El autocine (XII): El beso mortal, de Robert Aldrich

19 abril, 2015

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En la estela de detectives con recursos pero falibles, se halla la más conocida creación de Mickey Spillane (1918-2006), el investigador privado Mike Hammer. Una de sus intervenciones cinematográficas más apreciables fue la que propuso el realizador Robert Aldrich (1918-1983) en El beso mortal (Kiss me deadly, United Artist, 1955).


Bien pudo proyectarse alguna vez en un autocine esta adaptación a cargo de A. I. Bezzerides (1908-2007), bien arropada por la fotografía de Ernest Lazslo (1898-1984) y la partitura del habitual colaborador de Aldrich, Frank De Vol (1911-1999), junto al tema Rather have the blues cantado por el gran Nat King Cole (1919-1965).

El relato comienza cuando cierta noche, Mike Hammer (Ralph Meeker) es abordado en plena carretera por una misteriosa mujer en apuros (a continuación sabremos que se ha evadido de un manicomio). Responde al nombre de Christina Bailey (Cloris Leachman) y, como dato significativo de su conducta y para el conjunto de la trama, hace una curiosa mención a la poeta británica Cristina Rossetti (1830-1894).

Será gracias a este personaje de naturaleza intuitiva y enigmática, hallado al azar, que conoceremos más acerca del detective cuando, pese a su probable estado de “enajenación”, observa que este es una de esas personas que “solo toman, pero no dan nada” o que tienen “un gran amor: usted mismo”. Esto es cierto aunque con matices, porque como tendremos ocasión de descubrir, el expeditivo y vapuleado sabueso también es una persona.


No falta alguna de esas ingeniosas secuencias consustanciales al género, como por ejemplo, el currículum vitae que de Mike hacen sus interrogadores, entre ellos un conocido suyo, el teniente de policía Pat Murphy (Wesley Addy). De igual modo, el relato sabe cuando tornarse cruel gracias al buen empleo del off narrativo, como cuando la mujer de la carretera es sometida a tortura por parte de unos desconocidos.

Actitudes y situaciones que forman parte de un escenario urbano, en este caso la ciudad de Los Ángeles, poblado por talleres mecánicos, hoteles, gasolineras, gimnasios, la vocalista de algún night club o unos desaprensivos “hombres de negro” con sombrero. Formando parte del mismo se encuentran el propio Mike y Velda (Maxine Cooper), su fiel secretaria (un estupendo personaje, que no puede ocultar su cariño hacia Mike). Tras el encuentro nocturno y su accidentado desenlace, Mike se percata de que le han pinchado el teléfono, y se muestra dispuesto a tirar del hilo hasta el final: el detective es un individuo que no se debe más que a sus determinaciones y a su propio sostén.


En primer lugar, le seguirá la pista al periodista científico Ray Diker (Mort Marshall), que le proporciona otros nombres con los que poder continuar en un asunto que, como las muñecas rusas o las cajas chinas, presenta varias capas. En esta ocasión, lo asombroso del mismo será su vertiente sobrenatural. Los personajes de soporte que pueblan esta selva urbana también proyectan el consabido claroscuro ético; se trata de individuos con contactos, portadores de un humor socarrón.

Continuamente vigilado por personas que no son lo que dicen ser, en medio de aquellos que no aparentan ser lo que son, como el “empresario” Carl Evello (Paul Stewart), o que incluso desconocen, al menos en apariencia, disponer de algún tipo de información, como la compañera de Christina, Lily Carver (Gaby Rodgers), la única tabla de salvamento para Mike cuando se presentan los problemas será su secretaria, que no espera a cambio más que la cercanía y bienestar de la persona que ama. Formando parte de ese magma humano hay empleados de clubes deportivos, mecánicos, vendedores de muebles, caseros, cirujanos de autopsia, agentes del F.B.I. o el referido Evello, que le espeta al detective que “ni siquiera sabe lo que anda buscando”. Hasta Velda le preguntará acerca de su objetivo: “¿seguro que existe?”.


Pero Mike podrá dar con la clave del escurridizo embrollo tras obtener una última información a base de “billetes”, de la mano del galerista William Mist (apropiado apellido para un personaje del que no consta la acreditación), que a su vez le conduce hasta el inquietante doctor Soberin (Albert Dekker). La paradoja es que, en este asunto, no es prudente guardarse la información para uno mismo, como tampoco puede ser compartida con las autoridades -los funcionarios del gobierno-, o dejada en manos de los sicarios mafiosos, pues tanto unos como otros forman parte de la misma red conspirativa.

Dentro de ese mobiliario urbano descrito tiene su particular significación el apartamento del detective, que es su oficina, del mismo modo que su coche es su antaño caballo. Un lugar donde cualquier tarde perezosa, una emisora de radio puede retransmitir la sinfonía Patética de Tchaikovski.

Y tampoco debemos olvidar el mensaje cifrado que contiene el poema Recuérdame, que facilita la conclusión. Precisamente, gran parte del acierto de El beso mortal consiste en ese desenlace entrópico, taumatúrgico, que al modo de una caja de Pandora, mantiene el suspense más allá del final cinematográfico, porque desconocemos a dónde va a parar.

Escrito por Javier C. Aguilera 


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