Prometheus, de Ridley Scott

01 noviembre, 2012

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Dedicado a Carlo Rambaldi, inmortal creador de FX (Rojo oscuro, Encuentros en la tercerafase, Alas en la noche, Dune) y ganador de tres OSCAR, por King Kong (1976), Alien, el octavo pasajero y E.T., el extraterrestre.


Como todos saben a estas alturas, Prometheus (Fox, 2012) de Ridley Scott, es una precuela de Alien, el octavo pasajero (1979), del mismo director. Es decir, una historia que sucede antes del relato original, aunque haya sido filmada después. 

Tras la bellísima secuencia de apertura, y tras enlazar los mitos de las antiguas civilizaciones y las pinturas rupestres con la teoría alienígena, somos testigos de como la nave de exploración científica “Prometheus” se dirige a un planeta inexplorado, en busca de los creadores de toda la especie humana.

Estos resultan ser la raza de los ingenieros, raza, más que superior, más avanzada, más tecnificada, pero cuya mera posibilidad parece oponerse al concepto religioso (no solo al cristiano) de un Creador; ecuación que finalmente no llega a resolverse por la sencilla razón de que una cosa no quita la Otra, como recuerda la arqueóloga Elizabeth Shaw (Noomi Rapace), sobre todo en el terreno de la libre elección, concepto difícil en un mundo de imposiciones, sean naturales o artificiales.


Pues bien, como pronto descubre la tripulación de la nave terrestre, el experimento de estos ingenieros se les ha vuelto en contra por partida doble, por una parte en el “presente”, el futuro de la película, mostrado tanto final de la misma como cuando los terrestres averiguan que estos facedores de entuertos se disponían abandonar el planeta con su nave; y por otro lado en el pasado, respecto a los humanos que ayudaron a confeccionar: ¿demasiado (s)odio en la masa?, ¿por qué se arrepintieron de su trabajo? (A mí motivos no me faltan).

Bromas aparte, no hace menos disfrutable Prometheus el hecho de que contenga gozosas similitudes, guiños y autoguiños (por ejemplo en el robot David, Michael Fassbender, del que no acabamos nunca de estar seguros de si realmente ha comenzado a sentir, a interrogarse como un replicante; o la voz parlanchina de la computadora, elemento dramático reconocible del universo alien; el aterrizaje en el planeta (el horror se oculta en esta ocasión en un entorno más luminoso que oscuro), la presencia de un elemento extraño y desestabilizador que analizar clínicamente, los monstruos mutantes, el bicho en la nave, el poder y abuso de las grandes corporaciones (en este caso, una empresa dedicada al mercado inmobiliario ¡que se dedica a promover las armas biológicas!), la quema del mutante (La cosa, John Carpenter, 1982), si bien por autoinmolación, en este caso; la aparición de un anciano decrépito estilo 2001: Una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968), hasta llegar a ese alien primigenio, rayharryhauseniano (ahí va).


Junto a análisis bien razonados, me llaman la atención las tonterías que he tenido que leer (o escuchar), y que siempre son implacable síntoma del “estado de la unión”, en este caso del espectador medio. Tales como qué la acción comienza tarde (pero, ¿qué concepto se tiene de “acción”?), que no tiene argumento (menos mal que no lo tenía), que aparece demasiado bicho raro (¿qué se espera de una monster movie, que se pusieran a cantar y bailar?, ¿no sabe la gente dónde se mete cuando compra una entrada?), argumentos tan huecos como el interior de la estructura alienígena.


De acuerdo en un aspecto, el del esquematismo de los personajes secundarios (Alien, el octavo pasajero tampoco había sido escrita por Joseph L. Mankiewicz precisamente, lo que no parece molestar tanto).

Ahora bien, los que aluden molestos al exceso de cristianismo en el film no merecen ni ser contestados (lo menos que debe pedirse en el ejercicio y derecho a la crítica es un poso de inteligencia). De acuerdo, en definitiva, que Ridley Scott, a sus 75 años, no propone “argumentalmente” nada nuevo, pero al menos lo que propone lo propone bien, que ya es bastante (si non è vero, è ben trovato).

Ridley Scott dirigiendo en Prometheus
Parece molestar también que, con sorna, dicho sea de paso, a nuestra salud, queden preguntas en el aire, sin aparente respuesta (¡horror tener que pensar!), pero eso lo considero una cualidad positiva, sumamente estimulante, de la cinta de Scott, una película trufada de elementos para la reflexión, de sugerencias, implicaciones, connotaciones, en la mejor tradición literaria gótica y de ciencia ficción. El hecho de que cuando hemos contestado la pregunta del millón, surjan otras cuestiones no menos inquietantes, es como el constatar frente al espejo el pánico ante un cambio fisiológico, la enfermedad, lo desconocido, la evolución acelerada (como le ocurría a Julie Christie en la notable Engendro mecánico, Donald Cammell, 1977).

Concluyendo, frente a la ausencia de sorpresa (conocemos los entresijos de la saga), de impacto temático, o ante el dilema de tener que realizar la típica película de liarse-a-tiros-con-los-bichos, Scott proporciona un marco para la reflexión, una espectacularidad bien entendida, esto es, bien planificada, y el oficio de la buena narración de Prometheus.


Escrito por Javier Comino Aguilera


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