Para el sábado noche (LIV): La gran prueba, de William Wyler

21 agosto, 2016

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Nos trasladamos al sureste de Indiana (EEUU). Concretamente, estamos en 1862, donde una comunidad de cuáqueros convive en restringida pero asumida armonía. Son los protagonistas de La gran prueba (Friendly Persuasion, Allied Artist-MGM, 1956), realizada por el excelente William Wyler (1902-1981). No obstante, a todos ellos les atenaza otro personaje, el de la Guerra Civil Americana (1861-1865).

Desenvolviéndose en una atmósfera estricta, en la que ni siquiera está permitida la interpretación de música, los miembros de esta comunidad se enfrentan al dilema de la contienda, según lo narra el libro de Jessamyn West (1902-1984), adaptado por Michael Wilson (1914-1978) y el propio autor.

Pero aunque la atmósfera resulte, en determinados aspectos, opresiva y determinista, Wyler la enfoca con desenvuelta gracia, sin prescindir nunca del talante humano de sus personajes. Lo que puede devenir en una situación estereotipada, se contempla bajo el prisma de una saludable comicidad.

Un humor que se sostiene en las visitas al hogar de los Birdwell, o en la que Jess y Josh Birdwell (unos estupendos Gary Cooper y Anthony Perkins) hacen a una granjera viuda (Marjorie Main) y a sus casaderas hijas; incluso, con la taimada oca Samantha, a la que el realizador proporciona su propio punto de vista, mostrado por la cámara. Hasta la hija de los Birdwell, Mattie (Phyllis Love), no puede besar a un chico sin que, desde otra estancia, los progenitores dejen de advertirlo.

Es esta una comunidad tranquila donde la mujer desempeña un papel destacado, tanto dentro como fuera de la casa (Eliza Birdwell [Dorothy McGuire], es una de las pastoras principales de la congregación), y en la que, si acaso, además del trabajo, solo cabe el ritual del carricoche en su camino a la iglesia dominical, formando parte de un paisaje ciertamente apacible, lo que conlleva el que la calma de paso a una carrera de calesas vecinal, puesto que la realidad no queda exenta de pequeñas rencillas.

Tanto el brío como la contemplación que sugiere la música de Dimitri Tiomkin (1894-1979), participa de la corriente llamada americana, tan representativa del talento de un Barber (1910-1981), un Copland (1900-1990), un McDowell (1860-1908) o un Grant-Still (1895-1978). Además, visualmente, podemos encauzar la labor de Wyler y su director de fotografía, Ellsworth Fredericks (1904-1993), con las notables obras pictóricas de Albert Bierstadt (1830-1902), Thomas Eakins (1844-1916), Winslow Homer (1836-1910), Frederic Edwin Church (1826-1900), Thomas Moran (1837-1926) o el litógrafo Nathaniel Currier (1813-1888).


El caso es que, cuando los miembros de esta sociedad religiosa se reúnen, contrasta la severidad luterana con el desparpajo de la vecina comunidad metodista, o con la exuberancia de la feria del lugar, un microcosmos en sí misma. Y no solo en cuanto a los preceptos de rigor se refiere, sino también, respecto a las tonalidades que arroja el color, pues lo uno conlleva lo otro.

Reunidos en asamblea, los cuáqueros testimonian, en primer lugar, entre ellos mismos, para más tarde hacerlo ante la presencia de un militar de la Unión que reclama su intervención en el conflicto bélico, ya que como este advierte, ustedes no animan a su gente a ir a la guerra, manteniéndose al margen. A lo que Jess Birdwell responde que nada me hará incurrir en la violencia, ni devolver daño por daño. Pese a todo, las circunstancias harán que Jess descubra pronto la dignidad de la responsabilidad, en su doble vertiente, tanto en tiempos de paz como de guerra.


La disyuntiva está servida; permanecer aislado o combatir haciendo causa común. Realmente, la cuestión estriba en implicarse en la contienda sin esperar, como sucede con otros personajes, que esta le atañe a uno de una forma más directa o personal, en propias carnes. Al final de la reunión, vital tanto en el plano dialéctico como en el visual, Wyler filma un último plano de certezas y cavilaciones entre padre e hijo. Posteriormente, habrá otro significativo plano, en el que parte de la familia Birdwell observa a un grupo de rebeldes confederados, que acaban descendiendo por la colina que lleva hasta su casa.

Bajo el conflicto subyace, en esencia, el temor a no poder controlar las pasiones más reprimidas (las belicosas y las amorosas). Por ello se hace necesaria una leve prueba de autoridad en la figura de un armonio, que Jess ha adquirido en la feria (y que su esposa rechaza obstinadamente).

Todos somos conscientes de cómo, continuamente, se baraja la perversa pero muy extendida idea de que es lo mismo la acción de atacar que la de defenderse; o que, como norma, el que se defiende gusta del hecho de matar. Pero lejos de ello, las determinaciones tomadas en La gran prueba no obvian el horror que supone una experiencia tan extrema como la de causar la muerte de una persona; en definitiva, del enfrentamiento armado. Un ejemplo que se contrapone al de líderes religiosos que omiten alusiones incómodas ante dictadores repulsivos, o que evitan hablar de auténtica libertad y democracia (y es que, a veces, representar a una iglesia -la que sea- no es lo mismo que representar a Dios).


Por lo tanto, no resulta extraño que, estando así las cosas, el joven Josh Birdwell se pregunte, en medio de sus tribulaciones, qué sentirá uno cuando muere… En todos los periodos estacionales de la vida, hay un tiempo para cada cosa, aunque tal vez la más relevante de todas ellas consista en que sean los individuos -los hijos, en este caso- quienes elijan, sin las ataduras que suponen las convicciones de los demás.

El fundamento de esta decisión es que, una ver alcanzada cierta madurez, y sin la necesidad de renegar de lo adquirido culturalmente, la persona sea, en efecto, libre de poder elegir. Esa sigue siendo la gran prueba.

Escrito por Javier C. Aguilera



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