La auténtica historia de las minas del rey Salomón, de Carlos Roca

02 septiembre, 2012

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El escritor inglés Henry Rider Haggard (1856-1925) escribió bastantes libros, pero siempre será recordado por una obra en concreto: Las minas del rey Salomón, escrita en 1885. Los aficionados a la literatura de ficción y aventuras probablemente también lo recuerden por otra gran novela: Ella (She, 1887), que igualmente dio origen a una saga. Haggard llegó a África en 1875, donde permaneció cuatro años como miembro del equipo funcionarial de sir Henry Bulwer, recién nombrado gobernador de Natal, en Sudáfrica. De vuelta a Inglaterra, dejó su puesto como funcionario de la administración en África, retomó la abogacía, y se puso manos a la obra, es decir, plasmó sobre el papel todas aquellas vivencias fascinantes. 

Henry Rider Haggard y Frederick Courtney Selous
Las minas del rey Salomón es un relato que da comienzo con el delicioso mecanismo de narrar unas memorias, en este caso por boca del cazador y aventurero de origen inglés Alan Quatermain, personaje que el autor resucitó para poder continuar con sus aventuras, al igual que le sucedió a Conan Doyle con su Sherlock Holmes. Y como este, Quatermain, está basado en un personaje real, Frederick Courtney Selous, cazador que compaginó la cinegética con su cargo en el Museo de Historia Natural de Londres (tristemente, murió por el disparo de un francotirador en plena contienda bélica, en 1917). En Tanzania, una gran reserva lleva su nombre.

Pero el presente libro no trata solo de la creación de Rider Haggard, sino del tiempo, circunstancias y acontecimientos que hicieron posible la misma. Una bien resumida historia de la colonización en África que documenta desde las más importantes batallas, a la vida de los primeros colonos en el Transvaal (nombre debido a estos que significa “más allá del río Vaal”), por tierras de los zulúes o los matabele (una escisión de los primeros).

No en vano, una de las colonias más importantes fue la de los llamados boers, formada por granjeros holandeses. El autor no escatima detalles como la crueldad zulú (ya antes de la llegada de los colonos), como bien demostró el rey Shaka. Nada idílicos, los zulúes en origen pasaron de ser un tranquilo pueblo de pastores, que había emigrado desde El Congo, a una tribu cuya nueva forma de guerrear los cambió irremisiblemente, sin excluir la guerra civil. Tuvieron grandes jefes como Mzilikazi o Lobengula.

Robert Moffat
Luego, la fiebre del oro (la segunda tras la de California en 1849). Los primeros yacimientos de diamantes fueron descubiertos en 1867 en un acantilado de lo que es hoy la ciudad de Kimberley, aunque realmente, los primeros en saber que aquel territorio matabele era rico en oro y diamantes fueron gentes buenas y tranquilas como los misioneros. El más destacado, Robert Moffat, cuya hija casó con el misionero, explorador y médico escocés David Livingstone, que a la sazón, sería el descubridor de las impresionantes cataratas Victoria -nombre en honor de la reina de Inglaterra- del río Zambeze, en 1855. Era un tiempo en que aún quedaban territorios inexplorados en el planeta, lo cual ejerció una tremenda fascinación sobre todo tipo de aventureros, exploradores y hombres de Iglesia. De hecho, el primer trabajo para la Sociedad Misionera de Londres comenzó en la provincia de El Cabo en 1799.

Cataratas Victoria
Y precisamente, el interés por buscar en aquellos territorios inexplorados el nacimiento del Nilo fue, bajo los auspicios de la Royal Geographical Society, la excusa que Livingstone necesitaba para poder regresar a África por tercera vez. Hasta que ya no se tuvo noticia de él. Poco tiempo después, el explorador de origen americano Henry Morton Stanley, tras una penosa búsqueda patrocinada por el New York Herald, encontró al fin al misionero, el 28 de octubre de 1871, en la región de Ujiji, junto al lago Tanganika. El escueto diálogo que sostuvieron pasó a la historia:

STANLEY: El doctor Livingstone, supongo.
LIVINGSTONE (Hecho puré): Sí, señor.

Livingstone (izq.) y Stanley (der.) y un grabado de las cataratas Victoria
Los misioneros protestantes fueron muy bien acogidos por los indígenas por la sencilla razón de que vieron a estos como los auténticos propietarios de aquellas tierras, lo que les provocó no pocos encontronazos con el poder central. Consideraban inmoral la manera en que África estaba siendo saqueada. Y es que África se convirtió en el lugar ideal para jóvenes emprendedores, como Cecil Rhodes, que no tenía más de veinte años cuando arribó a África, y a cuyo apellido se debe el nombre de la ciudad de Rhodesia (cuya confirmación se produjo en 1895). Falleció en 1902 a los 47 años (su empresa le sobrevivió hasta 1923) y no muy lejos de su tumba descansa su compañero y amigo el doctor Leander Starr Jameson, primer ministro de El Cabo, fallecido en 1918. 

Cecil Rhodes
La historia se completa con las vidas de Russell Burnham, explorador durante las guerras apache (en EEUU), sheriff, cazarecompensas, minero… y que entre tanto ajetreo encontró tiempo para casarse, antes de trasladarse primero a la India, y después a África. O la del mayor Allan Wilson y su heroica derrota frente a los matabele en la batalla del río Shangani, en 1896. O la de Maurice Gifford, que salvó a numerosos colonos de ser asesinados por los rebeldes matabele (falleció en 1910). Incluso hay lugar para personajes que parecen salidos de una trama de Sherlock Holmes: mercenarios apropiándose del oro de un rey. Hasta el presidente Roosevelt anduvo por allí de cacería bajo los sicomoros (fue en 1909), Los nativos, el calor, la malaria, las fieras salvajes (incluyendo la temida mosca tsé-tsé), la estación de las lluvias… una época fascinante repleta de hombres (a pesar de sus errores) fascinantes. Y también merece un epígrafe el valeroso rhodesian ridgeback, can mezcla de varias razas pero autóctono de África, eficacísimo en la ayuda en la lucha contra las fieras salvajes (los leones sobre todo).

Livingstone siendo atacado por un león en un grabado

Carlos Roca
También habla el autor de la independencia de Zimbabwe en 1980, con Robert Mugabe al frente del “gobierno” y más opresor que los propios blancos (no es la primera vez que, en nombre de la libertad, o de un futuro mejor y más justo, los que llegan son mucho peor que los derrocados: la revolución francesa, la revolución rusa, África… Ejemplos no faltan, solo es necesario un requisito: tener al pueblo en la más completa ignorancia).

Un comentario sobre las adaptaciones al cine (y televisión) más una cronología base, y la inclusión en un anexo de varias noticias periodísticas provenientes de periódicos españoles de la época (La Ilustración española americana y La Ilustración ibérica), completan el libro.


Escrito por Javier C. Aguilera

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