Ben-Hur, de William Wyler

31 marzo, 2015

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La amistad entre dos hombres de distinta condición sociocultural queda rota a causa de un malentendido. El orgullo y el arribismo de uno de ellos impedirá que pueda volver a serlo; siempre es suficiente con que uno solo piense que ha sido traicionado. Como sucede en el western y, por descontado, en la buena literatura, existen conflictos que son intemporales. O expresado de otra manera, el ser humano siempre se está enfrentando a las contradicciones de su propia naturaleza. No importa el escenario.

No he tenido ocasión de leer la novela del escritor, general del ejército, abogado y gobernador del estado de Nuevo Méjico, Lewis Wallace (1827-1905), Ben-Hur, a tale of the Christ (1880), pero no cabe duda de que su adaptación cinematográfica, Ben-Hur (Ídem, MGM, 1959), a cargo del excelente realizador William Wyler (1902-1981), constituye uno de los exponentes -¿iconos?- más populares del género épico y del llamado cine “de romanos”. Llevada con anterioridad a la pantalla, en 1907 y 1925, esta última con protagonismo del malogrado Ramón Novarro (1899-1968), la obra también obtuvo una gran popularidad por medio de las representaciones teatrales, algo muy parecido a lo que sucedió con Los últimos días de Pompeya de Edward Bulwer-Lytton (1803-1873).

Wyler, Heston, Haya Harareet, Joseph Vogel -Presidente de MGM-, Boyd y Zimbalist
Producida por Sam Zimbalist (1904-1958), sobrevino la inevitable elaboración de varios guiones, cuya adaptación final firmó Karl Tunberg (1909-1992), aunque el material fue revisado por Gore Vidal (1925-2012) y el “toque de gracia” se debió al dramaturgo Christopher Fry (1907-2005). Sea como fuere, entre todos consiguen que, como en toda buena película, no exista una palabra de más, aparte de que nada sea dicho si la imagen lo hace innecesario.

Otros grandes profesionales participaron en la película, como el montador Ralph Winters (1909-2004), el decorador Edward Carfagno (1907-1996), el director de fotografía Robert Surtees (1906-1985), en panavisión y tecnicolor, y el compositor Miklós Rózsa (1907-1995), que proporcionó una de las obras maestras de la música del siglo XX. Desafortunadamente, el enorme esfuerzo de producción pasó factura a su, precisamente productor, Sam Zimbalist, que falleció durante el proceso debido a la presión (del éxito o fracaso de la película dependía el porvenir del estudio).


En la época de Tiberio (42 A.C. – 37 D.C.), en el año 26, el tribuno Messala (Stephen Boyd) regresa a la provincia romana de Judea. Hasta los catorce años ha pasado su infancia en Jerusalén, pero lo que se contempla a los catorce difiere notablemente de lo que se ve y siente a los veinte o treinta (puede que no tanto después, al menos para quienes desean recuperar la patria de la infancia más que eternizar la conflictiva juventud). Su mejor amigo tampoco es el que fue, ahora Judah Ben-Hur (Charlton Heston) es un príncipe de Judea que se debe a la cultura y creencias de su pueblo, que en determinados sectores ha entrado en conflicto abierto con los colonizadores. El colega de Messala, Sexto (André Morell), sintetiza muy bien la situación cuando argumenta que “a un hombre se le puede romper la cabeza, pero ¿cómo luchar contra una idea?”.

Messala es la segunda autoridad en la región, y a mayor altura política, mayor responsabilidad -al menos, es lo que dicta la teoría-, aunque también se incrementa la ambición. A la presión del cargo se incorporan el despecho y el empecinamiento. Más que una cuestión teológica, acerca de decidir cuál es el auténtico dios –o en plural-, el asunto se dirime en el ámbito de la delación; la que el tribuno demanda a su amigo.


Wyler anticipa este enfrentamiento mediante la varonil competición con las lanzas. Más tarde, Messala asegura a Judah que “si uno quiere vivir tiene que formar parte del mundo”, es decir, de Roma. Messala cree firmemente en la conquista y expansión romana como forma de cultura –una consecuencia innegable- pero manu militari. Se siente orgulloso y es leal a las órdenes, sean justas o no; al margen de que, quien gobierna, también se puede exceder.

De este modo, el joven tribuno hará elegir a Judah entre su pueblo y su amistad con él, anteponiendo él mismo su carrera (una visión uniforme del ser romano ante la que no hay amistad que valga; lo que sucedía entonces tanto como ahora). Es interesante subrayar que la lealtad y la amistad, “frente a la locura del mundo”, no triunfan; o como se comenta más gráficamente, se ensancha “el amor no correspondido entre Judea y el Emperador”, los dos contextos culturales en liza.

El conflicto se precipita cuando el gobernador de la zona, Valerio Gratio (Mino Doro), resulta herido. Las terribles consecuencias políticas se abatirán sobre toda la Casa de Hur, incluyendo a la madre de Judah, Miriam (Martha Scott), y a su hermana, Tirzah (Cathy O’Donnell), cuando el escarmiento da paso a la venganza, y el “quitarse el problema de encima” conlleva el no ver para no tener que sentir, algo que un militar de la posición de Messala no puede permitirse.


Todo lo contrario le sucederá a Judah con el maduro comandante de la flota y cónsul romano Quinto Arrio (Jack Hawkins), que sí representa la faceta integracionista del Imperio. El comandante nombrará a Judah heredero no solo de sus bienes, sino también de su nombre. Pese a todo, y consciente del pasado de su ahijado, Quinto constata con cierta amargura que “se sobrevive con el odio”.

Durante su propio proceso interior, Judah llegará a renegar de esta nueva herencia, por ajena, cuando no lo es tanto, pues forma parte de sí. Siente que tampoco pertenece a ese otro mundo romano, que tanto puede acoger como rechazar; y, sobre todo, no puede vivir en tanto la afrenta sufrida continúe impune. Lo corrobora la posterior conversación entre Judah y Ponzio Pilato (Frank Thring), en la que el primero, ante la suerte -la mala fortuna, más bien- sufrida por su familia, acumula un justificable resentimiento. En esos momentos, aún no ha asumido que ya forma parte de esos dos mundos en conflicto.

Ahora, en el hogar de su familia solo están Esther (Haya Harareet) y su padre Simónides (Sam Jaffe), amigos más que sirvientes, que cuidan de una hacienda cuyos mejores frutos han sido cercenados, al menos en la vida que conoce.


La plasticidad y belleza proporcionadas a cada decorado, junto al excelente empleo de la iluminación, abrillantan un conjunto cinematográfico armónico. Son componentes expresivos que enriquecen la narración de episodios como el de los (Tres) Reyes Magos, ilustrado avant la lettre, pero con el acierto de quedar plasmado sin palabras –como anticipábamos-, lo que también sucede durante el escueto pero relevante proceso a Jesús.

Podemos anotar como curiosidad que, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las recreaciones, Jesús es clavado en la Cruz de forma “correcta”, es decir, en las muñecas y no en las palmas de las manos. Igualmente, debemos recalcar el hecho de que en Ben-Hur se retrata a personas y no a estereotipos. Como curiosidad, los personajes romanos fueron interpretados por actores ingleses.

El pulso firme y cristalino de la realización de Wyler queda patente no solo en los momentos más íntimos de los personajes –Judah y Messala, Judah y Esther-, sino también en las circunstancias más crispadas, como el combate contra las galeras fenicias, un enfrentamiento que se sustenta en la exposición precisa, no exenta de algún detalle cruel, como el de unos galeotes que no solo reman, sino que además están encadenados al barco.

Y por descontado, destaca toda la secuencia de la carrera de cuadrigas en el circo. Un lugar donde, como en galeras, tampoco se tiene un nombre. Los prolegómenos y la competición, emocionante y magistralmente filmada y montada, constituyen una de las secuencias mejor elaboradas de la historia del cine. Esta debe completarse con otro plano que, más adelante, muestra a Judah en el mismo escenario, ya desierto.


Tampoco el extenso metraje de Ben-Hur es sinónimo de dilatación o rigidez, muy al contrario. Por ejemplo, resultan pertinentes, además de narrativamente conmovedoras, las elipsis del relato; como la que se refiere al transcurso de los tres años pasados por Judah en las galeras o la correspondiente a sus cinco victorias como auriga, cuando se encuentra bajo la protección del caíd Sheik Ilderim (Hugh Griffith).

Otras ideas retornan con inesperada inspiración, como el hecho de que el mago Baltasar de Alejandría (Finlay Currie), que anteriormente ha preguntado a Judah si es él el profeta, haya visto nacer a este y, finalmente, ser ajusticiado. El carismático Jesús (Claude Heater) es contemplado por el espectador siempre de espaldas, y a él se reserva otro hermoso plano: aquel en que observa, por encima de la multitud, como Judah se aleja, al fondo de la imagen.

Un buen detalle que merece la pena retener es el del ciego que arroja al suelo las monedas que acaba de recibir, por temor a que estén contaminadas por la lepra, junto a otros momentos muy cercanos al relato de terror, como los planos que muestran el Valle de los Leprosos, tan solares como desoladores; el laberinto de mazmorras que culmina con el chirrido de una puerta que no se ha abierto desde hace años o la oscuridad que se cierne sobre todo el territorio de Judea cuando aún es de día, durante el sobrecogedor final.


Finalmente, no podemos dejar de recordar el regreso de Judah al que fue su hogar, un lugar ya deshabitado y en penumbras, junto a su reencuentro con Esther (han pasado varios años); así como el retorno, poco tiempo después, de la madre y la hija, las cuales también conversan con Esther envueltas en la oscuridad.

De forma simbólica, la bonita imagen de la Estrella sobre la población de Belén, al comienzo del relato, ya nos había advertido de que algo más allá de lo estrictamente ordinario iba a acontecer en las vidas de estos personajes malparados pero de gran fortaleza.

Escrito por Javier C. Aguilera



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