferencias sociales abismales, desinterés cultural o humanístico. Cuestiones que, dichas así, no resultan tan lejanas.

El autor norteamericano Ray Bradbury (1920-2012) dedicó su vida a la escritura de la fantasía o la ciencia ficción con la finalidad confesa de remover moralmente a la sociedad. Sus obras más célebres son Crónicas marcianas (1950) y su novela de ciencia ficción, la única que él consideraba como tal y no como fantasía, Fahrenheit 451 (1953), que hoy reseñamos. En esta obra distópica, Bradbury planteaba uno de sus múltiples avisos a la sociedad que le rodeaba. Precisamente, la idea original parte de la confluencia de algunas de sus preocupaciones mostradas en tres relatos distintos, como señala en el prólogo donde narra las vicisitudes que atravesó el manuscrito para ser publicado, consiguiendo al final un hueco en una revista que se estrenaba en esa época de la mano de Hugh Hefner (1926-): Playboy.


Lo que encontramos en Fahrenheit 451 es el cambio de rumbo en la vida de su protagonista, Montag, que pasa de ser un engranaje más del sistema represor a plantearse la realidad que le rodea y las respuestas que le han dado hasta el momento. Este es el punto central de una obra que nos sitúa en un mundo donde la cultura se considera peligrosa, donde los libros son objetos prohibidos que son quemados en su totalidad, y donde la mayor parte de la población está absorbida por una vida invadida por la publicidad y el placer vacuo de la tecnología y las drogas. Montag trabaja como bombero, pero no tal y como hoy lo entendemos, sino como un quemador de libros, la nueva dedicación de los bomberos debido a que las casas son ahora ignífugas y que se necesitan manos que ejerzan la censura.

En este mundo, todas las personas viven despreocupadas y cumpliendo exactamente el mismo rol, sin ningún apego o vínculo sentimental del que preocuparse. Todo está predispuesto para facilitar una vida monótona en la que no exista ninguna preocupación. Por ello, Montag comienza a dudar cuando se encuentra con la joven Clarisse, una chica que no sigue los patrones, que se interesa por mirar al cielo, por pasear, por vivir, en clara antítesis con las personas que le rodean, sobre todo su esposa Mildred, enganchada a las pastillas para dormir y a la "familia", el programa televisivo de inmersión absoluta. No anda muy lejos esta propuesta de las actuales redes cibernéticas, aunque aún faltara casi medio siglo para su completo desarrollo.


Conforme la acción se desarrolle y las dudas de Montag se incrementen, aumentará también la tensión que se percibe en la novela. Poco a poco se nos irá desvelando cómo este bombero ya había dejado entrever en el pasado algunas acciones que lo alejaban de lo corriente, pero comenzará a tomar auténticos riesgos cuando decida enfrentarse a su jefe y al sabueso mecánico. No obstante, no es esta una novela de acción. Está lejos de ser una aventura juvenil a la que en estos últimos años nos han acostumbrado en las novelas distópicas. Al contrario, estamos ante una obra que presta mucha atención al diálogo reflexivo, dejando toda acción como un hecho puntual y concreto, lo que provoca que se sienta más auténtico. Como ejemplo, la persecución a la que se ve sometido Montag parece que pueda triunfar en cualquier momento y la tensión va in crescendo hasta el final.

Además, no existe un héroe como tal. El protagonista es un bombero arrepentido, pero que se encuentra perdido, sin un rumbo que seguir y sin nadie que se lo pueda proporcionar. Es decir, el protagonista vive con incertidumbre su nueva posición y ningún otro personaje es capaz de ayudarle. Es más, las acciones de otros personajes positivos, como Faber, se pueden tildar de cobardes. Incluso la resolución final está carente de heroicidad ni se pretende un cambio radical, más bien se trata de un canto hacia la esperanza, pero una esperanza paciente hacia un futuro incierto en el que no se pretende intervenir de forma directa. No obstante, esta decisión de realizar una oposición velada parece más realista que las aventuras de carácter más pirotécnico con elegidos extraordinarios y demuestra que el carácter de Fahrenheit 451 no es el de contar una hazaña, sino más bien manifestar una reflexión, un aviso. En definitiva, procurar un despertar al lector ante la censura, la represión y el control.


No se presta atención a la sociedad o a la situación completa del mundo, incluso se habla de una guerra, pero no se ofrecen más datos. Eso provoca que todo se centre en cuestiones concretas, siendo la principal la desaparición de los libros. Así, esta obra se convierte en un alegato a favor de los libros, de la libertad de expresión, pero también del sufrimiento, de la necesidad de la duda, de cómo las obras escritas por la humanidad no tienen por qué tener respuestas, pero ello no les resta importancia. Curiosamente, el monólogo más largo en torno al peligro de los libros, y por tanto la descripción de por qué son importantes, pertenece al capitán Beatty, un hombre contradictorio que demuestra un gran saber sobre los libros y, quizás por ello, es quien pone más empeño en su destrucción y persecución. No está alejado de quienes queman libros por propio interés o ideología, quien rechaza las palabras de los demás por ejercer la censura, convencido de que su sabiduría o su postura será siempre superior a cualquier otro. Con esta forma de ser, lamentablemente usual en nuestra época, es fácil decidirse a acabar con todo lo que consideres que te contradice, justificando tu libertad por encima de la libertad de otros.

Bradbury describe en esta novela breve un temor compartido por otros pensadores: el miedo al antiintelectualismo, el temor a que sea la propia sociedad la que comience a rechazar la cultura por el placer, por su comodidad sin más, el carácter más peligroso del nihilismo. El propio Nietzsche (1844-1900) avisaba de esa etapa de la humanidad a la que denominaba pulgón inextinguible, en el que el ser humano se cree satisfecho de sí mismo, solo busca la comodidad y no se rige por ninguna moral, ni tampoco busca el saber. Curiosamente, también Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley (1894-1963) tanteaba esa utopía en que la felicidad era alcanzada por la despreocupación, por la ausencia de interés intelectual.


Fahrenheit 451 no es una novela que se centre en el desarrollo de una trama que nos mantenga enganchados ni pretende contarnos grandes hazañas contra la opresión, pero nos lanza a la perfección advertencia acerca de hacia dónde podemos estar yendo, a esa deriva hacia el placer que solo conlleva nuestra autodestrucción, sin olvidar tampoco el pasado invadido por la censura y la ausencia de libertad. De esta forma, cada personaje se convierte en representativo de la sociedad sin necesidad de abarcarla por completo: Mildred vive atrapada en esa vorágine de autosatisfacción y engaño; Clarisse representa al alma cándida que se pregunta y se plantea la vida, moviendo al cambio a quienes la rodean; Beatty es el represor que sabe las razones por la que ejerce su trabajo mientras que otros bomberos solo son autómatas, manos opresoras, pero ignorantes; Faber vive en una resistencia pasiva y cobarde mientras que Montag es la representación del ser que despierta a la realidad y se revuelve, desconociendo las consecuencias de sus actos y, por tanto, el futuro que le espera.

Con ellos, Bradbury es capaz de plasmar la importancia de la cultura en tanto que nos ayuda no a distraernos, sino a hacernos dudar, a inquietarnos, a crear incertidumbre por sus significados o por plantearnos qué somos, hacia dónde vamos, de dónde venimos sin nunca alcanzar una respuesta satisfactoria. Y así Fahrenheit 451 nos lanza un grito contra la censura, la opresión y la falta de libertad en la que podemos vivir sin ser conscientes.

Escrito por Luis J. del Castillo




S.O.B., de Blake Edwards

27 septiembre, 2016

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Las siglas S.O.B. identifican en idioma inglés una expresión algo mal sonante pero que puede ser muy descriptiva en determinadas circunstancias (de forma onomatopéyica puede indicar un sollozo y, de nuevo en inglés, incluso puede ser empleada como verbo, en idéntico sentido). Con ellas, el realizador califica a propios y extraños del mundo del cine; o para ser más justos, a un determinado personal del mundo del cine, formado por todos aquellos que se han valido arteramente del talento de los demás, o que han antepuesto exageradamente las ganancias -no necesariamente “lo comercial”- sobre todas las cosas.

S.O.B. (Lorimar-Paramount Pictures, 1981), traducida al español por un imposible Sois honrados bandidos, en un intento de dotar de algún significado al título original sin desvirtuar el sentido de la trama, fue orquestada por Blake Edwards (1922-2010) como una ácida diatriba ante el desengaño sufrido a causa de los productores y distribuidores de la antaño Paramount (distribuidora hogaño de esta película: cosas del enloquecido mundo del cine) a lo largo de la filmación y post-producción de su película Darling Lili (Ídem, Paramount, 1970).

Pero esto no quiere decir que el relato sea en absoluto complaciente con el resto de los personajes de la tragicomedia. Ahí está para confirmarlo la esposa del sufrido y sufriente protagonista, la actriz Sally Miles (Julie Andrews), que primará sus intereses económicos y afectivos (para con el público) por encima del resto de consideraciones.

En cualquier caso, lo que nos interesa no son tanto las motivaciones como los resultados y, en este sentido, S.O.B. cuenta con un divertido y mordaz guión, también obra de Edwards, que disecciona a los personajes, sean malos o regulares, con ejemplar causticidad y guasa, aunque también con alguna humanidad. Todo un desconcierto que, ni que decir tiene, fue debidamente orquestado por el gran Henry Mancini (1924-1994).


La historia tiene visos de pieza coral, en la que intervienen multitud de personajes, pero el foco de atención de todos ellos (o incluso el cometa al que el resto de estrellas y satélites miran) es el referido marido de Sally, el productor cinematográfico Felix Farmer (Robert Mulligan). Un alter ego del propio Edwards, en cuerpo y en espíritu, que según se nos informa al principio, era querido y respetado por todos debido a que nunca había hecho una película con la que perdieran dinero.

Ahora ha tenido un serio tropiezo, aunque bien podría decirse que con los espectadores de ese momento más que con la película en sí. Sea como fuere, el hecho es que su última producción ha resultado, como se suele decir, un monumental fracaso. Cuando Blake Edwards nos pone al corriente de esto, no enfoca directamente a Farmer, sino que se detiene en la figura de un “conocido” actor de soporte, que sufrirá un infarto y morirá en la playa. Esto no sucede por casualidad; el destino de ambos personajes, productor y actor, queda enlazado de forma anticipada por medio de esta imagen.


Evadido de todo cuánto le rodea, Farmer opta por un estoico sálvese el que pueda, cayendo en algo así como una depresión. Hasta el punto de intentar una serie de frustrados y aparatosos intentos de suicidio. Y es que Blake Edwards tampoco olvida los gags, tan caros a su filmografía, como ponen de manifiesto el coche que sale despedido y va directo al mar, el instante en que Félix atraviesa el techo (de madera) de su dormitorio, su carrera automovilística -último suicidio consumado- por las autopistas de Hollywood, el equívoco con los difuntos en la funeraria o la necesidad de Sally de consultar a un gurú (Larry Storch).

Pero decíamos que no se salvan de la mezquindad casi ninguno de los personajes (hay tres excepciones, que veremos a continuación). Así sucede con el abogado de Sally (Robert Loggia), su asesora de imagen (Shelley Winters), su secretario personal (Stuart Margolin), la despótica periodista Polly Reed (Loretta Swit), el director de los Estudios Capitol, David Blackman (un auto-irónico Robert Vaughn), y todos los secuaces que le rodean -más que le acompañan-.

En cuanto a las excepciones, sin pretender en ningún momento salirnos de los retratos imperfectos, están el médico Irving Finegarten (Robert Preston), el representante de prensa Ben Coogan (Robert Webber) y el realizador Tim Culley (el magnífico William Holden, en la que tristemente fue su última intervención para el cine). Estos tres serán el sostén de un Félix Farmer que hallará su destino entre los rollos de celuloide de su última y más trabajosa película, llamada Viento Nocturno.


Blackman desea corregir el desaguisado rehaciendo Viento Nocturno, pero Félix posee un privilegiado contrato con todos los derechos. La ironía del asunto estribará en que, una vez haya conseguido el productor convertir el fracaso en un éxito, comprando su propio producto al estudio, será este quien, de nuevo, trate de hacerse con un contrato de distribución. Impagable es la imagen de un David Blackman ataviado de cabaretera junto a su amante, Mavis (Marisa Berenson).

Aún así, el verdadero asunto no es este, sino los cambios a los que está siendo sometida la industria del cine, tras el finiquito del sistema de grandes estudios, a mediados de los sesenta, junto con la variación en los gustos del público y el surgimiento del (buen) cine independiente; con frecuencia, muy dependiente de los rescoldos de esos mismos estudios, que ya en la década de los setenta emergen con distintos bríos a manos de empresarios de todo pelaje y condición. El mismo David Blackman se lamenta de que Capitol Films está siendo llevado por el presidente de una de las mayores cadenas de supermercados del país. A todo ello se sumaría, en breve, la aparición del video doméstico y la proliferación de los canales privados, que de nuevo remodelarían todo el concepto de lo visual y lo cinematográfico, hasta hoy.


El caso es que Félix está poseído por esta nueva visión industrial como un genuino artista, lo que atestigua su charla con Culley acerca de los flamantes pero apocalípticos tiempos que se les vienen encima. Solo queda saber explotar el morbo de los coetáneos espectadores, de forma más explícita, lo cual se propone hacer convirtiendo la romanticona Viento Nocturno en un film con contenido erótico, es decir, en un potencial éxito de taquilla. Entonces seré un genio, no un loco, concluye premonitoriamente Félix Farmer.

En S.O.B. los dramatis personae son algo así como unos futuros juguetes rotos, al socaire de los caprichos del público y de la industria, tal cual parece anticipar la secuencia musical con que da inicio la película.

Escrito por Javier C. Aguilera 


Los cazafantasmas, de Ivan Reitman

25 septiembre, 2016

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Los ochenta fueron una década que consagró cierta forma de hacer cine que ilusionaba, seguramente para toda la familia, siguiendo la línea de los grandes éxitos de finales de los setenta. Películas que nos introducían en aventuras donde no faltaba o la magia, o la ciencia ficción, o el humor, o el mundo de la infancia, o todo junto. Quizás por eso tampoco faltaron las películas que rozaban la parodia sin abandonar los elementos que hacían tan mágico ese cine, ahí tenemos a La princesa prometida (Rob Reiner, 1987). No queremos elevar a los cielos a los ochenta, porque películas buenas o de este estilo las ha habido antes y después, pero esta etapa fue propicia para que aventura y comedia fueran de la mano sin caer en vulgaridad, sino con inteligencia. En esta época se permite que surja una película como Los cazafantasmas (1984) y que pueda triunfar en taquilla.

La película fue dirigida por Ivan Reitman, que destaca precisamente por haber creado una comedia blanca que roza, o se sumerge, en el ridículo, basta recordar algunos títulos como Los gemelos golpean dos veces (1988), Poli de guardería (1990) o Junior (1994). Con Bill Murray y Harold Ramis ya coincidiría en El pelotón chiflado (1981) antes de Los cazafantasmas.

No hablamos de un mal director, sino de un hombre de oficio con proyectos de dudosa profundidad. Con esta historia, cuyo guión corrió a cuenta de dos de los protagonistas, Ramis y Aykroyd, logró un gran éxito que propició la continuación en Cazafantasmas 2 (1989) con el mismo elenco, aunque menor taquilla. La franquicia parte de aquí y prosigue con series de animación, videojuegos y finalmente con un reinicio reciente, en esta época dada a este fenómeno, con mismo título, Cazafantasmas (2016), pero variando por completo el sexo de los personajes al protagonizarlo un equipo femenino.


La historia nos lleva a la vida del escéptico y poco profesional Peter Venkman (Bill Murray), quien junto a sus compañeros, el simpático Ray Stantz (Dan Aykroyd) y el inteligente pero frío Egon Spengler (Harold Ramis), componen el departamento de parapsicología de la universidad de Columbia en Nueva York. A pesar de que consiguen ver a un fantasma bibliófilo, son expulsados de la institución, algo lógico por lo poco que se nos muestra de su trabajo allí, y deciden erigirse como cazafantasmas, uniéndose a ellos la secretaria Janine Melnitz (Annie Potts) y un nuevo miembro de apoyo, Winston Zeddemore (Ernie Hudson); por su importancia, debemos señalar también a su primera cliente, aún cuando no son famosos, la chelista Dana Barret (Sigourney Weaver), que se convertirá en el objetivo amoroso de Peter. Contra toda previsión, su trabajo tiene éxito por la gran actividad fantasmagórica de la ciudad, una extraña actividad que tiene como epicentro la terrible venida de un semidios sumerio que amenaza con destruirlo todo.

Pero pese a esta sinopsis, con la mezcla de géneros, debemos destacar que estamos ante todo delante de una comedia, una comedia que parte de ideas provenientes de la fantasía y el terror, pero una comedia al fin y al cabo. El humor, al que nos referiremos más adelante, es el carácter que le da sentido a la obra por encima de otros elementos. Esto se produce porque el resto son casi anecdóticos. La caza de fantasmas es prácticamente elidida de la película mediante un montaje de escenas que muestra más el eco mediático que la acción, el terror no se busca y tampoco se dedica un gran espacio al romance, a pesar de que algo haya. Esto es una comedia de aventuras con terror paranormal, por ello lo que realmente funciona bien es el juego y el choque de caracteres entre el escéptico, poco profesional y materialista Peter Venkman con la inocencia y la honestidad de sus compañeros así como sus intentos para ligarse a Dana, quien a su vez es acosada por su ridículo y persistente vecino, Louis Tully (Rick Moranis); todas estas circunstancias con el telón de fondo de la amenaza fantasmagórica, que causará, a su vez, más situaciones irrisorias.


El romanticismo entre Peter y Dana existe más en la química de Murray y Weaver y en su capacidad interpretativa que en el guión. Ni siquiera se interesa la película por hablar más de sus personajes, dibujados a brochazo lineal y plano, tampoco llega a sentirse una amenaza real ni hay un auténtico espíritu de aventura, pero, a pesar de ello, funciona el humor, la cercanía y la magia de la satisfacción que produce un entretenimiento oportuno y bien llevado.

Eso se logra gracias al ya mencionado contraste de los personajes, que provoca toda una serie de escenas cómicas que es lo más destacable de la película: las características representativas del trío de cazafantasmas original es antitético entre sí, incluso el cuarto es distinto a los otros tres, mostrando una visión más religiosa en su breve aportación frente al cientifismo del trío; su inexperiencia a pesar de tratar de parecer profesionales, provocando incluso más daño que el que trataban de arreglar; la situación caótica de la oficina donde incluso presenciamos la oposición a la autoridad (una crítica a la burocracia y a los gobernantes que actúan sin conocimiento de causa) o la lucha entre sus intereses personales y la imagen más heroica que proyectan. También se juega con la personalidad de Dana, al acabar por mostrarla de forma provocativa y sensual. Incluso los supuestos villanos son ridiculizados por los cuerpos que poseen, incluyendo la graciosa y célebre transformación final. Así, el engarce humorístico de todos los elementos presentes en la película le proporciona un sentido coherente y la hace brillar. 


Parte de ese brillo también lo encontramos en una ejecución técnica que conoce el terreno en el que se mueve, y que bebe de elementos de la ciencia ficción anterior, así como la estupenda banda sonora de Elmer Bernstein. Cabe destacar también el simpático y pegadizo tema Ghostbuster de Ray Parker Jr. que se convirtió en una exitosa canción en la época, creando un sello propio e inconfundible para la franquicia. En cuanto a los efectos especiales, funciona mejor en la parte artesanal que en otras ocasiones, como en los efectos de slow motion que han envejecido de forma notable, y lógica por otra parte. Por ello, aunque es bastante notable el rodaje de ciertas escenas con elementos reales frente a los que hoy se crean con ordenador o CGI, el movimiento de las criaturas mágicas, sobre todo los canes infernales, deja bastante que desear. Tampoco funciona del todo bien la secuencia de la azotea y el final resulta algo abrupto. Con todo, no resta valor ni gracia al conjunto.

Los cazafantasmas forma parte de esa clase de películas que las personas recuerdan con cariño y simpatía porque logra sentirse cercana y llana, a pesar de que no trascienda. Se trata de un tipo de cine que logra dar con la clave, esa misteriosa fórmula, para hacer disfrutar al espectador entreteniéndole durante el metraje y logrando que este le disculpe los errores, por evidentes que sean. Sin duda, se trata de una obra despreocupada y simpática, que nos hará disfrutar con sus gags y bromas, presentándonos una visión sarcástica del espíritu más fantástico y aventurero de nuestra realidad.





Adaptaciones (LXIII): El príncipe y el mendigo, de Richard Fleischer

23 septiembre, 2016

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Al comienzo de El príncipe y el mendigo (Crossed Swords, Fox, 1977), vivaz adaptación de la novela homónima (The Prince and the Pauper, 1881) del genial escritor Mark Twain (1835-1910), el joven ladronzuelo Tom Canty (Mark Lester), lee a los chiquillos un cuento “de hadas”. Tras las amonestaciones de su padre (el entrañable y especializado en roles de duro, Ernest Borgnine), Tom pasará a formar parte de su propio cuento.

El caso es que tras robarle la bolsa a un gentil hombre (el impagable Peter Cellier), el trapacero acaba dando con sus presurosos huesos en el jardín del enrevesado Enrique VIII y toda su troupe (el monarca está admirablemente servido por Charlton Heston). De hecho, Tom cae a los pies de este, lo que a la larga, tras la decisión del monarca de expulsarlo de allí, precipita el que será el último quebradero de cabeza del propio rey.

¿Qué ha sucedido para ello? Que tras salir huyendo, el mendigo ha mudado sus vestimentas con las del príncipe heredero (también encarnado por Lester), debido al enorme parecido entre ambos. “Una interesante impertinencia”, con la que Eduardo VI desea causar un sano desconcierto.

Más tarde, al tratar de ocultarse en una gran chimenea, el asustado mendigo da otra vuelta de tuerca a la ocurrencia, al ser tomado por el auténtico príncipe, portador de un disfraz de pordiosero para una fiesta.


Así, mientras que Eduardo ha sido arrojado fuera de palacio, Tom Canty trata de comportarse con integridad, asegurando que él no es el príncipe de Gales. Algo que es tomado como una perturbación pasajera. Cuerdo o loco él príncipe gobernará, concluye de forma taxativa -y no exenta de ironía- Enrique VIII. La relación con la futura y seca Isabel II (Lalla Ward) no es muy halagüeña con ninguno de los “Eduardos”, pero al menos, el usurpador hallará consuelo en la cortesana lady Jane (Felicity Dean), con la que aprenderá a disfrutar de su nuevo cargo como niño con zapatos nuevos.

Pese a todo, la suerte también sonríe a Eduardo, que se ve acompañado de un soldado de fortuna que acaba de volver de multitud de guerras, aunque aún le queda por librar la última. Se trata de Miles Hendon (un formidable Oliver Reed), que en su marcha hacia el hogar, donde le aguarda su prometida Edith (Rachel Welch), presta su ayuda al desvalido príncipe, al que, en principio, toma por un menesteroso desequilibrado.


Divertida paráfrasis histórica fotografiada por Jack Cardiff (1914-2009), no deja de llamar la atención el hecho de que Mark Twain tratara de introducir algo de humor y de humanidad en la corte de los Tudor. Una idea respetada por los guionistas Berta Domínguez (-2008) y Pierre Spengler (también productor; 1947), debidamente supervisados por el interesante y ocurrente George McDonald Fraser (1925-2008), el creador del jovial sinvergüenza Harry Flashman (1969-2005).

Así lo confirma el desangelado baile de la gallarda (nada gallardo) de un desconcertado Tom o su visita al duque de Norfolk (el siempre eficaz Rex Harrison), inquilino de la Torre de Londres, merced al rey. Por lo que respecta a Eduardo, él presentará sus respetos a la banda de Ruffler (El Matón; encarnado por el estupendo George C. Scott). A lo que sumará el misterio de la procedencia de Hendon. Una identidad que, igual que le sucede al príncipe, le será negada al ex combatiente. Engañado por su hermano (David Hemmings) y desengañado de las nobles causas militares, Miles también hallará un sólido apoyo en el muchacho.

De este modo, la triquiñuela inicial multiplica sus consecuencias, incluso cuando el relato concluye por medio de un sarcástico epílogo. La gracia del asunto es que solo los dos muchachos se reconocen como “iguales” entre sí, lo que no ocurre con los adultos. Ninguno de estos será capaz de apreciar la similitud, salvo forzando la vista, ya durante la coronación del nuevo monarca.


Unidos por una chiquillada, ambos personajes aprenderán las lecciones correspondientes; sobre todo el príncipe, al modo en que otros reyes y pontífices han accedido al pueblo llano, vestidos de incógnito. Pero la honestidad será moneda común, tanto a la hora de asumir los nuevos roles como a la de regresar a los viejos. Como señalaba, en un primer momento, Tom Canty no ha pretendido ser quién no es, ofuscando a los miembros de la corte y al propio rey, que no se explican el que un impostor que gozara de tal estatus negara su condición, poco menos que un regalo caído del cielo. Por su parte, Eduardo mantendrá su identidad todo el tiempo, como es lo preceptivo.

Richard Fleischer (1916-2006) filma los distintos enfrentamientos físicos y verbales con ejemplar limpieza (¡a pesar de los sucios escenarios en los que se desarrollan la mayoría de ellos, y de los mezquinos comportamientos de algunas de las pobres gentes!). Con ello hace gala de su propia honestidad a la hora de hacer frente a todo tipo de relatos cinematográficos. Debemos anotar por último la extraordinaria banda sonora compuesta por Maurice Jarre (1924-2009) para la película. Sin duda, una de las mejores partituras de la década de los setenta (editada en vinilo por Warner [1977] y en CD por FSM, Silver Age Classics [2005]).

Escrito por Javier C. Aguilera


La isla, de Michael Bay

21 septiembre, 2016

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Con cierta normalidad nos referimos al peligro que supone el exceso de dinero o, quizás como consecuencia de lo primero, el exceso de poder. Las distopías clásicas han ahondado en cómo los gobiernos suelen imponer un determinado tipo de dictadura más o menos evidente, pero no es necesario que suceda de tal forma para encontrarnos con un mundo que ha explotado sus defectos para crear más desigualdades o, aún peor, una sociedad esclava de otra. No obstante, hay otras opciones que nos sumergen en la posibilidad de lo cotidiano. En observar que a nuestro alrededor suceden cosas que nos resultarían inmorales, solo que las ignoramos.

La isla (The Island, 2005) nos sumerge precisamente en una sociedad no muy lejana a la nuestra (la fecha escogida es 2019), solo que para comprender su magnitud debemos afrontar que estamos ante dos obras en una. La primera es la imagen velada, el argumento inicial que nos muestra un mundo post-apocalíptico, o si se prefiere, como sucedía en Akira (Katsuhiro Otomo, 1988), post-nuclear, en el que el único lugar libre de cualquier contaminación radicativa es una isla paradisíaca a la que solo pueden ir unos pocos escogidos por la suerte de una lotería interna. 

Mientras tanto, la sociedad vive confinada en una especie de búnker con un sistema de vida rigurosamente vigilado. En esa situación, nuestro protagonista, Lincoln Seis-Echo (Ewan McGregor), no puede evitar sentirse extraño, angustiado por unas pesadillas que le hablan de otro mundo. 


La otra película se corresponde a la segunda mitad de la película, cuando Lincoln, tras dudar sobre lo que le rodea, descubre lo que realmente sucede a su alrededor y decide huir, al estilo de La fuga de Logan (Logan's Run, Michael Anderson, 1976). Y poco tiene que ver con el argumento expuesto. Obviamente, se corresponde con un giro argumental en el que no nos introduciremos, pero digamos que marca la diferencia del significado de todo lo que hemos visto y nos recuerda a la sorpresa final de otras películas similares, como Soylent Green (Richard Fleischer, 1973) o el fragmento futurista de la posterior El atlas de las nubes (Lilly y Lana Wachowski, 2012). Por así decirlo, esta segunda parte nos muestra hasta dónde puede llegar a la sociedad con tal de satisfacer deseos o seguridades de la parte más beneficiada de la misma. Es decir, hasta dónde pueden llegar los caprichos de quienes se encuentran en una posición privilegiada y cómo se puede pervertir el sistema para satisfacerlos.

Ahora bien, estas dos cuestiones argumentales nos llevarían a considerar que estamos ante una película de ciencia ficción que entremezcla ideas de otras, incluso considerándose un homenaje. Pero lo cierto es que también suponen dos películas distintas tanto en contenido como en forma. Las incógnitas de la primera parte se resuelven con facilidad al inicio de la segunda parte, y a partir de ahí la estructurada película de ciencia ficción se convierte en una alborotada persecución de los protagonistas, Lincoln acompañado de su particular flechazo, Jordan Dos-Delta (Scarlett Johansson) que han conseguido evadir el sistema social en el que se encontraban recluidos. Se convierte así el panorama en una aventura típica de película de acción, con explosiones por doquier y hasta algún que otro helicóptero estrellándose. De todas formas, era lo que cabría esperar de Michael Bay, un director especializado en crear películas de este sello en lugar de fijar el interés en la materia que tiene entre manos.


De esta forma, todo lo que se había construido en la primera parte, incluyendo el giro que nos lleva a la segunda, acaba por desvanecerse. No hay realmente mucho interés en abordar el tema, sino solo centrarnos en los personajes concretos. No faltarán ciertos clichés, como el científico empresario poco interesado en cuestiones humanitarias, es decir, el usual villano doctor Merrick (Sean Bean), que dirige su empresa al servicio de quien esté interesado en adquirir sus servicios... pero sin saber lo que realmente ocurre en su interior. 

Tampoco falta la impostada relación amorosa entre los dos protagonistas, a pesar de la falta de química o de que resulte innecesario a expensas de la historia creada. Incluso hay inverosimilitud entre lo que se explica al espectador y lo que sucede en pantalla, como podemos observar cuando el protagonista muestra unas habilidades extraordinarias a pesar de haberlo considerado como un ser limitado.


Con todo ello, la propuesta no deja de resultar interesante e intrigante, el reparto cumple con el papel, incluyendo la notable participación de Steve Buscemi o el cameo del malogrado Michael Clarke Duncan, y la película es entretenida y cuenta con giros y momentos bien llevados. Si no te dejas llevar, los defectos son más que evidentes, sin faltar escenas forzadas e intentos de comedia que pueden acabar por causar cierta vergüenza ajena. Al final, el principal problema es que si te satisface el cine de acción al estilo de Bay, poco te aportará la primera parte, y si lo que buscas es que la película mantenga la seriedad (que no falta de humor) de la ciencia ficción del principio, te sorprenderá hasta donde puede caer en el espectáculo de destrucción, acción y sinsentidos de la segunda.

Escrito por Luis J. del Castillo




Nickelodeon (Así comenzó Hollywood), de Peter Bogdanovich

19 septiembre, 2016

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Cuando al cine lo dieron a luz, el ser humano ya llevaba siglos alimentando su necesidad de fabulación. Pero el séptimo arte aportó una dimensión nueva de imaginación y verosimilitud. El invento recopilaba lo mejor de las artes precedentes: pintura, música, teatro, fotografía, incluso arquitectura. Y así, muchos tutores se arremolinaron junto al neonato, aunque solo algunos alcanzaron el rango de maestros. Pese a todo, hubo aprendices aventajados sin cuya colaboración, el cine no habría podido desarrollarse como lo hizo.

En Nickelodeon (Así comenzó Hollywood) (Nickelodeon, Columbia Pictures-EMI, 1976), todo transcurre vertiginosamente y está sujeto a una improvisación inesperadamente inventiva. Los personajes trasiegan de un lado para otro, incluso cambiando geográficamente de estado, y ni siquiera aciertan a retener sus respectivos nombres. Hasta llegan a intercambiar sus maletas sin percatarse (un recurso ya expuesto por el realizador en la divertida ¿Qué me pasa, doctor? [What’s Up, Dc., 1972]). Es la viva imagen de los ajetreados comienzos del cine, una época mostrada por Peter Bogdanovich (1939) por medio de una puesta en escena dinámica y plagada de guiños.

Con la cual, el crítico y realizador rinde un cálido y efervescente homenaje a los pioneros de una industria que siempre quiso ir de la mano del entretenimiento más empático e ingenioso. En palabras de Allan Dwan (1885-1981), uno de esos precursores a los que Bogdanovich da las gracias en esta película, el cine todavía no existía tal y como lo conocemos hoy. Había nickelodeons (primitivas salas de exhibición) y la entrada costaba cinco centavos (…) Me cuesta recordar los detalles exactos. Sé que lo primero que hicieron fue darme una silla y decirme “siéntate aquí”. Luego me dieron un megáfono y dijeron, “esto es para gritar” (…) Rodé tantas persecuciones que los caballos cayeron exhaustos, y al final yo también. Creo que cuando los vaqueros me dieron el whisky y me recuperé, me dije “creo que ya sé de qué va esto” (declaraciones recogidas en El director es la estrella [Who the Devil made it], vol. I, 1997; T&B, 2007).


Se está gestando un negocio nuevo, de múltiples posibilidades, que el no muy brillante ex abogado Leo Harrigan (Ryan O’Neal) y el artista de variedades Buck Greenway (Burt Reynolds) acabarán adoptando con gran ilusión, a pesar de las contrariedades. Este último ha sido contratado por una gran firma, para mantener a raya a los competidores en el asunto de las patentes de las cámaras cinematográficas, pero finalmente, optará por cambiar de “papel”.

Ninguno de ellos había pensado dedicarse a eso del cine, pero en este hallarán la oportunidad de adquirir un oficio tan arduo como gratificante, desarrollar labores continuamente creativas y forjar nuevos lazos familiares (aún con sus altibajos, como es de rigor) con otros miembros de la profesión, entre los que se cuentan actores, guionistas, operadores y directores. Un grupo que también muestra a las mujeres dentro del proceso artístico, más allá de las labores de actriz; como la muchacha que inventa historias o reescribe las escenas, Alice (Tatum O’Neal).

En el caso de Harrigan, el actor hace una meritoria recreación del gran cómico Harold Lloyd (1893-1971), dotando a su personaje de una cálida ingenuidad (esa cercana timidez mostrada por Lloyd) y una honesta profesionalidad. Milagros que ofrece el cine, ventana por la cual se accede a la auténtica realidad.


De hecho, en Nickelodeon, es la vida la que se convierte en una película. Así lo ejemplifican episodios como el ardid de la serpiente de cascabel (una anécdota relatada por Dwan), la aventura en un globo aerostático, o los desencuentros en escenarios “naturales” tan variopintos como la rebosante bañera de un cuarto de baño, la sala de un tribunal de justicia o la misma calle, transfigurada en circense plató cinematográfico.

Ciertamente, el artista no copia la realidad, sino que la inventa. Y como en los comienzos fue el placer del descubrimiento, nuestros personajes serán testigos directos de las primeras localizaciones en exteriores, la primera producción en cadena de películas, puesta en marcha por un estudio; los primeros efectos especiales y los primeros especialistas, el nacimiento del primer plano y del plano lateral o travelling (sobre una camioneta), la primera superproducción, el primer fenómeno de fans o el surgimiento de la primera industria del merchandising, ¡a costa de desvestir al actor en plena calle!

Aunque, por desgracia, también los directores padecerán las primeras frustraciones, al contemplar cómo sus valiosos materiales filmados han sido montados de cualquier manera a manos de un productor (en este caso, un enérgico Brian Keith).


Encuentros afortunados, tropezones casuales, accidentes alevosos y batacazos de tebeo, componen el fresco de una realidad vital que trata de ensanchar el arte paso a paso y tropiezo a tropiezo, en su descubrimiento del cine como una nueva forma de hablar.

A ritmo de screwball comedy, que Bogdanovich ya ha empleado en otras ocasiones, y del ragtime servido por una pianola, los personajes de Nickelodeon asisten a los prolegómenos de una función que se va desarrollando y amplificando hasta límites apenas supuestos. Pero siendo capaces de vislumbrar las consecuencias de ese nuevo modo de expresión que será el arte definitivo del siglo XX. 

Como antes he señalado, en su quehacer como crítico y documentador, el realizador agradece en la película la labor de pioneros como Allan Dwan o Raoul Walsh (1887-1980). De este último, entresacamos otras interesantes declaraciones, contenidas en el volumen antes citado. Un día estaba yo sentado con en el pie en el aire, en el porche, y entonces pasó un hombre, se detuvo y me dijo: Cowboy, ¿buscas trabajo? Dije que sí y me respondió: ven al teatro a las siete. El hombre era de Nueva York y la obra que daban se llamaba The Clansman (1905), de Thomas Dixon (1864-1946), novela y obra de teatro en que se inspiró Griffith (1875-1948) para hacer El nacimiento de una nación (1915), una película en la que Walsh acabaría teniendo un papel importante, apostilla finalmente Bogdanovich.

Bodanovich junto a O'Neal y Reynolds.
Un último apunte, no previsto en un principio, me hace consignar en mi artículo original, ya que viene al caso, el hecho de que, según una reciente (que no moderna) serie documental sobre la historia de este arte, no se puede considerar el cine surgido de Hollywood como clásico, dada su relación con lo industrial, lo mercantil, lo impostado, y bla bla bla (la típica mamarrachada de autor con mensaje que pretende determinar, como en un laboratorio, la naturaleza del genio creativo). Esto es algo que observo que se ha venido poniendo de moda entre algunos espectadores concienciados o estudiantes de las asignaturas de historia del cine en torno a un complejo sectarismo que alcanza ya muchos niveles y que pretende, no ya reescribir, sino someter la historia a parámetros genéricos y dogmáticos.

Falsamente progresista, lacónica, distorsionadora, anti-americana hasta la ridiculez, dicha serie no es más que una escuálida odisea hacia la oscuridad, más que la luz, que sostiene argumentos tan peregrinos y sonrojantes como que el cine quedó afectado negativamente por el sistema de estrellas, en parte debido a la débil psicología del público americano: es decir, que si en pantalla aparecía lo que hemos venido en llamar “una estrella”, la película dejaba de ser cine automáticamente.

En suma, ahora más que nunca se hace necesario reivindicar con honestidad, gratitud y rigor histórico la labor de aquellos pioneros (al margen de que algunos hayan descubierto que también se hacía cine en Japón o en Finlandia) y el invaluable legado del cine clásico surgido de los grandes estudios, como recientemente nos ha vuelto a recordar Neal Gabler (1950) en su excelente e imprescindible ensayo Un imperio propio (Confluencias, 2015).

Escrito por Javier C. Aguilera



12 años de esclavitud, de Steve McQueen

17 septiembre, 2016

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Con bastante frecuencia hablamos de ciertos temas desde un punto de vista inconscientemente teórico. Inconscientemente teórico porque el dolor, la falta de libertad o la crudeza de ciertas situaciones las obviamos por su valor metafórico, por el valor que creemos que tienen, pero no necesariamente por el que hemos vivido. Hay muchas formas de llegar a comprender ese valor sin haberlo vivido, el arte nos acerca a ello. Pero el cine en concreto nos puede lanzar con su arte total a sufrir y padecer junto a sus personajes. Son muchos los ejemplos de dramas que nos han erizado la piel al acercarnos a diversos temas, aunque pocos realmente nos han revuelto el estómago con su crudeza.

El director Steve McQueen (1969-) ha tratado en su trayectoria de acercarse a temas delicados, como haría en Hunger (2008), sobre la huelga de hambre irlandesa de 1981, o en Shame (2011), acercamiento a la adicción al sexo de una forma devastadora. En 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013) nos lleva a la injusticia, al abandono, a sentir el auténtico drama de la ausencia de libertad, del racismo y de la barbarie de quienes se consideran civilizados. Para ello, su encuentro con la biografía homónima de Solomon Northup, un hombre de color nacido libre en Estados Unidos que fue secuestrado y vendido como esclavo en Nueva Orleans.

El argumento de 12 años de esclavitud es sencillo y no está pendiente del suspense: nuestro protagonista es secuestrado y pasará doce años como esclavo contra su voluntad, teniendo que sobrevivir para ello a pesar de las posibles torturas y de las locuras que tenga que contemplar. En este sentido, la película no es un viaje que ponga la mirada en el final, sino en el trayecto. No se trata de ver cómo acabaron esos años de esclavitud, sino en cómo fueron, de una forma similar a lo que sucede con Crónica de una muerte anunciada (Gabriel García Márquez, 1981). Así pues, estamos ante la odisea de Solomon (Chiwetel Ejiofor), un hombre libre, con familia, que se dedica a tocar el violín, cuando es secuestrado por dos hombres que lo venden como esclavo, siendo finalmente trasladado a Nueva Orleans, donde pasará a manos de distintos amos.


Este viaje por el que nos lleva Steve McQueen está invadido de impotencia, de falta de certezas y seguridad, de brutalidad y de dolor, de un dolor continuo que se manifiesta de formas diversas: el llanto desconsolado de una madre, el deseo de morir, las lágrimas impotentes y las visiones que truncan el estómago. La película tiene una primera fase que nos va sumergiendo hacia el pozo donde recalaremos finalmente: un primer tramo de felicidad natural, pasando después al secuestro, marcado por la impotencia, y finalmente a la venta en Nueva Orleans, donde nos toparemos con un amo ambiguo, William Ford (Benedict Cumberbatch). Esta ambigüedad es implementada por Steve McQueen, dado que en el libro de Solomon se alababa a este hombre, pero el director opta por mostrarnos que pese a su bondad, participaba de un sistema injusto e inhumano, aprovechándose de hombres a los que, a pesar de tratar bien, estaba utilizando como objetos de su propiedad. Este hecho es remarcado en los diálogos que entrecruzan Solomon y Eliza (Adepero Oduye), aunque también el final de la relación entre Ford y Solomon, cuando este nos demuestra más su temor ante la deuda que su solidaridad para con los hombres. 

El segundo tramo es el más complejo y el que finalmente nos lleva a la desconfianza y la desesperación, marcado por la autoridad de un amo déspota, alcohólico y enloquecido como lo será Edwin Epps (Michael Fassbender), con una esposa, Mary Epps (Sarah Paulson) cuya crueldad, sustentada por los celos, no se queda por detrás. Destaca en este tramo el personaje de Patsey (Lupita Nyong'o), esclava que se ve irremediablemente involucrada en el matrimonio Epps, sufriendo por tanto las consecuencias de ser tanto la favorita del amo, como la odiada por la ama. Poco más podemos señalar de la trama para no entrar en detalles. Lo curioso es que realmente tampoco queda mucho más por comentar.


12 años de esclavitud se erige como una película de choque, de escenas bien planteadas para satisfacer objetivos, pero no hay ninguna ventana abierta a interpretar, a reflexionar, dado que el mensaje es evidente. Tenemos escenas que tratan de provocar e incomodar al espectador, para lo cual no duda en alargar el plano y mostrarnos cómo la vida sigue mientras hay un hombre colgando de una soga, o cómo todos miran impotentes los latigazos sanguinolentos. También se logra aumentar la tensión en los momentos clave en que Solomon trata de lograr una salida a su esclavitud, algo que se consigue con ayuda de la música (o con su ausencia) y con la iluminación. Debemos señalar aquí el buen hacer de los actores Ejiofor y Fassbender a la hora de plantear la relación de sus personajes, destacando, por ejemplo, la escena nocturna en que Solomon debe mentir para sobrevivir. 

Precisamente, ambos, junto a la revelación de Lupita Nyong'o, son la parte del reparto más destacable. El primero encarna de forma natural los sentimientos y emociones del protagonista, sin necesidad de palabras, manifiesta con su expresividad la tensión, el miedo, la impotencia y también la conformidad, así como la alegría, cuando esta llega; no obstante, debemos decir que se trata de un personaje algo insulso, Michael Fassbender muestra una actuación visceral con un personaje al que se le permite todo: una locura insana otorgada por sentirse superior a todos, dueño de las vidas de quienes le rodean. Nyong'o encarna a otro personaje ambiguo con pasión y fuerza: la esclava maltratada a la par que objeto de deseo del amo. Su carácter ambiguo proviene de la incertidumbre ante sus auténticos deseos, aunque ella, por encima de Solomon, será quien se convierta en el personaje donde más sufrimiento hallemos. Quizás por la ausencia de salvación. Patsey no fue Solomon, fue una más, personalizada en este caso, de las que se quedaron, de las que nunca lograron la libertad.


Junto a este trío, debemos destacar la presencia de actores como Cumbertbatch o Brad Pitt (este último interpretando de forma más desganada), cuyas presencias son menos notorias, menos aún de lo que podríamos predecir en un origen, desaprovechando seguramente las dotes interpretativos de ambos en favor del lucimiento, bien aprovechado por su parte, de Fassbender. Por supuesto, hay muchos otros nombres en el amplio reparto de la película, algunos ya mencionados anteriormente, aunque su importancia en la trama sea menor. No en vano, a lo largo de la película se nos presentan casi todas las posibilidades que podían darse en la situación de un esclavo: el dueño amable, el dueño malvado, la esclava concubina, el liberado, el esclavo que es apartado de su familia, el que sirve de represalia... Incluso se nos remarca la diferencia entre un trabajador blanco y un esclavo negro que desempeñan el mismo trabajo.

Siguiendo con el contenido de la obra, el sentir religioso está también presente en varias ocasiones. Ahora bien, en su sentido estricto lo podemos percibir como fracturado, dado que, por ejemplo, es impuesto por el amo como parte de la esclavitud o empleado como justificación de su lamentable situación. Pero a la vez, se convierte en refugio colectivo, en la única forma de poder expresarse de forma metafórica, por ejemplo a través del canto. Se despliega aquí la parte musical más relevante. Por ejemplo, con el tema Roll, Jordan, Roll, situada de forma cercana al blues, pero sobre todo al gospel. Curiosamente, podemos sentirla como contraparte a otra canción, folk en este caso, que aparece en la película: Run, Nigger, Run. Esta impuesta por un amo frente a la otra situada como canto colectivo. De la banda sonora de Hans Zimmer hay poco que añadir, en la línea de la corrección.


Entre los aspectos que nos gustaría señalar se encuentra también la falta de percepción del paso del tiempo. En cierta forma, no notamos el envejecimiento de los personajes y tampoco se nos advierte de cómo transcurre el tiempo. Quizás en compensación, o como metáfora, se nos introducen ciertas secuencias largas de bellas estampas naturales, una belleza vacía que nos recuerda al recurso empleado por Lars Von Trier en Melancolía (2011), aunque aquí no alcancemos a adivinar su significado, si acaso lo tiene. Así pues, el tono academicista y limpio que McQueen otorga a la obra no permite que se entremezcle forma y contenido, por lo que nos encontramos con unos planos cuidados y agradecidos o con la ausencia de una cámara que se mueve confundida y borrosa (un recurso lamentablemente habitual), pero también, y desgraciadamente, no hay tampoco suciedad, todo parece demasiado impoluto, hay una lejanía emotiva, aséptica, con lo que vemos, convirtiendo la película en un proceso más intelectual que emotivo.

Sin lugar a dudas, 12 años de esclavitud sabe qué quiere contar, lo cuenta y además nos hace sentir el golpe, pero no deja espacio para mucho más. Incluso su final, que podemos considerar abrupto, sigue ahondando en esa sensación de pérdida y de injusticia, no hay triunfo. Una película perfectamente filmada que duele al verla, que pretende mostrarnos el mal y nos lo señala sin velos. Aunque al final pueda quedarnos una sensación de cierto vacío.

Escrito por Luis J. del Castillo



Para el sábado noche (LV): Atrapa a un ladrón, de Alfred Hitchcock

15 septiembre, 2016

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Ladrones de guante blanco, ladrones a la última en tecnología, hasta ladrones en la alcoba, forman parte de todo un mercado de ladrones cinematográficos que, en sí mismo, constituye un subgénero (en su acepción más positiva) que dibuja a unos personajes de inevitable atractivo para el gran público.

Razón por la que, dentro de este grupo de apasionantes relatos y encantadores bon vivants, hoy recordamos a John Robie, apodado el Gato (un extraordinario Cary Grant), que reside en la Riviera, o Costa Azul francesa, y que, según él mismo confiesa, hace años que no afana una sola joya…

Entonces, ¿quién está despojando de tan valiosos pedruscos a la flor y nata de los turistas más adinerados, y a buena parte de la aristocracia local? Lo mismo se pregunta John Robie, habida cuenta de que el ladrón conoce a la perfección su refinada y precisa técnica. Este nuevo Gato no solo roba las piedras preciosas, como él hiciera, sino que además ha usurpado su identidad.

En los prolegómenos de la historia, Alfred Hitchcock (1899-1980) introduce unos insertos que muestran a un gato negro deambulando por los tejados en plena noche. Estos señalan el transcurrir de un tiempo que queda ligado a la nocturnidad y la alevosía.


Robie, que antaño trabajó en un circo como trapecista, es un ex ladrón que, en su día y debido a las circunstancias de la guerra, colaboró con la Resistencia, llegando a ser considerado como un héroe. Por el periódico que reposa sobre el sofá de su casa, le sabemos al corriente de todo lo sucedido. En esta imagen de presentación, Alfred Hitchcock no rompe el plano, sino que enlaza el diario con el personaje, que espera el devenir de los acontecimientos más próximos en su jardín.

El guión de John Michael Hayes (1919-2008) es de una perfección notable, por muy “ligero” que, en su contenido y forma, nos resulte el argumento. Está basado en una novela de David Dodge (1910-1974), que aún no he tenido ocasión de leer, pero que en su día fue editada por Laberinto Cumbre y Aguilar con los respectivos títulos de El gato ladrón (1953) y Para atrapar a un ladrón (1962). Huelga decir que, la puesta en imágenes del realizador inglés, es igualmente expresiva y rica en significados; hasta en los fundidos en negro que actúan como transición entre las escenas, debido a la esencial labor de edición de George Tomasini (1909-1964).


Como con la policía no puede sacar nada en limpio, John Robie decide actuar por su cuenta, con la ayuda de un antiguo camarada de la Resistencia, que le podrá en contacto con el agente de seguros H. H. Hughson (el estupendo John Williams), que a su vez, le presentará a la acaudalada señora Stevens (una inolvidable Jessie Royce Landis) y a su hija Frances (qué decir de Grace Kelly), de gélida apariencia pero ardiente proceder, además de impecablemente vestida por la gran Edith Head (1897-1981). Con la joven heredera, intrigada por estos nuevos vericuetos de emocionante riesgo, Robie piruetea por entre los jardines de las mansiones más señoriales y sobre los tejados, en pos del ladrón estafador. Unos momentos nocturnos y diurnos magníficamente fotografiados por Robert Burks (1909-1968).

Baste recordar el almuerzo de Robie con el asegurador en la Villa, el picnic con Frances junto a la carretera, o la secuencia de los fuegos artificiales, contemplados desde la habitación de un hotel, en la que la luz de los coloridos cohetes no es la única que relumbra en la estancia. No en vano, para el realizador inglés, el suspense lo canaliza todo. Como él mismo corroboraba en su famosa entrevista con François Truffaut (1932-1984), si el sexo es demasiado llamativo y evidente, no hay suspense (capítulo once).


Son personajes sofisticados pero hechos así mismos, imbuidos en un ambiente refinado aunque de vacacional desenfado, que se sostiene a través del elegante desarrollo de la trama y de unos diálogos en consonancia.

Atrapa a un ladrón (To catch a thief, Paramount, 1955) cuenta, además, con los efectos ópticos del veterano y ejemplar John P. Fulton (1902-1966) y con una estupenda partitura de Lyn Murray (1909-1989), un compositor poco prolífico pero interesantísimo, como demuestra la reciente edición íntegra de la banda sonora, a cargo de Intrada (Vol. 266, 2014). Como última curiosidad, señalar que en la Riviera, los gatos disponen de nueve vidas en lugar de siete. Ventajas del aire del mar.

Escrito por Javier C. Aguilera


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