Los implacables, de Raoul Walsh

03 mayo, 2015

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Tras la Guerra de Secesión (1861-1865), dos hermanos de Texas transitan por el territorio mítico del western. Son Ben (Clark Gable) y Clint Allison (Cameron Mitchell) y, concretamente, se hallan en tierras de Montana, más que para ultimar algún negocio, para explorar nuevos territorios en previsión de “lo que salga”. Su condición aventurera queda de manifiesto cuando intercambian objetos de la guerra (“recuerdos yanquis”) para sufragar el alojamiento de sus monturas. Tras un intento de robo con secuestro, entablan relación con el propio secuestrado, Nathan Stark (Robert Ryan), que les propone “ganar mucho más” conduciendo ganado de Texas a Montana.

A ellos se sumará Nella Turner (Jane Russell), que forma parte de un grupo de peregrinos guarecidos de una tormenta de nieve en un campamento improvisado, que posteriormente será atacado por los indios.


La descripción de estos personajes “de talla” deviene fundamental en Los implacables (The tall men, Fox, 1955), relato dirigido por Raoul Walsh (1887-1980), escrito por Sydney Boehm (1908-1990) y Frank S. Nugent (1908-1965), en base a una novela de Clay Fisher, pseudónimo de Heck Allen (1912-1991), con fotografía de Leo Tover (1902-1964) y música de Victor Young (1899-1956).

En sus memorias, Each man in his time (1974; existe edición en español: Raoul Walsh, el cine en sus manos, JC, 1998), el realizador recuerda cómo Gable (1901-1960) “era un amante del aire libre” y un “compañero excelente para una excusión”, en tanto que Jane Russell (1921-2011) alquilaba carritos enteros de helado para repartir entre los niños; al tiempo que rememora sus andanzas juveniles en el territorio de Durango, México, donde tuvieron lugar algunas localizaciones y donde, cuarenta años antes, “había cabalgado con Villa”. Son detalles que explican la desenvoltura y vitalidad que desprende la película.


La escasez de la guerra ha hecho que exista una fuerte demanda de productos cárnicos, por lo que el negocio se presenta rentable. Stark es un candidato a triunfador, adulador y nada proclive a la vacilación. A su modo, Ben también es decidido y cortés; “los vaqueros somos algo poetas”, proclama atinadamente ante Nell. Ambos socios, en consideración a su común empresa, no ceden ante un chantaje local respecto al paso por unas tierras, a pesar de la actitud condescendiente de Nathan (siempre dispuesto a la conciliación monetaria). En cuanto al aspecto amoroso, será Nell la que haga balancearse tan inestable balanza. Raoul Walsh muestra este íntimo conflicto incluso físicamente, en un plano en el que, estando acampados junto a un rio, la carreta donde está ella, reposa entre ambos contendientes, cada uno a un lado del plano.

Ni que decir tiene que un personaje más, tan corpóreo como el resto, es el paisaje, realzado por medio del cinemascope, ya sea en las nevadas laderas de Montana, eventualmente salpicadas por cabañas capaces de acoger a los viajeros desperdigados, como a lo largo del trayecto por el agreste escenario de Texas. La posterior emboscada india en un cañón participa de esa fisicidad visual. La forma de sostener el plano general de Walsh, redunda siempre en beneficio del relato, proporcionando a la imagen una cualidad de ritmo y dinamismo que no se podría haber conseguido fraccionando la secuencia (algo a lo que estamos demasiado habituados en la actualidad).


Pero hay otro momento fundamental en Los implacables. El que Ben y Nell protagonizan en el interior de un refugio de montaña, huyendo de la ventisca que se desata en el exterior, pero que de alguna forma, parecen arrastrar consigo. Una circunstancia en la que ambos exponen sus aspiraciones de cara al futuro –o la madurez-. La intención de Ben es poder establecerse en un rancho y logar una relación duradera. Por su parte, Nell, más joven y con deseos de vivir otras experiencias –que las vivirá-, se muestra condicionada por el triste recuerdo de su madre y, más que rechazar, no sabe apreciar un destino que se le antoja semejante. Ante estas dos posibilidades -Ben y Nathan-, a Nell se le plantea un dilema. De querer hacerlo, ¿con quién permanecer? ¿Qué camino amoroso, y por consiguiente vital, tomar? ¿El de un sacrificado aunque auténtico amor o el de una promesa de futuro más acomodada, aunque carente de tal pasión?

Posteriormente, el conflicto entre Ben y Nathan acaba expandiéndose al ámbito de lo crematístico. La ambición del segundo, para el que toda propiedad, incluida Nell, es una “inversión”, hará que al final del recorrido, Ben tenga que recordarle que, en cuanto a los honorarios, la cantidad estipulada es la que acordaron entre los dos. Un golpe maestro de realización muestra a Ben, momentos antes de este trance, llegando solo a la cantina donde ha de tener lugar la transacción. Pero lo cierto es que no lo está.


La tensión no escatima otros momentos distendidos, como la secuencia en que Nell, con la ayuda de una vendedora de prendas femeninas, se embute en un corsé, que posteriormente deshará Ben, casi para salvarle la vida. También destaca el plano en que Ben y Nell se disponen a pasar otra noche en la cabaña, pero cada uno a un extremo de la estancia. Una situación lejos del entusiasmo inicial, cuando ya han quedado expuestas las aspiraciones de ambos -cuando se conoce a la otra persona, en definitiva-, y ha llegado el momento de tomar “las grandes decisiones”.

El papel de la mujer es determinante en el relato. Finalmente, en esa búsqueda de “la parte de felicidad que me corresponde”, Nell aprende que las personas se definen más por sus actos que por sus palabras. Anteriormente, Nathan le había recordado que la decisión en cuanto a su futuro más inmediato dependía totalmente de ella. Y en efecto, así es.

Escrito por Javier C. Aguilera


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