La actualidad de Alejandro Casona y La dama del alba

08 septiembre, 2014

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ADVERTENCIA PREVIA: El presente trabajo ha sido registrado y presenta una extensión dilatada, dividida en distintos apartados. De los textos consultados se proporciona una bibliografía final. Conviene advertir que algunos pasajes contienen datos relativos al argumento de las obras (como por ejemplo, el referido al acto cuarto de La dama del alba). Recordamos así mismo a los amables lectores que los escritos contenidos en este blog están sujetos a derechos de autor.

Murió relativamente joven Alejandro Rodríguez Álvarez, más conocido como Alejandro Casona (Besullo, Asturias, 1903 – Madrid, 1965), pero su carrera como dramaturgo fue tan fructífera como interesante.

Al igual que sucede con Federico García Lorca (1898-1936) -y ésta será solo una de las curiosas coincidencias que emparejen al dramaturgo asturiano con el granadino, al margen de que la vida de uno fuera cercenada en plena juventud y la del otro se apagara en plena madurez creativa-, inútil es preguntarse cómo habría resultado la obra posterior del autor de La casa de los siete balcones (1957) de haber vivido más; de qué modo habrían encarado ambos autores los nuevos retos estilísticos y argumentales que planteó la segunda mitad del siglo XX.

Lo que sí podemos afirmar con cierta seguridad es que la obra de Alejandro Casona encontró el favor del público -lo que por desgracia parece que le granjeó un relativo olvido posterior-, no solo en su país de origen, sino también “allende los mares” y en otros escenarios reconocidos de Europa.

Antes de partir al exilio, Casona, en su condición de maestro de actividades de un teatro infantil, en su destino en el Valle de Arán, llegó a adaptar una deliciosa pieza de Oscar Wilde titulada El crimen de lord Arturo (1929), en la que ya encontramos una querencia por el género fantástico. Bajo el patrocinio de la Institución Libre de Enseñanza, Casona fue nombrado director del Teatro Ambulante que entonces formaba parte de las Misiones Pedagógicas, instituidas durante la Segunda República.

Fue con su colección de lecturas para jóvenes, Flor de leyendas, el trabajo con el que consiguió el Premio Nacional de Literatura, en 1932. Y en esta obra, lo mistérico y lo poético ya se dan la mano de forma totalmente original (sin mediar adaptaciones). La singladura del exilio le hace recalar finalmente en Argentina, en 1939.

Público de las Misiones Pedagógicas
A efectos de este análisis, nos interesa reseñar la obra del autor como un buen exponente dramático, así como el carácter netamente fantástico de buena parte de ella; esto es, de adscripción al todavía hoy, me temo, poco considerado género de la ficción; entendido, claro está, en su vertiente fantastique, pero sin rehuir ciertos aspectos del género de terror. Todo ello, naturalmente, matizado por la personalísima poética del dramaturgo. No resulta extraño, en todo caso, que las ficciones de Casona hallaran buen acomodo en el medio cinematográfico (en México, principalmente). En este sentido, destacan en la obra del autor la temprana El misterio del María Celeste (1935), Otra vez el diablo (1935), La barca sin pescador (1945), y, por supuesto, La dama del alba (1944). Será en este último “retablo”, tal y como él lo denomina, donde se manifieste con mayor esplendor el enlace con lo mítico y lo fabuloso.

Por estas y otras razones que iremos detallando, Alejandro Casona fue, en España, considerado por cierta crítica como un dramaturgo “a destiempo” o “que ya era historia”, afirmaciones del todo cuestionables: el atractivo potencial de Casona lo evidencia precisamente su poética personal y su adscripción al referido fantastique (mayor actualidad imposible). Claro que, sin pretender justificar estas declaraciones particulares, es justo reconocer que tales puntos de vista -que no análisis-, pertenecen a una época y circunstancias muy determinadas. Otra cuestión será que tal criterio se perpetúe.

Y es que de igual modo que una buena obra trasciende el tiempo, burlando los dictámenes de modas, gustos y disgustos, la labor de un autor no ha de circunscribirse únicamente a un aspecto estrictamente cronológico -una situación histórica concreta- o ideológico. Al tildarlo de “escapista”, sus coyunturales detractores hacían lo que la revista Cahiers du Cinema hizo a Alfred Hitchcock (1899-1980), hasta que el crítico François Truffaut (1932-1984) demostró que el epíteto no podía estar más alejado de la “realidad”. Tal vez sea esto, precisamente, lo que durante largo tiempo se echó de menos en el ámbito historiográfico y filológico. El desaire crítico al exigir un compromiso político directo que no se presenta convierte la obra del autor en “demasiado difusa(Ruíz Ramón, 1997).

Imaginación, por Kagaya
Son juicios en exceso reduccionistas que -y esto es esencial a la hora de comprender la obra de un autor como Casona-, con demasiada facilidad, concatenan fantasía con irrealidad, en un sentido falsario, infantil, facilón y hasta iluso, cuando lo cierto es que el convenio entre realidad e irrealidad ha venido dando satisfacción al ser humano desde los tiempos de Homero. Al reducir la realidad a aquello que abarcan los sentidos, el sentido final de la obra queda mermado, reducido a una “insuficiente formulación dramática de la realidad”, entrando en conflicto con “la función necesariamente social de la literatura contemporánea, se quiera o no(Ruiz Ramón dixit, ib.).

Así, al equiparar el aspecto social de una obra con el compromiso político, se condena ideológicamente en lugar de artísticamente (y mucho menos filológicamente). Pero las obras son obcecadas, y pese a todo se empeñan en perdurar. Los presupuestos de Casona son universales y no se constriñen temporal ni geográficamente.

Es lógico suponer que el interés por un entorno mágico encuentra sus raíces en el ambiente vital de Asturias. Como Galicia lo fue para Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) o Álvaro Cunqueiro (1911-1985), lo fantástico asturiano será para Alejandro Casona un elemento constitutivo y no solo folclórico. Y en un periodo de creación en que los géneros se han tanto quintaesenciado como fusionado, muchas de las mejores obras modernas del fantástico son tangenciales, es decir, producto de una atmósfera; del paisaje y sus gentes.

De hecho, no solo existe la ciencia ficción como género de anticipación de ideas novedosas. Una idea puede ser una puesta en escena, y no necesariamente una ideología o coyuntura. Tal vez el paradigma platónico de lo útil unido a lo bello, sea el motivo de esta –interesada- ambigüedad, por lo que no está de más contraponer la idea horaciana de que lo que hace falta es someter a las circunstancias, no someterse a ellas.

LA DAMA DEL ALBA

El teórico de la literatura Tzvetan Todorov (1939) ha sostenido que el género fantástico se define por su vacilación entre la aceptación de lo sobrenatural y el intento de explicar racionalmente dichos fenómenos. Pues bien, durante el periodo de entreguerras –dos en el caso de Casona: Guerra Civil y Segunda Guerra Mundial-, resultaba lógico que los elementos fantásticos irrumpieran en una realidad desgarrada.

Como anticipábamos, es en La dama del alba donde Alejandro Casona aunó el drama rural de reminiscencias benaventianas con el género fantástico, que así mismo, aglutina aspectos de la fantasía, el horror y la ciencia-ficción. Este soporte multiforme lo emplea el dramaturgo para enlazar la ficción dramática con su recuerdo de las tierras de Asturias y sus gentes.

Dicho fantástico supone, básicamente, la entrada “en escena” de fenómenos sobrenaturales en el interior de una narrativa de corte realista: la situación es, como queda dicho, una modesta casita en una localidad asturiana. De este modo, La dama del alba se convierte en una de las obras teatrales más estimulantes y perdurables de todo el teatro español del siglo XX.

Pero aquí se hace preciso diferenciar entre fantasía, como percepción “falsa” de una realidad que solo existe en la mente de quien la imagina, y “realismo mágico”, donde los fenómenos aparentemente sobrenaturales, se explican en el plano de la “realidad” y acaban siendo aceptados como normales. En el fantástico, en cambio, los personajes acaban aceptando la intromisión de lo insólito -en este caso la presencia antropomorfa de la muerte y los acontecimientos que desencadena-, sin merma de su extrañeza o condición sobrenatural, al tiempo que lo hace el espectador-lector. Es decir, lo excepcional es asumido como una quiebra, no como un elemento natural.

Imagen extraída de FrikiMundo.com
Rafael Vázquez Zamora, en un artículo firmado para la revista Ínsula (Zamora, 1962) y con respecto al estreno en Madrid de La dama del alba, acontecido en 1962, destaca un valor a añadir: “la salida de la anemia teatral de aquella época” (con todas las excepciones que se quieran), señalando que los personajes del asturiano “no están vacíos” y que, dentro de la tradición del gran teatro español, hay un sitio para Alejandro Casona.

En número posterior de la misma revista, José R. Rodríguez Richart (1930-), autor de la edición crítica de La dama del alba para la editorial Cátedra (2009), y con motivo del referido estreno español de la obra, recuerda en su artículo Notas sobre teatro. La dama del alba o la realidad poetizada que esta fue estrenada en el Teatro Avenida de Buenos Aires, el tres de noviembre de 1944, e impresa en aquel país en 1951. En 1962, el estreno corrió a cargo de José Tamayo, y entre el plantel de actores se encontraban figuras tan reconocidas como Gemma Cuervo (1936), Julieta Serrano (1933) o Antonio Vico (1903-1972). Dicho esto, La dama del alba es considerada por su autor como un “retablo”, estructurado en cuatro actos.


ACTO I: UN PERSONAJE EN BUSCA DE IDENTIDAD

Llama la atención cómo Alejandro Casona anota la presencia de un objeto habitual, casi banal, entre los enseres y adornos del decorado de la casa rural donde va a desarrollarse toda la acción dramática. Un objeto que adquiere, aunque su función sea meramente decorativa, un significado más simbólico y, por qué no decirlo, socarrón; nos referimos a la guadaña que cuelga de la pared.

Toda una generación parece haber sucumbido anímicamente en ese hogar, solo queda el joven Martín, que no pertenece a la familia stricto sensu, aunque sí forme parte de la misma, como “viudo” de la hija mayor de la casa, Angélica. Pero el resto de dramatis personae, o bien son niños, o bien personas mayores, como el abuelo, la criada –mucho más que eso, como veremos-, y Madre, un personaje sin nombre, con lo que el autor le atribuye una calculada función metonímica.

Pero las hemos calificado algo injustamente de “personas mayores”, cuando lo cierto es que parecen más unos personajes envejecidos antes de tiempo, sobre todo en el caso de la Madre, por la circunstancia que supuso la pérdida de su hija mayor (de la infelicidad que atenazó a este otro personaje, secundario en la escena, pero crucial para el desarrollo dramático de la obra, nos ocuparemos posteriormente).


Casona enlaza con toda una tradición en la que la Muerte se ha encarnado y codeado con los humanos (si es que no es esa su función específica, metafórica o no). A día de hoy, la Muerte se ha hecho carne en todos los medios artísticos, teatrales, literarios, musicales y visuales -baste recordar a Fredric March, Bengt Ekerot, Murray Hamilton o… Robert Redford, estos dos últimos en la mítica serie The Twilight Zone (1959-1964)-.

Pero a diferencia de estas otras muertes artísticas, la parca de Alejandro Casona no es un ente calculador y frío, sino un ser afligido y sometido a un calendario implacable y lastimoso. Casi se diría que estamos ante una víctima, aunque su naturaleza sea, obviamente, diferente a la del resto de los mortales. Nos es mostrado como un personaje cansado, con el hastío que proporciona el peso de los años, responsable de una empresa ingrata, que siempre es la misma: conducir al “elegido” hacia “el otro lado”. ¿Pero elegido por quién? Este interrogante queda abierto a la imaginación del lector-espectador y es uno de los primeros aciertos de la obra en cuanto a esa incertidumbre que plantea el componente fantástico.

La muerte en España casi siempre se revistió de negro. Personaje o circunstancia luctuosa, traumática o trascendente, la Peregrina de Casona sufre como hace sufrir, pero no se envuelve en los ropajes de una apariencia terrorífica o telúrica. Su “Muerte” no se corresponde en absoluto con un personaje ajado o de apariencia siniestra; únicamente es vieja por dentro. Y es una compañera de viaje que no elude la ironía, como tendremos ocasión de comprobar en nuestro “duelo artístico” entre La dama del alba y La casa de Bernarda Alba (1936) de Federico García Lorca, en el epígrafe correspondiente.


Otro detalle significante lo encontramos en el hecho de que sea, en primer lugar, el perro de la casa quien primero detecte a la peregrina. Y más que irónicamente –que también-, ésta se presenta en la misma de forma respetuosa, con la lacónica fórmula de “Dios guarde ésta casa y libre de todo mal a los que en ella viven”. Instada por los niños de la vivienda humilde, la peregrina hace el esfuerzo de recordar las otras ocasiones en las que ha visitado la comarca, lo que despertará las dudas del abuelo (el otro personaje que llegará a conocer la auténtica identidad de la viajera).

Por su parte, ya queda claro que el temor que despliega Casona en este primer acto “de presentación” no es el miedo a la muerte, sino al olvido: el de Angélica por parte de la familia, y concretamente de su madre, que si además continua padeciendo no es únicamente por una tragedia –la hija murió ahogada en el río- que para superarse ha de ser “razonablemente olvidada”, como por el hecho aciago de no haber podido recuperar el cuerpo de su hija. Por sudario, Angélica tiene las aguas del río de la comarca, ese elemento tan caro a las letras españolas, símbolo del transcurrir físico y vital.

La presencia de la peregrina, de la que aún no tenemos certeza de su naturaleza, solo sospechas, hace que el lector-espectador comience a preguntarse sobre la auténtica finalidad de la visita de este personaje, y más adelante, sobre quién será el “elegido”. Otro excelente detalle lo encontramos cuando la peregrina compara una emoción inesperada –que los chicos identifican con los latidos de su corazón-, con el trotar de un caballo, lo que denota el estado de agitación en que se halla el personaje. Ello sucede después de que los niños hayan conseguido que la mujer se ría a gusto.

ACTO II: DANZA ACUÁTICA DE LA MUERTE

En el inicio del segundo acto, el personaje de Telva, que actúa como cocinera, ama de llaves, compañera y confidente, muestra ya una fortaleza considerable con respecto a la madre, teniendo en cuenta que también ha conocido la pérdida de sus seres queridos.

Una fortaleza que evidencia cuando declara que “nunca me emborraché con cuentos”. Su racionalidad la predispone a permanecer en el ámbito de lo ordinario, aunque se muestre pródiga en dichos y giros idiomáticos, que Casona introduce acertadamente como elementos definidores tanto del personaje como del ambiente.

Es en este acto cuando la peregrina se lamenta de su propia naturaleza, en cierto modo física, y vedada a unos sentimientos terrenos que aunque comprende, no puede compartir. Lo manifiesta cuando asegura “tener todos los sentimientos de una mujer sin poder usar ninguno”. Hacia el final de la obra, volverá a lamentar su condición, en su primera charla con Adela, pero ya llegaremos a ella; lo que queda claro es el aspecto trágico del personaje.

Hablábamos además, de su hastío, de cierta indiferencia o indolencia. Al referir el abuelo su edad, la peregrina le recuerda de forma sentida pero abrupta, que en realidad, esos setenta años que dice tener, son los años que ya no tiene. La identidad de la Peregrina, ahora con “p” mayúscula, ha quedado finalmente establecida para el abuelo.

Pintura de Jeff Hayne
ACTO III: LA ATRACCIÓN DEL REMANSO

La llegada de Adela, salvada por Martín de morir ahogada en el río, proporciona una nueva atmósfera a la vivienda y sus habitantes. Animada por tener de nuevo a quien atender –niños aparte-, la madre regresa “al mundo de los vivos”. Adela no solo tiene la edad de Angélica, sino que se parece a ella. De tal modo que somos testigos de cómo el personaje de la recién llegada va sufriendo una paulatina transformación de cara a parecerse lo más posible a Angélica, en un apunte de resonancias hitchcockianas (si bien en la obra original de Boileau (1906-1989) y Narcejac (1908-1998), el personaje sí resultaba ser ambos caracteres, el vivo y el muerto). En este sentido, Casona se nos muestra como hábil demiurgo de la necesaria suspensión de la credulidad que requiere todo relato de corte fantástico. 

Pero como ha comprendido el abuelo, la Peregrina tiene una misión que cumplir, aunque ella misma -y el lector- no sepa aún exactamente quién es la persona que ha de llevarse consigo. Recordemos que ella es tan solo una enviada. Y precisamente, son los niños los únicos que, con sus juegos y su visión “humanamente maniquea” de la existencia, parecen poder combatirla. Así sucedió ya durante el primer acto, cuando lograron que la peregrina riera o se quedara dormida, haciéndole llegar tarde a su “cita” (que luego sabremos que no era tal, ya que el destino de su verdadero compañero de viaje está fijado para otra ocasión y es ineluctable).


ACTO IV: EL REGRESO (DE LOS MUERTOS VIVIENTES)

Todo parece haber quedado en paz en la vivienda, pero el abuelo sabe que la Peregrina tiene aún una misión por cumplir, y que tal y como pronosticó, se acerca el día en que ha de regresar. Ese día el pueblo está en fiestas. El tiempo se muestra inexorable, y la Peregrina acude a concluir su cometido cuando, quedando ya sola en la casa porque todos los demás han acudido a los festejos, hace su inesperada aparición Angélica. La hija pródiga regresa, pero será para no quedarse, ni siquiera para poder dar testimonio de su supervivencia a la familia.

De este modo, Casona no solo remata argumentalmente su obra mediante un giro inesperado y de absoluta modernidad, sino que en aras de preservar el orden establecido -un hueco que ya ha sido ocupado por Adela-, el espectador o lector, es testigo de la crueldad del fatum de la joven que tanto daño ha causado a sus familiares. Antes de partir definitivamente junto con la peregrina, Angélica asegura que las ciudades son como “monstruos de la modernidad, son demasiado grandes, y allí nadie conoce a nadie”. Pero su arrepentimiento no hallará consuelo ni acomodo salvo, tal vez, en el ánimo del público.


PRIMUM VIVERE DEINDE PHILOSOPHARI:
RECEPCIÓN CRÍTICA Y CONSIDERACIONES GENERALES DE LA OBRA DE ALEJANDRO CASONA

Como explicábamos anteriormente, la obra de Alejandro Casona fue mal recibida por un sector de la crítica, que haciendo omisión de la sustancia poética de su trabajo, condenaba al ostracismo la intencionalidad y logros de buena parte de su creación. Se entendía lo poético en un sentido unívoco, social y de corte naturalista. Pero se da la innegable circunstancia de que Alejandro Casona llegó al teatro por vía de la poesía. Y es precisamente esta visión poética la que trasciende la supuesta falta de originalidad de su obra, junto al hecho de que la voz del autor sea una voz personal (algo que muchos parecen no poder sufrir).

Por ello, nos resulta desmedido tildar de “patéticas”, como hizo Ruíz Ramón, las reflexiones del autor, cuando en palabras recogidas por José Monleón (1962), éste explicaba que: “hube de apoyarme en lo que es permanente y universal, el hombre. Por otra parte, yo estaba en casa ajena y no podía denunciar… Tenía que instruir el teatro del amor, del odio, de la venganza… Por eso se me puede acusar, con razón, de estar desligado del dato contingente, pero no del hombre”. ¿Cómo si no explicar el hecho de que su teatro tuviera y tenga tan buena acogida en otras latitudes y bajo multitud de idiomas? ¿Habrá que tachar por las mismas razones de inmovilismo a John Ford (1894-1973) o a Alfred Hitchcock, por citar tan solo dos artistas reconocidos?

Al margen del peligro de exigir un molde a las conciencias de los dramaturgos -no por que no sea lícito reclamar o ponderar el compromiso de un autor, sino por condenar toda una obra en base a dicho criterio-, es evidente que buena parte de los “defectos” que se achacan a la obra de Casona provienen de la falta de perspectiva crítica hacia un género “poético” determinado, que sin embargo tanto éxito cosechó años después bajo el marbete de “realismo mágico”. Es el yugo de una visión histórica de aplicación exclusivamente cronológica, adscripta a una perspectiva más ideológica que filológica.


En este sentido, resultan sumamente enriquecedoras las cartas que, desde el exilio, Alejandro Casona dirigió a los actores Pastor Serrador (1919-2006) y Luisa Sala (1923-1986), y que han sido recientemente recogidas por José R. Richart en su excelente Teatro español e hispánico. Siglo XX (Verbum, 2012).

En esta correspondencia inédita hasta hoy, encontramos a un Casona activo, al margen de las representaciones de sus obras, de las que suele dar buena cuenta a sus destinatarios, como perfecto conocedor del “paradero” de sus creaciones. El autor se refiere, en Carta I, fechada el 30 de junio de 1952 en Buenos Aires, a sus actividades como crítico artístico para la prensa –también para diarios españoles desde su exilio-, y a su encomiable –esto lo añadimos nosotros- labor como traductor. También nos revela sus, en principio, inoportunas “molestias” cardíacas; problemas de corazón que en breve espacio de tiempo se agravarían y le conducirían a una muerte temprana, como se deriva de su creciente aprensión en una última carta, la VII, fechada el 5 de septiembre de 1957, también desde Buenos Aires.

En esta misiva, Casona nos hace participes, además, de los problemas relacionados con los derechos de autor de muchas de las representaciones (en el sentido de no percibir todos los beneficios por las mismas, una cuestión por aquel entonces aún no resuelta), asegurando el asturiano –en lo que parece un triste proceso cíclico-, que “es un mal momento para el teatro”…


Pero sería injusto dejar de reconocer que, junto a Richart, algún otro crítico supo valorar la capacidad poética y personalísima de Casona, como queda evidenciado en la imprescindible revista Ínsula -instrumento que está exigiendo desde hace tiempo una reedición asequible, “números atrasados” aparte-. En estos artículos, se nos presenta un Casona conocedor de las obras más recientes del teatro español, como fueron las de Buero Vallejo (1916-2000), Miguel Mihura (1905-1977) o Alfonso Sastre (1926).

Es en el artículo “Charla con Alejandro Casona”, firmado por J.L.C. (sic, suponemos que las siglas corresponden a José Luis Cano, director de la publicación), donde al recordar haber sido tildado de “evasionista”, el dramaturgo comenta que “yo no considero solo “realidad” la angustia, la negación y el sexo. Creo que el sueño es otra realidad tan real como la vigilia”. Añade que la realidad de lo “maravilloso”, en palabras de Menéndez Pidal “aparece en el Poema de Mio Cid, pasa por el romancero y estalla en toda su plenitud en El Quijote”. Como coda, señala Casona que “si lo que han pretendido mis críticos es incluirme en esa segunda “realidad”, prodigiosa y españolísima, muchas gracias”.

En efecto, la gran calidad artística del teatro de Alejandro Casona es la derivación natural de la gran calidad humana de su autor. Aunque parezca redundancia, se trata de obras que, además de en su entorno primordial que es la representación, también deleitan en la lectura –por mucho que esto sea dejar dicha obra a medio camino de su función-. Y en cualquier caso, para el filólogo debe resultar estimulante poder plantearse la cuestión dual de cómo se resuelve un conflicto dramático. Por un lado, la versión de un dramaturgo como Lorca, centrado en un fatalismo a ras de suelo, social y directo; de otro, la opción casoniana, nutriéndose de la poesía que destilan las orillas del género fantástico. Ambas resoluciones son plenamente legítimas.

Profundizaremos en ello en el apartado siguiente. Pero antes, otras consideraciones. Estamos hablando de la adscripción de Alejandro Casona al género fantástico tomando como ejemplo La dama del Alba, pero existen otros. Por ejemplo, la inmediatamente posterior La barca sin pescador, también estrenada en el exilio.

Acuarela de Sergio López Gómez
El viaje iniciático –a la vez que fantástico- del empresario Ricardo Jordán se inicia cuando irrumpe el Caballero Negro dentro de su mundo tecnificado y despersonalizado. Una visita que, irónicamente, no fuma porque eso mata, pero sí bebe y usa guantes, elemento último que sirve a Casona para certificar la “fisicidad” de su personaje: la realidad del componente fantástico. La figura del Caballero Negro no se corresponde exactamente con la del diablo, como pueda parecer en un principio. Su esencia es más ambigua y rica; él mismo nos sugiere la clave al referirse así mismo más como un “enviado”… En cualquier caso, se trata de un personaje de acuerdo con su tiempo -y aquí el presente no es solo histórico-, como demuestra, por ejemplo, el hecho de que varíe su indumentaria.

Algo parecido sucede con la figura del capitán de Siete gritos en el mar (1952), que misteriosamente parece “conocerlo todo”. Y curiosamente, también en esta obra, algunos de los protagonistas echan de menos ese componente fantástico y mítico que, antes de las comunicaciones por cable, estuvo reservado al mar.

Pero en La barca sin pescador, Casona no limita la atmósfera fantástica a las apariciones del Caballero Negro, sino que la extiende al personaje de la joven Estela, viuda del pescador Peter Andersson, que alcanzó a vislumbrar un extraño fenómeno: la aparición de una mano furtiva en el instante mismo de la muerte de su marido. ¿Engaño de los sentidos? ¿Percepción sobrenatural o física? La incógnita no se desvelará hasta la conclusión.

Lo que le sucede al personaje de Ricardo en esta obra es que, para él, la muerte ha dejado de ser anónima (intervalo del acto primero al segundo), por mucho que, desde un principio, tuviera nombre y apellidos (los del pescador fallecido). Él mismo asegura que “no es el corazón, es la imaginación la que tenemos muerta(acto III), afirmación doble de que la “imaginación” no cotiza, y aspecto que permite pasar página sobre miles de vidas cada día, porque no poseen una identidad definida para nosotros.

Es cierto que se trata de un personaje en busca de redención, pero ésta comienza con el propio sacrificio: al amenazar con matarse así mismo para cumplir su “contrato”, el Caballero Negro se ve forzado a anularlo.

El conflicto dramático no lo plantea Casona en ningún momento en el terreno religioso, como se ha pretendido –y sin que tampoco resulte improcedente dicha opción-, sino en el de una “ética civil”. O en todo caso, en el amoroso. ¡El asunto amoroso adquiere de esta manera incluso ribetes subversivos! Una ética civil que en La barca sin pescador está en pugna con unos “números que tapan a los nombres, y unos nombres que ocultan a los seres humanos”. De hecho, “no eres hombre que se conforme con encajar un golpe sin devolver otro”, le dice a Ricardo su secretaria Enriqueta, antes de despedirla.

En resumen, el teatro de Casona no puede enfocarse desde una perspectiva de respuesta social a problemas genéricos, aunque su germen sí quede planteado en la obra. Lo que sucede es que sus derroteros –con todo el derecho- son diferentes.

Ophelia de John Everett Millais

CASONA Y LORCA. UNA RELACIÓN AMISTOSA: 
RETRATO EN NEGRO CON CÉLULA FAMILIAR AL FONDO

Una pintura de Everett Millais (1829-1896) y otra de Gutiérrez Solana (1886-1945) se nos aparecen tras la lectura de dos grandes obras teatrales como son La dama del alba y La casa de Bernarda Alba. La obra casoniana nos remite a Ofelia (1852) y la lorquiana a La visita del obispo (1926) del genio madrileño. Estos retratos contrapuestos ofrecen dos representaciones del destino, la muerte plácida pero trágica y la muerte en vida bajo el peso de los convencionalismos. Me propongo a continuación esbozar un esquema sobre los paralelismos –principalmente- y diferencias que presentan ambas obras teatrales.

Pese a que el propio Lorca entendía el teatro, en su tiempo y circunstancias, como “el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas(Ynduráin, 1985), advertimos que su definición no resulta en absoluto “excluyente” de otras manifestaciones, ya que la representación de los contenidos citados como forma esencial del propio teatro no está reñida con el empleo de los géneros, al igual que sucede en otras artes, en las que, mejor o peor desarrollados, éstos no conllevan la total ausencia de dichos contenidos. De hecho, buena parte del teatro de Casona se desarrolla dentro de ese “color genuino del paisaje y su espíritu”.

F. Ynduráin recuerda también que Lorca mostró interés por hacer otro tipo de teatro hacia finales de 1934, incluso “comedia corriente de los tiempos actuales y llevar al teatro temas y problemas que la gente tiene miedo de abordar”. Parafraseando al autor, pueden coexistir varios métodos para hacer pensar al público acerca de un asunto moral.

La visita del obispo, de Gutíérrez Solana
Además de participar ambos dramaturgos de un diálogo familiar y reconocible, conviene recordar que la etapa tristemente final de Lorca abarca una singladura por el proceloso mar del alma humana, desde Bodas de sangre (1933) e incluyendo esa exploración al mundo del subconsciente que es El público (1930), donde el tiempo y hasta la propia identidad quedan abolidas; elementos harto empleados por el mejor fantástico -en cualquiera de sus manifestaciones-, a lo largo de estos últimos años. De hecho, para los personajes de Casona, el agua es el elemento del terror, y sin embargo, la liberación –psicológica- para los de Lorca: en un pueblo donde el agua permanece estancada en los pozos, la joven Martirio confiesa cómo está deseando que acabe el verano y lleguen las lluvias.

Ambas creaciones se nos presentan así, como quintaesenciadas de la obra de sus respectivos autores. El anhelo de libertad y la falta de entendimiento como elementos ontológicos acucian a los personajes de Angélica y Adela en ambas producciones. La tragedia de una será sucintamente –no es necesario más- narrada por ella misma, y la de la otra, mostrada en toda su crudeza sobre el escenario; pero ambas resoluciones fatales acontecen “fuera de escena”.

Adentrándonos en el tema de la muerte y lo mortuorio, en Bernarda Alba, dicha muerte es contemplada en abstracto como un remedio extremo y definitivo frente a una existencia opresiva. También como un “escarmiento legado”, aunque dicho escarmiento no surta los efectos “deseables”. En La dama del alba, la muerte personificada en la peregrina posee un carácter distinto, más mítico y esperanzado, cercano y comprensivo (en cualquier caso, ni mejor ni peor, y en absoluto desdeñable). Resulta curioso comprobar cómo ambas obras comparten un mismo nombre, Adela, para dos de sus principales personajes. La Adela lorquiana, “la única que quiso el padre”, no halla el favor de la madre, al contrario de la casoniana, que incluso llega a ocupar el lugar de la hija desaparecida.

Pero volviendo a los personajes eminentemente “trágicos” de ambas obras, Adela y Angélica, ambas participan del anhelo –y de cierta arrogancia fatal- de libertad, con el resultado del fracaso. Tanto Angélica como la Adela de Lorca se hallan recluidas y, aunque sus determinaciones las conducen por destinos algo diferentes, sus conclusiones serán las mismas: una cita con la muerte. En el caso de Lorca, prolongable al resto de las hermanas de Adela, pues son las de Bernarda Alba unas hijas agostadas por la perenne estación del luto.

Cierto que los procedimientos argumentales son distintos –por fortuna para ambos autores-, pero los paralelismos no dejan por ello de resultar significativos. En Lorca, se abre camino la ritualización del miserabilismo físico y moral, la visión desgarrada –tal vez hiperbólica, pero certera en su representación “ficcional”- de la España más subterránea, (in)moral y represiva. La aversión a los hombres y todo lo que tenga que ver con lo masculino separa a Bernarda de la Madre casoniana, del mismo modo que en la obra lorquiana lo femenino está constreñido, reprimido; en tanto que en Casona, la mera presencia de Martín actúa como el elemento estabilizador de una realidad, a su modo, igualmente desgarradora.

Una obra es una creación con un fuerte componente fantástico; la otra, una calculada construcción de terror psicológico, tal y como podemos entenderla bajo parámetros actuales: el desasosiego, el espacio reducido como elemento claustrofóbico o el miedo de unos personajes a revelarse, cuando no instalados en la locura –el personaje de la abuela-, convierten a Lorca en otra suerte de ecléctico anticipador.

Federico García Lorca
La una presenta a una madre desgarrada, pero con la que resulta fácil identificarse y razonar; en la otra, la madre, ya con nombres y apellidos, es un ente puro de la represión emanada de los más espurios convencionalismos, temible pero también digna de lástima. La presencia ominosa de la madre lorquiana domina el escenario desde su altura “moral” -más que jerárquica, que también-; en tanto que en Casona, será la hija ausente quien lo haga, y la madre vagará por dicho escenario poco menos que como un fantasma.

Comentábamos anteriormente el hecho de que en La dama del alba, peor que la muerte era la incertidumbre ante el “paradero” de la hija desaparecida, el hecho de que los muertos no reposen en una sepultura (los convencionalismos se dan la mano en ambas creaciones, aunque sus intereses y “poéticas” sean diferentes).

Para Bernarda Alba, por el contrario, sus demonios son las posibles murmuraciones; su mayor preocupación durante el agrio desenlace será que no se sepa lo que ha acontecido.

Así mismo, en La dama del alba todos participan de la alegría que proporciona la aparición de Adela, dentro de la tragedia que supone una muerte en la familia o de la recuperación final del cuerpo de Angélica, “milagrosamente” preservado por las aguas. En Bernarda Alba, ni los muertos ni los vivos parecen quedar en paz, cuando de nuevo en Casona, Angélica sí lo está pese a este sacrificio tan grande: de hecho, son los muertos los que, finalmente, proporcionan paz a los vivos.

Mencionábamos igualmente el escenario. Es un hecho que, en Lorca, la reja no es vista ya como el tradicional elemento andaluz, galante y socarrón; posee una entidad dramática. El espacio parece constreñido en ambas obras, pero la “casa” de Bernarda Alba actúa a modo de prisión de sus infelices habitantes, aislándolas del mundo exterior, en tanto que, en Casona, son tres los personajes del mundo exterior los que acceden a la casa (la peregrina, Adela y, finalmente, Angélica). Y en cualquier caso, son estos últimos unos personajes que entran y salen, disfrutando de la algarabía de los aldeanos que se acercan a la vivienda con sus chanzas y canciones festivas.

En cuanto a este espacio escénico, no está de más recordar que en un género como el fantástico, tanta importancia tiene lo que sucede fuera de campo, diríamos que “entre bastidores”, como lo que se muestra en escena. Por ejemplo, si en La barca sin pescador se produce una evolución en el personaje del despiadado empresario Ricardo en el tiempo transcurrido entre los actos primero y segundo, en La casa de Bernarda Alba será fundamental este off de la escena principal: lo que intuimos –antes de tener la confirmación- que está sucediendo con las hijas.


Interesante es, así mismo, el contraste entre ambas “murmuraciones”. En las dos obras, estas tienen una presencia igualmente fantasmagórica (proceden de personajes en off). De hecho, en Casona, están a punto de dar al traste con el amor de Adela y Martín; en tanto que en Lorca se hacen físicos (vistos sus resultados). Si los presagios son para Casona un elemento de maligna “racionalidad”, los disimulos y afectaciones de los personajes lorquianos acaban por pesar como una losa.

De ese modo, todo lo que queda “fuera de cuadro”, del escenario, impregna sin embargo el conjunto de la obra y sus personajes. En el caso Bernarda Alba, será lo masculino, en su sentido más primordial, lo que ha sido cercenado; pero aún así se deja sentir, como un eco retumbante por las paredes de la casa. En La dama del alba, es la ausencia de la hija la que, paradójicamente, se convierte en una presencia omnipresente.

Incidiendo en esta lectura, incluso podríamos afirmar que el elemento masculino se ha transfigurado en la pieza de Lorca, cuya madre se ha convertido en “el cabeza de familia”, quien manda. Pero en la naturaleza de Bernarda, aún queda un resquicio para la curiosidad morbosa. Por ejemplo, cuando Poncia, la criada, le narra lo acontecido a una meretriz, llevada con gran algarabía a los olivares del contorno por los fogosos lugareños: una nota de humor chusco convertido también en amargo por un cuadro preñado de represión. En cualquier caso, el incidente nos recuerda que hasta la criada Poncia tiene su correlato en la Telva de Casona.


Más paralelismos encontramos en el hecho de que la hija mayor de Bernarda, Angustias, quede finalmente “compuesta y sin pretendiente”, exactamente igual que quedó Martín cuando Angélica decidió abandonarlo, porque formó parte de todo aquello que abandonó. En ambos casos, se interpone una tercera persona: o Adela (Bernarda Alba), o el forastero misterioso que engatusa a Angélica (La dama del alba). Ahora bien, la llamada del deseo es atendida y ocultada a la familia en la obra de Casona, mientras que en Lorca es reprimida “vox familiari”.

No obstante, ambas matriarcas sufren del horror más severo, el desconocimiento; Madre, como ya ha sido dicho, por no saber del paradero de los restos de su hija; Bernarda, por no ser consciente del daño que hacen sus restricciones, más allá de una severa y autoritaria aplicación: en suma, por desconocimiento hacia otras realidades ajenas a la suya. Aún así, si la madre casoniana no es responsable de lo que sucede, Bernarda sí que lo es, de forma directa.

Por otro lado, ambas obras participan de un lugar y un tiempo indeterminado, aunque este último nos parezca siempre pretérito. Un sabor casi legendario impregna igualmente el “drama de mujeres en los pueblos de España” lorquiano.

El tiempo ha quedado detenido, y de transcurrir es algo parecido a una maldición, un recordatorio tormentoso, incluso una malsana inversión del carpe diem (Bernarda Alba).

En Casona, el tiempo sí comenzará a correr de nuevo, pero será para volver a detenerse antes o después, al menos en lo relativo al mundo físico que conocemos (la muerte ha de llegar a todos; curiosa circunstancia si la contraponemos a unas creaciones que siguen estando vivas).

Parábolas sobre el no-paso del tiempo, las dos creaciones se erigen en una fábula y una letanía, cuyo grito postrero, arrastrado durante algún tiempo por el eco, acaba perdiéndose por entre valles y peñascos. Para la Adela casoniana será el comienzo; para la Adela lorquiana ha llegado el final.

Pero este metafórico juego con el tiempo parte de un supuesto real: para la Muerte, ya sea personificada (Casona) u ontológica (Lorca), el tiempo no existe. Sucedía gráficamente en La barca sin pescador, cuando el tiempo quedaba literalmente detenido con la aparición del personaje del Caballero Negro (con su ausencia volvían a funcionar péndulos y teléfonos).

En aquella obra, la distancia –espacial y emocional- facilitaba el crimen; en La dama del alba, un elemento fundamental es, para la madre, el no transcurrir del tiempo desde la desaparición de la primogénita (para el abuelo sin embargo será un lastimoso contar las horas). A su vez, en La casa de Bernarda Alba el tiempo permanece, finalmente y para todos, quieto. Y es que la manipulación de este elemento dramático encuentra en el asturiano un revestimiento vitalista, empático, mientras que por el contrario, para el granadino, cuyos mecanismos e intencionalidad se dirigen hacia una denuncia más frontal, el tiempo queda tan estancado como las aguas de los pozos que, tal y como asegura Bernarda, envilecen el entorno.

En cualquier caso y en ambas obras, el componente poético no está reñido con un diálogo vivo, definidor de unos personajes dignos, o con una buena estructura dramática. Ahora bien, en Lorca, la “nobleza” de los personajes solo es aparente, algo adquirido, comprado. Una máscara, siendo el diálogo precisamente el que evidencia su envilecimiento y condición “contra natura”. En La dama del alba, la nobleza está en los personajes, su expresión y sus actos.

Madre e hija, de Pablo Picasso
Y en ambas narraciones, recordemos, la muerte es una liberación; trágica en Lorca, esperanzada en Casona: pero son las dos caras de la moneda de una misma realidad. Si el dramaturgo asturiano entronca noblemente con la tradición literaria (pienso en el convidado de piedra de Tirso, por recordar un ejemplo), con Lorca, esa tradición se actualiza y se retuerce, pero sin romper con ella (pienso en el Salmo XVII de Quevedo).

Por descontado que la obra de García Lorca admite otras lecturas muy “particulares” e intransferibles, pero dada la intención de este escrito, he preferido consignar aquellos puntos en común, o que ofrezcan puntos de vista complementarios. Aún a riesgo de ser redundante y para concluir esta “confrontación amistosa”, diremos que un buen ejemplo de lo dicho lo encontramos en el carácter y forma de ser de las dos madres. En Bernarda no parece quedar el menor asomo de amor y empatía; en la madre casoniana, el dolor por la hija ausente nos recuerda continuamente una necesidad de afecto que aún no ha sido satisfecho.

Tenemos pues, desde un resentimiento que reniega de los sentimientos naturales más básicos, a una dolorosa resignación; pero una vez más, ambos personajes representan dos formas de muertes en vida. En La casa de Bernarda Alba, la planificada perpetuación física no pertenece al orden familiar, sino social. Es decir, el orden natural se ha convertido en el social (lo que piensen los otros es lo que importa). Pero el caso es que el propio ciclo natural de vida-muerte-vida se quiebra en ambas obras, sufre una ruptura brusca. Por vía de lo fantástico en Casona (la Muerte ofrece “otro tipo de vida”), en tanto que en Lorca, el hecho es contemplado como un acontecimiento que conviene estructurar en una gráfica social, tal vez incluso postergar. A su modo, los dos están parafraseando la tragedia del hombre moderno.

Y como colofón, tanto en Casona como en Lorca, late un amor por la tierra. Decía este último que “amo la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra(García Posada, 1985). Unas palabras que habría suscrito Alejandro Casona sin dificultad.

Acuarela de Kamal Gurung
OTRAS INFLUENCIAS Y CONCOMITANCIAS

Al hablar de simbolismo y surrealismo, con frecuencia se olvida que no solo las artes escénicas o cinematográficas fueron cultivadoras –e influencias- de dichas manifestaciones. Junto a la poesía, también la música o la pintura se hicieron eco de estas otras formas de representación de la realidad.

Comenzábamos el epígrafe anterior con sendas referencias pictóricas. Permítaseme ofrecer ahora finalizar ofreciendo dos identificaciones musicales. La una, paráfrasis sonora del universo desplegado por Casona en La dama del alba, La catedral sumergida, del impresionista Claude Debussy (1862-1918), que encuentra justificación en el comentario referido a esa vieja iglesia que yace bajo las aguas del río de la comarca, y que de cuando en cuando deja oír el sonido abotargado de sus campanas. La otra, Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel (1875-1937), que bien podría actuar como lacónica marcha fúnebre del cortejo rural de un pueblo carente de río.

Y con este acompañamiento musical, y sin ánimo de ser exhaustivo, señalemos otras amistades que nos recuerda la lectura de La dama del alba, la obra que hemos pretendido glosar a lo largo de este escrito. Entre ellas, no parece descabellado retrotraernos a las anti-heroínas galdosianas, cuya suma cum laude serían las protagonistas de La desheredada (1881) y Misericordia (1897), así como la Fortunata de Fortunata y Jacinta (1886-87).

También detectamos, sino argumentalmente, al menos sí en su atmósfera y ambientación, ciertas reminiscencias benaventianas. La espléndida La malquerida (1913) es, dentro de su adscripción al drama rural, una obra de resonante éxito sobre las tablas, pese a que críticos excesivamente vehementes o cuadriculados propicien el consabido soplamocos a Jacinto Benavente (1866-1954) por haber sido hijo de su tiempo, ¡emplear el idioma español, y de forma distinta!

El destino de Angélica, en La dama del alba, tiene su correlato con el trágico final de Raimunda, la trágica “heroína” de Benavente; otra madre abnegada, en el sentido más noble del término. Por otro lado, el paso del tiempo en La dama del alba, a mí me ha recordado el bello poema El reloj, recogido en Las flores del mal (1857). En él, el instrumento de medición no servía tanto para anotar la hora, sino para recordar todas las horas que ya han transcurrido.

Recordemos, por último, unas palabras de Rodríguez Richart en su referido artículo para la revista Ínsula, al señalar que el de Alejandro Casona “no es probablemente el tipo de teatro que hoy pide nuestra época. No hay en ella un testimonio ni una denuncia, no hay en ella una brizna de esa realidad social de la que el teatro es, cada día más, un fiel reflejo, y sin embargo, (…) el autor supo calar hondo en algunos de los estratos más profundos del alma española”.

De igual modo, en el artículo “Charla con Alejandro Casona”, firmado por J.L.C. (suponemos nuevamente, José Luis Cano), el propio dramaturgo comentaba que “en última instancia, solamente se llega a lo universal por el camino de lo nacional”. Curiosamente, en esta breve entrevista, ya menciona el dramaturgo la relevancia del español en Norteamérica.


Con las miras puestas a transmitir (toda) la cultura gestada por los creadores españoles, tanto dentro como fuera del país, recordamos aquí que las armas artísticas de Alejandro Casona fueron argumentales y poéticas. Perfectamente construida y dialogada, con personajes bien definidos, La dama del alba no responde a una época determinada, sino a la gran época del teatro español del siglo XX.

Justicia poética es lo que reclama Alejandro Casona desde los estantes polvorientos.

Escrito por Javier C. Aguilera


APÉNDICE: BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

CASONA, Alejandro (1983): La barca sin pescadorSiete gritos en el mar (Edaf) Prólogo de Mauro Armiño.

CASONA, Alejandro (2009): La dama del alba (Cátedra). Edición a cargo de José R. Rodríguez Richart.

DOMÉNECH, Ricardo (1985): La casa de Bernarda Alba. El teatro de García Lorca. (Cátedra). 

GARCÍA LORCA, Federico (1996): La casa de Bernarda Alba (Cátedra). Edición a cargo de A. Josephs y J. Caballero.

GARCÍA LORCA, Federico (1985): Obras completas, II (Aguilar, Madrid).

GARCÍA POSADA, Miguel (1985): "Realidad y transfiguración artística en La casa de Bernarda Alba" en La casa de Bernarda Alba. El teatro de García Lorca (Cátedra). Francisco Doménech, editor.

MONLEÓN, José (1964): "Casona frente a su teatro" en Primer Acto, nº. 149, pg. 244.

R. RODRÍGUEZ RICHART, José (2012): Teatro español e hispánico. Siglo XX (Verbum, 2012)

RUÍZ RAMÓN, Francisco (1997): "Alejandro Casona" en Historia del teatro español. Siglo XX. Vol. II (Cátedra)

YNDURÁIN, Francisco (1985): "La casa de Bernarda Alba: ensayo de interpretación", en La casa de Bernarda Alba. El teatro de García Lorca (Cátedra). Francisco Doménech, editor.

REVISTAS

Cuadernos Hispanoamericanos (1962), nº. 149.

Revista Ínsula (1962), nos. 186 y 191.



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