Lawrence de Arabia, de David Lean

28 junio, 2014

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Como hijo ilegitimo que fue, Thomas Edward Lawrence (1988-1935) no tuvo derecho legal a herencia alguna. Ya desde pequeño tuvo que soportar las palizas de una mujer que fue de todo menos madre. Como consecuencia de esta situación familiar deplorable, y por descontado, coincidiendo con sus propias inclinaciones, comienza la querencia del joven galés por la época medieval, como espacio de evasión de una realidad sórdida, ya entonces aguijoneada por una serie de retos físicos por la campiña de Oxford, en compañía de su bicicleta.

Más que ambigüedad o indefinición, como tanto se ha repetido, lo que prima en la vida de T. E. Lawrence es el encuentro consigo mismo. Un camino tortuoso, en cualquier caso.

T. E. Lawrence
No está de más recordar, de cara a la obra que nos ocupa, que T. E. Lawrence, ya como adulto, instó a los árabes a permanecer unidos frente al enemigo turco, que había sometido buena parte de Arabia, y ahora era aliado de los alemanes. Lawrence empleó una novedosa y eficaz táctica de guerra de guerrillas. Pero consciente de la traición que se avecinaba por parte del resto de países contendientes (el reparto interesado del dominio turco, en detrimento de los árabes), finalmente optó por un retiro en soledad.

El descubrimiento de Arabia por parte de Lawrence no fue tan solo físico -un mundo nuevo-, sino también psicológico -el descubrimiento conllevó una revelación que atañó a su persona, y que más tarde regresó a lo físico: a su propio cuerpo-, de tal modo que ese entorno “material” moldeó lo anímico, permitiéndole descubrir una identidad hasta entonces solo latente.

Pero su exilio interior y exterior no anduvo exento de dignidad: rechazó la condecoración de la Orden de Servicios Distinguidos como una forma de redención (acto vendido oficialmente como “modestia”). El remordimiento por las culpas propias y ajenas dio inicio a un proceso de deterioro, ahora marcadamente de lo psíquico a lo físico, en el que se revelaron prácticas masoquistas. Hasta que un accidente de moto puso fin a un personaje tan complejo pero valeroso, del que una vez más, se imprimió la leyenda fordiana; un personaje histórico, en definitiva.

Todo lo expuesto hasta ahora, queda reflejado en la película de David Lean (1908-1991), sin necesidad de subrayados. Lo que pueda parecer “pudor cronológico”, y que sin duda sería hoy objeto de un tratamiento más gráfico (ese que quiere convertir al espectador en una especie de idiota), es sencillamente la consciente y elegante decisión de los guionistas Robert Bolt (1924-1995) y Michael Wilson (1914-1978), que junto a la ejemplar dirección de Lean, cuya planificación no puede resultar mas moderna -que es distinto de “actual”-, revela toda la epopeya y la humanidad de la vida de T. E. Lawrence.

Conscientes de todas las “asperezas”, tomando como base los testimonios de aquellos que lo conocieron, y teniendo presente “con reparos” la autobiografía de carácter ficticio del propio coronel -la mítica Los siete pilares de la sabiduría (1926)-, la película recrea fielmente las experiencias del galés en el desierto. En ellas, como en su propia muerte, resulta ineludible el componente de la velocidad, del movimiento continuo; el asombro de formar parte de la historia que se escribe con mayúsculas, junto con el temor consciente de estar hallándose así mismo; todo a la misma velocidad.

David Lean dirigiendo Lawrence de Arabia
Con producción de Sam Spiegel (1901-1985), Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, Columbia Pictures, 1962), narra en un amplio flashback la toma de contacto y posterior trayectoria del soldado británico que fue respetado por las tribus del desierto. ¡Qué gran satisfacción ha de ser producir una película, grande o pequeña, sin necesidad de depender de soldadas ideológicas ni del contribuyente! La apuesta de Spiegel se ve recompensada en todo momento por la labor de David Lean como narrador de imágenes.

Por ejemplo, el realizador resuelve la presentación de Lawrence (Peter O’Toole) en un solo plano general. Cuando es reclutado para marchar al desierto es uno más, forma parte de un conjunto, aunque la apreciación entre sus compañeros no sea esta en absoluto. En ese mismo plano, el joven arqueólogo ya ha dado muestras de dominio de sí mismo y de un rigor superior a la media. De hecho, la experiencia como arqueólogo de Lawrence en los desiertos de Siria y Palestina, fue la que le puso en disposición de ser una pieza valiosa para el servicio de inteligencia inglés (MI6).

A su práctica “de campo” y a una tesis que había versado sobre los castillos de los cruzados, se sumaba su interés por las tácticas históricas de defensa y ataque, todo lo cual le hizo ser reclutado como “enlace” del príncipe Faisal (Alec Guinnes), que junto a otros jefes árabes, recibió de los gobiernos francés y británico la promesa de un estado si les apoyaban en el esfuerzo bélico. En este sentido, el general Allenby (Jack Hawkins) recuerda la figura de aquellos procuradores romanos a los que el destino ponía en ruta hacia los mismos lugares, siglos atrás.


En el descubrimiento de ese nuevo mundo, sobresale el gusto pictórico de Lean, que ofrece una lección de lenguaje cinematográfico. Señalemos esa leve y elegante grúa durante la primera incursión de Lawrence en el desierto (justo antes del campamento nocturno), que reaparece durante el trayecto tapizado de pedruscos, rumbo a Áqaba. O el recurso de la elipsis (la más celebrada es la del fósforo, que da paso a la inmensidad majestuosa del desierto), junto a un diálogo escueto, sin florituras (algún escritor podía aprender de todo esto), favorecido por la acendrada labor de montaje, los encadenados visuales, el gusto por la simetría en la composición del plano (una simetría semántica, desde luego), la fotografía, la música… y el silencio, elementos que hacen de Lawrence de Arabia una experiencia cinematográfica total.

En ella, David Lean refleja admirablemente los puntos de vista –de visión-, como sucede en la secuencia en que Faisal ve a Lawrence por primera vez, e incluso cuando el relato se focaliza en la lucha interna -además de la externa-, del propio Lawrence (la segunda mitad de la película). O cuando la espalda del baqueteado soldado sangra, en el despacho de Allenby. De igual modo, sobresale ese sostenido plano-contraplano, que nunca prescinde del escenario –es decir que plasma lo individual por medio de una planificación general-, y que muestra la aparición de Sherif Alí (Omar Sharif) como una figura borrosa en el horizonte. Como muchos de los exploradores que le precedieron, Lawrence también llega a preguntarse “¿aquello cuánta distancia es?”.

El realizador atiende además a una regla de oro fundamental, que convierte el relato en un visionado activo y no pasivo: nada de lo que pueda ser mostrado es dicho. La palabra acompaña a la imagen, pero no la solapa -si el arte cinematográfico tuvo sus maestros fue por algo, y no por una opinión difusa al arbitrio de cada uno-.


Por su parte, la visión de “lo religioso” no es en absoluto complaciente, aunque la tarea de Lean no es juzgar: así sucede con el trato dispensado a los jóvenes “parias”, que Lawrence tomará a su cargo (con lo que ello conlleva, pero que es con toda probabilidad, la única forma que tienen de poder sobrevivir).

Del mismo modo que se es crítico, no con unos países en su globalidad o con occidente, sino con las actuaciones determinadas de ciertos gobiernos. A este respecto, Lawrence contrapone el ímpetu personal a la tiranía de las religiones -o las ideologías-, cuando se construyen olvidando el aspecto humanitario más elemental. La determinación frente al inmovilismo de siglos. Su heroísmo no es hueco, sino consciente. Lo demuestra cuando asegura que “mi miedo es cosa mía”, percepción básica como individuo -eso que a algunos les encanta revestir ideológicamente de “individualismo”, alterando los términos-.

Acompañándole en esa (re)definición, está el desierto, que al igual que la daga que le proporcionan los harish, será un arma de doble filo. Poco después, a su (primer) regreso a la civilización, por vía del Canal de Suez, a la pregunta que le formulan a él y a Farrah (Michael Ray), de ¿quiénes sois?, Lawrence –empleando el lenguaje de las encuestas- no sabe, no contesta.


Dos momentos puntuales jalonan esta andadura vital. La toma de la ciudad de Áqaba, junto al Mar Rojo, el seis de julio de 1917, y en noviembre de ese mismo año, su detención por parte de los turcos cuando se hallaba inspeccionando el emplazamiento de Dera. La ansiada respuesta a quién es aún habrá de pasar por otra dura prueba, la carga contra los turcos (que no han dejado prisioneros: David Lean lo muestra en una panorámica impresionante, antes de qué sepamos qué significa exactamente).

Pero el cuadro no quedaría completo sin la aportación de los medios. La gesta del desierto corre paralela a un nuevo modo de hacer periodismo, el llamado periodismo de guerra. Y aquí emerge la figura de Lowell Thomas (1892-1981), que hastiado de tener que contar con los mismos modelos para sus fotografías: los cadáveres de los soldados muertos en el fango de la Primera Guerra Mundial, favoreció y dio a conocer al público de habla inglesa el mito de Lawrence. Thomas (llamado Jackson Bentley en la película, e interpretado por el estupendo Arthur Kennedy), es uno de los primeros corresponsales que se vale de la imagen para introducirse en el meollo y mostrar al mundo lo que está sucediendo.

El culmen de la revuelta fue la conquista de Damasco (el uno de octubre de 1918), cuyo triunfo da paso a la decepción de todas las partes implicadas. “Esta gente no sabe nada de la rebelión árabe”, observa Alí, cuando interroga al séquito de Lawrence. De hecho, la asamblea de Damasco no tiene desperdicio, junto con la posterior reunión con Faisal. Revolución y dinero forman un matrimonio que tiende a perpetuarse.


Así, una vez más, la grandeza de los pueblos esculpida en piedra, parece cosa de leyendas. En el caso de Faisal, y de los gobiernos con los que pacta, la perpetuación de dicha grandeza parece ir acompañada de una inevitable mezquindad, lo que precipita el abatimiento del imaginativo Lawrence.

El encontronazo con la realidad siempre es duro, lo que nos conduce a la conclusión del relato, más que “anticlimático”, tremendamente expresivo del hastío que supone esa vuelta a la “realidad”. Como concreta Dryden (el gran Claude Rains, en uno de sus últimos papeles en el cine), refiriéndose a Lawrence: “de momento solo quiere ser otra persona”.

Fondo y forma constituyen un todo en el que destacan travellings nada forzados ni complacientes. La ejemplar toma de Áqaba en un plano largo que culmina en uno de los cañones que miran al mar, corrobora el buen hacer del director inglés. Junto a este, otros momentos espléndidos, como el que muestra al cuerpo expedicionario que se dirige a Áqaba, descansando durante las horas de más calor. O el que probablemente fuera el gesto más heroico de Lawrence durante la campaña: la recuperación del rezagado (acto de trágicas consecuencias). Retrato psicológico y visual, Lawrence de Arabia es ya considerada, con toda justicia, una obra maestra.


Post scriptum: Pese a alistarse en 1922 en la RAF (Royal Air Force) con nombre supuesto, en un último intento de vivir en el anonimato –además de seguir siendo útil-, Lawrence ya estaba abocado a su retiro final en Dorset (Clouds Hill).

A la tempestad del desierto siguió la “tormenta sosegada” de su refugio, un anonimato de puertas para adentro con el que pretendió ser “vulgarmente feliz”. Cuando falleció tenía 46 años.

Escrito por Javier C. Aguilera


El show de Truman, de Peter Weir

26 junio, 2014

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La mejor forma de acercarse a una película es sin expectativas y, preferiblemente, sin demasiada información sobre ella. El marketing de los últimos años ha arrancado siempre la necesidad de dosificar datos a los posibles clientes, realmente potenciales espectadores, para que sean atraídos. No obstante, descubrir por primera vez una película siempre dará otro sentido a sus revelaciones finales y al impacto que nos pueda sugerir su sentido. A El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998) uno debería acercarse sin saber mucho sobre ella.


Desde el principio, atenderemos a la vida extremadamente normal de Truman Burbank (Jim Carrey, contenido perfectamente), un hombre corriente con un trabajo de vendedor de seguros, esposa ideal y rutina diaria. Su máximo deseo, como desvela en varias ocasiones a lo largo del film, es viajar a las islas Fiji, motivado por el reencuentro con una chica de quien se enamoró y que le fue arrebatada de su vida de forma abrupta.

No obstante, siempre se ve coartado por distintos hechos, desde las obligaciones familiares impuestas por la tradición, como la necesidad de ser padre, hasta su miedo al mar, lo cual impide su viaje a cualquier destino al vivir en una isla. Todo el transcurso de esta vida que se nos muestra, se ve intercalada por toda una serie de extraños hechos que son explicados de la forma más inusual a Truman y, por tanto, al espectador, que deberá atender de manera aturdida a toda una serie de anuncios insertados en la película y de cambios de cámara desde distintos ángulos, algunos de ellos incluso desde cámaras en botones.


¿Qué sucede detrás de todas estas circunstancias que ocupan el misterio hasta, prácticamente, el último tercio de la película? Habrá quienes lo averigüen por las claras pistas que se ofrecen a lo largo del metraje, aunque quedará completamente cristalino con la entrevista a Cristof (Ed Harris), el creador del reality show titulado El show de Truman, programa de máxima audiencia para el cual se ha creado toda una vida de mentiras para ver crecer a una persona real: Truman.

El simbolismo de los personajes se encuentra en sus propios nombres, como Truman, que en inglés se relaciona con true man, señalando que es el único hombre real entre los actores que componen el reparto de su reality. También Cristof, que claramente remite a la figura del dios cristiano, cuya última intervención lo relaciona claramente. Este personaje se relaciona también con otros personajes totalitarios y controladores, incluso con el Gran Hermano de 1984. Pese a que Cristof defienda la libertad para irse de Truman, él mismo se ha encargado de coartar su personalidad aventurera llegando al trauma de la pérdida de su padre ficticio, aunque nunca llegue a acabar con su libertad individual, la del pensamiento (¡Nunca pusiste una cámara dentro de mi cabeza!).

Alrededor de ambos, personajes que opinan sobre el asunto de forma variable: los espectadores pasivos, el reparto conformista, especialmente su esposa (Laura Linney), su mejor amigo (Noah Emmerich) y sus padres (Holland Taylor y Brian Delate), y el grupo de personas contrarias a la falta de libertad de Truman, encabezadas por Lauren Garland (Natascha McElhone), Sylvia en el espectáculo, quien se convertirá en todo un símbolo para el protagonista.

Laura Linney, Ed Harris y Noah Emmerich
La película trabaja incluso en un plano metacinematográfico, mostrándonos los pormenores del programa, incluso en el uso de las cámaras para narrar la historia.

El director australiano Peter Weir realiza una gran labor en la dirección, teniendo en su haber películas de profundidad temática y que, aunque pudieran no estar acompañados de crítica o de taquilla, aportan un enfoque interesante y elaborado. Seguramente volveremos a él para comentar otros films como La última ola (The Last Wave, 1977), La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986), El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989) o Master and Commander (2003). 

No obstante, destaca también el guión sobre el que se apoya esta película, firmado por Andrew Nicol, responsable de Gattaca (1997) tanto en la dirección como en el guión, además de haber dirigido otros films, quizás ya con menos acierto, como El señor de la guerra (Lord of war, 2005) e In time (2011).

Peter Weir (centro) junto a Jim Carrey en el rodaje del film.
El argumento de El show de Truman, alrededor de la falsedad de la vida, se ha comparado al mito de la caverna de Platón y se relaciona con obras como La vida es sueño (1635) de Calderón. El film acaba en el momento justo y con la pregunta precisa: "¿qué más ponen?". Un aviso a nuestra realidad manipulada por lo mediático. En la actualidad, encajaría perfectamente esa frase popularizada en algunos medios: si no está en internet, no existe. Un peligro que nos ciega, como a Truman, de la realidad que hay detrás del cielo pintado.


Escrito por Luis J. del Castillo



¡A ponerse series! (XV): Colombo

23 junio, 2014

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Colombo: ¡Una cosa más! (Just one more thing!)

Para Sherlock Holmes la deducción era una ciencia. Para el teniente Colombo, del departamento de homicidios de Los Ángeles, lo es la perspicacia. Dando por buena la convención de que el personaje no ascienda en todo lo que dura la serie (¡tal vez por decisión propia!: para poder seguir “pisando la calle” y no enclaustrarse en un despacho), lo cierto es que Colombo (1968-2003), encarnado siempre por Peter Falk (1927-2011), es una de las creaciones más longevas de la historia de la televisión, con una ausencia entre un primer y un segundo bloque, como veremos, con el acierto de no depender de la rutina de un determinado número de capítulos por temporada, sino sujeta a las ideas de los guionistas. De hecho, no tiene personajes secundarios “fijos”; solo el sargento encarnado por Bruce Kirby llega a ser algo parecido a un asiduo, pero todo ello, junto al desparpajo que desprende la genial ocurrencia, facilita el poder disfrutar de unas tramas bien urdidas sin necesidad de perderse por otros laberintos.

Dicho lo cual, Colombo fue invención de los escritores Richard Levinson (1934-1987) y William Link (1933), y la serie pudo contar con algunos distinguidos profesionales de la industria, como el guionista Steven Bochco (1943) o el futuro realizador Larry Cohen (1941). Al término de esta loa –advierto, algo prolija: el lector menos minucioso puede saltar directamente hasta el videoclip final-, recordaremos a otros colaboradores (además, señalo a algunos realizadores entre paréntesis, tras los títulos en español de los capítulos).

Riley Greenleaf (Jack Cassidy): ¡A mí qué me importan las llaves, las cerraduras, las puertas abiertas, el aire acondicionado ni cómo entró nadie! (Publicar o morir).

Colombo es buen fajador, sabe cómo observar y qué escuchar. Hasta podemos decir que disfruta comprometiendo al criminal, que hasta toparse con él se creía muy astuto. Desfacedor de pompas clasistas y azote de conciencias new age, siempre le acompañan en su proceder, su cascada voz y su sempiterna gabardina, y en el pensamiento, su adorada esposa (a la que nunca llegaremos a conocer). Practica con soltura ciertas “maniobras de distracción”, cercanas a la guerra de guerrillas, sobre todo cuando el asesino cree estar más a salvo. Por ejemplo, cuando comienza a deambular circunspecto es mala señal… para el futuro reo. A partir de ese momento, será solo cuestión de tiempo que lo atrape, tras extenuantes tiras y aflojas tipo tetris y un rosario de circunloquios familiares. Cultiva la modestia pero le fastidia que se rían de él. A los criminales los adula, cosa que a estos les encanta, y es letal sin necesidad de portar armas: nunca falla.

Conduce un destartalado vehículo de cuatro ruedas: en Precaución, el asesinato puede ser peligroso para su salud sabremos que se trata de (lo que queda de) un Peugeot del 53, que como la capa del Dómine Cabra del Buscón de Quevedo, varía de color según le da la luz, oscilando entre el grisáceo ocre y el blanco pardusco.

Perseverante, irritante, desaliñado, implacable pero buena gente, sin más dobleces que los de la gabardina, Colombo es el azote de los listillos que creen que su posición privilegiada les librará del peso del delito. Con perverso sentido del humor (la resolución del primer episodio), cuando ha de enfrentarse con lo tecnológico, entra a matar.

Junto a Jack Cassidy
Dave Kingston (Ross Martin): Por muy abstracto que sea un pintor, siempre escribirá su nombre lo más claramente posible (Marco para un asesinato).

Corriendo un tupido velo sobre el hecho de que en la mayoría de doblajes se traduzcan “puros” (cigars) por “cigarros”, Colombo es el digno precedente de los CSI más sofisticados, con su instinto como mejor artilugio. Él mismo confiesa que le gusta su trabajo (El asesinato más inteligente del mundo, A que no me coges) y con él siempre hay una cosa más (como le recuerda un escocido Fielding Chase -William Shatner- en Mariposa de color gris). Y en fin, en toda su singladura catódico-policíaca, el pobre hombre tendrá que escuchar cómo le llaman payaso de circo, garrapata, mago, pieza de museo, pícaro -eso es verdad-, un perro faldero -puede valer-, un diamante en bruto -desde luego-, o el típico grano en el trasero. Cuando el culpable le espeta “me ha decepcionado usted, teniente”, ya sabe que tiene a su hombre, aunque el momento realmente clave sobreviene cuando el sufrido criminal, visiblemente inflamado, da la espalda a Colombo dejándolo con la palabra en la boca.

Qué esperar cuando estás esperando, de Kirk Jones

21 junio, 2014

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Las comedias corales han dado resultados dispares, teniendo ejemplos como la fantástica Love Actually, (Richard Curtis, 2003) o la menos lograda Noche de fin de año (New Year's Eve, Garry Marshall, 2011), hasta esta adaptación de un best seller sobre embarazos titulado Qué esperar cuando estás esperando (What to Expect When You're Expecting, 2012) dirigida por Kirk Jones. Tras trabajos más elaborados, como su debut con Despertando a Ned (Waking Ned, 1998) y su paso a Hollywood con la producción de Pixar, La niñera mágica (Nanny McPhee, 2005), y el posterior remake Todos están bien (Everybody's Fine, 2009), Jones tomó las riendas de esta comedia coral sobre cinco parejas y un tema común: el embarazo.


La comedia resulta aburrida en su intento por trasladar una situación tan comprometida como un embarazo a todos los papeles posibles, desde la pareja que resulta excesivamente perfecta y absurda, como la compuesta por Ramsey Cooper (Dennis Quaid) y la joven y tonta Skyler (Brooklyn Decker), pasando por la supuestamente experta Wendy Cooper (Elizabeth Banks) y su marido Gary Cooper (Ben Falcone), hasta los estereotipados padres que componen una pandilla: Davis (Joe Manganiello), Craig (Thomas Lennon), Patel (Amir Talai) y Alex (Rodrigo Santaro), este último en proyecto de ser padre por adopción junto a su pareja, Holly (Jennifer Lopez), una fotógrafa cuyo sueño de maternidad, que está por encima de los deseos comunes de la pareja, se ve truncada por su infertilidad.


A excepción de esta última pareja y de la compuesta por Rosie (Anna Kendrick) y Marco (Chace Crawford), jóvenes que tienen que sufrir un embarazo inesperado y un aborto igualmente poco deseado, el resto tratan de ofrecer una comedia manida, de clichés y realmente vacía. Cualquier tipo de lección que se pudiera desprender de sus actos se puede captar fácilmente desde el principio, provocando tanto que sea predecible en su finalidad como que las bromas no tengan gracia, especialmente cuando se repite. No queremos expresar que no sean predecibles las historias de Holly, Alex, Rosie y Marco, pero sí podemos asegurar que en sus historias dramáticas existe mayor fundamento que en la comedia del resto.


El mundo de los famosos y la prensa rosa que representa Jules Baxter (Cameron Díaz) y Evan Webber (Matthew Morrison) resulta aborrecible, igual que cansina y desagradable la gurú del embarazo, Wendy Cooper, que sufre en exceso su falso conocimiento del embarazo en la patética escena de la convención sobre el embarazo. La competición entre padre e hijo Cooper también está falta de un auténtico contenido, al que parece acercarse sin éxito en la carrera con coches de golf. Tampoco podemos esperar una gran actuación extraída de una historia tan mal traída como esta, aún cuando se suponga que hay nombres de cierto calibre (¡si acaso el reconocimiento pasado de algunos actores les da carta blanca para el resto de sus actuaciones!).

En definitiva, una comedia absurda que funciona mejor en su drama que en su intento por hacer reír. No merece la pena pues, a fin de cuentas, se esperaba una película ligera y graciosa, para el drama bien trabajado hay otras producciones más agradecidas.


Escrito por Luis J. del Castillo


El autocine (II): Lifeforce, fuerza vital, de Tobe Hooper

19 junio, 2014

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Aunque estrenada un poco antes, el año del cometa Halley (1986) fue también el de Lifeforce, fuerza vital (Lifeforce, Cannon Group, 1985), dirigida por Tobe Hooper (1943), como una personal traslación de la novela Los vampiros del espacio (The space vampires, 1976) de Colin Wilson (1931-2013). Dan O’Bannon (1946-2009) fue su guionista, Alan Hume (1942) se hizo cargo de la fotografía, John Dykstra (1947) de los efectos especiales, y Henry Mancini (1924-1994), regresando a sus iniciales trabajos para la Universal, compuso una envolvente y desasosegante banda sonora; un trabajo realmente impecable.

Originalmente montada a gusto de los productores, Tobe Hooper pudo al fin editar la película como siempre deseó, por lo que la versión en DVD incluye imágenes inéditas, localizadas principalmente a lo largo de la secuencia de arranque, diferente y más amplia, y en la que la inserción de la música de Mancini resulta más acorde. En este sentido, los que conservamos una copia en video reconocemos hasta qué punto el nuevo doblaje hace imprescindible el visionado en su versión original.

Una sucesión de encadenados durante la citada secuencia de apertura, dan cuenta de la aproximación de un transbordador espacial y su tripulación al cometa visitante. Pero el peregrino espacial no viaja solo. En su cola es detectada una nave de grandes proporciones. Tras acceder a su interior por medio de una “arteria orgánica”, los tripulantes terrestres entrarán en contacto con otras formas de vida latentes.


Es un gran acierto la apariencia de la nave extraña, a modo de artefacto viviente, con garras. Como también resulta interesante la sensación del capitán Carlsen (Steve Railsback) de haber estado allí antes. Él es el héroe “trágico” desde el principio. Al término de la larga y ejemplar secuencia, la lanzadera Columbia parte al rescate de estos expedicionarios del espacio.

A su regreso a la Tierra, portando tres humanoides del interior de la nave alienígena, Carlsen es atendido por el doctor Fallada (Frank Finlay), director de un centro de investigación en Londres (Space Researh Center), y por Caine (Peter Firth), un coronel de las Fuerzas Armadas.


Los humanoides representan la imagen mental, quintaesenciada, de los gustos de cada tripulante, idea de por sí muy sugerente, puesto que hablamos de una mujer y dos hombres. Así, el deseo, el impulso sexual, se convierte en el motor de sugestión por excelencia, y en consecuencia, de dominación de los humanos. Los “vampiros” de Lifeforce son tanto psíquicos -se sirven de las imágenes mentales- como físicos -poseen corporalidad y se nutren de la “energía vital” de los terrestres, un elemento invisible hasta entonces, pero que presupone la presencia de otros planos de existencia-. La posterior secuencia en el psiquiátrico conserva todo el brío y el carácter malsano de otros títulos anteriores del realizador.

En la trama destaca igualmente el empleo terapéutico de la hipnosis, no solo en la citada secuencia del hospital para “alienados”, o durante la regresión de Carlsen, sino flotando por todo el relato. Durante el desenlace en un Londres apocalíptico, además de la absorción vampírica masiva, los ciudadanos se transforman en auténticos zombis. 


A lo largo de todo este tiempo, “la chica” (Mathilda May) ha estado actuado como un conector, lo que proporciona esa bella y escalofriante imagen del río de almas humanas elevándose hacia el espacio (realmente, hasta el cielo), en lo que, paradójicamente, es una forma de sobrevivir a la muerte. En este sentido, los efectos especiales resultaban sorprendentes, y a día de hoy, nada reiterativos.

Finalmente, la nave se aleja del planeta Tierra, refulgente, para regresar junto al Halley, hasta la próxima visita.

Escrito por Javier C. Aguilera


Un antes y un después (XXI): El sector de la moda en una sociedad informatizada

17 junio, 2014

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Hoy en día podemos describir el mercado de la moda de una manera más que precisa, distinguiéndolo en multitud de ámbitos y diferenciándolo de otros patrones comerciales. Después de estar por muchos años reservada sólo a una élite económica, inalcanzable para la mayor parte de otros sectores sociales, actualmente la moda se ha extendido a todas las categorías, convirtiéndose en todo un fenómeno de consumo en lugar de continuar siendo un fenómeno cultural privilegiado. Esto se debe mayoritariamente por la era de la comunicación, la gran expansión de Internet y el uso prioritario de las redes sociales para relacionarnos y promocionarnos.

El verdadero éxito de muchas marcas coincidió con la capacidad de poner la moda a disposición de los consumidores. La moda es, principalmente, guiada, y tiene repercusión gracias a la compra del consumidor. En primer lugar, él es el que elige adquirir y vestir una prenda. Posteriormente, un look se transformará en moda solamente si hay un mínimo de consumidores referentes que decidan comprarlo y usarlo. Además, el comportamiento de consumo está condicionado por el hecho de que el producto de moda no es sólo adquirido y usado, sino también incorporado como parte de la propia personalidad.



Pero también es cierto que la moda debe responder a un mercado actual. Esto significa que la oferta debe suplir exigencias precisas y presentes de los consumidores y, además, que los productos ofertados sean actuales, para lograr así que sean tomados en consideración primero y aceptados, y adquiridos, posteriormente. Incluso también respecto al interior de la vida privada y de las relaciones personales, la imagen tiene un rol igual de relevante. Observen como nos trata, por ejemplo, el personal de servicio de un hotel, repitiendo la situación con hábitos diversos y que para el imaginario, son opuestos.

Más allá de cómo nos relacionaremos con el otro, nuestra imagen puede tener un impacto significativo sobre nuestra capacidad de ser satisfechos, influenciando así el desarrollo de nuestra red personal de amistades y relaciones sentimentales. Por tanto, queramos o no, la apariencia es fundamental en la vida de cada persona. Según las estadísticas más recientes, al menos el 70% de los consumidores occidentales es consciente del rol que el aspecto físico tiene en la vida cotidiana, ya sea en términos de felicidad, satisfacción, vida social y capacidad de progreso profesional. Según Ana Martínez Barreiro, «la imagen es el conjunto de creencias que se tienen sobre una persona o cosa, resultado de la suma de impresiones que se componen cuando conocemos por primera vez a alguien, sea un individuo o una organización, o bien la opinión que nos formamos con el correr del tiempo». De esta forma, podemos extraer que la imagen es la concepción mental que se crea de una persona o marca. Por consiguiente, es previsible que las impresiones sobre las personas pueden, en gran medida, estar vinculadas al aspecto exterior, a la forma de hablar, de comportarse, a su actitud, etc. Sustancialmente, la imagen de una persona en su totalidad puede consistir en una multiplicidad de factores, entre los cuales están la vestimenta, el tono de voz, el vocabulario, las expresiones faciales, la mirada, los gestos o la actitud social.


Así como los individuos tienen una imagen que construir y alimentar constantemente, lo mismo vale para las empresas textiles como para los diseñadores, ya que la opinión pública relativa a la organización puede ser influenciada por la publicidad. Además, existen al mismo tiempo muchos otros factores involucrados en el desarrollo de una correcta imagen corporativa. Por ejemplo, las impresiones sobre una empresa pueden derivar de la imagen que se ofrece en sus puntos de venta o de la impresión que nos transmite su atención al cliente. En conclusión, la imagen es fundamental debido a que las personas, instintivamente, formulan hipótesis basadas sobre la misma y acerca de la limitada información que se adquiere.

Para las empresas y otras organizaciones, la imagen puede influir de manera decisiva sobre su desarrollo financiero y social en vista a su porvenir. Así pues, existe una correlación evidente entre la reputación de una empresa y sus ganancias: no por nada las empresas más reputadas tienen más rendimiento financiero respecto a aquellas menos apreciadas. Por lo tanto, los beneficios para las empresas que tienen una buena reputación se traducen en aumentos de las cuotas de mercado y reducciones de los costos, mayor productividad y mejor atracción de inversiones y talentos. Una imagen mala, tanto una personal como corporativa, puede representar entonces un peso verdaderamente costoso, además de un proceso psicológicamente doloroso.


Ambos, individuos y empresas, pueden experimentar los enormes beneficios derivados de mejorar la propia imagen. En consecuencia, este es el principal motivo por el cual un siempre creciente número de personas buscan los servicios de un consultor de imagen profesional. Una de las profesiones que ha resurgido gracias a la expansión comunicativa ha sido la de personal shopper, íntimamente ligada a una tarea ya desarrollada tradicionalmente, como la de consultor de imagen.

Un consultor de imagen es un profesional capaz de dar consejo e indicaciones profesionales a las personas o a las empresas que le consultan sobre la gestión de la propia imagen, especializado en la gestión del aspecto visual, de la comunicación verbal y de la no verbal. Existe una extensa gama de servicios de consultoría de imagen que un profesional debe saber ofrecer a mujeres, hombres y empresas. Este tipo de profesional aconseja a la clientela particular y corporativa sobre la correcta gestión del aspecto exterior, sobre el comportamiento a adoptar y sobre el tipo de comunicación que utilizar, evaluando las diferentes exigencias a través de consultas individuales, coaching, presentaciones, seminarios y workshops. En el caso de las consultas, usualmente se trata de querer brindar al cliente o solicitante, consejos sobre qué decisiones tomar con el fin de aportar lo mejor a la propia imagen externa: por ejemplo, a través de una reorganización del guardarropa o con sesiones de compras para armar un nuevo estilo personal. El coaching implica, en cambio, una serie de sesiones diferenciadas en las cuales enseñar o trabajar junto al solicitante, con el fin de acrecentar su habilidad en la gestión completa del propio aspecto exterior.



Por ejemplo, en relación al maquillaje, durante una simple consulta se puede decir al cliente qué tipo de maquillaje es el mejor para sus características físicas o para las circunstancias que deba afrontar. Mientras, en el caso del coaching se puede mostrar al cliente cómo aplicar efectivamente el maquillaje hasta que aprenda una técnica autónoma.

Si englobamos, los consultores de imagen adecuadamente preparados son capaces de ofrecer servicios tanto de consultoría como de coaching. Otros ejemplos de tipologías específicas de servicios que se pueden ofrecer están relacionados a la entera creación de una nueva imagen que el solicitante está proyectando obtener.

Judith Garaventa y Alexia Herms presentando el primer servicio de personal shopping para premamás

En calidad de consultor de imagen, será posible dar consejos, tanto sobre la parte física relativa al primer impacto del aspecto exterior, como sobre las habilidades de comunicación a perfeccionar y los comportamientos que ayudan a alcanzar el objetivo, sea obtener un nuevo trabajo, lograr una buena impresión o simplemente sentirse bien con uno mismo. Se puede decidir trabajar con un tipo particular de cliente, o elegir brindar una variedad de servicios a clientes diversos. Así, mientras muchos individuos contratarán un consultor de imagen para sí mismos, se puede también ser convocado para trabajar en organizaciones para consultas individuales con los miembros del personal.

Por ejemplo, una empresa que quiere mejorar la capacidad de un nuevo empleado para que obtenga mayor cuidado y autonomía a través del uso de una correcta comunicación verbal o aumentar las habilidades de un representante de alto nivel para que dé una buena impresión durante sus apariciones públicas. Según las estadísticas más recientes, tomadas de datos procedentes de las mismas agencias de Personal Shopping y de investigaciones online, el sector del personal shopping es frecuentemente asignado al mercado prevalentemente femenino, mientras el masculino se dirige a esta figura profesional a menudo para valerse de servicios de consultoría relativos al llamado shopping on demand. 


La categoría femenina permanece en cambio, ligada a su innata pasión por el campo de la moda y del estilo, dado también un ritmo de vida cada vez más frenético, donde hay menos tiempo libre a disposición, y gracias a las mayores posibilidades económicas derivadas de una gran autonomía profesional; ellas no renuncian a satisfacer la tentación de permanecer constantemente a la moda: así es como el servicio de personal shopper se convierte en esencial, permitiendo poder conjugar una actividad profesional comprometida con las exigencias de organización de la vida familiar y personal. La figura profesional del Personal shopper es aquella de un consultor calificado para las compras, capaz de evaluar y aconsejar al solicitante sea un particular, un privado o un grupo, en la elección y compra de productos, servicios y bienes de consumo, generalmente de lujo.

El personal shopper está constantemente actualizado sobre las más recientes y tentadoras ofertas del mercado en el cual trabaja, con particular atención en el sector específico que se prefija para investigar. En general, se centra en cada ámbito que pueda ser de particular interés para sus potenciales clientes. Sólo después de una atenta evaluación vinculada tanto a los productos que son necesarios en cada circunstancia, como a la tipología de cliente que tenemos enfrente, está en grado de aconsejar qué es lo que mejor se adapta a sus necesidades; sabe qué favorece al solicitante, y es sobre todo capaz de visualizar el mejor compromiso entre los deseos, quizás irrealizables del cliente, y aquello que verdaderamente valoriza a la persona, siempre con el objetivo de garantizar a éste último la plena satisfacción con su estilo o servicio más oportuno.

Ejemplo de estrategia comercial online en las tiendas de moda virtuales

Podemos ubicar el nacimiento de la figura profesional del personal shopper a finales de los años 70, en los Estados Unidos, en aquel tiempo un verdadero paraíso del shopping. El shopping se convierte en la actividad predilecta de los americanos gracias al creciente rol de los medios y de la publicidad en el ámbito del consumo. El servicio de personal shopper aparece entonces como una simple consultoría personalizada y guía en la adquisición de productos de consumo. Actualmente, esta figura profesional es una de las más difundidas en Estados Unidos, en el sector del consumo, encontrándose incluso presente en las más grandes cadenas de negocios, centros comerciales y boutiques que quieren ofrecer servicios de compras exclusivas y personalizadas a sus clientes, decidiendo así ofrecer sus propios personal shopper, con el rol de guiar y brindar consultoría profesional a los clientes sobre las técnicas específicas y la calidad de los productos en venta en la tienda.

Hoy en día, son ya muchos los países occidentales en donde la figura del personal shopper está adquiriendo cada vez más importancia, con el nacimiento en toda Europa de verdaderas agencias especializadas en servicios de personal shopping y miles de nuevos profesionales. No olvidemos que la aceleración de la moda, los grandes cambios en el vestir, siempre son el reflejo de los que de alguna manera convulsionan a la sociedad.



Escrito por Mariela B. Ortega


El escritor en su paraíso, de Ángel Esteban

15 junio, 2014

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La idea de “nacer” de una biblioteca y de perpetuarse en ella, vertebra El escritor en su paraíso (Periférica, 2014), de Ángel Esteban (1963), con el que todos los lectores empedernidos o curiosos tienen una inmejorable cita, porque por él desfilan treinta grandes escritores que tuvieron relación, deseada o no, con el inimitable espacio de una biblioteca. El prólogo de Mario Vargas Losa (1936) resulta valioso por su carácter biográfico, siempre en complicidad con el lector. En él señala la importancia del autodidactismo y rememora su permanencia como bibliotecario en el Club Nacional de Perú. Él será otro de los escritores referenciados en el libro.

Junto a él, figuras trágicas como la de Reinaldo Arenas (1943-1990), en confrontación con esa política que suele presentarse como salvadora, pero que acaba anulando las voluntades y al individuo. Por suerte para el cubano, al menos durante un tiempo que fue feliz, pudo encontrar en cada libro “la promesa de un misterio único”. ¡Y si no que se lo preguntaran a August Strindberg (1849-1912) y su encuentro con la Biblia del diablo!

Reinaldo Arenas y August Strindberg
El escritor en su paraíso nos propone un viaje en el tiempo, pues cada autor nos traslada a una época determinada. Como la del extremeño Benito Arias Montano (1527-1598), pieza fundamental en la política cultural de Felipe II y auténtico hombre del humanismo. Su caso se asemeja al de Robert Burton (1577-1640), Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880), Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) -caso verdaderamente excepcional-; Ricardo Palma (1833-1819), José Vasconcelos (1882-1959), Eugenio D’Ors (1881-1954) o el propio Goethe (1749-1832), puesto que todos ellos dedicaron gran parte de su tiempo a engrandecer las respectivas bibliotecas de sus ciudades y países, y por lo tanto, a ensanchar el horizonte cultural, no solo de sus contemporáneos, sino de los que estaban por venir.

Hasta los hubo que inventaron nuevos sistemas de clasificación, como Georges Perec (1936-1982), o quien disfrutó de una envidiable biblioteca familiar, caso de Jorge Luis Borges (1899-1986) o de Marcel Proust (1871-1922), que convirtió la vida en literatura después de visitar sus propios cielos azules de la infancia.

Marcelino Menéndez Pelayo y José Vasconcelos
Especialmente señalado es el apartado dedicado a Jacob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859), que pese a padecer una infancia nada sencilla, fueron inapreciables recopiladores de relatos orales, creadores de la filología alemana, y en gran medida, fundadores de la lingüística moderna. O el del gran Alexander Solzhenitsyn (1918-2008), cuyo Nobel (1970) nos hace creer en una auténtica justicia poética, de rasgos definidos.

Ningún escritor está de más. Cada vida y avatar fue una obra sostenida por aquellos que nos precedieron, como condición sine qua non de cualquier arte que se precie de serlo. Así lo corroboró Rubén Darío (1867-1916), para el que sin una base cultural sólida, no se podía llegar a escribir una obra de calidad. O Martín Luis Guzmán (1887-1976), en pugna continua con el analfabetismo y en pro de la popularización de las bibliotecas nacionales, coronel del ejército de Pancho Villa y posterior académico de la lengua. Habiendo sido revolucionario él mismo, estuvo finalmente dispuesto a exigir a los políticos que fueran hombres de letras e instruidos. Casi nada (¡y es que hay revoluciones que sí que parecen imposibles!)

Alexander Solzhenitsyn y Martín Luis Guzmán
Alejado de la dispersión, Ángel Esteban siempre concreta e interesa –apelativos fundamentales para un docente, pero que el alumno no encuentra siempre-, alternando la narración con testimonios del propio autor o de otros colegas.

El escritor en su paraíso es uno de esos libros que uno no puede dejar un momento, que lamenta que acabe, y que sabe que volverá a consultar. Lo recorren unas vidas sustentadas por los libros; en sus páginas hallamos reflejadas ilusiones, amarguras, frustraciones, determinaciones e identificaciones casi mágicas.

Y junto a dichos autores, la inseparable compañía de la soledad más gozosa, la que se traduce en horas de aprendizaje, asombro y esparcimiento.

Escrito por Javier C. Aguilera


Frozen, de Chris Buck y Jennifer Lee

14 junio, 2014

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Música, animación y Disney, una combinación que no ha dudado en dejarnos algunas de las mejores películas en el campo de la animación de la historia de este arte. Bajo esa estela se ha querido incluir la adaptación de un cuento de Andersen, La reina de las nieves, que atrajo también la atención del creador de la compañía, Walt Disney, pero que sufrió cancelaciones y aplazamientos hasta ver la luz en 2013: Frozen. 

Cartel de la cinta
No es la primera vez que el estudio se acerca a Andersen, ya lo hizo con la película que supuso su regreso al éxito, La sirenita (The Little Mermaid, Ron Clements y John Musker, 1989), igual que ha sucedido con esta cinta, que ha sido apreciada por crítica y público al ofrecer un contenido fresco -nunca mejor dicho- y diferente a lo que ofrecía la compañía en cintas anteriores, fruto del cambio obvio de tiempo y pensamiento, que algunos no aciertan a analizar para acercarse a películas antiguas de Disney.

Desde la compra de Pixar y tras el fracaso de la animación tradicional en cintas como Zafarrancho en el rancho (Home on the Range, Will Finn y John Sanford, 2004), la compañía apostó por cambiar a la generación por ordenador, con lo que obtuvieron un gran resultado gracias a cintas como Chicken Little (Mark Dindal, 2005) y Enredados (Tangled, Nathan Greno y Byron Howard, 2010), esta última la primera película en introducir a una de las denominadas "Princesas Disney" ya mediante la generación por ordenador, tras el último film de animación artesanal que realizó la compañía, Tiana y el sapo (The Princess and the Frog, Ron Clements y John Musker, 2009).

Realmente, se ha perdido la majestuosidad de esa animación que tanto nos deslumbró en películas como El rey león (The Lion King, Rob Minkoff y Roger Allers, 1994) para ofrecernos la espectacularidad de la animación digital, cuestión que no resta valor a la película, pero que sirve bien para ensalzar el valor que tenía lo tradicional de anteriores trabajos. De esta manera, el reino helado de Arendelle y, en especial, los poderes mágicos de Elsa sorprenden al espectador por lo bien realizados que están, cuestión de la que no podemos dudar ante el gran trabajo de este estudio tecnológicamente.


La historia se nos presenta de manera sencilla, aunque oculta tras de sí varios mensajes al espectador que se relacionan con el cambio de mentalidad que se está dando en los últimos films de Disney acerca del amor, pero sin perder algunos elementos característicos, como la orfandad o la crítica al egoísmo y la avaricia. Hay también en esta película una advertencia sobre la sobreprotección de los padres y el miedo a lo desconocido, así como una consideración sobre la responsabilidad de los propios actos.

La princesa Elsa, posterior reina, oculta su poder celosamente por la recomendación de sus padres, alejándose del resto del mundo, incluyendo a su pobre hermana Anna. Esta se resignará a vivir encerrada en un castillo con la esperanza de divertirse cuando tenga oportunidad y esa llegará con la coronación de su hermana. El encuentro inmediato con el amor, como un flechazo, será criticado desde esta película, siendo acertado el tratamiento en principio, pero autoprovocándose una trampa la película en el tramo final con el personaje de Hans por pretender dar un giro.


Kristoff funciona perfectamente como personaje principal, pero con valor secundario, gracioso, aunque sea fácilmente enterrado por Olaf, el muñeco de nieve y personaje destinado directamente al humor que logra no atosigar ni empañar el argumento, pero al que incluso se le llega a echar de menos en más ocasiones. Por otra parte, no encontramos un villano principal en el film, aún cuando se intenta introducir al final contradiciendo en gran parte la actitud de uno de los personajes durante gran parte de la cinta solo para cumplir con una de las críticas sociales de la película, crítica que se autolanza la compañía como parodia a las relaciones instantáneas de otros trabajos anteriores.


Por lo demás, la película logra un suave equilibrio entre humor, emoción y música, esta última esencial en las canciones que componen este nuevo musical Disney. Encajan perfectamente en el metraje, aunque la mayoría de canciones estén excesivamente acumuladas en el primer tramo para casi desaparecer a partir de la mitad de la cinta. Entre ellas, destacamos las dos interpretaciones de Por primera vez en años (For the First Time in Forever), que logran una combinación de voces bastante lograda y que transita entre el pesimismo y el optimismo de ambas hermanas, y la canción ganadora del Óscar, ¡Suéltalo! (Let It Go, compuesta por Kristen Anderson-Lopez y Robert Lopez), cuya letra reafirma la identidad del personaje y la superación de sus miedos, aunque desvele aún la influencia sobreprotectora de sus padres, fruto de la frágil relación con su hermana.


Aunque obviamente predecible y encajado en los arquetipos del género y de las películas Disney, debemos recordar que se trata de una película destinada a un público infantil, aunque ello no desmerezca para nada un resultado cuyo ritmo es ágil y que viaja bastante bien entre el humor y la emotividad sin caer en dramatismos innecesarios y con un destino incluso inusual para lo convencional de estas producciones. Realmente no ofrece nada nuevo, pero resulta refrescante -nunca mejor dicho- en las producciones animadas, siguiendo la estela de renovación que se vivió con Enredados y una muestra de cómo la unión entre Pixar y Disney es, cuanto menos, notable en sus producciones (sin olvidar que John Lasseter, director de Toy Story, se encuentra en la producción ejecutiva de la cinta).

Por último, debemos mencionar a Chris Buck y Jennifer Lee, directores de la película. El primero con una carrera esencialmente en Disney y que debutó como director con Tarzán (1999) junto a Kevin Lima, y la segunda que se estrenaba con este film tras participar en la producción del cortometraje A Thousand Words y como guionista de ¡Rompe Ralph! (Wreck-It Ralph, Rich Moore, 2012). Sin duda, un buen debut para la segunda mujer en dirigir un trabajo de la compañía.


Escrito por Luis J. del Castillo


Música Inolvidable (XXIII): Les Luthiers

12 junio, 2014

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Aunque las creaciones del grupo cómico argentino Les Luthiers son tanto musicales como visuales, lo incluimos en nuestro apartado melómano por ser la música un elemento expresivo insustituible, definidor y sumamente original de su ¡copiosa! producción.

De hecho, la aparición en el mercado de muchos trabajos de Les Luthiers en formato DVD permitió redescubrir el singular e inimitable (seguramente) talento del conjunto, fundado por el malogrado Gerardo Masana (que falleció de leucemia a los 36 años, pero a quien se recuerda en todos los créditos).


De hecho, los que conservamos las ediciones en CD distribuidas por BMG/Ariola, que contenían muchos de los “grandes hitos” de Les Luthiers, con preferencia por el aspecto “vocal”, recordamos cómo estimulábamos la imaginación “visualizando” esa otra parte invisible, con ayuda de las explicaciones de los libretos contenidos en dichos compactos. Ahí quedan, como un curioso tesoro más.


En la mayoría de obras editadas en DVD se cruzan números que forman parte de espectáculos anteriores –dejando al margen las propinas “fuera de programa”-, pero el conjunto formado por Carlos López Puccio (1946), Jorge Maronna (1948), Marcos Mundstock (1942), Carlos Núñez Cortés (1942) y Daniel Rabinovich (1943) -y hasta 1986 por Ernesto Acher (1939)-, no ha dejado de elaborar nuevos repertorios con los que deleitar y divertir al público. Un humor construido sobre un poso cultural, alejado de lo chabacano. Y aunque sigo teniendo mis dudas de que el lenguaje sirva para entenderse siempre y en cada momento, lo que sí queda claro gracias a Les Luthiers, es que al menos sirve para reírse. Los malentendidos que intermitente e inevitablemente van surgiendo son, bajo el prisma de Les Luthiers, el reflejo de la vida vista en toda su hilaridad.

Los premios Mastropiero (2006)
Sustrato y sustento del grupo –en uno de los mejores ejemplos de feedback artístico que se recuerdan-, es el divertido y controvertido compositor Johann Sebastian Mastropiero (¿1890-?), en modo alguno una burla hacia los compositores clásicos, sino más bien un cariñoso y “empático” sucedáneo de su mundo, un tirón de orejas –ahora sí- hacia determinados aspectos y posicionamientos musicológicos y críticos, más característicos del siglo XX y, si me permiten la expresión, un “canto sui generis a la música de género” (no solo la ópera, incluidos los recitativos, sino también el madrigal, la sonata, la música para cine, para documental, la payada, la cantata, la zarzuela, el bolero, el “explicao” o “gato” asociados con la gauchesca, la música de cámara, hasta un ballet).

Todo un repertorio sostenido por una provisión de instrumentos manufacturados (“informales”), que entonan desde la mofa ganada a pulso por los gobiernos demagógicos y populistas (Vote a Ortega en Viegésimo aniversario, 1987; La comisión en Bromato de armonio, 1998), hasta la banalización del arte servida por los medios, Los premios Mastropiero (2006), en feliz paráfrasis de todos los estilos musicales.


Ya el antológico Concierto Mpkstroff para piano y orquesta (Viejos fracasos, 1977: los años se corresponden a las fechas de grabación del sketch, no a la de su creación), refrenda que la parte visual es, en Les Luthiers, tan fundamental como la sonora, con una marcada preferencia por la mímica. De igual modo, podemos destacar las piezas El asesino misterioso, La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa –antológica creación que facilitamos en este artículo-, y Visita a la Universidad de Wildstone (Mastropiero que nunca, 1979); La gallina dijo Eureka y las Cartas de color (Les Luthiers hacen muchas gracias de nada, 1980); el Bolero de los Celos y el genial Cuarteto opus. 44 para quinteto, donde de nuevo se fusionan música, lengua y mímica (Lutherías, 1981); el soberbio “Entreteniciencia” familiar y una inolvidable Música y costumbres de Makanoa (Suite “cocofónica”) (Por humor al arte, 1983); Quien conociera a María amaría a María y el Romance del joven conde, la sirena, el pájaro cucú y la oveja (Viegésimo aniversario, 1987); La hora de la nostalgia (El reír de los cantares, 1989, preservado por “los pelos” por medio de una grabación de poca calidad visual y algunos cortes, pero de nuevo, un documento inapreciable); o los “recopilatorios” Grandes hitos (1995) y Chist (2012).


Excelente es también Todo por que rías (2000), con creaciones como Radio Tertulia, la Serenata Tímida y las Loas al cuarto de baño. Una década que se cierra con otro excelente espectáculo, Lutherapia (2009), que contiene una tronchante Cumbia epistemológica, un lúdico-telúrico Exorcismo sinfónico-coral y una descuajaringante Aria agraria (Tarareo conceptual), en un compendio que alcanza de nuevo el nivel de la excelencia (con títulos que además, y según costumbre, se benefician de unos subtítulos cómico-explicativos).

Lutherapia (2009)
De entre todo el bagaje legado –y en curso- por Les Luthiers, seleccionamos tres piezas maestras. El genial madrigal La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa, perteneciente al espectáculo Mastropiero que nunca (1979); el igualmente citado Cuarteto op. 44 para quinteto de Lutherías (1981), retomado en Humor, dulce hogar (1986); y finalmente, la desopilante El sendero de Warren Sánchez (Salmos sectarios), de Viegésimo aniversario (1987), igualmente sito en Grandes hitos (1995) y espectáculo cuya representación para un especial de TVE favoreció la difusión del talento del grupo en España.

Humor musical, visual, léxico-semántico, morfo-sintáctico y fonético, siempre en continuo pleonasmo con la lengua, Les Luthiers es ese conjunto de grandes artistas que nos ha recordado la importancia de una preposición, el valor de una onomatopeya a tiempo, o de una conjunción a destiempo, y el alcance de la pronunciación y entonación de un idioma.


Escrito por Javier C. Aguilera


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