Clásicos Inolvidables (CVII): La Ilíada y La Odisea, de Homero

05 agosto, 2016

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Busto de Homero, I D.C., Museo Nacional del Prado
En literatura, el realismo no consiste únicamente en narrar unos hechos que han acontecido “de verdad”, sino también en saber inventar una serie de personajes y acontecimientos que parezcan creíbles. De ahí el estupor que nos causa a muchos el desconocimiento, cuando no rechazo, hacia determinada literatura de género, como la gótica o de ciencia ficción, en determinados ámbitos académicos.

Y es que el “don de lo clásico” no es privativo de los artistas consagrados por la tradición ni de la fugaz actualidad de las modas editoriales, esos clásicos prefabricados que siempre parece que hay que leer por obligación.

Pero dicho esto, nadie pone en duda la perpetuación de muchas creaciones artísticas dadas sus cualidades humanas; atemporales y universales. Tal es el caso, entre otros muchos autores, de Homero (c. VIII A.C.), que si por algo sigue fascinando y entreteniendo al lector moderno -más que al actual- no es solo por las características de su talento literario sino, además, por la majestad pionera y realista de su adscripción al género fantástico.

A menudo observo cómo hermeneutas y docentes caen en el error de equiparar al personaje-tipo, o arquetípico, con un talante preestablecido. Pero no deberíamos dar por sentado que el tipo narratológico es una cualidad cerrada, por muy estructurado que se nos muestre en teoría. Muy al contrario, en la práctica, esta “tipicidad” permanece abierta, no ya a multitud de lecturas, sino de sustancias narrativas, como corresponde a toda naturaleza humana, ambigua por definiciones.

Ojo avizor con los reduccionismos, pues no se puede pretender que el sujeto arquetípico se corresponda solo a uno, en lugar de a varios. Las estructuras de análisis pueden ser monolíticas (¡y mira que se han ido superponiendo monolíticamente!), pero las manifestaciones artísticas casi siempre las desbordan, negándose a ser encorsetadas, de igual modo que “lo literario”, en cuanto creación e interpretación, conlleva una determinada motivación, al igual que aporta impresiones y lecturas muy particulares.

Por ello, (pre)existen bastantes tipos de héroes y villanos, aún formando parte de una entidad literaria bien definida: la de héroe o villano. Y es que incluso en hermenéutica el dichoso poder restrictivo causa estragos. Por suerte para los aficionados al arte, los grandes mitos saben adaptarse a todos los tiempos.


De hecho, un héroe actúa desde lo mejor de sí mismo, sean cuales sean las circunstancias que lo atenazan. En este sentido, todos podemos convertirnos en héroes de cuando en cuando. Según lo expresó Dante (1265-1321) en su Divina Comedia (Divina Commedia, c.1321), las motivaciones de Ulises tuvieron que ver con la sed de conocimiento, pues quien no se arriesga no cruza la mar.

Dice el héroe de Troya que ni la filial dulzura, ni el cariño / del viejo padre, ni el amor debido / que debiera alegrar a Penélope / vencer pudieron el ardor interno / que tuve yo de conocer el mundo, / y el vicio y la virtud de los humanos (…) Hechos no estamos a vivir como brutos / mas para conseguir virtud y ciencia (Infierno, XXVI). Pero además de a lo desconocido, Antonio Machado (1875-1939) nos recordaba que también se canta lo que se pierde (juventud, relaciones familiares, inocencia, ideales…).

Ulises y las sirenas, de Herbert J. Draper
Como observa David Abulafia (1949) en su monumental y excelente El gran mar (The Great Sea, 2011; Crítica, 2014-16), para los antiguos helenos, las consecuencias de la caída de Troya no se limitaron al derrumbe del mundo heroico de Micenas y de Pilos, sino que también quedó en la memoria como el momento en que los griegos se pusieron en marcha y empezaron a navegar por el mediterráneo y más allá; se trataba de una época en la que los marinos se enfrentaban a los peligros del mar abierto; peligros animados en forma de cantarinas sirenas, de la bruja Circe o de cíclopes de un solo ojo. Los mares agitados por las tormentas de la Odisea de Homero y de las otras leyendas que hablan de héroes que regresan de Troya, seguían siendo lugares muy inciertos cuyos límites físicos apenas se describían (pgs. 110-11).

Ciertamente, La Odisea es un regreso a las raíces. Pero a las raíces tal cuales fueron conocidas y atesoradas por la mente, lo que comporta un cambio: el de percatarnos de que lo recordado no era tal, o bien, que el presente ha mudado la faz del pasado. Por otra parte, la lectura del viaje interior (no como sustitutivo, sino como complemento del geográfico), confirma el que Ulises pueda vivir para siempre, en espíritu, gracias a la inmortalidad de las letras, estadio que es más importante que el que ofrecen la fama y la gloria terrenales, que se corresponden, por ejemplo, con un inteligente rasgo de soberbia puesto en boca de Ulises, cuando este revela al Cíclope su verdadero nombre, una vez ha logrado escapar de este, tras haberlo engañado anteriormente con su identidad.

Este rito de paso hacia la experiencia trascendente es el principio motor del viaje interior y la gran lección que Homero, por medio de su personaje, comparte con nosotros. E interesante es constatar que esto sucede cuando Ulises aún no ha alcanzado la senectud. Su madurez es más ontológica que cronológica.

Aquiles y Héctor, por J. Schnitz
Son los azares continuos de una vida regida por lo aparentemente casual, tras las victoriosas campañas de la vida -del plano físico-. Por ello, no es gratuito que en ese caminar, prime el contacto, traumático a veces, enigmático siempre, con el mito, en forma de criaturas de todo pelaje y condición, como metafóricamente sucede en esta vida; en suma, ante lo desconocido.

Privilegio de los escogidos será la indagación de esa otra vida en el Hades, aún por interpolación del texto, en los cantos XI y XXIV. Un Hades que, ya sea interpretado de forma alegórica como santuario de adoración a los difuntos o como zona fronteriza y mágica en la que interactuar con los mismos, supone un espacio para la reflexión. Del mismo modo que el bordado de Penélope se muestra como metáfora de esa otra vida anterior, esta vez física -la convivencia con su marido-, por la que merece la pena ganar todo el tiempo posible (tan fiel es Penélope, ¡que sin duda ha debido tener una premonición acerca del desenlace de los acontecimientos!).

De nuevo Abulafia: Homero solo había explicado unos pocos días del asedio de Troya en La Ilíada; y los viajes de un solo héroe y los de un hijo en busca de su padre, en La Odisea. Quedaban muchas oportunidades de rellenar los huecos, y era mucha la tradición oral que los autores griegos podían explotar, desde Hesíodo, en el siglo VII, hasta los grandes dramaturgos de Atenas (pg. 112). Es por ello que nos permitimos, desde la modestia, esta lectura iniciática. De hecho, no es extraño que Abulafia dedique su obra a la memoria de nuestros antepasados.

Atenea, Aquiles, Héctor y Apolo
En su edición para Cátedra de La Ilíada (Letras Universales, 1988-1998), José Luis Calvo (-) argumenta que la obra de Homero es ya una nutrida fusión de elementos dispares, una unidad narrativa de temas inspirados en el folclore mediterráneo y Anatolio, que se corresponde con el ocaso del imperio micénico (pgs. 9-10).

Para entenderla en toda su magnificencia conviene recordar su carácter oral primigenio, medio en el que se gesta a través de formulaciones repetitivas (en un sentido práctico) y de retentivos adjetivos, que derivan en una suerte de cantinela mágica, de belleza primordial y atávica. Baste recordar algunos símiles homéricos, como el mar del color del vino, las aladas palabras, los cascos de hueca mirada… incluso la descripción del blindaje bélico de aqueos y troyanos, cuerpos protegidos por el bronce, armaduras que refulgen como la estrella Sirio (Aquiles contemplado por Príamo)…, imágenes construidas sobre metáforas y prodigio de la modernidad más vanguardista (una vez más, el milagro de la tradición). Hasta los “malos” son personajes tan elegantes como los del cine clásico.

Así, ante el telón de fondo de una guerra, destaca la idea de la debilidad del hombre, efímera criatura sometida a poderes superiores (23). A través de la ira y de mil ardides más, los dioses engañan a los seres humanos, o se sirven de ellos, por medio de la ira que impregna el hado de los mortales (26). De este modo, Afrodita salva a Paris de su combate con Menelao o Poseidón se indigna ante el favoritismo que muestra Zeus hacia los troyanos (canto XIII); si bien, es el canto XX el de mayor desfachatez en cuanto a la intervención de los dioses; sin olvidar el regalo envenenado del Saco de los Vientos ofrecido a la tripulación de Ulises en La Odisea (X).

Sin embargo, al contrario que en La Ilíada, en La Odisea los dioses se declaran como no responsables de los avatares humanos, aunque intervengan en estos de una forma indirecta. Es un significativo peldaño, alcanzado en cuanto al libre albedrío y como manifestación individual del ser humano frente a las adversidades. De este modo, Aquiles, héroe de Troya (Ilión en griego) experimenta una transformación sustancial ante Príamo, el padre de su enemigo Héctor. Recordemos cómo la base de los conflictos, aún por enmarañamiento de los dioses, se cimenta en deseos, odios, caprichos y anhelos enteramente humanos.

La súplica de Príamo a Aquiles, por Alexander Ivanov
Antonio López Eire (1943-2008) incorpora un excelente resumen de La Odisea (23) en su correspondiente edición para Cátedra (Letras Universales, 1989-2012). Fuera quien fuera -o quiénes fueran- Homero (como sucede con Shakespeare, [1564-1616]), el autor pasa a ser un demiurgo original e innovador que ensambla y reelabora los materiales anteriores, proporcionando una nueva y afortunada etapa en la que, como queda dicho, se reestructuran y recrean los poemas breves que, en torno a la Guerra de Troya, venían cantando los aedos desde el siglo XII A.C. (20, 22). Algo cada vez menos frecuente, puesto que con cada vuelta de tuerca literaria suele disminuir de forma progresiva la calidad estilística de un argumento, a modo de los distintos estratos que acabaron por cubrir la original bahía de Troya.

Mezcla de lo terreno y lo sobrehumano, de realidad y ficción (¿o no hay tal diferencia?), en la obra de Homero todo es humano, tanto lo real como lo fingido (10). Una interacción entre lo divino y lo humano que fija nuestra tradición cultural más arraigada. Al fin y al cabo, Homero actúa como un médium que solicita de las musas la inspiración para poder relatar el viaje de Odiseo (en el original griego; Ulises, en su transcripción latina).

Por ello, retornando -nunca mejor dicho- a La Odisea, la diosa Atenea ayuda a Ulises, a guisa del forastero Mentes. De igual modo que, una vez cegado Polifemo, es Poseidón quien dificulta su regreso (IX); una peripecia que se nos narra en flashback. Así mismo, la maga Circe convierte a la tripulación de Ulises en gorrinos (X) y Calipso le ofrece a este nada menos que la inmortalidad (XII).

Ulises y Calipso
Los dioses son lo que esperamos de ellos, un modo de interpretar esa otra realidad, que ni la quita ni la pone. Son dioses aburridos de su inmortalidad y con sus propias limitaciones, lo que confiere al ser humano su cualidad de especial, de individuo, en un tiempo en que los años parecen poseer otro valor en su contacto con lo paralelo, y en una tierra en la que los presagios son tomados tan en serio que se solapan con los universos alternativos de otras literaturas; si bien, todas confluyen en uno solo.

Obrando en consecuencia, una vez ha rechazado Ulises el ofrecimiento del placer imperecedero que le brinda Calipso, el legendario combatiente se enfrenta a una paz artificial o forzada en su vuelta a Ítaca: Atenea, en connivencia con Zeus, vuelve a intervenir (deus ex machina) deteniendo la lucha final entre los parientes de los fenecidos pretendientes de Penélope y la familia de Ulises, en la finca de Laertes (una vendetta en toda regla), haciendo que sean olvidados todos los muertos y poniendo fin a la obra, que no a la vida de sus protagonistas (XXIV).

Saludable artificio, en el que J. L. Calvo se adscribe a la teoría de un único autor principal (por cierto, que tanto la introducción de López Eire como la de Calvo poseen el valor nada despreciable de la concisión). La cuestión de la autoría de ambas epopeyas atañe más bien a si esta es la responsable de las dos obras. Como ejemplo más palmario de interpolación, además de las ya citadas visitas al Hades, Calvo menciona la Segunda Asamblea (V), o la inclusión de los cantos XXIII -en parte- y XXIV. Para el caso es lo mismo, La Odisea es la gesta del conocimiento y supervivencia del ser humano, consigo mismo y con los demás. Una gesta, no en vano, narrada por Ulises en primera persona, como sucede con la gozosa verosimilitud que desprenden los grandes relatos góticos de misterio.

La entrada del Caballo en Troya, de Tiepolo
Precisamente, la perfección de todo viaje consiste en la búsqueda de algo diferente y en el encuentro de aquello que no se buscaba. En suma, en hacer coincidir los intereses y evolución de la historia universal con las aspiraciones y necesidades de la historia personal. El viaje es un encuentro, y con frecuencia, un encontrarse. Gnosce te ipsum.

En este sentido, La Odisea es una cartografía de los sueños, que se instalan en un escenario nuevo, tras el ambiente cruento y más resueltamente heroico que ofrece La Ilíada, donde queda inserto el hiato narrativo que supone la victoria pírrica de todos los vencedores de Troya (el asesinato de Agamenón, la posterior caída de Micenas…). Si en La Ilíada el escenario es la vileza intrínseca al ser humano, en función de un código mucho más rígido, en La Odisea lo es la relación de este con la restante naturaleza; a veces, con forma y conforme a los dioses, aunque igual de despiadada que la íntima.

Pese a todo, en ambas obras el trasfondo fusiona la historia con el mito (ese Caballo de Troya, ¿es arma con ariete o ardid fantasioso?). Naturaleza e historia convertidas en arte, transformador de la vida en espléndida literatura. Porque a donde llevan los libros no se puede ir de ninguna otra manera. Todo cuánto nos rodea sirve únicamente para hacernos recordar y revivir lo ya leído o aquello que nos queda por leer.

Escrito por Javier C. Aguilera


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