Adaptaciones (XLIV): El Cid, de Anthony Mann

03 junio, 2015

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La ilustración de una de las más relevantes y curiosas páginas de la historia de España se debió al empeño personal de un extranjero afincado en nuestro país. Nos referimos, claro está, al empresario de origen ruso Samuel Bronston (1908-1994). Por su parte, la figura de Rodrigo Díaz de Vivar (1048-1099), héroe castellano de la Reconquista, siempre anduvo envuelta en los ropajes del misterio, el que proporcionan la épica y su transmisión cultural, razón por la que, en determinados periodos, se ha convertido en un personaje difuminado, o incluso desenfocado, adjetivos que bien podrían trasladarse a la adaptación cinematográfica de su vida, de notable popularidad aunque, con el paso de los años, objeto de ciertos lugares comunes relacionados con su historicidad; de esos que se contagian como la pólvora, cuando realmente, el rigor histórico ha derivado en muchas ocasiones en rigor mortis.

No es este el caso, ya que la película posee en sí misma una sólida entidad cinematográfica, aunque como ejemplo podamos citar la muerte de El Cid (Charlton Heston), atribuida en la ficción a una herida de flecha en lugar de a unas fiebres.

Del valor literario del Cantar de Mío Cid (c. 1200) ya se ocupó nuestro compañero y amigo Luis en este blog, y a su bien documentado artículo les remito. Si querría resaltar el hecho de que la figura de Rodrigo Díaz de Vivar resulta mucho más cercana y verosímil que la de Roldán (siglo XI), y también más humana que la mayoría de personajes descritos en el ciclo de venganzas que es la epopeya de Los Nibelungos (siglo XIII).

El Cid (Bronston-Rank Organisation, 1961) fue finalmente escrita por Fredric Frank (1911-1977), Ben Barzman (1911-1989) y Philip Yordan (1914-2003), con fotografía de Robert Krasker (1913-1981), edición de Robert Lawrence (1913-2004) y, como solía ser habitual, partitura de Miklós Rózsa (1907-1995), cuya música arropa las imágenes con una profunda emoción y un exuberante romanticismo. A todo ello contribuye la elocuencia del plano general empleado por Anthony Mann (1906-1967).

Sin más pretensiones que las cinematográficas, ajena a afanes críticos coyunturales, atendiendo a una narración pulcra que no confunde nunca el ritmo con la prisa, como viene siendo tan habitual, productor y realizador proporcionaron una excelente obra artística de contenida emoción y sugestiva plasticidad.


En su excelente comienzo, asistimos al llamamiento del emir Ben-Yussuf (Herbert Lom) desde tierras del norte de África, dispuesto a dar el salto a la península tras aleccionar a sus generales: habla de convertir a los poetas en guerreros con el fin de someter a los infieles. En efecto, el siguiente plano muestra la devastación de esa invocación violenta, momento en que también hace acto de presencia Rodrigo Díaz, que por medio de su determinación ya demuestra que puede forjarse el destino en base a la decisión personal, cimentada esta en la necesidad de libertad.

Lo ejemplifica el valor del juramento (de la palabra) del que Rodrigo hace gala durante la liberación de unos prisioneros, entre ellos, el emir de Zaragoza (Frank Thring), que devolverá favor con favor hasta el final. La visión más modernista del personaje se focaliza en esa confianza hacia una convivencia basada en la comprensión mutua (en cualquier caso, conviene subrayar lo de mutua). Un talante no exento del valor de un líder frente a las hordas extremistas.

De este modo, el objetivo de Rodrigo será invariable, al contrario de lo que sucede con aquellos que ostentan (o pretenden) el poder, en un marco al que damos el nombre de Baja Edad Media (la menos antigua, correspondiente al siglo XI), periodo de continua reescritura de fronteras, monasterios y preservación cultural, agricultura y movimientos demográficos, toda una serie de factores sobre los que se acabó de cimentar Europa (con sus nuevas manifestaciones artísticas, el románico y el gótico), pero que también se acompañó de un panorama de promesas, traiciones y pactos con quienes antes eran enemigos irreconciliables, con el fin de tramar alianzas más beneficiosas.


Actitudes en pugna con la lealtad e integridad de unos personajes que casi siempre han estado solos. En su caso, Rodrigo se halla en permanente conflicto con unos “superiores” que no saben estar siempre a la altura de las circunstancias. Un escenario de buenos vasallos pero malos señores que nos acerca a otros periodos inciertos de la historia más reciente.

En efecto, la muerte de Fernando, rey de Castilla, León y Asturias (Ralph Truman), enfrenta a los infantes don Sancho (Gary Raymond) y don Alfonso (John Fraser), pese a que el reino ha sido justamente dividido. A lo largo de una reyerta junto a la capilla ardiente, Sancho recrimina a su hermano Alfonso que siempre se encuentre intrigando (y algo más) junto a su hermana, la infanta Urraca (Genevieve Page). “Siempre tú y Urraca”, le espeta el primogénito.

Como sabemos, el conflicto sucesorio queda resuelto con el asesinato a traición de Sancho a manos de Bellido Dolfos (Fausto Tozzi), junto a las murallas de Zamora (episodio que también ha sido objeto de una necesaria revisión histórica). Una situación peliaguda que desemboca en la Jura de Santa Gadea (probablemente un episodio legendario, lo que en modo alguno resta valor a su plasmación cinematográfica), por la que Rodrigo obliga a jurar en sagrado al aspirante a rey acerca de su presunta complicidad en el crimen. Hecho tras el cual se produce el famoso (primer) destierro del Cid, y tiempo que este dedica al cobro de parias (impuestos) y a la expulsión de los moros toledanos.


Pero no debemos perder de vista los aspectos puramente cinematográficos. Por ejemplo, el modélico enfrentamiento de Rodrigo con el padre de Jimena (Sophia Loren), el conde de Oviedo y alférez real (Michael Hordern), así como el posterior torneo, con todo el ritual que lleva parejo, por la disputa de Calahorra, con don Martín (Christopher Rhodes), alférez del rey Ramiro de Aragón (Gerard Tichy); o el rescate en pleno campo del inexperto (y desagradecido) rey Alfonso; secuencias ejemplarmente filmadas por Mann, con su fisicidad acostumbrada, y coordinadas por el especialista Yakima Canutt (1895-1986).

A ello se suma la magnífica idea de la presencia de El Cid durante la batalla final, en tierras de Valencia; instante precedido por una secuencia sin música, como forma de tributo a quién ya entregó su vida. Y desde luego, también sobresale la imagen del jinete que se aleja tras haber ido abriendo paso a lo largo del camino. El buen trazo de otros personajes secundarios lo hallamos en los retratos de la infanta doña Urraca (Genevieve Page) y el conde García Ordóñez (Raf Vallone). Por otro lado, el amor sin fisuras (en un principio) de Rodrigo y Jimena, hace que esta exclame ante la presunta traición de su prometido, que aquellos que proclaman tales calumnias “no saben lo que han visto”. Y así es, Jimena es consciente de que los hechos, como sucederá posteriormente con las imágenes, se pueden distorsionar.

Ahora bien, todos ellos parecen personajes en cierta forma sometidos por el destino, tanto histórico como amoroso (personal), de algún modo están aprisionados entre las gruesas piedras y las amplias estancias de la austera corte (unos decorados debidos a Veniero Colasanti [1910-1986] y John Moore [1924]). En este sentido, recordemos la tensión acumulada durante el deslucido banquete nupcial.


La gesta histórica es asimilada por la cinematográfica y sigue destacando en una actualidad en la que ya ni los productores poseen un nombre propio, es decir, una personalidad definida, al contrario de aquellos profesionales que conocieron muy bien su oficio porque no provenían de un conglomerado hotelero o petrolero.

Cultivador de su propia leyenda y, hasta donde reconocen los estudiosos, hombre culto que además aceptaba las sugerencias de sus lugartenientes, El Cid es un personaje relevante en un país que con demasiada energía ha decidido postergar a sus héroes o comprar la interesada mercancía negra con la que poder renegar de la propia historia (sin exculpar los errores cometidos, como en cualquier otro país). Pero la verdadera historia, como la vida, al final se abre camino, aunque sea a lomos de un personaje que la mayoría de las veces se encuentra solo. Al fin y al cabo, suelen ser ellos quienes la escriben.

Escrito por Javier C. Aguilera


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