Para el sábado noche (XX): Jennie, de William Dieterle

09 octubre, 2013

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Cartel de Jennie
Eben: ¿Dónde estamos?
Jennie: Juntos.

El relato de fantasmas, o de “aparecidos”, no es asunto de reciente creación, podemos retrotraernos a la ghost story del siglo XIX, que tantos momentos memorables sigue proporcionando (la literatura existe en presente), por no remontarnos a ejemplos más clásicos, como los lugares “encantados” descritos por Plutarco, Plinio el Joven o Luciano de Samósata (al que en un futuro no lejano dedicaremos una entrada), los celebrados aparecidos de Shakespeare o la magistral Novia de Corinto de Goethe. Pero el género como tal se consolidó durante el periodo decimonónico. De este modo, las citas de John Keats o de Eurípides que aparecen en Jennie (Portrait of Jennie, Selznick Studios / RKO, 1948), poseen un sentido, no se insertan como un mero elemento culterano. No serán las únicas dentro de esta excelente adaptación del relato escrito por Robert Nathan, al que ya tuvimos ocasión de conocer con motivo de La mujer del obispo (The bishop’s wife, Henry Koster, 1947).

Eben Adams (espléndido Joseph Cotten) es un pintor desanimado con prácticamente todo aunque, como tendremos ocasión de comprobar, al menos le queda su orgullo: esa rara cualidad, o identidad inalienable, que le hace, vaya por Dios, no conformarse con todo; lo cual le permite, al menos, ser consciente del derecho básico a poder decir lo que piensa (no lo que piensan otros por él), sin necesidad de plegarse a modas o convencionalismos; lo que es un inadaptado, vamos, y algo que nunca podrán entender los expertos en “regalar los oídos” a los jerarcas (existe por supuesto un matiz: su actitud airada e individual no está en contradicción con una ética, en su más amplia acepción).


Pues bien, Eben, que huye espantado de celebraciones y otros jolgorios, pronto tropezará con una muchacha muy peculiar, Jennie Appleton (Jennifer Jones), en pleno Central Park. Este encuentro del pintor, es decir, de aquel que eterniza lo efímero, con la que será su modelo, le hará interactuar con el pasado, del mismo modo que lo hace un determinado tipo de lector. Eben llegará incluso a pisar las huellas de ese pasado cuando muestre a Jennie su boceto de un faro, en un momento en que está alcanzando su madurez como artista y como persona.

Así pues, se suceden las apariciones de Jennie al pintor. Estas se corresponden con saltos temporales, hasta que van acercándose a la fecha del “presente histórico” del protagonista. Realmente, es el modo en que la memoria actúa. Eben trasladará a su futuro retrato todas estas vivencias, cumpliendo así la promesa formulada a Jennie acerca de no olvidarla. También la galerista Miss. Spinney (Ethel Barrymore) es un personaje magníficamente trazado e interpretado, “soy una solterona, y nadie mejor que nosotras conoce el amor”, afirma. Miss Spinney sabe lo que quiere, y aún más aterrador, lo que es artísticamente bueno (potencialmente) y lo que no, condición que, como podemos suponer, también ha acabado abocándola al ostracismo. En efecto, hay muchas y muy variopintas razones por las cuales se puede adquirir una obra. Su valor crematístico es solo una de ellas…


En Jennie podríamos decir que existe otro personaje más, la ciudad de Nueva York durante la primera mitad del XX; incluso cuando no se nos muestra, está ahí. Una sugerente Nueva York de décadas pasadas, con sus respectivas juventudes malogradas, fijadas en el tiempo como figuras anónimas pero inmortales, que son en definitiva las huellas físicas de una ciudad, evocadas momentáneamente por el portero de un cine, una monja, un viejo marino y una ex encargada de vestuario.

Así, el parque, el puerto…, son lugares que han quedado impregnados. Toda la ciudad parece envuelta en una atmósfera onírica, como una potencial puerta al pasado. Es una percepción que a veces se sugiere por medio de la textura de la imagen, a modo de lienzo sobre el que se va plasmando el relato de Jennie y Eben. Un relato que comienza con los largos y solitarios paseos de un pintor que crea su propia compañía; imaginaria o no, esto es lo de menos: resulta real para el personaje. Esto marca la diferencia de Eben, no ya como “carácter” (en contraste con su buen amigo Gus –David Wayne-, por ejemplo), sino como artista; supone el germen que le convierte en alguien diferente, especial.


La maravillosa fotografía de Joseph H. August, de un expresivo y contrastado blanco y negro, “ilumina” una narración cuya inolvidable resolución “romántica”, literalmente la plasmación de un sturm und drang, durante la secuencia del faro y el vendaval, es ilustrada por medio de unos virados a color. El realizador William Dieterle (1893-1972), saca un excelente partido al material, por ejemplo cuando las figuras de Eben y Jennie se nos muestran oscurecidas en el parque mientras caminan (o a contraluz, cuando la chica hace su primera aparición). En otro momento “expresivo”, en la salita de Miss. Spinney, observamos a los patinadores del Central Park por la ventana, mientras el pintor, en continuada fase de sinceridad “consigo mismo”, rememora su infancia.

Igualmente, debemos hacer mención al extraordinario momento en que la Madre María (Lillian Gish), lee a Adams una de las cartas de Jennie. Y tampoco resulta baladí el guiño a Walt Disney, es decir, a la imaginación, por medio del cartoon que se proyecta en un cine. Además, los arreglos musicales de Dimitri Tiomkin, en base a la envolvente y ensoñadora música de Claude Debussy, proporcionan otro momento realmente extraordinario, en el que el sonido se va diluyendo durante un concierto a causa de la abstracción de Eben Adams.


Así pues, ¿y si la persona con la que mejor podríamos compenetrarnos, o a la que podríamos amar más, resulta que vivió hace años -o lo hará en el futuro-? ¿Y si por una mágica posibilidad pudiéramos ponernos en contacto con esa persona? En la película de William Dieterle, la afinidad logra una unión tan poderosa, que es incluso capaz de superponerse al propio paso del tiempo. Tanto Eben y Jennie, como personas, como el creador y su obra, permanecerán unidos para siempre.

Sin duda, Jennie es una obra maestra, y solo me resta decir que será muy grato poder tener la ocasión de leer el original de Robert Nathan algún día.

Escrito por Javier C. Aguilera



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