2001: Una odisea en el espacio, de Stanley Kubrick

31 diciembre, 2013

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La técnica al servicio de un relato, basado a su vez en la deshumanización del ser humano frente a los avances de lo tecnológico, es lo que aún confiere entidad a 2001: Una odisea del espacio (2001: A space odyssey, MGM, 1968), todo ello contado a través de una calculada puesta en escena y unos efectos ópticos asombrosos, labor de todo un equipo de profesionales al servicio de un concepto y una visión particular, la de Stanley Kubrick (1928-1999); designios a los que también hubo de plegarse, en un sentido irreprochable, el gran Arthur C. Clarke (1917-2008), a la hora de elaborar un guión, convertido finalmente en novela (aún hoy en circulación con la traducción al español de Antonio Ribera; a Clarke dedicaremos nuestra atención el próximo mes).

El referido tema de 2001: Una odisea del espacio (a la que nos referiremos como 2001 en adelante, para abreviar) puede parecernos poco novedoso, pero en su día lo fue, pese a que era un asunto que los escritores, digamos clásicos, de la ciencia ficción, ya habían propuesto (y no solo H. G. Wells).

Pese a lo que algún purista llegó a creer, y aunque su influencia es mucha (menos en el sentido de unos buenos resultados visuales), su valor no reside en constituir la “pieza última” de la ciencia ficción de talante filosófico, sino -una vez más- en cómo relata su odisea por medio de la imagen, aquí más “elocuente” que nunca, debido a la cuasi ausencia de diálogos: el valor cinematográfico de la imagen forma parte del legado que recuperó 2001. Es por ello que las buenas películas soportan el paso del tiempo.

Kubrick y Clarke
La tesis de 2001, película y libro, es la intervención extraterrestre en el desarrollo evolutivo de la humanidad. Una presencia en forma de monolito negro, como medio abstracto de representación que evitaba concretar posibles descubrimientos futuros; en realidad, algo parecido sucede con las principales lunas de Júpiter, aquí todas iguales, pero que el Voyager mostró en toda su colorida variedad poco después.

Por tanto, la premisa es una posibilidad que redimensiona nuestra posición en el cosmos. Discutible será si la anterior ciencia ficción cinematográfica es o no tan desechable o infantil como se pretendió, por no disponer de la capacidad técnica que despliega 2001 (visión obtusa aunque viva incluso hoy). Porque un aspecto naif no presupone falta de ideas, y tampoco 2001 se desliga de las modas de su época, lo que no le resta valor. En cualquier caso, lo que sí supieron hacer tanto Clarke como Kubrick fue dar un paso más a la hora de desarrollar el potencial narrativo que supone que el “malo” sea una máquina, cercana a lo que Brian Aldiss certificó como “inteligencia artificial”, y el extraterrestre, un mineral (algo que ya ocurría en la apreciable The monolith monsters, John Sherwood, Universal, 1957).


Pero hablábamos de la escisión del ser humano como constante universal. El mismo impulso que le lleva a avanzar saliendo al espacio y combatiendo enfermedades, parece ir acompañado irremediablemente de otros aspectos fatídicos y absurdos, consustanciales a su propia naturaleza.

Por ejemplo, las relaciones mostradas entre países y colegas de profesión devienen tan “políticamente correctas”, que el intercambio de información -de confianza, en definitiva-, resulta aséptico, meramente formal. No en vano, durante la conferencia de científicos que se celebra en la Luna, el doctor Floyd (William Sylvester) hace un llamamiento a la ocultación, de cara a la opinión pública. Solo al final, y no por intervención humana directa, el desarrollo tecnológico y ético (la auténtica revolución pendiente) parecen ir de la mano con el nacimiento del chico estelar, el siguiente paso en la evolución del Hombre.


Conviene observar además, que la plasmación de 2001 debe reconocerse a otros protagonistas, comenzando por el olvidado Robert O’Brien, jefe ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer en sus estudios de Londres, donde se filmó una película por la que peleó hasta el final. Fueron tres años de producción, que conllevaron la puesta a punto del estudio en cuanto a efectos especiales, y en los que hubo de calmar a los ejecutivos, que no sabían si estaban financiando el relato más grande jamás filmado o un disparate de dimensiones cósmicas. Quiero resaltar con ello que, aunque responda a la visión de dos personas, Kubrick y Clarke, 2001 es un trabajo tanto de estudio como de autor (complementándose ambos, tal y como ocurría en la época del llamado “cine clásico”).

Entres los profesionales que se sumaron a la producción, generalmente por mediación de Kubrick, no podemos dejar de nombrar a los técnicos Douglas Trumbull y Wally Veevers (efectos especiales), Geoffrey Unsworth y John Alcott (fotografía), Tony Masters y Harry Lange (diseñadores de producción) y Ray Lovejoy (montaje), muchos de ellos en ciernes, y que dieron lo mejor de sí para alcanzar el arrollador aspecto visual de la cinta, trabajando tanto la profundidad de campo como desarrollando unas lentes focales muy nítidas (la llamada técnica estroboscópica), o empleando una prístina proyección de cielos y dobles exposiciones del negativo, elementos que otorgan al conjunto su realista credibilidad.

Todo un trabajo artesanal, apoyado por los conocimientos adquiridos por Kubrick durante la larga preproducción -algo no ajeno a su modo de proceder-; por ejemplo en cuanto al silencio en el vacío de un cosmos absolutamente indiferente (más que vasto), o el tratamiento de las sombras, totalmente negras en el espacio.


Durante la preproducción, Kubrick impuso, como los autores genuinos hacen, su punto de vista (con la aquiescencia de Clarke), detentando además, como productor (y conviene recordar que no era el único), el derecho al acabado final de la película. Pero durante la filmación y la postproducción, Kubrick aplicó un destacado proceso de acendramiento a la cinta. Eliminó un prólogo en el que varios científicos abordaban el tema de la posible vida extraterrestre, algunas secuencias explicativas o descriptivas, así como la presencia de una voz en off que esporádicamente esclarecía el discurso. Muchos de los que participaron en la elaboración de la película recordaban este estilo tan meticuloso como improvisado por parte del realizador neoyorquino.

Dramáticamente, lo que Kubrick pretendió fue mostrar el (supuesto) siguiente eslabón en la cadena evolutiva del ser humano; en realidad, un reencuentro con sus “orígenes”. Y pese a lo que suele repetirse de manera cansina, más que un super-hombre nietzschiano, término siempre equívoco, el resultado es un Hombre Nuevo. Pero el realizador, como sucedió a Truffaut, quiso alejarse paulatinamente de las teorías de análisis crítico de sus obras (excepción hecha de sus confidencias al crítico Michel Ciment).

 
Técnicamente, la proyección de 2001 exigía unas determinadas condiciones. El cinerama de la película era el de 70mm, lente anamórfica y un solo proyector. Superados estos requisitos, críticos y espectadores necesitaron verla más de una vez para poder apreciarla con justicia. 2001 precisaba encontrar sus propios espectadores. Por otra parte, otros intereses lúdicos reclamaban la atención, hasta el punto de que parte del público más adulto acabó desertando de las salas de cine.

Como la mayoría de cosas en la vida, el acercamiento a una obra como 2001 depende del “carácter” de cada uno -no hay mejores ni peores, sino diferentes, pero el elemento es siempre distinguidor-. Desde luego, debió de resultar frustrante contemplar como parte del público se levantaba durante la proyección y abandonaba la sala. Pero lo mejor que el cine, como otras artes, sigue ofreciendo es la posibilidad de que cada autor con personalidad, logre plasmarla, diferenciándose unas obras de otras, y proporcionando variedad. Nada hay peor que el actual y extendido reduccionismo; es decir, que solo sean tres -número simbólico- los títulos que se citan siempre.


En cuanto a la partitura original de Alex North, como muchos aficionados saben, el autor de Un tranvía llamado deseo (A streetcar named Desire, Elia Kazan, 1951) o Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), vio como su composición fue ninguneada por “demasiado épica”. En efecto, al escucharla de nuevo -en edición de Varèse Sarabande, dirigida por Jerry Goldsmith en 1993-, siempre tratando de evitar en lo posible la comparación con el original y dejando claro que mi opinión (de la partitura, no del autor) es exclusivamente personal, la labor de North se muestra algo gélida, poco elegíaca y demasiado expresionista, aunque revela pasajes magníficos, como el titulado Moon rocket bus.

En cualquier caso, las obras seleccionadas por Kubrick, al margen de su comportamiento poco agradecido hacia Alex North, otorgan la rara habilidad de unir un pasado cultural, todo un referente, con un futuro de texturas inciertas, cuando no discordantes, en otra hermosa elipsis, esta vez “musical”, menos comentada que la más evidente, por visual, “elipsis del hueso”. Las obras seleccionadas fueron las de los compositores Johann Strauss, Richard Strauss, Aram Khachaturian y el rumano György Ligeti, aunque se sabe que Kubrick manejó otras posibilidades, que finalmente hubieron de ser “descartadas” al ir reduciéndose el metraje de la película, pero que sirvieron como ambientación en el plató; entre ellas las del genio de Chopin y el magnífico Ralph Vaughan- Williams (y no solo por su Séptima Sinfonía).


Como sabemos, tras el decepcionante arranque comercial, la película causó una honda impresión en público en general y artistas en particular, una vez comprendidos y asimilados sus contenidos argumentales. En España fue muy bien recibida, tanto por el público como por la prensa, y es justo reconocerlo; como la gran labor del doblador clásico Felipe Peña como la voz del super computador HAL-9000. Técnica y emocionalmente, nada tiene que reprochar a la original (y excelente) de Douglas Rain.

Escrito por Javier C. Aguilera



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