Clásicos Inolvidables (LXIV): Granada la Bella, de Ángel Ganivet

28 abril, 2015

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No hay que destruir nada; lo que no sirve se cae sin que lo empujen” (Ángel Ganivet, VI)

Ángel Ganivet
¿Qué habría pensado Ángel Ganivet (1865-1898) al pasear por la actual ciudad de Granada? ¿Con cuántos nuevos elementos del XXI condescendería y cuáles encontraría reprobables? No lo sabremos nunca con certeza, pero sí lo que opinaba con respecto a los del XIX.

Con todo, la colección de artículos conocidos como Granada la Bella (publicados en el diario El Defensor de Granada entre el catorce y el veintisiete de febrero de 1896) forman un conjunto de reflexiones, muchas de las cuales se pueden extrapolar sin dificultad a otras ciudades europeas. Los aspectos que por ellos desfilan son tan particulares y personales como universales.

Cuando Ganivet redactó estos artículos no se encontraba en la ciudad andaluza, sino ejerciendo como cónsul en la finlandesa Helsingfors -la actual Helsinki-, donde al poco de aparecer publicados en el diario, conocieron una primera tirada en forma de libro gracias a una edición privada. El ejemplar de que dispongo fue editado por la Diputación de Granada (1996-2008).

Granada la Bella es un texto breve pero sustancioso y, en muchos sentidos, atendiendo a ese carácter genérico, puede considerarse un preludio a su inmediatamente posterior Idearium español (1897). Es por ello que, junto a la amena exposición del carácter granadino y sus vericuetos, y pese a focalizar sus comentarios en la ciudad de La Alhambra, una parte de lo escrito se puede aplicar a otras localidades y latitudes. Como queda dicho, su contenido serpentea entre lo particular y lo general, y viceversa.

Un contenido cuya finalidad es hacer frente a un urbanismo que se muestra ajeno a los aspectos más idiosincráticos, adoptando las propuestas abanderadas poco después por Le Corbusier (1887-1965), las cuales se centraban en la exclusión de todo lo anterior. Como réplica, en palabras del abogado y escritor Francisco Seco de Lucena (1867-1904), Granada la Bella es una obra “plagada de pensamientos felices”.

La ciudad es contemplada como un gozoso cementerio en ruinas por los románticos. Un lugar de quieta belleza y “un espejo en el que el tiempo ha quedado detenido(Introducción, pg. 15). De hecho, la actitud de Ganivet, romántico tardío, nos evoca la particular vitalidad que anima las Baladas Líricas (1798) de Wordsworth (1770-1850) y Coleridge (1772-1834). Un talante que también tiene que ver con la figura del flâneur –el paseante introspectivo- e incluso con la del peripatético más contemplativo. Tradición que encuentra otro ejemplo posterior en los Paseos por Berlín de Franz Hessel (1880-1941), y que desarrolla otras curiosas actitudes, como la de Charles Baudelaire (1821-1867), que se nutre de esa “energía negativa” de la ciudad moderna, sirviéndose de ella al modo de una criatura de la noche.

Plaza Bib-Rambla (Granada), por José Garrido, 1930
En una época en que se iniciaba la protección del patrimonio histórico, los románticos perciben como punto referencial aquellos elementos insustituibles del paisaje urbano. Es cierto que a veces era fácil precipitarse en el exceso –qué corriente no los ha tenido-. Así, frente a los específicos extremos de la industrialización surge la vanagloria de lo medieval, un tanto exagerada, pero con la que se pretende tender puentes con una tradición clásica y humanista, cuyos “presentes” siempre sirvieron para enlazar con las “glorias del pasado” -no solo arquitectónicas-, en lugar de para prescindir de ellas.

Son aspectos que compiten con la frialdad de lo geométrico y que, además, entroncan con una cierta preocupación de la Europa más septentrional por el urbanismo, por parte de periodistas y escritores. Pero Ganivet no desea sustituir lo urbano por el ámbito rural. Su intención es destacar la banalización del “moderno” arte ciudadano por medio de apreciaciones que conviene entender en su contexto.

Fuente de Las Batallas, Archivo Municipal, c. 1945
En este sentido, hemos de comprender que lo que le mueve es su temor a la pérdida de la identidad local y el olvido de una historia labrada en piedra y almas. Pienso que la clave de lectura del texto ha de ser esta, alejada de la visión más hiperbólica y trivializada de los epígonos correspondientes, que sistemáticamente negaron la inevitabilidad de la evolución (época que Ganivet ya no vivió para juzgar). Y es que tampoco es cuestión de demonizar a los románticos en base a nuestro pragmatismo del XX o XXI.

De hecho, y aunque sugiera lo contrario, la intencionalidad de la obra es más literaria y emocional que pragmática –la visión unívoca de la invasión napoleónica, de un costo indudablemente elevado (77)-. No es tarea de Ángel Ganivet procurar una solución definitiva y rigurosa, sino ofrecer su parecer con respecto a una Granada en la distancia, como equipaje sentimental, pero con el peligro cierto de quedar aún más desfigurada “con el pretexto de dar jornales a los obreros(29).

Desde su visión romántica, advierte el autor del peligro que suponen los abusos burocráticos y el empleo inadecuado de la ciencia (el ineficaz suministro del agua, la invasión de la electricidad…). Manifestaciones donde late un miedo real a la desvinculación del arte con lo bello. No en vano, parece que lo artístico ya ha alcanzado un nivel de invisibilidad casi ontológico, pues no “existe” hasta que un determinado buscador celebra una efeméride o se adapta al cine una obra literaria que “lleva ahí” décadas o siglos.

Grabado de David Roberts
De forma personal, Ganivet asegura que “mi intención es cantar bellezas ideales(Capítulo I: Puntos de vista). Ilustrados con atinadas vivencias e imágenes –como puede ser un traje-, no exentas de humor y sentido del detalle, los artículos de Granada la Bella abordan aspectos como la iluminación por gas, el riego, las modernas “posadas” (II: Lo viejo y lo nuevo), el problema del agua (III: ¡Agua!), la “segregación social” urbana y las revueltas populares debido a la carestía (V: No hay que ensancharse), las raíces cristianas europeas –esas que se pretenden aniquilar, comenzando por la propia Europa-, una interesante reflexión acerca del misticismo en el arte y una inolvidable descripción de lo que es un Congreso Internacional (VI: Nuestro carácter), la naturaleza integradora del arte andaluz, sin desembocar en el ombliguismo local (VII: Nuestro arte), aspectos de nación y cultura (VIII: ¿Qué somos?), el retrato del político sin preparación alguna y la figura del funcionario, junto a la apreciación de las estaciones de ferrocarril como puertas de entrada a una ciudad (IX: Parrafada filosófica ante una estación de ferrocarril), el fenómeno de los pisos modernos (X: El constructor espiritual), o la atención a todo lo digno de ser representado –cualidad no del instante histórico, sino del paso del tiempo histórico- (XI: Monumentos), para concluir ofreciendo un bello y honesto elogio de la mujer (XII: Lo eterno femenino).

Junto a pasajes tan intemporales que siguen estando de plena actualidad, quisiera destacar apuntes como el de esa inherente “tristeza de la Alhambra” (XI), o el golpe de gracia al que igualmente invito al lector curioso, en las dos palabras españolas, ya incrustadas en diversas lenguas, que el autor ha encontrado sin traducir (XII). Tampoco me resisto a recomendar el comentario relativo a aquellos autores literarios que, tomando muchas veces la historia como rehén, escriben para componer “folletos de propaganda” en lugar de para crear (VII).

Café Alameda, 1909
Por semejanza u oposición, también son valiosas las referencias a otros países y ciudades, como Könnigsberg (II), París (V), Rusia, Flandes (X), y otras geografías bien conocidas por el autor (IV: Luz y sombra).

Bajo la tesis de que “si en este caso hay algo censurable no es la evolución, sino el mal gusto(III), Granada la Bella es la sublimación de la singularidad cañí, tan pesarosa como irremediablemente distendida, y del tipismo despreocupado pero siempre hospitalario. Una obra, en suma, en pos de una innovación que nazca rindiendo honores y respeto a sus mayores, a la búsqueda de una funcionalidad estética que no sacrifique la identidad en el altar de lo moderno.

Escrito por Javier C. Aguilera


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