El autocine (VI): La carne y el demonio, de John Gilling

18 octubre, 2014

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Durante los siglos XVIII y XIX, e incluso a comienzos del XX, muchas tumbas fueron saqueadas en nombre de la ciencia. El aterrador descubrimiento en 1989 de cientos de restos de disecciones en la Facultad de Medicina de Georgia (EEUU) nos devuelve la imagen de unas prácticas que fueron realidad (y sin tener que recordar otros sucesos más recientes en el tiempo y cercanos en el espacio, ¡esta vez por acumulación de material en lugar de por escasez!).

La carne y el demonio (The flesh and the fiends, Triad Productions, 1959, estrenada al año siguiente), dirigida por John Gilling (1912-1984), al que ya conocimos como autor del guión de la espléndida La Gorgona (The gorgon, Terence Fisher, 1964), se ambienta en aquella época y circunstancias.

Concretamente, estamos en el Edimburgo de 1828. La bella capital de Escocia se hace merecedora de un diseño de producción acorde: los decorados son excelentes y esa ventaja se traslada a una puesta en escena que saborea los planos generales y a los actores dentro del encuadre en scope.

En Edimburgo ejerce el doctor Robert Knox (Peter Cushing, huelga decir que está magnífico), portador de un defecto físico en la vista (metafórica dolencia para un cirujano que ha decidido “mirar hacia otro lado”) y facultativo apartado por decisión propia del Consejo Médico de la ciudad, con el que se muestra, no sin cierta razón, severo e inflexible. No obstante, Jeffrey Knox no es perfecto –no solo físicamente-, pues ha olvidado –más que perdido- lo más importante en un médico, la empatía, la humanidad.

Tras los sucesos que acontecen, podrá recuperar esa cualidad y seguir ejerciendo. En cierto modo, el de La carne y el demonio es un relato de iniciación y redención.


Un relato tremendamente inquietante y bellamente gráfico, aunque su envoltura pueda parecer gratuita. Es decir, cuando al comienzo del mismo, unos ladrones de tumbas extraen un cuerpo de su ataúd, el cuerpo es mostrado. De igual modo, la crudeza de los crímenes no se omite, y alcanza su paroxismo con el asesinato del joven e indefenso Jamie (Melvyn Hayes), en tremebunda secuencia, que además precipitará el fatídico desenlace.

Pero el off también será empleado en este sentido (evitando así la verdadera gratuidad): ocurre con el moratón que “le aparece” a una de las víctimas, delatando así la naturaleza de su muerte. Nuevamente, resulta curioso comprobar cómo en las artes, en general, se alcanza una plenitud de la que después solo puede escribirse una paráfrasis continua.


Knox, anatomista que existió realmente (1791-1862), cuenta con un ayudante que le respeta (y lo demuestra), el doctor Mitchell (Dermot Walsh), y con una sobrina, Marta (June Laverick). Junto a ellos, un estudiante de medicina, Chris Jackson (John Cairney) y la meretriz Mary Patterson (una joven Billie Whitelaw). Resulta estremecedora la secuencia en que Chris “intuye” la presencia de Mary en el laboratorio bajo una sábana…

Junto a estos, los desencadenantes del horror, los ladrones de tumbas Burke (George Rose) y Hare (Donald Pleasence; ambos estupendos), ante un Knox que “ni condena ni alaba estas actuaciones: solo las acepta”. No en vano, y siguiendo en la línea del barón Frankenstein propuesto por Cushing para Terence Fisher, Mitchell ha descrito anteriormente al doctor como un hombre “brillante, agresivo y provocador”. Esta pasividad en nombre de la ciencia será la condena privada del personaje, puesto que ni el descredito ni la envidia podrán con el doctor Knox; su “transformación” es privada, y acontece cuando le asalta la voz de la conciencia por boca de una niña. Ahora Knox sí es consciente de pertenecer al eximio grupo de los que se han equivocado.


Suburbios, callejones, tabernas, almacenes, una plaza… como comentaba, los decorados proporcionan una espléndida atmósfera y densidad al relato.

La gramática del encuadre, del plano general, de las sombras… físicas y mentales, un erotismo considerable y un saludable y malévolo sentido del humor, junto a la franqueza y sordidez del guión del propio Gilling, en colaboración con Leon Griffiths (1928-1992), convierten La carne y el demonio en un todo un festín cinematográfico.

Escrito por Javier C. Aguilera


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