El monje, de Matthew G. Lewis

22 octubre, 2012

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Matthew Grogory Lewis nace en Londres en 1775 y su importancia en la literatura no es escasa, ya que, tras ser criado en una gran mansión, y de regreso a Inglaterra después de haber estudiado en Weimar, Lewis trasladó elementos del romántico alemán (el conocido sturm und drang) a la literatura inglesa, como reconocieron los propios Shelley, Byron o sir Walter Scott. De hecho, tras la lectura de Los misterios de Udolfo (Ann Radcliffe) y El castillo de Otranto (Horace Walpole), Lewis escribe en La Haya (donde era agregado en la embajada británica gracias a su progenitor), la obra que traemos a colación, El monje, publicada en marzo de 1796, cuando el autor contaba veintiún años. Su nombre, sin embargo, no figura hasta la segunda edición (de octubre), gracias al éxito que acabó teniendo una obra en la que moral y religión son tratadas con abierto y saludable desenfado.

Con gran ironía se presenta al monje Ambrosio, de 30 años, abad de los capuchinos en una iglesia de Madrid a la que acuden la joven Antonia (educada en un castillo de Murcia) y su tía Leonela. Sin revelar el argumento más allá de lo razonable, diremos que tras entregar a la novicia Inés a la priora de un convento, y tras ser maldito por ella, Ambrosio se sumerge en una espiral de sentimientos nuevos y encontrados, reflejo turbulento de su propia confusión mental y desespero, produciéndose un lecho luctuoso que desembocará, a su vez, en otro crimen puro y duro.

Ruinas, de Arnold Böcklin
Ambrosio, ya desaforado, no logra trascender el conflicto interior y se sume en el desencanto y la culpa, tras haber violado sus votos. Lo antinatural son vuestros votos de celibato; el hombre no ha sido creado para tal estado, le espetará Matilde. La posesión, que acaba produciendo hartazón en el hombre, en la mujer no hace más que aumentar su afecto. Un inevitable choque entre diferentes naturalezas, atracciones fatales aparte.

El monje se teje mediante una trama bien urdida en la que participan Rosario (más tarde Matilde, portadora de conocimientos sobre las ciencias ocultas), Lorenzo (hermano de doña Inés de Mendoza), doña Elvira, don Raimundo y su sirviente Teodoro, la casera supersticiosa doña Jacinta, y otros personajes bien perfilados. Folletín con ribetes hasta esotéricos en determinados pasajes (don Raimundo llega a confundir a Inés con el fantasma de la “monja sangrienta” que se aparece en su castillo, y recibe ayuda, nada menos, que del holandés errante), con presencia canónica de criptas, brebajes y encantamientos, en El monje incluso el pueblo no se libra de la certera crítica cuando se toma la justicia por su mano, en otro pasaje escalofriante, ya que la víctima es una religiosa.

Junto a estos, otros momentos no menos magníficos, como lo es la digresión de don Raimundo acerca de los críticos (pg. 207, edición Club Diógenes), que difícilmente podría resultar de mayor actualidad. El relativo happy-end no camufla un tercio final despiadado y truculento, centrado en el proceso de atracción-repulsión que Ambrosio experimenta para con su víctima, en alucinado pacto con el propio diablo sobre un acantilado de Sierra Morena. Frente a una sentencia exculpatoria, que conllevaba la posibilidad de su redención en la otra vida, toda esperanza de Ambrosio queda anulada en pago por sus pecados, por mor de su nuevo pacto diabólico.

Cementerio del monasterio en la nieve, de Caspar David Friedrich
Escrito por Javier C. Aguilera


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