Mary Poppins, de Robert Stevenson

06 enero, 2016

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Realmente, tanto el entorno como los juguetes parecen cobrar vida en la imaginación de un niño. Los estímulos son más intensos a lo largo de ese periodo, aunque luego la madurez nos juegue la mala pasada de hacernos olvidar muchos de los instantes que, en ocasiones, quisiéramos poder recordar sin tanta dificultad (en lugar de cuando al subconsciente le parece oportuno).

Como en su día nos explicó Luis J. del Castillo en este blog a raíz de la reseña de Al encuentro de Mr. Banks (John Lee Hancock, 2013), la base del clásico infantil cinematográfico Mary Poppins (Disney, 1964) fue el relato de la quisquillosa escritora P. L. Travers (1899-1996), publicado por primera vez en 1934, y que dio lugar a una pertinaz estrategia de combate por la adquisición de los derechos para el cine, a cargo del emprendedor y genial Walt Disney (1901-1966). Un tira y afloja que duró de 1938 a 1959.

Ni que decir tiene que una vez adquiridos esos derechos, la película se benefició de todo el aparato creativo de la compañía Disney, con las inolvidables y pegadizas canciones de Robert (1925-2012) y Richard Sherman (1928) por bandera.


Todo el entramado imaginativo del relato también se pudo articular gracias a los decorados de Carrol Clark (1894-1968), William H. Tuntke (1906-1997), Hal Gausman (1917-2003) y Emile Kuri (1907-2000); la aseada fotografía de Edward Colman (1905-1995), la adaptación del libro por parte de Bill Walsh (1913-1975) y Don DaGradi (1911-1991) y la realización del cualificado Robert Stevenson (1905-1986). No es extraño, por consiguiente, que en ese reelaborado universo, las cosas se vean de forma distinta, y que por ejemplo, parezca normal que el almirante Boom (Reginald Owen) posea la réplica del puente de un barco sobre el tejado de su casa.

Otras presencias, incluso, superan su condición abstracta. Así ocurre con todas las emociones que se desprenden del viaje que la niñera Mary Poppins (Julie Andrews) propone a los niños que están a su cargo, Jane y Michael (Karen Dotrice y Matthew Garber), en compañía del excéntrico y vitalista Bert, artista bohemio y hombre-orquesta (un estupendo Dick van Dyke, que también interpreta al propietario y fundador del banco donde trabaja el padre de los chicos).

Otro ejemplo lo encontramos en ese viento del este que siempre anuncia un cambio. Concretamente, la llegada o la partida de Mary Poppins, la cual asegura que “me quedaré hasta que cambie el viento”, como así sucede. De este modo, hasta los elementos naturales parecen tener entendimiento.


Como adelantaba, el padre de los chicos es el señor Banks (un excelente David Tomlinson), hombre consagrado a eso que llamamos mundo de las finanzas. La señora Banks (Glynis Johns), por su parte, presume de su sufragismo. Pero a los dos les une el hecho de que ambos desatienden sus quehaceres como padres, no tanto por una consciente negligencia, sino por una inconsciente falta de tiempo –en contraste con ese mundo de la imaginación, donde el tiempo parece sujeto a un elástico e impredecible horario-. Junto a ellos, destacan otros actores de reparto, perfectamente seleccionados y encargados de dar vida a una agria niñera, una doncella o la cocinera de los Banks (Elsa Lanchester, Reta Shaw y Hermione Baddeley, respectivamente).

El caso es que seis niñeras en cuatro meses no parece una buena carta de presentación para unos niños al borde de la insubordinación. La procesión de aspirantes que aguardan frente a la casa de los Banks es una elocuente y divertida imagen. También Jane y Michael hacen alarde de su indisciplina con humor, antes de asombrarse con las posibilidades que presenta la realidad que les brinda Mary Poppins. No en balde, la niñera e institutriz viene cargada de artículos estupendos, como una personalizada cinta métrica o su propio bolso. Hasta cuando se encuentra sola, la alegría encuentra un cauce de expresión, como sucede con ese dúo que sostiene consigo misma frente al espejo. 

Como manifestación de dicho vitalismo, resultan impecables las excelentes coreografías, acompañadas de multitud de efectos mecánicos y visuales, así como la incorporación de una animación que interactúa con los protagonistas y que se ajusta a los planos sin pretenciosidad, sin ese afán por epatar con que se suelen abordar estos argumentos hoy día. La ejemplar secuencia de los personajes de carne y hueso relacionándose con los seres del mundo animado es bien conocida por todos, y no deja de constituir un alarde de dinamismo y buena planificación.


Estas imágenes dan comienzo cuando Mary Poppins, Bert y los chicos acceden a ese mundo virtual de la imaginación por medio de una pintura; magnífica imagen del poder evocativo de las creaciones artísticas sobre la mente del espectador (o el lector). A continuación, se desarrolla la antedicha secuencia del paseo campestre, con la “caza” del zorro como telón de fondo, que presenta la –enorme- particularidad de la humanización del animal, por la cual, el zorro se toma la revancha, ya que sus perseguidores no le pueden dar alcance. Finalmente, la secuencia culmina con la bonita imagen de la lluvia que va desdibujando todo el decorado.

Un segmento que tiene su parangón, como en un progresivo grado de adaptación que se fuera integrando en el mundo de lo “real”, con esa selva virgen que constituyen los tejados de las casas londinenses, escenario de otra de las elaboradas coreografías a las que hacíamos referencia, que culmina en la casa y el vecindario de los Banks.

Una alegría que se torna literalmente contagiosa en la vivienda de tío Albert (Ed Wynn), lugar en el que la risa provoca tanto alteraciones en el ánimo como modificaciones en el espacio. En cambio, el sentimiento de tristeza hace descender finalmente a los protagonistas, dejándolos de nuevo a los pies de la realidad, junto con la soledad que producen las despedidas o que anticipan las obligaciones diarias.


Pero los citados no son los únicos detalles a tener en cuenta en una película tan sorprendente como Mary Poppins. Quisiera recordar el momento en que la silueta del rostro de la niñera se proyecta sobre el marco vacío que Bert ha dibujado en el suelo; o la medicina que cambia de color según el destinatario y su “dolencia”, así como la sugestiva imagen de la bola de cristal que contiene la Catedral de la ciudad.

Otro buen apunte merece ser tenido en cuenta, como el hecho de que la destitución de Banks padre se focalice sobre los elementos distinguidores de su estatus: un clavel, su paraguas y el sombrero. Lo cual acontece tras el tumulto originado ante el director del banco, el señor Dawes (van Dyke de nuevo), debido al futuro incierto de los peniques que el pequeño Michael desea (en un principio) conservar para sí.

También al final del relato otro símbolo se carga de significado. La cinta de propaganda electoral de la madre, que ahora hace las veces de cola de la cometa que la familia Banks hace volar en el parque. Una imagen que no por obvia deja de ser efectiva.

Escrito por Javier C. Aguilera


1 comentario :

  1. Uff, la buena de Mary. Una gran historia, sí, la verdad. A mi me gustaba mucho todo eso del azúcar, la píldora, etc...
    Lo malo empezó hace cuatro años cuando...
    Pero bueno, es otra historia larga de contar, una que deja en gris aventura rutinaria la vida de Mary Poppins.
    ¿Exagero? No creo, basta con leer lo que voy publicando cada sábado en el blog de Ludmila von Vampüren.
    Ahí está todo. Tan cierto, o más, que lo que le pasó a Mary Poppins hasta que cambió el viento : /

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