Para el sábado noche (XLIII): Encuentros en la Tercera Fase, de Steven Spielberg

25 abril, 2015

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A causa de cierto desgaste, desilusión o desinterés, Steven Spielberg (1946) se ha ido desvinculando de su entusiasmo original por los aspectos relacionados con la vida extraterrestre (los distintos medios y modos de encubrimiento han acabado pasando muchas facturas), una coyuntura de distante resolución que se solapa con la muy terrestre circularidad de las modas, en este o cualquier otro asunto. Su periplo por la “madurez” en el género ha conllevado acercamientos más pesimistas y algo dogmáticos, carentes de la sincera emotividad y desenvoltura primerizas. Por ello, es precisamente esa “primera fase” de su carrera la que me resulta más llamativa, fresca e interesante -análisis estrictamente cinematográficos aparte-, siquiera porque lleva aparejada una visión más “incontaminada” y desenvuelta de los relatos.

Pero siendo la presente y E.T., el extraterrestre (E.T., the extraterrestrial, Universal, 1982) dos de sus mejores logros artísticos –taquillas al margen, aunque de coincidentes resultados en ambos casos-, no es extraño que la reflexión que sobreviene inexorable tras la “madurez” le haya hecho contemplar la vuelta al género una vez más (deseamos que de forma menos aforística). Y quede claro que esta opinión, exclusivamente personal, solo se refiere a sus trabajos en el ámbito de la ciencia-ficción, que nunca he tenido el menor reparo en afirmar, contra la opinión de muchos, que una película como Lincoln (Fox, 2012) constituía una excelente realización.

Cuando los móviles eran inmóviles y asistir al cine una experiencia única y asombrosa, en lugar de una rutina gastada, cuyos misterios son ya reproducibles en cualquier hogar, una película como Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, Columbia Pictures, 1977) era una magnífica razón para dejarse llevar durante unas horas y conmoverse en la butaca de un cine. Escrita por el propio realizador, con fotografía de Vilmos Zsigmond (1930) y un gran trabajo de edición por parte de Michael Kahn (1935), al protagonismo evidente de los magníficos efectos especiales, siempre al servicio del relato, hay que sumar la descripción de unos personajes “de carne y hueso”.

Ahora bien, que la película tratara acerca del fenómeno OVNI no quería decir que tuviera que plegar su narración a los parámetros especulativos del mismo (que a veces no se ha comprendido bien este aspecto: por ejemplo, las objeciones al punto de encuentro en la Torre del Diablo, en Wyoming). Ello no obsta para que la película sea una muy bien ensamblada puesta en escena de los aspectos más referenciales –míticos, si se quiere- del fenómeno, junto a una brillante elucubración, sostenida por unos personajes en la encrucijada.

En definitiva, una portentosa fantasía basada en unos hechos tal vez bastante reales, y defendida por unos efectos especiales sorprendentes, de naturaleza artesanal (como lo es el empleo de la luz difuminada por medio del humo), puntualmente apoyados por los incipientes avances de la era digital. El resultado fue, sin duda, espectacular, por lo que, tras su estreno, el estudio accedió a los requerimientos del joven realizador para poder filmar algún material adicional. Los insertos fueron una sombra que se proyecta sobre el suelo nocturno y, sobre todo, la secuencia en el desierto de Gobi (hubo otra que mostraba al protagonista en el interior de la nave nodriza, pero que Spielberg, con buen criterio, ha suprimido del “montaje definitivo”).


Roy Neary (Richard Dreyfuss) trabaja como operario en una planta de electricidad. Su matrimonio dista de ser idílico, pues siempre se muestra en desacuerdo o, si se prefiere, está divorciado antes de saberlo. Los niños, tal vez como sinécdoque, ya no están para Pinochos. Pero este icono es empleado con acierto por Spielberg hasta en tres ocasiones para definir el carácter infantil -peterpanesco, por recurrir a otro icono- del protagonista. La primera es el comentario de Roy acerca de ir a ver la película homónima, ante la desgana del resto de miembros de la familia; la segunda es una figurilla musical de Pinocho, y la tercera ya es exclusivamente musical, al integrarse una frase melódica de la obra maestra de Walt Disney en la banda sonora, hacia el final del relato.

Tras el avistamiento de Neary, un personaje “predispuesto” pero que probablemente no se había planteado la cuestión OVNI con anterioridad, el cielo nocturno muestra cosas que ya (casi) nadie se toma la molestia de observar o que, sencillamente, no pueden contemplarse en las ciudades debido a la “contaminación lumínica”. El hecho es que tras esta experiencia, Roy ya no puede dejar de mirar el cielo, o verlo por primera vez, de la misma forma. Por oposición, su esposa Ronnie (Teri Garr) no participa de lo maravilloso, su escepticismo apriorístico y su rutina le alejan de ello. No en balde, Spielberg inserta un significativo plano de sus pies “sobre la Tierra”, cuyos zapatos más parecen estar anclados a ella.

Frente a la visión “prístina” y honesta del fenómeno que representa Roy Neary, el realizador también acierta al mostrar el epifenómeno del mesianismo, en la fundamental secuencia en la que el estamento militar “alecciona” a los diversos testigos (se supone que en una comisión de investigación) acerca de los OVNIS. Un grupo de ciudadanos en el que -junto a la explicación oficial de rigor-, se haya el iluminado de costumbre, que contamina el fenómeno, lo que les viene muy bien a las “autoridades” para tomar el fraude por el todo.


De igual modo y perspicazmente, la secuencia inicial en una Torre de Control no muestra ningún contraplano del avistamiento que se narra o del avión: el efecto recae exclusivamente en el personal que allí trabaja y mediante el audio, en los pilotos, gracias a la planificación (volveremos a referirnos a este momento más adelante). Tampoco hay contraplano del visitante cuando el pequeño Barry (Cary Guffey) observa el desbarajuste organizado en su casa, aunque obviamente este se encuentra presente. La primera persona que se nos muestra interactuando dentro de un mismo plano con lo insólito es, precisamente, Roy, primero durante su ronda nocturna y, más adelante, en compañía de Jillian (Melinda Dillon), en la citada Torre del Diablo, cuando ambos se encuentran en el lugar físicamente.

La planificación también tendrá su raíz semiótica durante el interrogatorio que soporta Roy por parte del científico e investigador Claude Lacombe (François Truffaut) y su intérprete, David Laughlin (Bob Balaban). De igual modo quisiera destacar la plástica y semántica de los planos en scope en los hogares de Roy y Jillian, por ejemplo, cuando esta última busca a su hijo Barry o cuando procede a cerrar puertas y ventanas con posterioridad. A ello podemos añadir los elegantes travellings al inicio del relato, durante la secuencia del descubrimiento en el desierto de México; el momento en que los juguetes se ponen en funcionamiento o el reencuentro de Roy y Jillian en el andén de la población de Wyoming que está siendo desalojada.

Por descontado, destaca la imagen de la Nave Nodriza o Portadora, junto a otras buenas ideas, como el vistoso uso de las nubes como fenómeno atmosférico que sirve de refugio a las naves procedentes del espacio, o la de esa “cara oculta” de la Torre del Diablo, primer monumento nacional del país e imagen televisiva que se superpone a la inmensa maqueta que Roy ha fabricado en el salón de su casa.


Y naturalmente, resulta inolvidable el empleo del lenguaje de la música como forma de comunicación entre humanos y extraterrestres. En otro momento brillante, la conocida tonada de cinco notas compuesta por John Williams (1932) sirve para enlazar al investigador Lacombe con el pequeño Barry, que está ejecutándola en un xilófono. Finalmente, solo logrará alcanzar la anhelada meta un -más que selecto- afortunado dúo de escogidos, por medio de esta clave numérico-musical, y su relación con la referida montaña. En otro buen plano, el realizador muestra a los “testigos molestos” siendo literalmente deportados en un helicóptero del ejército que se aleja.

Pero hacíamos referencia al aspecto místico y psicológico. Frente a la capacidad de Roy como contactado, su esposa Ronnie pretende asistir –reducir el hecho- a terapia de grupo, y ni siquiera se atreve a comentar lo sucedido con amigos o vecinos. Si superar la barrera del idioma es otro paso importante en el entendimiento de otras culturas y pareceres, lo irónico será que Roy está abocado a hacerlo mejor con los visitantes que con las personas que le rodean. Abundando en ello, se encuentra la renuencia a comprometerse por parte de los pilotos del avistamiento aéreo, evitando dejar ningún tipo de testimonio formal que se refiera al asunto. Concluyen que “negativo, no queremos comunicar” (es curioso como la ficción se traslada tantas veces a la realidad).

Más aún, en una de las secuencias descartadas (incluidas en la edición en formato DVD), en ese mismo aeropuerto se les pide a los pasajeros del citado vuelo que entreguen las fotografías que hayan tomado del fenómeno. En esta secuencia, el científico Lacombe parece estar más en connivencia con las agencias gubernamentales y el ejército, cuando posteriormente su figura se desmarca claramente de tales actuaciones. Poco después, en otra de esas secuencias, en una comisaría de policía y también para evitarse problemas, los patrulleros reescriben sus informes a instancias –forzadas- de un superior, que no cree en “tales tonterías”.

Spielberg con Truffaut
Pero para Neary, la experiencia colma todas las expectativas. Como espectador privilegiado, se le dibuja un nuevo mundo –un universo- de posibilidades. En su caso, las estrellas parecen brillar como recién estrenadas y, al final, los seres humanos volvemos a quedar expectantes y a convertirnos en expedicionarios.

Con su “primitivo” sentido de la aventura, la emoción y el suspense, en un tempo narrativo cada vez menos frecuente en el cine –alejado de lo soporífero, naturalmente-, Steven Spielberg proporcionó en Encuentros en la Tercera Fase su propio monumento a la imaginación, la independencia y lo incógnito.

Escrito por Javier C. Aguilera


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