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31 mayo, 2015

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Colegio Máximo, en el Campus de Cartuja de Granada (Fotografía de MB)
Con mayo llegaron días de intensa calor, que no han marchitado en ningún momento nuestro camino. Nos mantenemos en las visitas mensuales gracias a nuestra media de 400 diarias, que ya llevamos registrando desde marzo. También equilibramos el número de entradas, que se quedan en 15, pero seguimos el aumento constante de seguidores, salvo Facebook, donde nos hemos mantenido igual: 3 más en Blogger, con 166, y 18 más en Twitter, con 504.

El cine ha predominado en el mes florido, con ejemplos de cine para reflexionar socialmente, como La Ola o El profesor, animación venida desde Japón, con Ponyo en el acantilado, o un western de la calidad de Los implacables. Pero también la literatura ha tenido su lugar y precisamente hemos podido reseñar este mes la gran obra de la literatura española: Don Quijote de La Mancha. Las adaptaciones de la literatura al cine han tenido un espacio especial este mes, con tres ejemplos de diferente calado: Harry Potter y el cáliz de fuego, La mecánica del corazón y Don Quijote.

En otro orden de cosas, debo agradecer personalmente la colaboración de varios blogueros literarios en el trabajo de investigación que estoy realizando en la recta final del Máster de Profesorado. Contacté con una considerable cantidad de personas que dedican su tiempo a escribir sobre libros y literatura de forma altruista y compartiendo su tiempo en esta temática. Muchos me contestaron y ha llegado el momento de agradecérselo públicamente, por lo que dejo a continuación el listado de blogs, en orden de participación, que han colaborado conmigo para que los visitéis y conozcáis. Además, durante las dos próximas semanas les dedicaré un espacio en nuestra cuenta de Twitter.

Gracias de nuevo a todos por vuestra indispensable colaboración, una muestra de las bondades que tiene la comunidad bloguera. El próximo mes volveremos con más literatura y con más cine. Como siempre, para vosotros.

    Un saludo,
    Luis J. del Castillo

    PD: Hoy cerramos con Tony Bennett interpretando The shadow of your smile, uno de los temas de la banda sonora de Castillos en la arena.

    "Si a cambio de mi amor a la lectura viera a mis pies los tronos del mundo, rehusaría el cambio"

                      -Fénelon


    Castillos en la arena, de Vincente Minnelli

    30 mayo, 2015

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    Imágenes de las costas californianas acompañan a los títulos de crédito de Castillos en la arena (The sandpiper, MGM, 1965), junto a la canción de Johnny Mandel (1925), The shadow of your smile, que formaba parte de la banda sonora y que se hizo muy popular. El paisaje es idílico, pero las relaciones, no ya sentimentales, sino humanas, distan de serlo.

    Ambos aspectos quedan realzados por la excelente fotografía de Milton Krasner (1904-1988) y el buen pulso narrativo de Vincente Minnelli (1903-1986), que traduce visualmente el guión de Dalton Trumbo (1905-1976) y Michael Wilson (1914-1978), elaborado a partir de la historia original de Martin Ransohoff (1927), también productor de la película. Parece que entre medias ya se produjo una primera adaptación por parte de Irene (1910-1985) y Louis Kamp (1907-2007). Mientras presentamos a los personajes principales, tantearemos la atmósfera vital en que se desenvuelven. Y en un momento en que parece incrementarse el odio visceral entre ideologías no estará de más recordar un relato cuya tesis es que todos pueden aprender cosas valiosas los unos de los otros, si están lo suficientemente abiertos a ello.

    Vincente Minnelli
    Laura Reynolds (Elizabeth Taylor) sobrevive pintando en su cabaña junto al mar, en compañía de su hijo de nueve años, Dani (Morgan Mason). Viven, como se suele decir, en comunión con la naturaleza, hasta que un incidente protagonizado por el muchacho (que no desvelaré, pero que Minnelli enclava, precisamente, en un marco idílico a más no poder) hace necesaria una instrucción judicial; siendo la tercera vez que esto sucede, aunque en distintos niveles de “gravedad”. Y es que la naturaleza también puede ser cruel.

    Según comenta al propio juez Thompson (Torin Thatcher), Laura ha sacado a su hijo del colegio porque “el maestro era idiota”. A esto le reprocha el letrado, no sin cierto sesgo colectivista, que es peligroso tomar decisiones basadas únicamente “en su juicio como ser humano individual” (no se puede vivir al margen de las instituciones o, si se prefiere, aislado). Pero el nudo gordiano del conflicto no lo encontramos aquí (equivocada o no, Laura no está dispuesta a renunciar a su individualidad), sino en el ejercicio emocional y educativo que atenaza al chico.

    A pesar de su buena voluntad, Laura está cortando las alas al muchacho, como también suele decirse; o para expresarlo de otro modo, está impidiendo que este pueda conocer otras opciones que, a la larga, faciliten sus posteriores elecciones como individuo libre. Lo que Dani necesita es disponer de ese tiempo para poder escoger por sí mismo. A partir de aquí, la identificación con el sandpiper al que hace referencia el título original de la película, un pájaro (andarríos) al que Laura está curando un ala rota, resulta evidente.


    La solución será enviar a Dani a completar su educación, ya que todos admiten que está bien instruido en determinadas materias, al colegio episcopal de San Simeón, regentado por el sacerdote y profesor Edward Hewitt (Richard Burton), que, a su vez, recibe una inapreciable aunque invisible ayuda por parte de su esposa Claire (Eva Marie Saint). Pese a que Laura se niega, en un principio, por prejuicios ante una educación religiosa, pronto comprenderá que el centro no es un reformatorio o, como comenta el doctor Hewitt, “un campo de concentración”.

    La vida “al margen” de Laura, que se ha definido como “naturalista”, no debe eximir de una responsabilidad hacia la formación de su hijo. En realidad, su aislamiento se enmascara con una huída de ciertas responsabilidades, a las que complementa con la eliminación de “toda creencia sobrenatural”, esto es, con la supresión del elemento humano trascendente, para sustituirlo, indirectamente, por otra espiritualidad o filosofía supuestamente “no moral”. De este modo, su aversión hacia determinadas instituciones humanas pretende ser equiparable al rechazo de lo sacro y de este punto de inflexión surgirá también la necesidad de “no volar antes de tiempo” (como parece que le sucedió a ella).


    El dilema que se nos planeta es casi de raíz kantiana: al repudio hacia aquellos “tutores” que anulan la capacidad de reflexión personal se añade la alerta, producto de la pereza o la cobardía, de caer en las garras del populismo, erigido como un nuevo altar de acomodo material y bienestar “espiritual”, con sus particulares “sacerdotes”.

    Por su parte, Edward habrá de hacer frente a sus prejuicios como creyente en una sociedad en plena pugna identitaria y en una época en que la iglesia católica pretende un más amplio y renovado acercamiento a los fieles (la filmación de la película coincide con el desenlace del Concilio Vaticano II). Una cavilación vital aneja a su descubrimiento de la atracción y la sensualidad que, claro está, acabarán desembocando en la severidad del remordimiento y la culpa.

    A nivel personal, Edward se halla hastiado de su papel de recaudador de fondos en el organigrama de la financiación del colegio, una cíclica y poco edificante tarea administrativa que conlleva la permisividad de muchos intereses personales y la práctica de la adulación (en una imagen sarcástica, Minnelli lo muestra en el consabido campo de golf). Finalmente, el docente deberá ser consecuente consigo mismo y vencer la hipocresía que le rodea, pero de la que él ha entrado a formar parte debido a su relación con Laura.


    El primer encuentro entre Edward y Laura es una sucesión de desavenencias, por lo que Minnelli compone la secuencia ubicando a cada personaje dentro de su propio plano, de tal modo que estos quedan distanciados por la gramática cinematográfica tanto como lo están anímicamente. Más tarde, conforme su relación se va estrechando, ambos protagonistas ya se verán encuadrados dentro del mismo plano. No obstante, en algo sí que están de acuerdo el ministro y la pintora aún sin ellos saberlo. En su pesimismo antropológico; es decir, en la visión de la naturaleza corrupta del ser humano, a la que cada uno aplica sus propias pautas de conducta. Y aunque ambos constatan que no hay nada idílico en este mundo (o que cien años dure), la ilusión de que sí lo hay persiste.

    Edward le hará ver (o recordar) que la creación artística es, junto con la transmisión del conocimiento que se lega a los que vienen detrás, una responsabilidad que proporciona sentido a una existencia a la que solo aguarda la muerte y el olvido (pueden ser sinónimos). Y que, de este modo, no puede existir auténtica libertad sin conocimiento. Por contra, el paradigma de la vida desinhibida y la perpetuación de los arquetipos queda representada por los personajes del accionista Ward Hendricks (Robert Webber) y, en el otro espectro, por los amigos de Laura, Larry (James Edwards) y el escultor beatnik Cos Erickson (Charles Bronson), portador de un mayor –y necio- radicalismo.

    Pero los polos opuestos se atraen, y gracias a su compromiso con el matrimonio será Edward el primer hombre que, irónicamente, haga sentir a Laura la plenitud de una vida en pareja (siquiera por un corto espacio de tiempo).


    En este sentido, ni uno ni otro personaje ha logrado alcanzar una verdadera libertad. Un anhelo que se patentiza en el estallido de color rojo, tan caro a Minnelli, de un poncho o de un paño sobre el que reposa un pajarito (un concepto cromático que, como pudimos ver en su día, también estaba presente en Rebelde sin causa, Nicholas Ray, 1955).

    Pero el acercamiento de posturas entre Laura y Edward será totalmente natural, y no me refiero exclusivamente a lo afectivo, sino también a lo intelectual. La noción de lo que es sagrado acabará trascendiendo el plano de aquello que está presente en toda vida o materia, para sobrevolar el conjunto del proceso creativo y del propio soma, en una visión más amplia que sabe hacer frente a la eterna trampa del dualismo.

    Con respecto a lo afectivo, sobresale un momento. Aquel en que Edward excusa ante su esposa el cuadro que le ha comprado a Laura y que cuelga en su despacho; cuando esta le hace ver que es muy loable ayudar a quién lo necesita, él asegura que “lo compré porque creo que es bueno”.


    Castillos en la arena es una película sobre los convencionalismos (en ambos sentidos), los ambientes opresivos (igualmente) y las jaulas que nos forjamos nosotros mismos en nombre de la libertad o de una sociedad utópica. Una historia que avanza conforme se suman planos y secuencias, en lugar de simplemente sucederse o apelotonarse.

    Por todo ello, Castillos en la arena trasciende el aspecto coyuntural de la época en que fue concebida, para acabar ofreciendo una realización clásica (que es como decir moderna) y sobria (en absoluto psicodélica), en torno a una lectura valiente, actual y valiosa sobre el respeto y las relaciones humanas.

    Escrito por Javier C. Aguilera


    Adaptaciones (XLIII): Don Quijote, de Rafael Gil

    28 mayo, 2015

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    Cuentan que tras leer las aventuras de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha (1605 y 1615) de Miguel de Cervantes (1547-1616), Dostoievski (1821-1881) sentenció: “la vida es esto”. El propio William Faulkner (1897-1962) presumía de leer el libro (los dos volúmenes) cada año para no olvidar cómo se debía escribir.

    De un modo u otro, todos vivimos nuestras invenciones y personajes de ficción favoritos. Exactamente igual que don Alonso Quijano hizo, aunque este pasara de la imaginación a los hechos, en un estado de percepción que algunos llaman locura. El primer protagonista individual de la cultura europea era un hidalgo, perteneciente a la baja nobleza, que aún conservaba reminiscencias del ideal caballeresco. En su presente, don Quijote fue un personaje en continua y desigual batalla con los racionalistas y la literalidad.

    De entre todas las adaptaciones para cine y televisión que se han hecho de la novela, finalmente me he decantado por la realización de Rafael Gil (1913-1986), porque aunque no suela ser la más prestigiada, tampoco es la menos meritoria, resultando una lectura fidedigna de la obra homónima.

    Rafael Gil
    Don Quijote (Cifesa, 1947) fue adaptada por el propio Gil, respetando en buena medida los diálogos y recreando el espíritu de los episodios narrados por Cervantes (a excepción de la Cueva de Montesinos), algunos de los cuales, pese al generoso metraje (dos horas y cuarto), quedan representados con infatigable ritmo a modo de estampas que procuran “ir al grano” de la reflexión. La película contó, además, con la entonada fotografía de Alfredo Fraile (1912-1994), unos espléndidos decorados de Enrique Alarcón (1917-1995), y una excelente partitura de Ernesto Halffter (1905-1989). Por su parte, don Quijote fue encarnado por un Rafael Rivelles pletórico; ágil y convincente en el verbo, y pizpireto en la expresión corporal. Le acompaña un Sancho humano y mundano, en manos de Juan Calvo. Y junto a ellos aparecen otros grandes actores de soporte del cine español como Julia Caba Alba (El Ama), Manolo Morán (El barbero), Guillermo Marín (El duque), Julia Lajos (La posadera), Maruja Asquerino (Lucinda), Fernando Rey (Sansón Carrasco), Eduardo Fajardo (Don Fernando), Juan Espantaleón (El cura), Enrique Herreros (el doctor de la ínsula) y una incipiente Sara Montiel, en el papel de la sobrina.

    Como sabemos, son don Quijote y Sancho dos personajes que se complementan, de igual modo que conviven en la novela, en curioso maridaje, el desengaño y la desilusión del barroco con la mesura e idealismo renacentistas. Así mismo, es la de Rafael Gil una de esas realizaciones “invisibles”, que no pretenden el asombro técnico pero que están ahí, por medio de su buen hacer. Sí sobresale un momento, o mejor habría que decir, un tratamiento especial dentro de la puesta en escena. Se localiza justo al inicio del relato, y es aquel en que la cámara se desliza por una solitaria calle nocturna, entre un entramado de casas que desembocan en la hacienda de don Quijote. Antes de conocer físicamente al protagonista, ya tenemos noticia de él gracias a las apasionadas expresiones que declama.

    Poco después, la primera parte de sus hazañas culmina, precisamente, con ese mismo movimiento de cámara, pero a la inversa. El hecho es que, tras informar a “los suyos”, don Quijote parte a la aventura poco antes del amanecer, tomando a Dulcinea del Toboso como fuente de inspiración cortés. Una buena aportación consiste en que la muchacha responde, según las palabras del barbero Nicolás (Manolo Morán), a “una moza labradora de la que en tiempo estuvo enamorado”.


    En la presente adaptación destacan bastantes situaciones, como el hecho de que Sancho se precipite, literalmente, en el balcón de don Quijote, cuando este trama los pormenores de su segunda salida. La actitud del hidalgo, ya en camino, también es fiel a la idea de un caballero andante totalmente despreocupado en el pago de su alojamiento en las posadas, ya que “nunca he leído en las historias de caballeros andantes que fueran necesarios los dineros”.

    Tras esas iniciales aventuras, su vecino, el bachiller Sansón Carrasco (Fernando Rey, que posteriormente también interpretaría al de la triste figura), aparece a lomos de un jaco leyendo la primera parte de las hazañas de don Quijote. Curiosamente, le lleva noticias acerca de la acogida que está teniendo tan singular publicación. También podemos añadir aquí la inclusión por medio de la voz en off de algunas de las frases del discurso de las armas y las letras de don Quijote, mientras le vemos montando guardia nocturna en el patio de una venta.

    A esta lealtad a la letra se añaden buenas resoluciones visuales, como la imagen de los libros que caen a través de una ventana y que, por medio de un encadenado, forman ya un buen montón que devora el fuego. Más tarde, un cambio de plano en el montaje (no se trata de otro encadenado exactamente, aunque no habría estado mal) muestra la algarabía con que se recibe a don Quijote y Sancho en el castillo de los duques, que segundos antes se hallaba vacío.


    La suntuosa puesta en escena de los duques (Guillermina Grin y Guillermo Marín) destaca dentro de esa otra puesta en escena que don Quijote ha elaborado para sí mismo. Ambas se complementan a la perfección, y se patentizan en buenos instantes como el de las aspas del molino bajo el cual yace don Quijote, que impiden que este pueda volver a levantarse, o el encuentro con las tres zafias labriegas, tenidas por Dulcinea del Toboso y su séquito, la aparición naturalista de un demonio, heraldo del mago Merlín (Antonio Almorós) y de otros colegas de profesión, situación a la que sigue el “encantamiento” de la “condesa Trifaldi” (José Prada) y sus acompañantes (con el simpar Clavileño, claro), junto a la elaboración del bálsamo de Fierabrás, de tan sicosomático efecto, o la escena en que Sancho observa a su señor hacer cabriolas sobre un peñascal, para poder llevarse consigo una viva imagen de la “locura” del caballero, momentos después de que la carta dirigida a Dulcinea quedara abandonada en el roquedal, sin ningún tipo de subrayado (léase plano detalle) por parte del director.

    La inspirada música también parece, al mismo tiempo que lo hace don Quijote, arremeter contra ovejas y carneros, destacando además la cacofonía con la que ambos personajes, don Quijote y Sancho, despiertan la mañana siguiente de haber ingerido el indigesto bálsamo en la posada.


    Don Quijote de La Mancha responde al concepto estructuralista de “obra abierta”, pero conviene no descontextualizar la misma como se ha venido haciendo (ya advertíamos de ello en nuestro análisis de la novela).

    De igual modo, los comentarios más usuales acerca de la obra y sus adaptaciones suelen centrarse en cierto error de apreciación (a mi modo de ver). El de pretender que la lectura de novelas de caballerías entontece al personaje hasta la enajenación más absurda y desgarbada. Pero el arquetipo del loco dista del majadero. La postura del primero es la de posicionarse frente la banalización de lo real y lo ordinario, y así, don Quijote se lanza a los campos para vivir y poner en práctica -más que para imponer, aunque existan imposiciones- su cosmogonía.

    Aunque la denuncia en tono de farsa fuese la intencionalidad y la lectura primaria del autor de la novela, contemplada hoy, más que contra el género literario de las novelas de caballerías, este parece proceder contra su vulgarización; y por extensión, del conjunto de la literatura. Por descontado que temáticas como las de Arturo y el Grial vuelven especialmente influenciable a su personaje, y que en este sentido, puede ser visto como un ingenuo, pero si lo es, también será porque la realidad ya no respeta la fábula.


    Además, se da el hecho de que Cervantes otorga la facultad de que su personaje venza, siquiera en una ocasión, a quien pretende domeñarlo por vía del engaño (caso del bachiller durante su primer enfrentamiento), aunque finalmente el destino de don Quijote esté determinado. De hecho, ¿merece la pena tener los pies sobre la tierra en esta realidad severa que nos circunda?

    Para don Quijote de La Mancha, dicha realidad no tenía la última palabra.

    Escrito por Javier C. Aguilera


    El profesor (Detachment), de Tony Kaye

    27 mayo, 2015

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    En la historia del cine podríamos distinguir claramente un tipo de películas enfocadas hacia el mundo de la educación y su funcionamiento, ya sea para criticar un sistema o para ensalzar una metodología más abierta, ambas postura las más frecuentes. Los retratos de profesores y maestros sirven de excusa para reflexionar sobre la problemática de un entorno que toda cultura considera importante: la transmisión de saberes y el proyecto de educar a las nuevas generaciones, pero también de afrontar los cambios y tratar de conducir el potencial humano que se encuentra en las personas, los estudiantes, con los que se trabaja. Esta labor ha sido reconocida no solo como vital, sino algo fundamental en nuestras sociedades, al menos hasta la llegada de una época inhóspita y extraña, catalogada como posmoderna y en la que se sitúa la película que hoy traemos a colación: El profesor (Detachment, 2011).


    Tony Kaye (1952-) es el director que se encargó de llevar a la pantalla la historia escrita por el guionista Carl Lund, encargándose además de la fotografía. Kaye tiene una carrera cinematográfica breve, aunque centrada en la temática de los conflictos sociales, plasmados en forma de drama: American History X (1998) y el documental Lake of Fire (2006) junto a la obra de la que hoy hablamos dan buena fe de ello. Se unen a su labor cinematográfica todos los trabajos realizados para el mundo del videoclip, faceta importante en el factor de experimentación que tienen sus trabajos.

    Henry Bathes es un profesor sustituto de literatura que llega a un instituto catalogado por el sistema educativo como difícil, con resultados por debajo de la media, y que está al borde del cierre por intereses ajenos a la educación. Un lugar donde los profesores agonizan y quienes aún mantienen la ilusión en su trabajo y en su vocación, ven cómo sus esperanzas en un futuro mejor se ahogan entre sus estudiantes. A pesar de ello y del recibimiento de su alumnado, Henry conectará con ellos, aunque sin dejar que nadie se acerque a su historia. Como sustituto, deja que su habilidad para alcanzar a los alumnos sea efectiva, pero en un breve espacio de tiempo, quizás sin darse cuenta de lo que provoca a su alrededor, entre otras cuestiones por tener el peso de un pasado que le persigue bajo la forma de su abuelo (Louis Zorich) enfermo y demente.


    La película desarrolla una historia basada en la indiferencia y el desapego, correspondiéndose mejor con el título original: Detachment. El protagonista, encarnado por un solvente Adrien Brody, actúa con desinterés hacia lo que le rodea, aunque desempeñe su mejor papel en el aula para sus alumnos, lo hace de forma tajante, asumiendo un papel indiferente ante las burlas y los comportamientos poco cívicos de sus alumnos y deteniéndose en lo que ellos pueden demostrarle. No obstante, esta trama la suponemos por el breve espacio que le ofrece la película a su interacción con el aula, dado que la historia se centra más en seguir a este personaje en tres ejes de su vida: el instituto, su pasado y su relación con una prostituta adolescente, Erika (Sami Gayle), a la que acoge en su casa.

    La trama del instituto nos muestra las consecuencias de una sociedad posmoderna, con una serie de acontecimientos que muestran la indiferencia hacia una auténtica educación en pos de intereses egoístas y ajenos a los valores tradicionales. Precisamente, quienes luchan por estos son vapuleados por las circunstancias: una directora (Marcia Gay Harden) que ve su vida (personal y profesional) desmoronarse por no ser capaz de alcanzar una "cuota" de aprobados, una psicóloga (Lucy Liu) que pese a su continua labor de comunicación con los alumnos, ve cómo estos jóvenes desaprovechan un futuro sin remedio, sin ser conscientes de la ruina en la que se adentran, o unos profesores en el último tramo de su vida profesional, superados por las circunstancias, como la profesora interpretada por Blythe Danner, o buscando medios para sobrevivir y tratar de salvar a cuantos alumnos puedan, aunque ellos se sustenten a base de medicamentos, como el caso del profesor interpretado por James Caan.


    Hasta cuando otros profesores tratan de hacer algo tan solo reciben el odio de las familias (que no dudan en anteponer los derechos de su hijos a una educación apropiada), la postura desagradecida de sus alumnos o la completa indiferencia a su existencia, esto último representado por el profesor (Tim Blake Nelson) que es ignorado hasta en su hogar y que pasa las horas previas a la entrada en el instituto apoyado en una valla, como un crucificado, ausente y ignorado por todos. Hacia el final de la película, exclamará "¿Me ves?" cuando Henry interaccione con él al verlo en tal postura, como si hubiera aceptado esa posición en el mundo como algo natural.

    La película se inicia justamente con la explicación de cómo llegaron estos profesores a esta profesión, en forma de falso documental, algo que proseguirá el personaje de Henry durante toda la película, otorgando su reflexión sobre las cuestiones que se desarrollan en la película. Kaye postula así un retrato duro del sistema escolar estadounidense y, seguramente, del tipo de sociedad occidental ante el que nos encontramos, donde los profesores son denostados por las cirscunstacias sociales y son presa de esa indiferencia en la que nadie les agradece su labor, aún cuando desde altas esferas se considere de gran necesidad, al menos de cara a la plana, por lo que se deduce de las visitas institucionales al centro de la película, en la que se da más valor a la propiedad territorial del centro que al valor educativo del mismo.


    Entre los alumnos, destaca la presencia de Meredith (Betty Kaye), que desprende una gran pasión por la fotografía y el arte, aunque sea víctima del acoso de sus compañeros por su aspecto y la presión familiar, en este caso, del padre, en contra de sus sueños artísticas por considerarlos poco útiles y rentables para su futuro. Con el único apoyo de Henry, Meredith no dudará en adentrarse en un oscuro final ante la marcha del sustituto. Este personaje representa en la película la condena que sufren aquellos que, a pesar de la situación actual, siguen necesitando el apoyo de otras personas y no su indiferencia, a la vez que continúan teniendo sueños en un sistema que parece predispuesto a restarle cuantas oportunidades tenga: por el resto de compañeros, por su familia e, incluso, por profesores poco atentos, a pesar de que la obra de Kaye se detenga más en defender y victimizar a estos últimos.

    Por otra parte, la historia, preocupaciones y traumas de los profesores están velados para el alumnado y, en el caso de Henry, para todas las personas a su alrededor. Este profesor sustituto vive instalado en el contacto breve con otras personas, viajando de centro en centro, seguramente por miedo a esa intimidad con otros. Así lo veremos en el caso de Erika, la persona que logra conocer su historia y por la que el espectador descubre la tragedia en la que vive envuelto el personaje, enfrentado a la muerte de su madre y al olvido demencial de su abuelo, del que pende la sombra de una sospecha que no será desvelada. El trauma de descubrir el cuerpo de su madre durante la infancia y la inseguridad de una vida de desconfianza con su abuelo arrastran al personaje a una huida constante, a una continua búsqueda de la soledad en la que se cierran las puertas a otros, lo que arrastra consigo a quienes acaban enamorándose o dependiendo, en cierta forma, de él: la profesora Sarah Madison (Christina Hendricks), Erika o Meredith. El final se entremezcla en sensaciones agridulces, con espacio para la esperanza, pero también para la tragedia.


    Los principales problemas de la obra se sustentan, sin embargo, en el enfoque cinematográfico que Tony Kaye le otorga. El repetido cambio de primeros planos en los diálogos, una cámara de ángulos imposibles o la incapacidad para mantener un mismo plano donde dos personajes interactúen saturan la narrativa visual de la película, que se luce precisamente cuando el director decide apostar por lo contrario: ahí tenemos la escena de reencuentro entre Erika y Henry con una pared roja de fondo, las fotografáis en blanco y negro de Meredith, los diálogos entre Henry y su abuelo o las últimas secuencias, que se desarrollan con la narración de El hundimiento de la casa Usher, de Poe.

    Una fotografía muy granulada en ciertas partes o saturada de forma excesiva en otras daña la experiencia fílmica, que no es constante y cuyo montaje se muestra vertiginoso en escenas donde no hay tal virulencia. No obstante, consideramos interesante la propuesta del pasado representado con un tipo de película borrosa, difuminada y fragmentada, en cuanto a que representa la memoria infantil de un adulto y funciona de manera acertada con respecto a lo que se pretende narrar; de la misma forma que podemos destacar algunas de sus transiciones, empleando fondo verde y dibujos en tiza animados.


    En definitiva, una historia que nos traslada la crudeza del sistema educativa y la indiferencia a la que se enfrentan sus profesores, convertidos en justos mártires en esta obra. Una visión muy negativa que atiende muy poco a lo positivo que podemos encontrar en el mundo de la educación reglada y que en su experimentación visual entorpece la narración en algunos segmentos y nos deja otros muy interesantes visualmente. Se nos lega finalmente una película irregular en su desarrollo, pero de la que podemos aprender a observar el mundo de la educación desde un punto de vista más duro: el de la indiferencia, el desinterés hacia el mundo que nos rodea y las personas que los componen.

    Escrito por Luis J. del Castillo



    Clásicos Inolvidables (LXVI): Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes

    26 mayo, 2015

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    Siempre me ha llamado la atención el hecho de que, aún siendo El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha (1605 y 1615) una obra concebida como diatriba hacia un género histórico concreto -visto hoy-, el de las novelas de caballerías, exista tanto espacio en la misma para lo inusitado. Por descontado que sus puntos cardinales son mucho más “terrenales”, pese a que acontezcan en la mente del protagonista principal, pues se desarrollan en un marco realista y universal, salpicado de vicios y virtudes, amores y odios, alegrías y padecimientos. Pero incluso esa humanización del personaje es expresada por vía de la fantasía y hace que nos interroguemos acerca de cuál es la auténtica realidad (mudable en función de quien la contempla).

    Dicho de otra manera, Cervantes no renuncia al valor de la imaginación, por muy realista que se dibuje el entorno; que las proezas sean una percepción del personaje ya es en sí mismo un rasgo de modernidad literaria. Más aún, para el hidalgo don Alonso Quijano parece claro que, vista como potencial fuente de sugestión, la literatura es la vida.

    Retrato atribuido a Miguel de Cervantes, por Juan de Jáuregui
    Desde luego que hay que ser muy precavido a la hora de asumir determinadas posturas metodológicas y exegéticas. La obra capital de Miguel de Cervantes (1547-1616) -aunque en modo alguno la única digna de tenerse en consideración-, Don Quijote de La Mancha, ha superado con creces la barrera del tiempo y ha sobrevivido al aluvión de teorías estéticas e instrumentos críticos de nuevo cuño (con los intelectuales hemos topado), las más de las veces arbitrarios y atribulados (aunque algunos de ellos muy divertidos). Unas tendencias metodológicas que han llegado al extremo de desnaturalizar el núcleo léxico-semántico de la obra objeto del análisis, o que sencillamente han decidido pasarlo por alto, como si los textos literarios se hubieran convertido en un elemento secundario a la hora de proceder al estudio y valoración de una determinada figura literaria y el conjunto de su obra.

    Ni calvo ni tres pelucas, que atajaría el buen Sancho, y en esto la crítica literaria y la investigación filológica tienen aún un importante papel que desempeñar, siquiera en el ámbito de la divulgación (el aspecto más terrorífico de la historia, que parece perpetuarse dentro de sí, es que suponiendo que se conozca verazmente, dicha historia ha de escarmentar en cabezas de reducidísima memoria). No en vano, el inconveniente de buena parte de las “actualizaciones” a las que son sometidas las obras clásicas, e incluyo en este apartado determinadas escenografías operísticas, es que con demasiada frecuencia olvidan que la mayoría de textos ya resultan modernos per se. En cualquier caso, mis comentarios no pretenden ser epatantes para nadie ni definitivos de nada, y si resultan útiles y hasta entretenidos dependerá de cada lector.


    Desafueros críticos al margen, más que perjudicial, la elucubración resulta inevitable: existe siempre un poso ideológico, cultural o teológico que suele fundamentar nuestros puntos de vista. Pero cosa muy distinta es desgajarse, en nombre de la variación polisémica de los distintos ahora y sus complejidades filosóficas, de lo sencillamente juicioso, al proponer una serie de desviaciones interpretativas cuasi esotéricas, que rompen el nexo de unión entre una sana interdependencia textual y la valoración individual.

    Por ejemplo, proponiendo análisis basados exclusivamente en la identidad sexual u otros condicionamientos antropológicos y sociales (por no añadir reivindicaciones de sesgo ideológico), que intentan explicar el fenómeno literario prescindiendo de aspectos fundamentales como la calidad narrativa, la belleza del estilo, la organización textual, el placer estético y semántico o el contexto histórico. Como si el estudio del entorno renacentista al que, en el caso que nos ocupa, corresponden biográficamente la obra y su autor, anulara la posibilidad de modernidad de ambos. Pero el hecho de que Don Quijote de La Mancha pueda seguir siendo contextualizada dentro del humanismo e intencionalidad del siglo XVII y, al mismo tiempo, resultar una obra tan moderna en la actualidad es, sin la menor duda, la mejor estimación que podemos otorgar a la inigualable creación de Miguel de Cervantes.

    La Ola, de Dennis Gansel

    24 mayo, 2015

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    La Ola (Die Welle, 2008) es una película basada en la novela homónima de Morton Rhue (1981), que a su vez se basaba en el experimento de la Tercera Ola de un profesor de un instituto de Palo Alto (California), llevado a cabo en 1967. Este remake fue recibido con un éxito satisfactorio en las grandes pantallas alemanas.


    En un instituto alemán, el profesor Rainer Wenger enseña durante un curso de política el tema de la autocracia como forma de gobierno. Ante la propuesta práctica de Wenger, sus estudiantes se muestran escépticos ante la idea de que pudiera volver una dictadura como la del Tercer Reich en la Alemania de nuestros días, y creen que ya no hay peligro de que el nacional-socialismo vuelva a hacerse con el poder. debido a la instauración democrática actual. Bajo esta premisa, comienza un experimento para demostrar lo fácil que es manipular a las masas.

    A través de un lema autoritario con la fuerza como pieza clave (fuerza mediante la disciplina, fuerza mediante la comunidad, fuerza a través de la acción, fuerza a través del orgullo), el profesor pasa de ser su líder a ser el jefe de un pequeño estado, de tal forma que cada día los alumnos debían implantar una nueva regla. Por ejemplo, el profesor logró que todos ellos entrasen a su aula, que se sentaran con una actitud recta y atenta y que para hablar primero debían ponerse en pie y decir su nombre.


    El interés por la forma de cómo se ejecutaban esas clases creció, haciendo que jóvenes de otros cursos se cambiaran de aula hasta ser un curso numeroso, derivando en fanatismo. El grupo llega incluso al extremo de inventar un saludo y a vestirse de camisa blanca. El popular curso se decidió llamar La Ola, y a medida que pasaban los días, La Ola comenzaba a hacerse notar mediante actos de vandalismo, todo a espaldas del profesor Wenger, que acaba perdiendo el control de la situación.

    La película logra ser amena, directa y, en ocasiones, sorprendente. No existe ninguna actuación brillante, todas se ciñen correctamente a su papel sin destacar en mayor medida una de otra. Si bien es cierto que hay personajes clave, como el profesor, Karo (la chica que inicia un movimiento opositor al grupo), o Tim, ese chico introvertido que ve en La Ola el medio idóneo para integrarse socialmente. Su desenlace se va haciendo previsible conforme avanza la película, pero no por ello se aborda de manera impactante y sin artificios, de la misma manera en la que se desarrolla el resto de la película. Una muestra de calidad procedente del cine independiente alemán, donde se refleja cómo el ser humano es fácilmente alienable: sólo necesita a un líder y actuar de acuerdo a unas reglas y normas básicas. 


    Dada la temática tratada, la película es polémica e inquietante, en ocasiones incluso incómoda. Desde los planos hasta las interpretaciones; en todo se refleja la sociedad tal cual nos la podemos encontrar fuera, como si todo lo que nos quisiera expresar lo pudiéramos presenciar con total naturalidad: desde un egocentrismo y ambición humana hasta el vandalismo de barrio originado en una pandilla juvenil. Un guión que representa en descontento y la desmotivación existentes en muchos ámbitos de la sociedad, llegando a demostrar que el ser humano puede ser capaz de repetir continuamente sus propios errores a lo largo de la historia.

    La Ola defiende mantener la unión para conseguir avanzar juntos frente al individualismo. Su líder es un referente, un modelo a seguir, alimentado por el egocentrismo que caracteriza el afán de protagonismo que expresa el profesor en la mayor parte de la película. Pretende ser el mejor en todos los aspectos y convertirse en el profesor idolatrado, el que más alumnos tiene y el que imparte las clases más dinámicas y más populares de todo el instituto, queriendo hacer sombra al trabajo del resto de sus compañeros.


    Sin embargo, cuando el profesor se da cuenta de la magnitud de los actos que han derivado de su curso, pretende cambiar el rumbo de los acontecimientos para decidir (y concluir) el futuro del grupo. Pero quizás ya es tarde: aunque les haya manipulado con que crear un grupo común que luchase contra el terror, ese único enemigo, y que así harían historia, en realidad les quería plantear el verdadero peligro de las dictaduras y de su carácter punitivo. Queda, así, evidente, lo fácil que resulta manipular a las masas (en este sentido, el término masa lo podríamos relacionar con el propuesto por LeBon –Psicología de las Masas-, donde la persona deja a un lado su individualidad, su identidad personal, para fundirse con la grupal. Además, acaban contagiándose unos de otros, por lo que nace un pensamiento colectivo que se deja llevar por un mismo objetivo, como ocurre con la fuerza de La Ola).


    En definitiva, tal y como sugirió el profesor Rainer al inicio del curso, el fascismo puede aparecer de nuevo en cualquier momento y en cuestión de días, incluso en Alemania. La Ola trasforma la vida de todos los integrantes y de su alrededor, vuelca cualquier acontecimiento o expectativa generada y creen que les ha llenado plenamente como personas. Lo que sí será cierto es que cambiará sus vidas para siempre.


    Escrito por Mariela B. Ortega

    ¡A ponerse series! (XXIII): Esto se hunde

    23 mayo, 2015

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    Imaginen un modesto edificio, caduco y destartalado, reconvertido en una casa de huéspedes, y a un dueño en consonancia con la vivienda, y tendrán los pilares básicos sobre los que se cimenta Esto se hunde (Rising damp, Yorkshire TV-ITV, 1974-1978), una de las mejores comedias televisivas de la época dorada de la televisión británica, creación original de Eric Chappel (1933), basada en su éxito teatral precedente The banana box (1971), e introducida por un tema musical a lo music-hall, obra de Denis Wilson (1920-1989).


    Rigsby: Mi esposa y yo vivimos felizmente casados; ella en ‘Cleathon’ y yo aquí (Grandes expectativas)

    Como les anunciaba, el casero de la vivienda es todo un cuadro. Es cicatero, presumido, pendenciero, mantiene soliloquios con su gato (Vienna) y siempre luce un gastado chaleco (una impagable composición de Leonard Rossiter). Su nombre es Rupert Rigsby y sus inquilinos pertenecen al selecto grupo, más que de “escogidos”, de inadaptados.

    Ellos son Miss Ruth Jones (Frances de la Tour), una administrativa soltera, el joven estudiante de color Philip Smith (Don Warrington) y el también estudiante, concretamente de medicina, Alan Moore (Richard Beckinsale), sujeto portador de todos los “sarampiones” típicos de la etapa estudiantil. Más de una vez le advierte su casero de que “como te den el título me borro de la seguridad social” (Rooksby). Otro personaje recurrente será el de Brenda (Gabrielle Gay Rose), una joven inquilina que se incorpora mediada la serie.


    Philip: En estas condiciones no hay quien estudie (Rooksby)

    Para Rigsby los defectos de la vivienda tienen fácil explicación. La humedad no es consecuencia de las goteras, sino producto de la condensación ambiental, y si las habitaciones parecen pequeñas, es debido a un efecto del color de la pared. Su racanería se pone de manifiesto en toda su magnificencia en el capítulo El último de los grandes despilfarradores. Tiene un hermano, Ron (Brian Peck), al que conoceremos en El agua está estupenda, y una ex esposa, a la que hubiéramos preferido no conocer (Avis Bunnage) en Grandes expectativas.

    Esto se hunde hace que la aburrida “corrección política” salte por los aires. Las (falsas) apariencias relanzan el concepto de “clase” como una pelota de ping-pong. Por ejemplo, los prejuicios ante el amaneramiento de un inquilino llamado Hillary (el estupendo Peter Bowles), se les acabará volviendo a todos en contra (Aspirante a actor). En otra ocasión, cuando los habitantes de la casa andan alborotados el día de las elecciones en Levanta y hazte oír, lo mejor del caso será que, atenazado por uno de los candidatos, llamado El Coronel (el siempre excelente Anthony Sharp),

    Rigsby variará finalmente su intención de voto a pesar de que el otro ha dado en el clavo al describir su conducta y el estado de la vivienda; una lectura totalmente corrosiva e irónica de la figura del votante. Por cierto que en este episodio declara Ruth que es completamente virgen en política, aunque finalmente lo tendrá clarísimo: votar al más agraciado. Otro gozoso malentendido lo encontramos en Jóvenes amantes, en el que una pareja de huéspedes se dispone a mantener relaciones cuando el resto de inquilinos cree que se encuentran en su luna de miel, y se disponen a regalarles los oídos con todo tipo de consejas, admoniciones y parabienes.


    Ruth (sofocada): ¡Espero que no piense usted que está ante una mujer-objeto! (Carisma).

    Las relaciones afectivas son de vital importancia en las vidas de estas personas solitarias, cada uno a su manera. Los mejores momentos de la serie están relacionados con esta interactuación. Así sucede con la (primera) cena “de compromiso” con la señorita Jones (El agua está estupenda), o con la posterior escena de seducción de Fuego y azufre, la cita a ciegas “múltiple” de Claveles rosas, al grito de “¡No se preocupen, que habrá para todos!” de Rigsby, los “suicidios” cruzados de El buen samaritano o la apuesta de Rigsby de que es capaz de “pasar hambre” como el que más, estando varios días sin probar bocado (Bendita comida), su relación con Marilyn (Andonia Katsaros), una bailarina erótica que hace su número con una serpiente (La pitón anda suelta), el regreso de la señorita Jones tras su frustrado compromiso con el bibliotecario Desmond (Robin Parkinson), y que se acompaña de un bebé… (Este es mi niño).

    También veremos a Rigsby organizando un amistoso combate de boxeo, además de comprobando los reflejos de su gato o tratando de abrir un frasco de pepinillos (Un cuerpo como el mío), o la invocación del fantasma “la dama gris”, que habita el edificio y que finalmente requerirá de la intervención de un vicario capaz de desahuciar los malos espíritus (Cosas que pueden salir mal una noche). No será el único misterio con el que se enfrenten los habitantes de la casa, una sombra furtiva inquieta a los vecinos del barrio en El merodeador, situación que da paso a una rocambolesca encuesta policial, y tampoco faltan otros apuntes relacionados con lo trascendente gracias al extraño huésped hipocondríaco Osborne (Roger Brierley), en De repente a casa.

    Alan: Los hombres de gesto cínico tenemos mucho éxito (Magia negra)

    Esto se hunde lega más momentos inolvidables, como el rescate de otro de los inquilinos, el señor Grey (David Swift), del tejado de la casa, después de que Rigsby le preguntara “¿qué tal va su instalación?”, mientras el huésped esgrimía una soga en la mano (El buen samaritano); o también la herencia del “tío George” legada al casero, que le obliga a estar felizmente casado para poder disponer de ella (Grandes expectativas); su ataque de donjuanismo, acompañado del irrepetible ritual del “árbol del amor”, o de los tranquilizantes que ponen la orina de color verde (Carisma), el temor al “mal de ojo” (Magia negra), el encanto del timador Seymour (un magnífico Henry McGee, en Un perfecto caballero), las escasas dotes de Rigsby al volante (Cinturones de seguridad), los apuros ante un inquilino conflictivo llamado Spooner (Derek Newark en Nuestros viejos tiempos), o la aplicación de la hipnosis al arrendador en el divertidísimo Bajo hipnosis, episodio que lega la imborrable imagen de Rigsby imitando a Humphrey Bogart delante de la señorita Jones, y en el que Ambrose (Peter Jeffrey), otro inquilino, “místico” e hipnotizador de pacotilla, presume además del “sexómetro”, un invento capaz de medir el ánimo sexual.

    Rigsby (Leonard Rossiter)
    Otro momento a retener es aquel en el que el casero, para paliar su soledad, trata de besar bajo el muérdago a la muchacha cartero, y después a una amiga de Philip, en el Especial de Navidad. Un buen manojo de sentimientos inundan la desvencijada casa, por ejemplo cuando Ruth se siente “mayor” el día de su cumpleaños, en Una noche fuera; estado de ánimo mitigado por el regalo de Rigsby o la posterior cena de todo el grupo en un restaurante chic. Y qué decir de Rigsby soplándole a Ruth en la oreja e improvisando unas frases en francés, antes de lanzarse y declararse (en el genial Una sociedad tolerante), o esa otra ocasión en que se aventura con la poesía, como método para poder ligar con ella (Noche de luna y rosas).

    Rigsby: Por alguna razón inexplicable, no puedo conquistar a la señorita Jones (Claveles rosas)

    Igual de memorables están Alan y Miss Jones ensayando una obra de teatro amateur, creación del citado inquilino de paso, Hillary. Pero además, se da la circunstancia de que para los más jóvenes de esta extraña familia no resulta nada fácil atravesar el campo de minas del pacato -para con los demás- casero, y poder llevar una chica a casa.

    Como el propio Rigsby les recordará, “nuestra idea de hacer cosas sucias era limpiar la carbonera” (La hora del cóctel). Es por ello que tan particular e irrepetible personaje piensa que las zonas erógenas quedan cerca de Ecuador.

    Escrito por Javier C. Aguilera


    Próximamente: Penny Dreadful

    Animando desde Oriente (IV): Ponyo en el acantilado, de Hayao Miyazaki

    22 mayo, 2015

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    En el recorrido por el cine de animación oriental que llevamos en nuestro blog nos hemos detenido particularmente en el que es, seguramente, el estudio cinematográfico más conocido, y reconocido, en los países occidentales, como es el caso del Studio Ghibli. No obstante, en las anteriores ocasiones hemos tratado de arrojar cierta luz sobre la parte menos popular del Studio, seguramente más desconocida, en detrimento del que es, sin duda, su director más célebre, el genio Hayao Miyazaki (1941-). 

    De él tan solo comentamos, para inaugurar la sección, la obra por la que ganó el Óscar, El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2002), y aunque esta forma parte central de un trío de películas de gran calidad, no nos vamos a detener hoy ni en La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997), ni en El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004), sino en una obra de un carácter claramente infantil, pero que sigue siendo pertinente tanto para nuestra sección como para seguir descubriendo los matices del Studio Ghibli más allá de sus cintas estelares.

    Con Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008), Miyazaki retorna a un cine puramente dirigido a un público infantil, pero no por ello deja de poder ser disfrutado por adultos que sepan apreciar el arte que desprende esta obra. Curiosamente podemos señalar que veinte años antes de Ponyo en el acantilado, el director deslumbró al público con otra película de tono similar: Mi vecino Totoro (Tonari no Tótoro, 1988), que junto a Nicky, la aprendiz de bruja (Majo no takkyubin, 1989), conforman los precedentes en su filmografía de películas infantiles. 

    Hayao Miyazaki
    La historia se basa de forma completamente libre en el clásico cuento de Andersen, La sirenita (1837), alejándose por otra parte de la visión que nos ofrecía la factoría Disney a finales de los ochenta, con la obra que iniciaría una etapa dorada ya a las puertas de los noventa: La sirenita (The Little Mermaid, Ron Clements y John Musker, 1989). En otras palabras, Miyazaki nos traslada la historia de una pececita, Ponyo, que quiere convertirse en humano tras conocer a Sousuke, un niño de cinco años. 

    El argumento sencillo se construye a través de una animación clásica que desprende auténtica vida, más simple en su elaboración que obras anteriores del estudio, empleando colores planos y un trazo más redondeado, infantilizado, pero que remite precisamente al público al que va dirigido y que, no por ello, podemos considerarlo de menor calidad. Ahí tenemos la secuencia inicial, que nos muestra la belleza de los fondos marinos, el mundo mágico oculto a los humanos, con el único acompañamiento de la música, remitiendo al cine mudo. Una apertura que deslumbra por la excelente combinación entre dibujo, música y sucesos simples, pero delicados, como el viaje en lomos de una medusa gigante. Precisamente la presencia de una especie de brujo destartalado, que se muestra algo torpe, otorga, sin embargo, una gran solemnidad a la escena.


    La huida de Ponyo de este brujo, del que más tarde conoceremos la identidad, nos lleva a los créditos iniciales, entonados con música operística que, aunque hermosa, quizás desentona con el tono general de la obra. Los detalles en que nos sumerge después la película nos transporta a la magia de lo sencillamente cotidiano. Podemos dividir la obra en tres partes diferenciadas: el encuentro de Ponyo y Sousuke, cuando aún la primera es un simple pez, la segunda huida de Ponyo, con el consecuente tsunami, y la búsqueda de Lisa en la ciudad inundada. 

    La primera parte sirve para establecer los lazos entre ambos personajes principales y acercarnos a la ternura de su relación, que se desarrollará de forma más efectiva en las siguientes partes, tanto por parte de la resistencia de Ponyo ante su padre (mostrándose aquí la imagen de un personaje femenino fuerte, que asume en este caso la persecución de sus sueños, aún cuando ello desemboque en una catástrofe natural) como por la tristeza y solemnidad, primero en llanto y luego en esperanza, de Sousuke, que no dudará en reiterar a su madre la importancia de haber roto, contra su voluntad, la promesa de proteger a Ponyo.


    La segunda, por su parte, se divide entre el momento de la tormenta y el posterior tsunami y el reencuentro entre Sousuke y Ponyo, ya convertida esta en niña. La acción transcurrida durante la tormenta invade la escena de oscuridad, pero también de un aire vertiginoso, especialmente en lo referido al coche de Lisa. Un clímax contrapuesto por completo a la calma de la tercera parte, cuando ambos niños emprenden la búsqueda de Lisa en un panorama inundado por el océano e imbuido de colores más alegres. Resulta en este caso curioso cómo la catástrofe de la inundación se percibe con normalidad y tranquilidad, incluso otorgándole un aire casi festivo al reencuentro con la naturaleza: ahí tenemos la magia de los peces milenarios que ocupan ahora la ciudad submarina. 

    Nuestra protagonista, Ponyo, ha provocado esta situación por cumplir su deseo, conllevando además un peligro mayor: el que nada vuelva a ser como era antes en el mundo terrestre. Para impedirlo, deberá renunciar a sus poderes y convertirse en una auténtica humana, aunque para ello necesite el amor de otro humano, que le sea leal y sincero. De no ser así, se convertirá en espuma de mar. Resalta en este argumento que la historia de amor se desarrolle entre niños de cinco años, el temor precisamente de uno de los personajes, que comentará que aún es demasiado pequeña. Sin embargo, este elemento es lo que confecciona una visión del mundo más particular, pues une el descubrimiento de lo humano con la mirada de la inocencia, creando así magia hasta en la cotidianidad de una sopa de fideos. Y, a fin de cuentas, estamos ante la magia del cine, que nos permite descubrir historias de gran ternura a la que seguramente debamos fijar la mirada desde otro punto de vista: el de los niños, porque la película es para ellos.


    Por ello, además, no hay una auténtica frontera entre el mundo mágico y el mundo normal, aunque en Miyazaki no ha sido frecuente esta frontera entre ambas realidades, que siempre han interactuado entre sí. Aquí se hace patente en la falta de sorpresa de los adultos ante la presencia de Ponyo. Por ejemplo, Lisa admitirá fácilmente que el pez que había rescatado su hijo se ha convertido en una niña y las ancianas de la residencia no se sorprenderán ante el aspecto extraño de la protagonista, a excepción de una anciana huraña que advertirá sobre el mito de que un pez con cara de humano provocará un tsunami, debiendo regresar al mar lo antes posible. Incluso, como hemos comentado antes, las personas no parecen sorprenderse de la invasión del mar y de la presencia de peces extraordinarios en las que fueron sus casas, o de dejar a dos niños navegar solos en una barca manejada gracias a una enorme vela (de las que arden). 

    No obstante, tan solo Sousuke será capaz de ver las formas extrañas en el agua (como si las olas provocadas por el huracán fueran peces gigantes) o a Ponyo corriendo entre las olas. En líneas generales, este personaje junto a las ancianas serán quienes desvelen y acepten con mayor facilidad la presencia del mundo mágico, quizás porque los mundos de la niñez y la vejez no estén tan separados como los solemos situar en la cultura occidental. Destaca aquí el hecho de que la guardería esté justamente situada al lado de la residencia.


    Por otra parte, las principales lagunas e incoherencias de la película se encuentran curiosamente en el mundo mágico, sobre todo alrededor de los personajes Fujimoto y Grandmammare. No se definen claramente las intenciones de Fujimoto, por ejemplo, que pasa de querer invadir y acabar con el mundo terrestre, según se deduce por sus palabras, a querer evitar la tragedia que supone que Ponyo esté en el mundo humano provocando ese mismo tsunami. También parece existir cierto temor a la presencia de Grandmammare, a la que, sin embargo, procede a buscar a mitad de la película, pese a que cuando volvemos a ver a Fujimoto, es este el que recibe la visita de la reina de los mares. 

    Además, será a través de Fujimoto donde se haga la crítica a la contaminación del mar al inicio de la película, una defensa del medio ambiente que es habitual en la filmografía de Miyazaki, pero que siempre había estado más centrada en el medio terrestre, con especial presencia de los bosques (que también se emplean aquí como fondo, y sin perder el uso del color verde en la película). Esta película le permite experimentar precisamente con el campo de los mares y océanos, desplegando un arte visual atractivo visualmente y con algunas secuencias de auténtica belleza, a pesar de la violencia de, por ejemplo, el huracán. Hay un despliegue de color que inunda la película y que, además, otorga una entidad evidente y visual a los personajes; ahí tenemos el color rojo combinado con el blanco para Ponyo, el amarillo de Sousuke, el azul oscuro de Lisa o la majestuosidad de Grandmammare, que redunda en los mismos colores que Ponyo.


    Podemos notar también en la película algunas notas a los espectadores adultos, pero centradas principalmente en la ausencia; en otras palabras, en cómo los padres ocultan su dolor o su inquietud a los hijos. El ejemplo más evidente lo encontramos en Lisa, la madre de Sousuke, que trata de mantener una actitud positiva pese a la mezcla de tristeza e ira que siente por la actitud de su marido, Yoshie (uno de los personajes más ausentes en la película), cuando este no vuelve a casa el día acordado. También ante la presencia de Ponyo, despliega una gran energía en contentar a los niños, pese a que resulta evidente la preocupación por la situación que están viviendo en esas circunstancias. 

    El culmen de esta situación la hallamos en la conversación entre Grandmammare y Lisa, de la que no se desvela nada, arrojándonos simplemente la imagen de ambas conversando con expresión seria. La visión seguramente de cómo el mundo de los adultos, que no el de la vejez, parece trazar unas fronteras para los niños, en gran medida por protegerlos, aunque no puedan evitar que estos desarrollen sus propios sentimientos y, por tanto, su propio dolor.


    El final de la película es quizás algo fugaz, aunque nos deje con una de las secuencias más representativas de la obra. Miyazaki nos lega una variedad cinematográfica en la que cabe desde la violencia de la guerra hasta la sencillez del amor inocente. Ponyo en el acantilado es, si aceptamos su retiro, su penúltima película, y con ella ha desplegado una imaginación extraída de la infancia, que gracias a su ternura y sencillez logra sus propósitos. Pero, no nos engañemos, la genialidad de Miyazaki en esta ocasión no está abierta a críticas miradas adultas que busquen en esta película cuestiones de elevada erudición, sin que por ello no deje de ser una obra madura, en cuanto a que logra llevar su concepto hasta cotas artísticamente genuinas, tanto visualmente como musicalmente (esto último gracias a Joe Hisaishi), logrando ser de lo mejor en su campo. En definitiva, una invitación a perderse por hora y media en un cuento realmente bello. 



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